Antecedentes de la emancipación hispanoamericana


Background of Hispanic American Emancipation

Alejandro Gómez

Universidad del CEMA

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Resumen: El proceso emancipatorio en Hispanoamérica comenzó mucho antes de los acontecimientos que tuvieron lugar en España con la invasión napoleónica. El presente trabajo pretende dar una visión resumida de cuáles fueron los hechos previos que prepararon el camino para los levantamientos que culminarían con la independencia del continente entre 1810 y 1825. Cuál era la mirada de la elite criolla a comienzos del siglo XIX y cómo llegaron a ponerse en contacto con las ideas de la ilustración que serían determinantes a la hora de legitimar la independencia de las naciones americanas.

Palabras clave: emancipación, Ilustración, reformas borbónicas, criollos, sociedad colonial.

Abstract: The emancipatory process in Spanish America began long before the events that took place in Spain with the Napoleonic invasion. The present work tries to give a summarized vision of what were the previous events that paved the way for the uprisings that would culminate with the independence of the continent between 1810 and 1825. What was the outlook of the Creole elite at the beginning of the 19th century and how they came to get in touch with the ideas of the illustration that would be decisive when it comes to legitimizing the independence of the Hispanic American countries.

Keywords: emancipation, enlightenment, Bourbon reforms, creoles, colonial society.

Las ideas y los hechos

Los años que preceden a la emancipación de Hispanoamérica se enmarcan en el período de difusión de las ideas de la Ilustración, las reformas borbónicas y la aparición de movimientos de carácter político como la revolución francesa y la independencia de Estados Unidos. Estos hechos, tanto desde lo ideológico como desde lo político, tuvieron una influencia determinante a la hora de analizar los procesos emancipadores en el Continente.

Es difícil poder cuantificar cuál de los hechos mencionados tuvo un impacto mayor sobre los movimientos políticos que culminarían en los procesos independentistas a partir de 1810. A la hora de explicar qué fue lo que llevó a las élites hispanoamericanas a encabezar los movimientos emancipadores, autores como Tulio Halperín Donghi, Jaime Rodríguez O. y John Lynch, atribuyen distinto grado de influencia a unos acontecimientos por sobre otros.

Halperín Donghi (1983) sostiene que la reformulación del pacto colonial, consecuencia directa de las reformas borbónicas, fue una de las causas de la reacción hispanoamericana contra la corona española. De alguna manera, enfrentarse a una administración colonial más débil e ineficiente era más factible que hacerlo con una que tuviera mayor grado de compromiso hacia la Península. Los nuevos funcionarios que arribaban de España venían a retomar el control de la administración colonial y volver a hacerla funcional a los intereses de la metrópoli. Esto explica la reacción adversa tanto de las elites criollas como la de los españoles establecidos desde hacía muchos años en América al momento de implementarse estas reformas administrativas, políticas y económicas (Halperin Donghi, 2013, pp. 75-76).

De todos modos, para Halperín Donghi, no son ni las reformas ni las nuevas ideas las causantes últimas de los movimientos emancipadores. Por el lado de las nuevas ideas de ilustración, estas no promueven la independencia ni la separación de la monarquía, «... la ilustración iberoamericana —del mismo modo que la metropolitana— estaba lejos de postular una ruptura total con el pasado...». El autor sostiene que muchos de los levantamientos que se produjeron después de la segunda mitad del siglo XVIII son más bien una respuesta contra la voracidad fiscal de los nuevos oficiales reales que contra la figura del monarca en quien los americanos veían la salvaguarda de sus derechos. Para los habitantes de las colonias americanas, los nuevos agentes de la administración real eran percibidos, en muchos casos, como algo distinto y, a veces, opuesto a la voluntad del rey.

En su análisis observa que el protagonismo de los movimientos sediciosos y de las nuevas ideas que se dan a comienzos del siglo XIX fueron exagerados tanto por sus propulsores como por sus opositores, tomándolos como excusa para justificar sus respectivas reacciones. Para él, los únicos hechos concretos que se pueden tomar como agentes movilizadores de la población hispanoamericana, son la Revolución francesa y la independencia de Estados Unidos. Estos dos acontecimientos sacan del papel las ideas de la Ilustración y las llevan a la práctica. La existencia de una América republicana y una Francia revolucionaria, sí son cosas que cambian las perspectivas de las elites de la región (Halperín Donghi, p. 79).

Las causas de las crisis del imperio español se encuentran más en los acontecimientos bélicos de Europa que en lo que sucede en América con las nuevas ideas y las reformas. La guerra contra Inglaterra y los bloqueos a los puertos españoles permitieron una apertura gradual del comercio colonial con la cual los hispanoamericanos obtuvieron una mayor autonomía económica. La derrota de Trafalgar en 1805 daría el golpe de gracia a la armada española, y con ello a los intentos por ejercer un control más estrecho sobre sus posesiones de ultramar.

Todo esto llevó a los comerciantes criollos a darse cuenta de las ventajas que acarreaba esta mayor autonomía con respecto a los comerciantes de la Península y, sobre todo, surge la convicción de que la corona española ya no está en condiciones de ejercer los nuevos controles que había tratado de implementar con las reformas. Es este contexto externo el que permite dar un lugar más preponderante a las nuevas ideas como un justificativo de las acciones que llevarían a los movimientos emancipadores (Halperín Donghi, pp. 80-82). En este sentido también se manifiesta John Lynch (2001) quien sostiene que la relación causal sería que primero los criollos estaban en disidencia con la forma de administrar las colonias que tenían los españoles y por este motivo buscaron en las nuevas ideas argumentos que legitimaran su postura (p. 32).

De todos modos, tanto Jaime Rodríguez O. (1996) como John Lynch, le dan una importancia mayor al papel que jugaron las nuevas ideas y las reformas borbónicas en el proceso de emancipación del que les atribuyó Halperín Donghi. Rodríguez O. identifica al pensamiento antiamericano de algunos autores ilustrados como un factor determinante del sentimiento localista de los criollos hispanoamericanos, lo cual contribuyó a estimular la sensación de una peculiaridad americana como algo distinto de España.

La visión negativa que algunos pensadores ilustrados de Europa comenzaron a desarrollar sobre los americanos, llevó a los intelectuales criollos a poner en duda la autoridad intelectual de aquellos. Estos escritos de autores europeos daban cuenta del carácter degenerativo de la geografía y de los hombres de América, llegando a afirmar en sus obras que América estaba condenada al atraso por este motivo. George-Louis Leclerc Bufón (citado en Rodríguez O.) sostiene que «los seres humanos de ese continente, al igual que su flora y fauna, se hallan en estado de degeneración». Otro tanto afirmaban Corneille De Pauw, Guillaume-Thomas Raynal y William Robertson, con distintos matices, pero siempre en el mismo sentido, la visión con respecto al continente americano y sus habitantes era negativa, y de alguna manera justificadora del dominio que Europa ejercía sobre la región (Rodríguez O., 1996, pp. 28-29).

La respuesta criolla no hizo esperar. Entre los más fervientes defensores de los americanos estaban fray Benito Jerónimo Feijoo, Juan José de Eguiara y Eguren, Juan Vicente Pacheco de Güemes y Padilla, el conde Revillagigedo, este último quien afirmara que De Pauw estaba equivocado en casi todas sus afirmaciones sobre los americanos. Pero fueron los jesuitas en el exilio quienes más vehementemente defendieron la integridad del continente y sus habitantes. Fue Francisco Javier Clavijero quien en su obra Storia antica del messico (1780-81) realizó el estudio más contundente del patriotismo americano al tiempo que constituyó la refutación más directa contra los escritos de Pauw (p. 30).

Otros trabajos en el mismo sentido son los de los jesuitas Francisco Javier Alegre y Andrés Cavo, las cuales contribuyeron para incentivar a los intelectuales de Nueva España a continuar con estudios de esta naturaleza. Lo mismo sucedió en Quito y en Chile, donde Juan de Velazco y Juan Ignacio Molina, respectivamente, escribieron obras destinadas a resaltar los orígenes y cualidades de los habitantes de ambas regiones. Para Rodríguez O., «Por ironías de la historia, la expulsión de los jesuitas de América en 1767 contribuyó también a la formación de una conciencia de sí en el Nuevo Mundo, pues quedaron sentadas las bases para formar una generación nueva de intelectuales» (pp. 32-33).

Las reformas borbónicas

Las reformas, emprendidas por Carlos III, surgen como una respuesta al alto grado de autonomía que tenía el continente americano con respecto a la corona española. Si bien los oficiales reales ejercían su función de acuerdo con los reglamentos y a las Leyes de Indias, por lo general los funcionarios se veían compelidos a responder a las elites locales, que tenían sus propios intereses, para poder ejercer sus actividades más fácilmente. Por su parte, dentro de este entramado de complicidades políticas, los españoles-americanos buscaban en los cargos públicos una mayor autonomía en el ejercicio del gobierno local.

Estas reformas se empezaron a implementar en Cuba luego de la Guerra de los Siete Años (1756-1763) como una manera de frenar un posible avance inglés en la zona de influencia española, y luego se expandieron al resto de los territorios controlados por la corona española en el continente americano. «El esfuerzo de los visitadores para cambiar la administración, abolir antiguos acuerdos y aumentar los impuestos encontró considerable oposición en América... [y] En algunos lugares la población recurrió a la resistencia armada para reparar los agravios recibidos» (pp. 34, 40).

En este sentido, para muchos americanos estas reformas fueron como una segunda conquista de América. De hecho, la relativa autonomía de la que gozaban a comienzos del siglo XVIII ahora se veía sacudida por la llega de una nueva forma de dominio, más que un desembarco militar se trataba de un desembarco burocrático. Las reformas borbónicas implicaban una quita del poder a los detentadores de este para otorgárselo a los agentes de la corona recientemente llegados, por este motivo «los liberales españoles no eran populares en América», ya que su pensamiento y sus ideas, al momento de ser llevadas a la práctica, se traducían en una pérdida de la autonomía lograda a lo largo de décadas (Lynch, pp. 12-16).

Esto explica por qué la política de los borbones fue saboteada en las propias colonias, la pérdida de privilegios fue uno de los motivos principales de la reacción antirreformista en Nueva España. Por ejemplo, la Iglesia y su riqueza fueron blancos predilectos de la reforma, así como también el ejército. La creación de milicias locales quitó poder a los militares peninsulares, pero al mismo tiempo creó una situación que podría volvérsele en contra en el futuro, ya que se convirtió en un ámbito de ascenso social para los criollos.

Esta oposición liderada por las elites locales y la propia burocracia española en América, que se resistían a la pérdida de poder que implicaban las reformas, llevó al ministro de Indias, José de Gálvez, a intentar aplicar las mismas en las zonas periféricas del imperio, lo cual, si bien era más fácil de hacer, por otro lado, contribuyó a aumentar aún más el regionalismo hispanoamericano.

Pero fueron las reformas en el clero, las que, según Rodríguez O., tuvieron mayor impacto en el posterior movimiento emancipador. Los reformadores veían en la Iglesia un obstáculo al progreso, al considerar a los miembros del clero como «parásitos improductivos que agobiaban a la sociedad y que, al mantener la tierra en un régimen de manos muertas, privaban al Estado de ingresos y a la sociedad de riqueza productiva». Precisamente, era la Compañía de Jesús la que tenía una gran influencia en España, sobre todo en la educación, y fue esta orden la que más reparos tuvo contra las reformas borbónicas. Por este motivo, y como consecuencia del «motín de Esquilache» que se hizo para oponerse a este ministro de Carlos III (por el cual los funcionarios reales culparon a los jesuitas), la orden fue expulsada de España y de todos sus dominios por el real decreto del 27 de febrero de 1767 (Rodríguez O., pp. 43-44).

La decisión de expulsar a los jesuitas tendría influencia en los acontecimientos posteriores, ya que, por un lado, estos eran los consejeros de las elites locales, y por el otro, a través de sus escritos en el exilio, incentivaron el sentimiento de nacionalismo y patriotismo hispanoamericano. De alguna forma, los jesuitas eran la cara más saliente del autonomismo del que venía gozando América desde mediados del siglo XVII.

El ejército por su parte, al contrario de lo que había sucedido con la Iglesia, obtuvo un mayor peso con las reformas. Este fue un vehículo de movilidad social en América, ya que, entre sus oficiales había un 60 % de criollos, número que llegaba al 80 % de los soldados. En ambos casos, los fueros y privilegios de los que gozaban estos grupos, fueron conservados durante el proceso de reformas, ya que el remozado gobierno colonial necesitaba contar con la lealtad de una fuerza armada que le permitiera contener los levantamientos que implicaban los cambios implementados por la corona (p. 46).

Otro de los puntos fundamentales de la reforma es el que refiere a la economía. A través de las nuevas disposiciones económicas se buscaba tener un mayor control sobre las colonias. El reglamento de libre comercio de 1778 pretendía hacer de los americanos algo más que meros proveedores de materias primas y, al mismo tiempo, también se trataba de reducir el poder de los comerciantes monopolistas de Cádiz. De todos modos, el término libre no debe llamar a confusión, ya que el comercio de las colonias seguía restringido al intercambio exclusivo con España, salvo autorizaciones de excepción. Como sucedió con los otros aspectos de las reformas, este intento de apertura también se vio obstaculizado por las guerras europeas. Por este motivo, los beneficios de dicho «libre comercio» han sido desiguales a lo largo del continente americano. Esto fue más evidente cuando los ingleses impusieron un bloqueo a España en 1796, por el cual la corona española autorizó el comercio con potencias neutrales. Si bien la Paz de Amiens de 1802 dio tregua a esta situación, la derrota en Trafalgar en 1805 implicó el fin de la flota española y el contacto comercial de la corona con sus colonias, volviéndose a autorizar el comercio con países neutrales, lo que representó una mayor autonomía económica para los territorios americanos (Lynch, pp. 18-22 y Rodríguez O., pp. 48-50).

Desde el punto de vista de la tributación, la situación tampoco mejoró para los súbditos americanos. Las reformas borbónicas, venían acompañadas de un aumento considerable de los impuestos (la alcabala pasaría del 2 % al 4 % y llegaría al 6 %) y de la creación de nuevos monopolios estatales (naipes, pólvora y tabaco). Si bien los ingresos crecieron sustancialmente, los egresos, por los gastos de las guerras, lo hicieron en mucho mayor medida, dejando así exhausta la economía colonial en poco tiempo. «Las exigencias periódicas de préstamos para afrontar gastos extraordinarios en la Península ibérica afectaron de manera adversa la economía debido a que drenaban efectivo en metálico del Nuevo Mundo» (Rodríguez O., pp. 51-52).

El sentimiento antiespañol

El clima de rechazo hacia la corona que se había exacerbado con todos estos cambios se profundizó aún más con la llegada de los nuevos funcionarios peninsulares que serían los encargados de poner en marcha las reformas mencionadas. La reacción, tanto de los criollos como de las elites españolas, no se hizo esperar. Ambos sectores vieron amenazados sus privilegios y fuente de riquezas. De acuerdo con Rodríguez O., «los americanos consideraron a los españoles recién llegados como depredadores que les arrebataban las oportunidades alas que tenían derechos» (pp. 53-53).

Dentro de este contexto, los movimientos emancipatorios hispanoamericanos se pueden interpretar como una reacción contra esta segunda conquista de América impulsada por las reformas borbónicas. Así las cosas, estos movimientos reaccionarios se explican como una forma de autodefensa ante el avance de los recién llegados, ya que tanto las familias españolas afincadas en América desde hacía mucho tiempo como las nuevas generaciones de criollos encontraban, en la nueva burocracia borbónica, competidores privilegiados en su carrera por ocupar cargos públicos. Por su parte, con el nombramiento de españoles peninsulares, en los puestos más altos de la jerarquía eclesiástica, militar y administrativa, la corona buscaba «desamericanizar» el gobierno de sus colonias americanas. Paradójicamente, el objetivo de la corona española de formar un nuevo gobierno imperial, más fuerte y controlado generó un aumento del descontento entre sus súbditos americanos. En los virreinatos de Perú, Nueva Granada y Nueva España, los criollos solicitaron explícitamente ocupar más cargos públicos ante la amenaza reformista (Lynch, 2001, pp. 21-24).

Las esperanzas de progreso y de mayor autonomía que se venían alimentado a lo largo del siglo XVIII se vieron así «sofocadas por el nuevo imperialismo». La llegada de esta inmigración selectiva avivó, además, el odio tradicional entre los españoles «superblancos» (los nacidos en la península) y los criollos. Estos últimos, a su vez, querían ser considerados blancos también, y la llegada de estos inmigrantes desde España ponía nuevamente en el debate social el tema de la blancura de piel, ya que muchos de los criollos tenían algún tipo de sangre mestiza por sus venas (Lynch, 2001, p. 25).

Pero este conflicto no solo estaba circunscripto a la relación españoles peninsulares y españoles americanos. Los criollos estaban conscientes de la presión que ejercían los grupos que provenían de la parte inferior en la escala de blancura. La clase alta criolla quería poner la mayor distancia posible entre ellos y los grupos más bajos; lo cual les presentaba el siguiente dilema: por un lado, enfrentaban a los españoles peninsulares que los discriminaban por su origen, y por el otro, eran ellos los agentes discriminadores de los mestizos, mulatos e indios. Este tipo de discriminación también se repetiría en el seno de las clases bajas entre indios, pardos, mulatos y mestizos.

Como se puede apreciar, las reformas movilizaron aspectos sociales que provocaron desconfianza en los criollos con respecto al gobierno español. De alguna manera, estos se sintieron atrapados entre los nuevos funcionarios reales y las masas populares que también los despreciaban. Al caer la monarquía, luego de la invasión napoleónica a España, los criollos no podían permitir que las masas populares se apoderaran del control del gobierno vacante, por este motivo reaccionaron de manera inmediata abortando todos los movimientos de corte popular (Lynch, 2001, pp. 26-28). Un claro ejemplo de ello es la reacción conjunta de la elite criolla y peninsular ante la movilización liderada por Hidalgo y Morelos en México.

Si bien las reformas fueron resistidas desde el comienzo, con el transcurrir del tiempo no fueron perjudiciales para América y hasta se podrían haber logrado mejores entendimientos si no hubieran mediado las dificultades que debió enfrentar España como consecuencia de los conflictos europeos, sobre todo por los acontecimientos desatados a partir del estallido de la Revolución francesa. Las interrupciones en el comercio internacional y los crecientes gastos causados por la magnitud del conflicto bélico, impactó negativamente en cómo se percibieron las reformas, ya que lo que pudo haber sido visto como algo positivo, nunca se llegó a concretar de esta manera en la visión de los criollos, quedaron como legado de los cambios impulsado por la corona, solo los aspectos negativos que mencionáramos previamente. Es por ello por lo que Rodríguez O. identifica a las reformas borbónicas como uno de los elementos más influyentes a la hora de desentrañar los orígenes de los movimientos emancipadores juntamente con la revolución intelectual que se produjo en el mundo español, la cual les dio el marco ideológico a los movimientos independentistas.

Cambios en las ideas

Las reformas ideológicas se enmarcaban en un proceso de cambio mayor pero más difícil de imponer. Por el lado del cambio institucional y económico, el proceso se puede interpretar como una decisión política de la monarquía borbónica que pretendía recobrar su autoridad sobre las colonias y los reinos en la Península. Pero, por el lado del cambio en las ideas, el proceso era algo más complicado de llevar a la práctica. Y si bien los Borbones también impulsaron una transformación en el campo de las ideas, estas no fueron aceptadas de forma unánime.

El pensamiento moderno fue difundido en España principalmente a través de los escritos de Benito Jerónimo Feijoo. Comenzando en 1739, sus obras Teatro crítico universal y Cartas eruditas, fueron una muestra del pensamiento crítico al conocimiento que se tenía por irrefutable hasta ese momento. El autor se dedicó a poner en duda todo lo que se sostenía en disciplinas tan disímiles como: arte, literatura, historia, filosofía, teología, matemática, geografía y ciencias naturales. Su obra despertó polémica y popularidad por igual.

De todos modos, este no fue el único medio de difundir las nuevas ideas que imanaban del pensamiento ilustrado, ya que también jugaron un papel fundamental en la difusión de estas las publicaciones periódicas. Las denominadas gacetas se esparcieron en la península ibérica y en América. Las de Madrid, Lima y México fueron de las más conocidas, pero no las únicas, ya que también las había en Buenos Aires, Guatemala, Bogotá, la Habana, Quito, entre otras (Rodríguez O., pp. 56-57).

Las obras de los escritores más prominentes de la época, particularmente los philosophes franceses y británicos, fueron traducidas o presentadas en forma de resúmenes. Aunque la prensa no gozaba de libertad, la censura se ejercía en forma esporádica y contradictoria, en parte porque se trataba de un medio relativamente nuevo y mal entendido. (Rodríguez O., 1996, p. 58)

De manera tal que, los periódicos se convierten en agentes movilizadores de esta incipiente opinión pública moderna, ya que no solo informaban, sino que además presentaban proyectos en los que se aprecian la impronta del ideario moderno. A partir de este momento se verá cómo gradualmente la opinión publicada competirá con la autoridad tradicional. Si bien el privilegio de publicar se mantiene hasta los últimos años del antiguo régimen bajo la tutela real, el mismo se irá ampliando paulatinamente a algunos «individuos virtuosos», y «con el pretexto de dar a conocer informaciones útiles y acertadas» los periódicos comenzarán a transmitir opiniones sobre asuntos relacionados con la política (Lemperiere, 1998, p.70).

Pero, el cambio mayor llegará con la sanción de la Constitución de Cádiz de 1812 que decretó que «la libertad de imprenta era un derecho político, al mismo tiempo individual y universal» (p. 71), lo que abre aún más la participación política. A partir de este momento una nueva autoridad, la opinión pública, competiría con la autoridad tradicional.

A partir de la introducción de estas modificaciones en el ámbito de la difusión de las ideas, comienzan a tomar más importancia los hombres que se destacan en lo que se dio en llamar la república de las letras. Son ellos los que van a tener una importancia especial en un nuevo espacio que se presenta como una «sociedad de opinión y de libre examen» (Silva, 1998, p. 81). El espacio en el que se habrá de desarrollar la nueva práctica de lectura será el que determinen muchas veces las sociabilidades que se involucren en el mismo, o la característica o influencia de los actores que participen en las tertulias. En realidad, la reunión de carácter social que implica la lectura irá tomando estado público en la medida que se haga más amplia la participación de distintos sectores sociales, y que se extiendan los contenidos de las propias lecturas.

Las tertulias, así, se convirtieron en el mecanismo de transmisión oral más común a la hora de difundir las nuevas ideas. Si bien el origen de estas se remonta al siglo XVII, estas se hicieron más habituales hacia finales del XVIII. Las tertulias, en general, estaban integradas por grupos de amigos y familiares, y con el correr del tiempo se fueron ampliando para incluir colegas o personas con intereses comunes en debatir los autores modernos. El lugar donde se desarrollaban las mismas eran las casas de familias de la elite y, a comienzos del siglo XIX, en muchas oportunidades, eran las mujeres las que las organizaban (Rodríguez O., p. 59).

Estamos, pues, frente a un proceso de transformación, mediado por la práctica de la lectura, la discusión y la libertad de crítica. Este proceso conduce de las formas tradicionales de tertulia hacia las formas nuevas de la comunicación cultural, hacia otros espacios de circulación de las ideas; aun conforme con la cultura política de esa sociedad (elogios a «Dios y a los reyes»), y rodeado todavía de una gruesa capa retórica (las tempestades eruditas de los eruditos socios), introducen prácticas y estilos que en parte corresponden ya a los de una asociación moderna de contenido igualitario y de libre exposición de las ideas (Silva, p. 87).

Los ámbitos que ahora se suman a la exposición de las ideas modernas son los cafés, las sociedades de amigos y la renovada universidad de finales del siglo XVIII.

De todos modos, las tertulias se destacan como la forma de reunión tradicional de las elites para discutir el nuevo pensamiento. Por su parte, la naciente clase media encontró su equivalente en las reuniones de café. En estos lugares se comenzaron a dar debates sobre el «nuevo conocimiento» y en muchas oportunidades se leían los periódicos en voz alta para aquellos que no tenían los medios de suscribirse a estos o, por ser analfabetos, no podían acceder a su lectura directa. Para los sectores menos acomodados de la sociedad quedaba la alternativa de expresarse y enterarse de las novedades eran «las tabernas, paseos, parques y otros lugares públicos». Las cantinas aparecían especialmente «peligrosas» para los funcionarios públicos, ya que estos estimaban que la mezcla de debate con alcohol podría generar el estallido del descontento popular (Rodríguez O., pp. 60-61).

Este clima de mayor difusión y debate de ideas dio lugar a la conformación de grupos más formales en los que no solo se dieran a conocer los nuevos conceptos, sino en los que también se promovería la aplicación de estos para el progreso de la sociedad en su conjunto. Esta práctica se iba a cristalizar en las llamadas Sociedades de Amigos del País. Después de 1780 estas sociedades comienzan a florecer tanto en España como en América, pero a diferencia de lo que sucedía en la Península, las sociedades de amigos en América encontraron una fuerte oposición por parte de «las autoridades reales, que rechazaban sus críticas a las instituciones existentes y también, con frecuencia, a los funcionarios oficiales». Entre estas sociedades se destacan la de Santiago de Cuba creada en 1783, la de Nueva Granada en 1784, la de Lima en 1787, las de Quito y La Habana de 1791, la de Guatemala de 1794, y las de Bogotá y Buenos Aires de 1801. Curiosamente no las hubo en Nueva España (p. 63).

Por último, cabría mencionar a las universidades e institutos académicos de España y América como centros de intercambio intelectual de las nuevas ideas. La transformación en el mundo académico impulsada por la Universidad de Salamanca a comienzos de los años setenta del siglo XVIII tuvo repercusión directa en los centros académicos de Hispanoamérica y en consecuencia en gran parte de los líderes que llevaron a cabo los movimientos revolucionarios a partir de 1808. Este ambiente de cambio en el mundo de las ideas llevó tanto a españoles como americanos a buscar en su propia historia la legitimidad del poder local. En España, esto se vio reflejado en el redescubrimiento de la herencia visigoda y su «democracia tribal». De alguna manera se pretendía volver al origen de las cortes medievales que habían sido aniquiladas a partir del siglo XVI por el absolutismo de los Habsburgo. Estas ideas llegaron a su expresión más acabada con la obra de «Francisco Martínez Marina, cuya voluminosa obra Teoría de las Cortes sugería que era necesaria la restauración de un cuerpo representativo nacional para revitalizar el país» (pp. 67-68). Con el transcurrir del tiempo, estas interpretaciones se convertirían en los antecedentes directos de las ideas del gobierno popular y representativo.

Una de las consecuencias de estas ideas en Hispanoamérica es el surgimiento de un movimiento intelectual que trató de rescatar en la historia las fuentes de la legitimidad para el gobierno autónomo local. Las demandas de orden social y poder político que encabezaban los criollos, no solo tenían su origen en la búsqueda de ascenso social, sino que también en una conciencia cada vez más clara de formar parte de una nación diferente a la española. De alguna manera, este sentimiento de nacionalidad venía asociado con las nuevas divisiones políticas que había creado la corona en América. Este regionalismo se vería reforzado a su vez por las grandes distancias que separaban a cada uno de los centros de poder en el continente, además del deficiente sistema de transporte y comunicación que mantenía a las colonias aisladas. Todo lo cual fue alimentando un sentimiento localista con el transcurrir de los años (Lynch, pp. 29-30).

Quienes más se destacaron en resaltar la peculiaridad hispanoamericana fueron los exiliados jesuitas, basando su análisis sobre el origen de los derechos de los indios en dos fuentes: «sus progenitores indios, dueños originales de la tierra, y sus antepasados españoles, quienes al conquistar el Nuevo Mundo obtuvieron privilegios de la Corona, entre ellos el derecho a convocar sus propias cortes». Fue la obra de fray Servando Teresa de Mier una de las que más influyó en la idea de que los americanos tenían una constitución no escrita antes de la llegada de los españoles (Rodríguez O., pp. 68-69).

Por todo lo que se viene mencionando, hacia comienzos del siglo XIX la mayoría de la gente culta de Hispanoamérica tenían una idea muy clara de su sentimiento localista y además reaccionaba cada vez con mayor encono hacia las medidas arbitrarias que trataban de imponer los recientemente inmigrados oficiales reales. De todos modos, eran muy pocos los que se animaban a hablar de independencia a comienzos de siglo. Más bien se pensaba en términos de obtener reconocimiento legal para poder gozar de la ansiada autonomía política (p. 70).

A partir de este nuevo escenario, las prácticas societarias de elaboración de la opinión y de dirección de las sociabilidades modernas se extienden al conjunto de la sociedad y se convierten en una lucha para obtener real o simbólicamente la nueva legitimidad. La competición por el poder entre grupos, limitada antes al ámbito privado, sale a la calle y crea el espacio público, la escena en la que van a competir los nuevos actores (Guerra, 2000. p. 31).

Las fuentes intelectuales de las que se nutrían los actores políticos de la talla de Miranda, Fermín de Vargas, Nariño, Bolívar, el virrey Avilés, Moreno, Belgrano y Valle, entre otros, provenían de las ideas de la ilustración. Newton, Locke, Smith, Descartes, Montesquieu, Diderot, Voltaire, Rousseau, Condillac y D’Alambert eran de público conocimiento en las ciudades capitales de Hispanoamérica, aunque esto no implica que la opinión pública criolla estuviera al tanto de todas sus obras, ni que todas ellas fueran leídas y discutidas. Pero lo que sí se puede afirmar es que la Ilustración aportaría a los americanos una nueva visión del conocimiento, lo que se tradujo en una postura de desafío a la autoridad constituida basada en la tradición (Lynch, pp.31-33).

Estas nuevas ideas tomaron mayor protagonismo gracias a las Revoluciones francesa y americana. Sin bien los acontecimientos sucedidos en Francia tendrán un gran impacto en el proceso emancipador hispanoamericano, los criollos tornarán más su mirada hacia la revolución en Estados Unidos, sobre todo al ver que la radicalización de la Revolución francesa traía aparejado caos y mayor participación de las masas populares. Este último aspecto, era el que más preocupaba a las elites criollas, ya que lo que estas pretendían era «más igualdad para sí mismos y menos igualdad para los inferiores».

Podríamos decir que el legado de Norteamérica fue más positivo y duradero, ya que en los años previos y posteriores a 1810, la imagen de una país republicano y libre fue lo que alentó a los criollos a fijarse en dicho modelo. Los escritos de Franklin, Paine, Washington, Jefferson y Adams, entre otros, eran de lectura corriente entre los líderes de la independencia hispanoamericana. Muchos de ellos viajaron a Estados Unidos para ver cómo funcionaba el sistema en la práctica (p. 33). Es conocido que, por ejemplo, José del Valle acarreaba el retrato de Washington en su regreso de su experiencia en México y se aseguró de que el mismo estuviera colgado de las paredes del recinto en el que sesionó la Asamblea Constituyente de Guatemala. En este punto se puede apreciar la coincidencia entre Rodríguez O. y Halperín Donghi en cuanto a la influencia de la independencia de Estados Unidos en los movimientos emancipadores hispanoamericanos, aun cuando el primero les atribuye un gran impacto a las mencionadas reformas borbónicas, hecho que el segundo de los autores relativiza a la hora de analizar las causas de la independencia en la región.

De todos modos, tanto la influencia francesa como la norteamericana es difícil de cuantificar, pero sí se puede decir que ambas contribuyeron para abrir aún más la mente de los criollos, y afianzar un sentimiento de patriotismo que venía creciendo desde mediados el siglo XVIII. Es precisamente en esta centuria que los escritores locales comienzan a tener una mirada más localista sobre la región. Aunque fue recién al inicio del siglo XIX cuando tuvo lugar «la aparición de una literatura hiperbólica, en la cual los americanos glorificaban a sus países, ensalzaban sus riquezas y elogiaban a sus gentes... [esto] era una reacción natural contra los prejuicios europeos y una importante etapa en el desarrollo cultural americano» (pp. 34-36).

Desde Buenos Aires hasta México este creciente sentimiento patriótico se puede ver reflejado en los escritos y publicaciones que refieren a las bondades de la tierra americana, su belleza geográfica y su riqueza natural. Manuel de Salas, José Antonio Rojas y Juan Egaña en Chile, Francisco José de Caldas en Nueva Granada, Francisco Javier Espejo en Quito, José Manuel Dávalos e Hipólito Enanue en Perú, entre otros tantos, expresaban, a través de la literatura y las publicaciones de las Sociedades Económicas, su visión contestataria a los escritos provenientes de la Europa Ilustrada que describían a América como una región intrínsicamente atrasada por constitución natural (pp. 36-37). El propio José del Valle llevará a cabo esta tarea a través de sus escritos en la Sociedad Económica de Guatemala primero, y en su periódico El Amigo de la Patria después (Gómez, 2011).

Si bien este patriotismo se presentaba más como un tema cultural que político, preparaba las condiciones argumentales para cuando llegara la hora de legitimar el reclamo de independencia. Las descripciones de riqueza natural y humana que poseía Hispanoamérica de alguna manera daban una idea de que tener una forma de vida independiente de la corona era posible en caso de llegar el momento de romper lazos con la madre patria. Esta idea se vería reforzada cuando el naturalista europeo Alexander von Humboldt hiciera la descripción de las bondades del territorio americano. Su trabajo sobre Nueva España despertó un entusiasmo, quizás desmedido, en cuanto al potencial de crecimiento mexicano.

Para que este nacionalismo-patriótico pasara del ámbito de las ideas a la acción política se necesitaba un condimento externo y este llegó con la invasión napoleónica a España en 1808. Esta provocó la formación de juntas en España para gobernar en nombre del rey, al tiempo que reconocían a los territorios americanos, no como colonias sino «como parte integrante de la monarquía española con derechos de representación». De todos modos, esto no implicaba que los liberales españoles fueran menos imperialistas que los conservadores monárquicos. Si bien la Constitución de Cádiz de 1812 integraba a los territorios americanos y les daba derecho de representación, esto no significaba que los reconocía como iguales ante los peninsulares. Pronto los criollos se darían cuenta de que el trato con la península no iba a diferir mucho del que tenían hasta antes de los sucesos de 1808 (Lynch, pp. 38-39).

Conclusión

El proceso que lleva a la emancipación de Hispanoamérica no tiene una sola causa. Como hemos visto a lo largo de estas páginas, el cambio en la corriente de pensamiento que ocurre a finales del siglo XVIII es uno de los factores más importantes que van a movilizar a los líderes americanos, pero junto a esto también están las consecuencias que traen las reformas borbónicas y los cambios políticos que se producen en España como resultado de la invasión de Napoleón a la península.

La historia tradicional nos ha presentado un relato en el que los patriotas americanos sabían claramente cuál era el camino por seguir cuando se producen estos acontecimientos, pero en realidad el proceso fue mucho más complejo de lo que se ha entendido y difundido tradicionalmente. De alguna manera, los procesos emancipadores que se inician en 1810 y llegan hasta mediados de la década de 1820, tienen su detonante en la invasión de Napoleón a España en 1808, pero sin dudas son las ideas que circulaban en la región desde finales del siglo XVIII las que preparan el campo para que, una vez desencadenados los hechos en la península, se comience a barajar con más firmeza la idea de separarse de la corona.

Para el caso específico de Centroamérica, habría que agregar los acontecimientos que tienen lugar en el virreinato de Nueva España y su declaración de independencia en 1821. Eso puso en alerta a los patriotas de la Capitanía General de Guatemala, los cuales ya venían considerando cursos de acción para tomar desde el momento en que los reyes de España quedaron prisioneros de Napoleón. No es objeto de este trabajo analizar ese proceso, sino echar una marida más amplia en la región hispanoamericana para comprender cómo evolucionaron las ideas en los años previos a la emancipación del continente.

Referencias

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Derechos de Autor (c) 2021 Alejandro Gómez

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