El hombre de la biblia como ser cultural1
The Man of the Bible as a Cultural Being
Santiago Sanz Sánchez
Pontificia Università della Santa Croce (Roma)
Resumen: En estas páginas me propongo ofrecer una visión sintética de la antropología bíblica según la triple acepción del verbo latino colere, que está a la raíz de la noción de cultura. En efecto, la Sagrada Escritura nos presenta al hombre como alguien que está llamado a dar culto a Dios, a cultivarse a sí mismo (en su dimensión personal y en su dimensión social), y a cultivar la tierra. Todo ello muestra la grandeza y dignidad de los seres humanos en cuanto participan de un modo particular del poder creador y providente de Dios.
Palabras clave: antropología bíblica, creación, cultura, trabajo
Abstract: In this paper I offer a synthetic outlook of the biblical anthropology according to the threefold meaning of the Latin term colere, which is at the root of our notion of culture. In fact, the Holy Scripture presents human being as called to worship God, to cultivate him/herself (in his/her personal and social dimension), and to cultivate the earth. This shows the greatness and dignity of humankind, as it participates in a special way in the creative and provident power of God.
Key words: biblical anthropology, creation, culture, work
El relato jahvista (Gen 2,4b-25) es, respecto al sacerdotal (Gen 1,1-2,4a), marcadamente antropocéntrico. Desde el principio se ve cómo la obra creadora de Dios tiene como centro al ser humano. El hombre proviene de la tierra y, a la vez, Dios infunde sobre él su aliento de vida (v. 7), arrancándolo de la tierra para colocarlo en su jardín (v. 8), donde dialoga con él para confiarle la tarea de trabajarlo y guardarlo (v. 15), y así ejercer el dominio sobre los animales, que reciben el nombre de él (vv. 19-20), y sobre el resto de los seres. No lo debe hacer solo, sino en compañía de quien no le está sometido, porque es semejante a él, es decir, la mujer (v. 23), con la que está llamado a formar una unidad (v. 24).
La peculiaridad del ser humano, compuesto de la materialidad del cuerpo y del espíritu infundido por Dios, hace de él un ser flexible, abierto, tanto al mundo externo como a sus semejantes, y en fin a Dios mismo, que le pone en condiciones de dialogar con él. Estos aspectos pueden ser entendidos bajo el significado del término «cultura», del latín colere, que incluye, según una común interpretación, tres dimensiones: cultivar la tierra, cultivarse a sí mismo, dar culto a Dios. Veamos en orden inverso estos tres aspectos.
1. Dar culto a Dios
«Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, insufló en sus narices aliento de vida, y el hombre se convirtió en un ser vivo» (Gen 2,7). Estas palabras contienen una enseñanza fundamental. El hombre
no existe sino en cuanto deriva del soplo divino. Existir quiere decir para él ser en relación con Dios, y esta relación es constitutiva de su ser. He aquí el primer rasgo de la antropología bíblica, que excluye, desde el principio, cualquier pretensión del hombre de llegar a ser creador de sí mismo y de disponer de sí. (Daniélou, 1963, p. 38)
Tras haber plasmado al hombre, «el Señor Dios plantó un jardín en Edén, al oriente, y puso allí al hombre que había formado» (Gen 2,8). La teología ha entendido tradicionalmente esta doble acción divina como una diferencia entre la creación del hombre con sus capacidades naturales (polvo y aliento de vida), y su elevación a un estado de comunión con Dios; colocación en el jardín (Renckens, 1969, p. 166).
La clásica distinción teológica entre la naturaleza y la gracia encuentra aquí su fundamento. La afirmación de fe es que Dios ha creado al hombre en un estado de justicia original: la gracia no es solo un remedio del pecado, sino que lo precede, porque se da junto con la creación (Scheffczyk, 2012, pp. 325-339). Esta es una afirmación capital de la antropología cristiana. Dios no ha querido crear al ser humano en una condición puramente natural (aunque podría haberlo hecho), sino que desde el primer momento ha concedido al ser humano una especial proximidad a Él mismo. «No han existido nunca hombres únicamente naturales. El hombre desde el origen es llamado a un destino sobrenatural; destino que le es reservado por Dios» (Daniélou, 1963, p. 47). «De la misma manera que Yahvé establece relaciones con Israel, el Creador las establece con el hombre» (Renckens, 1969, p. 116).
Esta alianza se manifiesta con la imagen de los árboles del jardín: el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal. Dios no impide al hombre alimentarse del primero, es más, es eso lo que quiere, que el hombre viva para siempre. Pero hay un límite, expresado en la prohibición de comer del segundo árbol, que indica al hombre el deber de reconocer a Dios come su Creador, y a sí mismo como criatura. Guardini subraya que al hombre no le había sido prohibido el conocimiento; al contrario, este era el inicio del dominio que estaba llamado a ejercer sobre las criaturas, como manifiesta la donación del nombre a los animales. Le estaba prohibido un determinado modo de conocer, el que se realiza en la rebelión y en el orgullo, más que en la obediencia.
¿Qué significa, pues, el árbol? […] El árbol dice al hombre: todo en tu consciencia, en tu ánimo, en tu ser entero debe estar determinado por el hecho de que solo Dios es «Dios», y de que tú, por el contrario, eres criatura; por el hecho de que, ciertamente, eres su viva imagen, pero solo su viva imagen. El prototipo es solo Él. Tú puedes y debes ser señor del mundo; pero por su gracia. Pues Señor por esencia es solo Él (Guardini, 2013, p. 73).
El hombre estaba llamado a crecer, a desarrollar sus capacidades en el jardín, cultivando la tierra y la vida familiar, ámbitos que formaban parte de su relación con Dios. El relato sacerdotal ilustra esta visión con el sábado, día del reposo de Dios, que pasa a ser día consagrado a la alabanza y reconocimiento del Creador por parte de la criatura, al culto a Dios. Este culto no está separado del resto de la actividad humana: como los seis días de la creación se cumplen en el séptimo, así los días de trabajo miran hacia el día del descanso, del culto. Los ámbitos de la existencia no están separados, sino que indican la dimensión escatológica, que está presente desde el inicio, pero que es también, sorprendentemente, cristológica. Veamos.
Dios quiere acercarse al hombre, hecho a su imagen, y el hombre está llamado a la plenitud de la vida feliz en la obediencia a Dios. Puede sorprender que en el Génesis el hombre no sea presentado como hijo de Dios. Según Renckens, ello se debe al politeísmo del que estaba impregnada la fórmula en esa época. El concepto de «hijo» indica una comunidad de naturaleza, mientras que la noción de «imagen» incluye también una naturaleza inferior; por tanto, se presentaba más apta para describir la relación del hombre con Dios, que implicaba tanto la cercanía como la necesaria distancia ontológica. También la noción de imagen resulta fuerte; por eso, no se dice que el hombre sea imagen de Dios, sino que ha sido creado «a imagen de Dios» (Gen 1,27) (Renckens, 1969, p. 118). El tema de la imagen está poco presente en otros libros del AT (Sir 17,3; Sab 2,23), pero adquiere importancia en el NT, donde se dice que Cristo «es la imagen del Dios invisible» (Col 1,15); he aquí la dimensión cristológica de la protología. «La creación del hombre como incarnatio imaginis Dei (Closen) tiene su sentido más profundo en el hecho de preparar, insinuándola, la incarnatio Dei» (Closen, 1940, pp. 105-115).
Que el hombre haya sido creado a imagen de Dios está en relación con el haber sido creado en Cristo, por medio de Él y en vista de Él (Col 1,16-17), que es la imagen por excelencia. Cristo es «el último Adán» (1Cor 15,45), que cumple en plenitud la llamada del hombre a la comunión con Dios, que el primer Adán, por culpa del pecado, no realizó. Con la obediencia de Cristo hasta la muerte en cruz (Fil 2,8), el hombre es reconciliado, recapitulado. El misterio pascual constituye el inicio de la nueva creación, en la que el hombre reencuentra el acceso al árbol de la vida.
«La cruz es el nuevo árbol de la vida al que de nuevo tenemos acceso. Por su pasión Cristo ha arrebatado aquella espada de fuego y hecho de la cruz el verdadero eje del mundo. Por eso la Eucaristía, como presencia de la cruz, es el árbol permanente de la vida, situado siempre en medio de nosotros e invitándonos a recibir el verdadero fruto de la vida» (Ratzinger, 2001, pp. 99-100).
«Dad pues al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21). Mas allá del sentido inmediato, estas palabras contienen un significado profundo: «Si el César reclama su imagen que se esculpió en la moneda, ¿Dios no exigirá su imagen, grabada en el hombre? […]; como se devuelve a aquel la moneda, así se devuelva a Dios el alma, iluminada y grabada por la luz de su rostro» (de Hipona, s. f.-a). «Todo hombre lleva en sí otra imagen, la de Dios, y por eso es de Él, y solo de Él, de quien cada uno es deudor de su propia existencia» (Benedicto XVI, s. f.). El fin del hombre consiste en reconocer a su Creador y vivir con Él y para Él, como Cristo ha enseñado con su vida y sus palabras, llegando a ser Él mismo no solo la vida y la verdad, sino también la vía (Gv 14,6). Dar culto a Dios, en definitiva, significa confesar que «Jesús es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil 2,11).
2. Cultivarse a sí mismo
2.1. La individualidad humana compuesta de materia y espíritu
«El Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, insufló en sus narices aliento de vida, y el hombre se convirtió en un ser vivo» (Gen 2,7). He aquí el misterio de la existencia humana que, por una parte, proviene de la tierra, y por otra, participa del aliento divino. En el texto no se usa el término ruah, sino neshamà, que indica «respiro», que es completado con la palabra «vida». Esto está unido tanto al hecho de que en el AT solo Dios vive por sí mismo y es principio de toda vida, como también a la observación del fenómeno respiratorio: cuando uno emite su último respiro, muere; la vida depende del respiro (Renckens, 1969, pp. 179-180). La formación del hombre de la tierra indica la fragilidad de la condición humana, destinada a volver a la tierra de la que fue tomada, y la gratuidad del don que Dios hace a esta criatura cuando la eleva a una condición de vida más alta en el jardín.
Del texto no podemos extraer ni un contraste ni tampoco una concordancia con las teorías actuales sobre el origen de la humanidad (Renckens, 1969, pp. 186-187). Pensar que el hombre proviene de la tierra, que participa del proceso evolutivo, es compatible con la convicción de que la emergencia del hombre en el mundo material es un evento fruto de una intervención particular del poder creador de Dios. Más que decir que el espíritu proviene de la materia, parece más razonable pensar que la materia proviene del Espíritu o Razón creadora, que la materia es creada como presupuesto para la aparición del espíritu humano en el mundo.
«Hominización es surgimiento del espíritu, y el espíritu no se puede desenterrar con la pala. El evolucionismo no suprime la fe. Pero le exige comprenderse a sí misma más profundamente y de ese modo ayudar al hombre a comprenderse a sí mismo y convertirse cada vez más en lo que ya es: el ser que ha de decir tú a Dios eternamente» (Ratzinger, 1976, p. 129).
El hombre es creado como ser en el que materia y espíritu, cuerpo y alma, pertenecen a su naturaleza originaria. A lo largo de la historia se han dado diferentes explicaciones a este propósito. Siguiendo a Aristóteles, Tomás de Aquino ha definido el alma como forma corporis, para subrayar la unidad sustancial de alma y cuerpo. Tal fórmula indica la bondad originaria de la creación, que implica la bondad de la materia y del cuerpo. La Iglesia tuvo que defender esta bondad originaria frente a diferentes filosofías dualistas, que consideraban al cuerpo y a la materia como provenientes de un principio malo, como origen del mal que hay en el hombre y, por tanto, como algo de lo que sería bueno librarse.
La composición de espíritu y materia se prolonga en la composición en el ser humano de las diversas facultades y capacidades: memoria, intelecto, voluntad, así como el mundo de las pasiones, sentimientos y afectos, que se suelen estudiar bajo las categorías de apetito concupiscible e irascible. No es mi tarea desarrollar aquí una explicación propia de la antropología filosófica. Sobre el tema puede verse J.A. García Cuadrado, Antropología filosófica: una introducción a la filosofía del hombre, (2014).
Si Dios había creado al hombre para dominar la creación, es lógico pensar que este dominio tuviese que ver primero consigo mismo, es decir, que el hombre pudiese integrar sus capacidades y facultades en la unidad de su ser y vivir en armonía consigo. La Iglesia enseña que en el estado de justicia original había integridad (donum integritatis): la sumisión del hombre a Dios implicaba la sujeción en el hombre de las facultades inferiores a las superiores y, por tanto, la libertad de la concupiscencia (Scheffczyk, 2012, pp. 335-337), que advierte del diferente grado de certeza atribuido a las declaraciones doctrinales referentes a los dones del estado originario.
Dios creó al hombre a su imagen para que fuese señor del mundo por la gracia, así como Dios lo es por esencia. Las cosas debían someterse a su voluntad del mismo modo como él debía ser obediente a su propio Señor […]. No se puede ejercer señorío sobre la obra de Dios si es desobediente ante el Señor de esa obra. El hombre abandonó la obediencia a Dios, y la naturaleza hizo lo mismo frente a él. (Guardini, 2013, p. 112)
Consecuencia de su actitud de desobediencia es que «el hombre cae en el sometimiento a aquella [naturaleza] a la que considera dominar» (Guardini, 2013, p. 113). La vida del hombre pasa a ser una lucha entre el espíritu y la carne, como atestigua de modo expresivo y realista san Pablo (Gal 5,16-26), una lucha en definitiva entre el bien y el mal (Rm 7,18-25). Se trata de un dualismo histórico-salvífico, existencial o de las libertades, pero no de un dualismo ontológico (Sánchez, 2014, p. 231). Por eso, la búsqueda de la plenitud de la vida humana necesita ahora de las virtudes intelectuales y morales. Como el hombre ya no goza del don de la integridad, debe esforzarse por alcanzarla mediante los actos de las distintas virtudes. Pienso que la conexión entre la pérdida del estado originario y la práctica de las virtudes se encuentra implícita en la doctrina de santo Tomás sobre las heridas del pecado, donde se observa una correspondencia entre los dones perdidos y las virtudes cardinales.
2.2. La individualidad humana en su relación con los demás
Tras haber creado los animales y haber comprobado que son inferiores respecto al hombre, Dios le hizo dormir para formar, a partir de una de sus costillas, a la mujer, que se convierte en la perfecta compañía del hombre, pues posee su misma naturaleza (Gen 2,21-23). Pertenece a lo propio del ser humano la distinción de los sexos, como ya había precisado el relato sacerdotal: «Hombre y mujer los creó» (Gen 1,26).
El hombre no es un ser solitario. A su originaria relación con Dios se añade su relación con el cosmos y también la relación entre varón y mujer, que está en la raíz de las otras relaciones humanas: entre padres e hijos, entre hermanos, entre familias y pueblos. Existe una única humanidad, que proviene del mismo origen, que se remonta en definitiva al Creador. La realización del hombre en el matrimonio y en la familia pertenece al plan divino creador, y esto significa que la realidad sexual es, como lo demás, buena y querida por Dios. Juan Pablo II dedicó una parte de sus enseñanzas a la así llamada « teología del cuerpo» (Juan Pablo, 2003).
En el relato sacerdotal, la distinción de los sexos es presentada en función de la transmisión de la vida: «Sed fecundos y multiplicaos» (Gen 1,28); en el jahvista, la creación de la mujer responde al problema: «No es bueno que el hombre esté solo» (Gen 2,18), sin referencia a la fecundidad. En los dos relatos la complementariedad entre varón y mujer tiene como fin la ayuda mutua, no solo en el sentido de la procreación dirigida a poblar la tierra (La diferencia sexual como medio de trasmisión de la vida es común a todo el mundo animal. Esto se manifiesta también en el relato del arca de Noé, donde Dios ordena salvaguardar algunas parejas de animales en previsión del diluvio y de la consiguiente repoblación de la tierra (Gen 7,1-4)), sino también en la gestión de la vida familiar, en cuanto ninguno de los dos agota las potencialidades de la naturaleza humana. «Sólo [sic] en el conjunto de hombre y mujer encuentra la naturaleza su plena expresión» (Renckens, 1969, p. 219). ). San Agustín nota que, si el fin hubiese sido exclusivamente la ayuda en el trabajo o bien la compañía en la conversación, no se ve por qué no habría sido mejor crear otro hombre (de Hipona, s. f.-b).
El ser humano no está llamado a cerrarse en la riqueza de su interioridad, sino que su crecimiento interior está en relación con la apertura a la diversidad que implica la existencia del otro.
La descripción de la creación de la mujer a partir de la costilla del hombre no indica sumisión o inferioridad sino, al contrario, reciprocidad y complementariedad. La perspectiva neotestamentaria ofrece la clave para una interpretación más profunda. Otro Adán se ha dormido en el árbol de la cruz, y de su costado abierto han surgido sangre y agua, que simbolizan los sacramentos de la Iglesia (cf. CIC 766). Existe un paralelismo entre la donación de Cristo a la Iglesia en el misterio pascual y el amor esponsal entre el hombre y la mujer: san Pablo enseña que este está llamado a ser signo de aquel (Ef 5,21-32). El matrimonio es una realidad sacramental de la creación elevada a sacramento de la nueva creación. Los teólogos medievales decían que
«entre los siete Sacramentos, el matrimonio es el primero instituido por Dios, habiendo sido instituido ya en el momento de la creación, en el Paraíso […]. Es un sacramento del Creador del universo, inscrito por tanto precisamente en el ser humano mismo» (Aróztegui Esnaola, 2012).
Los siguientes capítulos de la historia primordial narran las generaciones (toledot) que dan lugar al nacimiento de los diversos pueblos. El entrelazamiento de las dimensiones individual y colectiva (familiar y social) del ser humano es constante. Nos lo muestra de modo dramático la historia de Caín y Abel, que abre el tema bíblico de la fraternidad en torno a una pregunta siempre actual: «¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?» (Gen 4,9). Podríamos añadir la historia de José, maltratado por sus hermanos (Gen 37). La luz del NT será definitiva, en cuanto Dios mismo, en Jesús, haciéndose nuestro hermano, nos devuelve la familiaridad con el Padre, y nos enseña qué quiere decir ser hombre (Ratzinger, 2001, pp. 67-68). Dar culto a Dios y cultivarse a sí mismo en su relación con los demás son dos dimensiones que van juntas, como dice la ley de Israel que Jesús lleva a cumplimiento: amar a Dios sobre todas las cosas, amar al prójimo como a sí mismo (Mt 22,37-40; Dt 6,4-9 e Lv 19,18).
La diversidad de los pueblos forma parte de la riqueza de la creación. En Gen 10, donde se presenta el cuadro de los descendientes de los hijos de Noé, «está excluida toda concepción que quiera ver en la diversidad humana una consecuencia del pecado» (Daniélou, 1963, p. 78). Sería extraña al texto bíblico la concepción de una cultura que suplanta a las otras y haga a la humanidad uniforme. Si en Gen 1 se obraba una desmitologización de la naturaleza, ahora sucede algo análogo para el mundo de las naciones, en cuanto hay una «denuncia de todo racismo y de toda pretensión de superioridad por parte de una raza» (Daniélou, 1963, p. 81). «No hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,28). La índole de Israel no deriva de una superioridad natural, casi mítica, sino de la elección divina que se da en la historia. «El pueblo de Israel no pertenece al mundo de la creación, al orden natural; pertenece al orden de la historia sacra, al designio de la Salvación» (Daniélou, 1963, p. 82).
En esta historia crece también el mal, como muestra el episodio de la torre de Babel (Gen 11,1-9). El castigo de la dispersión de los pueblos y la confusión de las lenguas muestran la ambigüedad en que se encuentran tanto la diversidad como la unidad: «Pueden ser expresión de la riqueza de la humanidad y pueden ser también signo de sus divisiones» (Daniélou, 1963, p. 95) y de sus tentaciones, que se mostrarán en tantos antagonismos y guerras. «El mundo se presenta al mismo tiempo en un proceso de progresión y en uno de decadencia. Tiende a la vez hacia la perfección del bien y hacia el colmo del mal» (Daniélou, 1963, p. 91). En definitiva,
«allí donde el hombre no es considerado como estando bajo la protección de Dios, y llevando en sí mismo su aliento, se empieza a considerarlo según su valor utilitario. Es el comienzo de la barbarie, que pisotea la dignidad de hombre. Y, al contrario, donde se cumple todo esto, comienza el señorío de lo espiritual y de lo moral» (Ratzinger, 2001, pp. 63-64).
3. Cultivar la tierra
Otro aspecto del relato jahvista es la tarea dada al hombre de cultivar y custodiar el jardín (Gen 2,15), que después pasa a ser el mandato de cultivar la tierra de la que había sido tomado y a la que fue devuelto tras el pecado (Gen 3,23). En los capítulos sucesivos de la historia primordial surgen las distintas profesiones (Gen 4,2), ya desde la distinción entre Caín agricultor y Abel pastor. «En el relato de la creación, como en todo el Antiguo Testamento, el trabajo es considerado un constitutivo esencial del hombre. Una vida sin trabajo no podría ser, en esta perspectiva, una vida plena y conseguida, no sería una existencia digna del hombre» (Westermann, 1991, pp. 135-136). La tarea de cultivar y custodiar el jardín forma parte de la bendición de la criatura humana (Westermann, 1991, p. 51).
En el relato sacerdotal, la obra creadora de Dios es presentada como un trabajo, en el que cabe un tiempo para el reposo, pues los días de la actividad tienen su finalidad en un día distinto, que indica su sentido. «La actividad asignada al hombre no es su fin, que es, sin embargo, el reposo de la eternidad al que hace alusión y remite al reposo del séptimo día» (Westermann, 1991, p. 112).
¿Es posible encontrar una conexión entre los seis días de actividad y el séptimo día? En la epopeya de Atrahasis, la creación de los hombres es celebrada como liberación de los dioses del yugo del trabajo y, por tanto, es concebida como servicio a los dioses, es decir, en vista del culto. En el relato del Génesis, el hombre ha sido creado no para el culto de los dioses, sino para la actividad civilizadora sobre la tierra. Aunque se trata del documento sacerdotal, el culto está insertado en un contexto más amplio, que es el dominio del hombre sobre la tierra (Westermann, 1991, pp. 90-91). Siguiendo la interpretación de los términos hebreos que traducimos como «cultivar» y «custodiar» (abodah e shamar), Adán ha sido descrito como «sacerdote del templo de la creación» mediante su vocación a trabajar la tierra, colaborando con aquel Dios cuya obra creadora es descrita como una actividad laboral «Dios hizo a Adán para que trabajara y le constituyó sacerdote del templo de la creación» (Hahn, 2014, pp. 39-40).
Nada es más bíblico que la técnica. El desarrollo de esta es profundamente conforme con el designio de Dios, también cuando es obra de hombres que no creen en Él. Pero la técnica es solo un aspecto. El hombre de la técnica debe ser también el de la adoración. Seis días le son dados por Jahvé para dominar el mundo, y un día para reconocer el señorío de Dios. Suprimir la adoración quiere decir mutilar al hombre de la mitad de sí mismo (Daniélou, 1963, p. 39).
La perspectiva veterotestamentaria asume una nueva luz a partir del hecho de que Jesús haya dedicado la mayor parte de su existencia terrena al trabajo, de que haya vivido, por así decir, una vida secular «Si consideramos la vida terrena del Verbo de Dios encarnado durante los treinta años en Nazaret, en realidad podemos decir que fu una vida secular» (Rhonheimer, 2010, pp. 356-364), en la cotidianidad familiar y laboral de Nazaret. Las primeras décadas de la vida de Cristo, sobre las que poco se entretienen los evangelios y menos aún la tradición teológica, no pueden ser separadas de su misión redentora. El misterio pascual, inicio de la nueva creación, no debe desligarse de los primeros años de la vida de Jesús, como en el Génesis el séptimo día no está separado de los primeros seis, sino que es su coronación. La cruz de Jesús, elevada desde la tierra y destinada a ser levantada por sus discípulos, es la extrema manifestación de amor, en la que se entrecruzan la fecundidad del trabajo, entendido como esfuerzo y sacrificio, y la fecundidad esponsal que, como fruto del don de la propia vida, es capaz de generar vida nueva, que surge del costado abierto del Salvador.
Solo en tiempos recientes el magisterio y la teología católicos se han detenido en este punto. En el pasado, el lema ora et labora tenía sentido en el contexto monástico en el que nació. La reforma protestante implicó una valorización de la laboriosidad cotidiana en la vida de fe, que se refería sobre todo a la dimensión interior del sujeto, mientras la sociedad asistía a un proceso de secularización en el que trabajo y religión se hacían cada vez más extraños el uno para el otro. Con el precedente del nacimiento y desarrollo de la doctrina social de la Iglesia, algunos autores se han caracterizado en el siglo XX por proponer una teología del trabajo, más aún, una teología de las realidades terrenas. De esto se hizo eco la enseñanza eclesial, tanto en la Gaudium et spes del Concilio Vaticano II, como también en la encíclica Laborem Exercens de Juan Pablo II. Con el impulso asimismo de carismas suscitados por el Espíritu, hoy es ya una enseñanza común de la Iglesia la invitación a la santificación del trabajo y de la vida cotidiana, retomando así uno de los retos lanzados por los reformadores. He retomado aquí en síntesis lo que expongo más extensamente en S. Sanz, ¿Cómo conectar el domingo con el lunes? Trabajo, creación y redención (2019)
Conclusión: participación del hombre en el poder creador y providente
La especial dignidad del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, hace de él una criatura que pertenece al mundo material y que, a la vez, está llamada a trascenderlo, no en el sentido de «abandonarlo», sino de llevarlo a su cumplimiento mediante la realización del encargo de gobernarlo que el Creador le ha confiado.
El hombre ha sido creado «creador», en el sentido de que la fecundidad propia de la procreación y de la producción es una participación en el poder del Creador (Josemaría Escrivá de Balaguer, 2006). «Dios, que es amor y vida, ha inscrito en el varón y en la mujer la llamada a una especial participación en su misterio de comunión personal y en su obra de Creador y de Padre». Si la creación es participación en el ser, una mayor cercanía al Ser divino, una mayor particularidad de la dependencia creatural de Dios, se traduce en una mayor participación en su obrar en el tiempo. Mediante su actuar el hombre se hace partícipe de la providencia divina (Gautier y Durand, 2015), partner de una historia que Dios quiere compartir con sus criaturas libres, que es una historia de salvación. La colaboración del hombre en el plan salvífico divino no es nunca una obra exclusiva suya, sino que es consecuencia de su especial dependencia de Dios.
La realidad del pecado y de la falibilidad humana, individual y colectiva, hace ilusoria una culminación intrahistórica en esta tierra. Es evidente el carácter utópico del mito moderno del progreso (cf. SS 17-23). En el proceso de la vida humana, el paso del estadio estético de la infancia y de la juventud al estadio ético de la madurez del trabajo y de la familia, nos hace conscientes de nuestra propia mortalidad, que es inevitable y profundamente injusta. Aparece el valor de la que así llamada «vida corriente»
«es un término que introduje para designar esos aspectos de la vida humana que conciernen a la producción y la reproducción, es decir, el trabajo y la manufactura de las cosas necesarias para la vida, y nuestra vida como seres sexuales, incluyendo en ello el matrimonio y la familia» (Taylor, 2006, p. 227)
ámbito en el cual tantas personas han vivido y viven en modo ejemplar y muchas veces silencioso. El mundo de nuestra experiencia se abre así a la esperanza de la posibilidad de una prolongación existencial en el más allá (Gomá Lanzón, 2013, 2019). El cristiano, que experimenta estas etapas de la vita humana, se siente partícipe de la construcción del Reino de Dios en la historia, en la esperanza de nuevos cielos y nueva tierra donde habite la justicia. Sobre este tema es emblemática la enseñanza de la Constitución pastoral del Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, (1965), especialmente el n.º 39. Esto abre el camino de la escatología cristiana.
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1 Texto de la conferencia pronunciada en el oratorio de Nuestra Señora de la Paz y en el colegio El Roble, en la ciudad de Guatemala, los días 20 y 23 de julio de 2021. La conferencia había sido impartida on-line previamente como parte del III Seminario de Investigación Filosófico-Teológico organizado por la Universidad Técnica Particular de Loja (Ecuador) el 26 de noviembre de 2020. El texto es una síntesis traducida de S. SANZ, Alfa e Omega. Breve manuale di protologia ed escatologia, Fede & Cultura, Verona 2021, pp. 183-199. He adaptado las versiones en castellano las citas y referencias bibliográficas, donde he podido.