La pluralidad como condición
sine qua non de la política

Plurality as a Sine Qua Non Condition of Politics

Mateo Echeverría

Universidad de Navarra

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Resumen: En este texto, enmarcado en una serie de artículos que dialogan sobre el hombre y naturaleza para la revista de Fe y Libertad, pretendo partir de algunos de los elementos de la obra de Hannah Arendt, en especial a partir de la diferencia que hace entre naturaleza y condición humana, para poder anclarme y hacer comprensible elementos de su teoría política, como la acción y el discurso, ambos elementos configuradores de lo político, entender el desprecio que ha experimentado la política en el pensamiento, además de algunos de nuestros prejuicios entorno a ella, y su finalidad, qué podemos esperar de ella.

Palabras clave: política, pluralidad, condición humana, filosofía

Abstract: In this text, framed in a series of articles that discuss man and nature for the journal Fe y Libertad, I intend to start from some of the elements of Hannah Arendt’s work, especially from the difference between nature and human condition, to be able to anchor myself and make elements of her political theory comprehensible, such as action and speech, both shaping elements of the political, to understand the contempt that politics that has been experienced in thought, in addition to some of our prejudices around it, and its purpose, what can we expect from it.

Keywords: politics, plurality, human condition, philosophy

Introducción

Hannah Arendt (1906-1975) ocupa un lugar destacado en la historia del pensamiento filosófico y lo hace como una pensadora atípica. Atípica porque dentro de la tradición filosófica, ya sea en su perspectiva histórica o vista como una disciplina académica, las grandes preguntas han sido de índole metafísica o epistemológica —qué es el hombre o la naturaleza, y cómo se les conoce— dejando a la política y otros asuntos prácticos relegados como un mal necesario hasta la llegada del filósofo Karl Marx. A causa de ello —y esta es la segunda y más importante razón que la hace atípica— Hannah Arendt no se considera a sí misma filósofa. El alejamiento o ruptura entre la filosofía y la política empieza a darse cuando la tradición filosófica —que no es lo mismo que la historia de la filosofía— se desmarca de la política con Platón, o más bien, desde que Platón fue testigo de la muerte de Sócrates en la polis. A partir de entonces, se cristaliza la idea del filósofo como un hombre sabio y retirado, desde donde brota o se deriva una jerarquía de valores muy concreta: la vita contemplativa se coloca por encima de la vita activa. Con esta superposición, se produce una grieta con repercusiones significativas para el pensamiento político. Lo notable es que la distancia que media y se abre entre Sócrates y Platón se recupera, o al menos se contesta, con Karl Marx, como veremos más adelante.

Para entender lo anterior, y continuar con la introducción, es importante recuperar lo que envuelve a la emblemática figura de Sócrates —cuya actividad filosófica consistía en ayudar a pensar a los interlocutores a través del diálogo— era que su quehacer estaba íntimamente ligado a lo político con muy poca pretensión teórica. Incluso podría decirse que la actividad del filósofo desde esa perspectiva —quien se consideraba lo más alejado a un hombre sabio— estaba puesta al servicio de la polis y no al revés, como pudo pretender más adelante Platón con la celebérrima tesis del rey filósofo. Esta propuesta podría ser considerada como la antítesis o, al menos, una inversión en toda regla de ideal de su maestro. Quizá ninguna de las dos posturas envejeció con el paso del tiempo bien —la primera tal vez como método y la segunda como una tentación ominosa— pero la tradición engulló y conservó en su seno la jerarquía de valores anterior, en donde el filósofo es un hombre sabio que contempla las verdades eternas retirado de lo social y las verdades contingentes. A modo de ejemplo podemos recordar de manera sucinta que incluso Aristóteles, a pesar de las distinciones con su maestro, propuso en la Ética a Nicómaco la idea de que la contemplación era la actividad más elevada y propia para el humano, incluso mayor que el de la amistad perfecta (aunque hay interpretaciones que afirman que no son excluyentes, no desmienten lo dicho hasta ahora). Es aquí, entonces, en donde se produce la insalvable grieta entre filosofía y política, y es aquí en donde Arendt se establece y donde nosotros nos introducimos al asunto. No sería muy aventurado suponer que las vicisitudes personales del contexto en el que ella vivió influyeron y fueron la génesis del titánico y loable esfuerzo que llevó a cabo en Los orígenes del totalitarismo. En ese sentido, en esas experiencias que vivió en su propia piel —en concreto el de la totalitaria y la condición de paria— la filósofa supo verlas como un fenómeno inédito para el cual las categorías políticas y conceptos filosóficos dentro de la tradición estaban cortos o eran insuficientes y, por lo tanto, se carecía del lenguaje para pensarlo en toda su dimensión. A sus ojos significó un antes y un después en la historia de la humanidad: una ruptura, el final definitivo de una tradición.

Pero antes de llegar al final, tenemos que empezar por el principio. En este texto, enmarcado en una serie de artículos que dialogan sobre el hombre y naturaleza para la revista de Fe y Libertad, pretendo partir de algunos de los elementos de la obra de Hannah Arendt, en especial a partir de la diferencia que hace entre naturaleza y condición humana, para poder anclarme y hacer comprensible elementos de su teoría política. Utilizando una analogía que ella hace en el epílogo de La promesa de la política, el propósito es que, a partir de una comprensión de nuestra condición humana, analicemos el desierto en el que estamos inmersos —una representación de la creciente desmundanización, una pérdida intermitente del espacio entre nosotros— para entender su propuesta de resistencia: no adaptarse a la situación y al entorno para poder sobrellevarla mejor, sino que utilizar el sufrimiento —nuestra incapacidad para adecuarnos a las condiciones climáticas y geográficas del desierto— para actuar sobre nuestro espacio político. En este sentido, el dolor y la incomodidad son los mejores indicadores de que aún conservamos la humanidad.

A estas alturas, cabe recordar que para Arendt la urgente necesidad de repensar lo político proviene de la certeza de que lo que ha fallado ha sido justamente lo político y no nuestra capacidad para convivir en el mundo. Por ello es que en sus obras hace un breve repaso de los prejuicios negativos entorno a la política, las ideas que permean el sentido común, los miedos y las ambiciones, lo que podemos esperar de ella, y horrorizada se ve abocada a hacerse cargo de la realidad que la circunscribe. Por lo mismo, Arendt tiene claro que la salida del fango en el que estamos es a través de la política. Y se enfrenta a los retos no desde una perspectiva teórica, ni alejada del mundo de su derredor, sino todo lo contrario, relacionándolo a lo que es el hombre —o los hombres como diría ella— y su relación con su entorno, el mundo, haciendo notar el notable influjo existencialista, tanto de Jaspers como de Heidegger.

La ruta de las siguientes páginas es empezar con el primer paso desde la diferencia que la filósofa hace entre la naturaleza humana y la condición. A partir de allí, elaborar el asunto de la condición humana, recuperar los conceptos principales en Arendt —como acción y discurso— en los diferentes espacios en donde discurre la vida, y enraizarlos como base del pensamiento político. Siguiendo con la ruta, una vez con el armazón conceptual de Arendt en mente, desarrollaré como segundo punto el quiebre que existe entre la filosofía y la política, la separación que ocurre en la tradición del pensamiento, y cómo esa tensa relación entre pasado y el futuro —como reza uno de sus libros— derivó en lo que son muchas de las tensiones de la Era Moderna. Por supuesto, esto tiene que ver, y será lo que desarrollaré como tercer punto, con la distorsión o reducción de la libertad: la separación de su experiencia originaria y su concepción reducida en las sociedades liberales. Este es el sendero que recorreré en las siguientes líneas. Pero, además, a lo largo de todo el artículo, se intentarán establecer paralelismos con nuestro pensamiento político o al menos con los prejuicios que las personas comunes tenemos de él, porque estas líneas no son, ni pretenden ser, un artículo especializado dirigido a personas versadas en la materia. En este sentido, quisiera, aunque no sé si mi ambición llegue a buen puerto, que tanto personas con conocimientos específicos, como los no filósofos, disfruten de esta lectura.

Naturaleza y condición humana

En su libro La condición humana, la filósofa diferencia la condición humana de la naturaleza y niega que podamos hablar de la segunda, pues para hacerlo deberíamos de estar fuera de ella (p. 37). Incluso, insiste en lo necesario que es no pensar la humanidad en términos generales, pues allí se pierde el hombre y su pluralidad. Resuenan como un eco lejano las palabras de don Miguel de Unamuno en El sentimiento trágico de la vida, en donde el hombre como concepto universal engulle a los hombres singulares: «Un hombre que no es de aquí o de allí, ni de esta época o de la otra; que no tiene ni sexo ni patria, una idea, en fin. Es decir, un no hombre» (p. 21). Pero, entonces, si no podemos definir la naturaleza humana y es mejor evitar las definiciones generales para pensarnos en términos políticos, ¿hay algo en el hombre que nos permita hablar de la política o que nos pueda servir como base para fundamentar una teoría política? Pareciera ser que sí, en especial con la tan conocida definición aristotélica del hombre como un animal político, en el sentido de que el hombre es un ser social, como se entiende hoy en día de manera un tanto trillada. Sin embargo, «esto no es así; el hombre es apolítico. La política nace en el entre-los-hombres, por lo tanto completamente fuera del hombre» (Arendt, 2005b, p. 133). Por lo tanto, ya sea en el hombre pensado en abstracto o dentro su naturaleza a la que no tenemos acceso, no puede decirse que hay en su esencia un elemento que lo haga político.

La cuestión estriba en qué es la política y por qué surge, entonces. Hay un importante influjo, especialmente en las teorías contractuales, a pensar que el hombre se reúne con otros hombres —y así se suele interpretar la definición del hombre como un animal político de Aristóteles— por un tema de necesidad. Necesito de los demás y, por lo tanto, nos ponemos de acuerdo para la convivencia. Sin embargo, a pesar de que no es falso, el impulso que está detrás de la polis no está atado a la necesidad, sino justamente a superarla para poder alcanzar una vida propiamente humana. Esto es lo que diferencia, entre otros elementos, la convivencia humana de la estrictamente política, en el sentido clásico de la palabra. Esto no solo excluye las formaciones prepolíticas, como las familiares, sino también ciertas formas de organización social que no permitan la libertad política porque una convivencia que no sea entorno a la libertad, no sería propiamente humana. Insisto: aunque el impulso que arrastra a los hombres esté ligado a la necesidad, la verdadera razón detrás de la polis estaba en superar la necesidad impuesta por la vida, en trascenderla más bien, y en superar la fragilidad que caracteriza lo que rodea los asuntos humanos.

En esta obra, que a mi pobre criterio me parece la más importante de la pensadora, Arendt analiza las actividades humanas y para ello toma la vita activa como el gravitas —el cuerpo desde donde todo lo demás se sostiene—, la categoría que encierra las actividades de la condición en donde se distinguen tres conceptos que suelen confundirse —y a causa de ello se derivan complicaciones de nuestro mundo moderno— que son labor, trabajo, y acción. Para entender mejor a qué se refiere con vita activa, aquí sus palabras: «La vita activa, vida humana hasta donde se halla activamente comprometida en hacer algo, está siempre enraizada en un mundo de hombres y de cosas realizadas por éstos [sic], que nunca deja ni trasciende por completo» (Arendt, 2005a, p. 51).

La diferencia entre labor y trabajo, palabras que se suelen utilizar como sinónimos —pensemos en los argentinos quienes dicen laburar coloquialmente—, ha difuminado su diferencia original: mientras que «la labor es la actividad correspondiente al proceso biológico del cuerpo humano», el trabajo se diferencia en que «es la actividad que corresponde a lo no natural de la exigencia del hombre, que no está inmerso en el constante repetido ciclo vital de la especie» (Arendt, 2005a, p. 35). Digamos que la actividad de la labor es infinita, repetitiva, y fútil, ligada a la necesidades que impone la supervivencia y conservación, tanto individual como de la especie, mientras que el trabajo crea un producto, tiene la finalidad de crear un objeto, y su actividad está bien delimitada con un inicio y un final, y su resultado perdura más allá del la actividad misma, pues crea el mundo artificial en el que vivimos. Por otra parte, la acción lo define la filósofa como la capacidad que el hombre tiene de comenzar algo nuevo, ya sea a través del acto o de la palabra. Con la acción y el discurso la persona se inserta al mundo (Arendt, 2005a, p. 260), lo configura, pero es que, además, son las actividades por antonomasia políticas de donde surge la esfera de los asuntos humanos (Arendt, 2005a, p.53). En este sentido, la acción y el discurso es lo que constituye la vida en común, la configura, y, en un sentido más general, es lo que asegura una convivencia propiamente humana. Por si no queda claro a qué se refiere con asuntos humanos, Arendt especifica: «Dondequiera que los hombres coincidan se abre paso entre ellos un mundo y es en este “espacio entre” [Zwischen-Raum] donde tienen lugar todos los asuntos humanos» (Arendt, 2005b, p. 143).

Y es la acción la que se perdió desde el inicio de la tradición, y más adelante se recuperó con Marx, aunque distinta; ya veremos por qué. La acción se perdió porque conforma la esfera de los «asuntos humanos» que son contingentes e imprevisibles por definición. En la contingencia, en su carácter imprevisible, en no saber lo que la acción desencadenará una vez iniciada, incluso en su carácter milagroso como diría Arendt, en el hecho de que el que actúa no controla el resultado, ni lo puede predecir, es en donde «encontramos el desprecio de Platón hacia la política, su convicción de que los asuntos y las acciones de los hombres (ta ton anthropon pragmata) no merecen que se los tome muy en serio»»( Arendt, 2005b, p. 119). Recordemos que para Platón, siguiendo su celebérrimo mito de la caverna, lo que el hombre ve en la tierra y en el mundo sensible son las sombras, en donde el conocimiento que es posible alcanzar son meras opiniones, ya sean conjeturas o creencias (doxa); mientras que el filósofo es el que puede contemplar el mundo de las ideas, en donde habitan las verdades eternas e inmutables, en donde es posible arribar al conocimiento de la verdad (episteme). Por supuesto que a comparación del segundo, el mundo de lo contingente y lo múltiple —el mundo eminentemente político y sensible— representaba un problema o una dificultad, y desde estas dicotomías es notable el desdén a los asuntos humanos, a la opinión como algo engañoso y menor, el tipo de conocimiento que interesaba justamente a Sócrates. Aquí es donde empezamos a dibujar el desprecio hacia la política y la infranqueable diferencia entre pensamiento y política que se mantuvo a lo largo de la tradición de la filosofía, la que más adelante fue recogida primero por los romanos, a pesar de sus grandes gestas políticas, y, tras la caída del Imperio, mantenida por la Iglesia católica.

Continuando con la grieta entre filosofía y política, la filósofa interpreta con evidencia que el desprecio proviene de una profunda decepción que sufre Platón tras la muerte de Sócrates, como sugerí en la introducción: «Nuestra tradición de pensamiento político comenzó cuando la muerte de Sócrates hizo que Platón perdiera la fe en la vida dentro de la polis y, al mismo tiempo, pusiera en duda ciertas enseñanzas fundamentales de Sócrates» (Arendt, 2005b, p. 44). En este sentido, La República —la obra fundamental del pensamiento político de Platón— puede leerse como un intento de salvar la figura del filósofo del conflicto con la polis, haciendo más evidente la separación. Haciendo una lectura narrativa del mito de la caverna, podemos ver que Platón plasma el riesgo que tiene el filósofo dentro de la polis, recreándolo en la escena de ese trágico final con reminiscencias de la experiencia socrática: el filósofo, tras haber contemplado las verdades eternas, irrevocablemente regresa para convencer a los otros con un resultado fatal. Pareciese que el enfrentamiento entre el filósofo y la ciudad no solo es palpable, sino que irreversible. Desde ese momento, la doxa y la persuasión, que fueron tan propias de Sócrates, dejaron de tener validez para la organización política a los ojos de los pensadores griegos y la única manera de salvar al filósofo de la ciudad era colocarlo por encima. Sin embargo, eso justamente es la despolitización de la política, la necesidad de tener que buscar consensos, de llegar a acuerdos, a través de la persuasión y el espacio público, como bien lo observó Arendt: «Y fue en este contexto en el que Platón diseñó su tiranía de la verdad, en la cual no es aquello que resulta bueno temporalmente y de lo cual puede persuadirse a los hombres lo que debe regir la ciudad, sino la verdad eterna, con respecto a la cual los hombres no pueden ser persuadidos» (Arendt, 2005b, p. 49). Sin embargo, como veremos más adelante, en este punto se perdió mucho más que la posibilidad de la deliberación.

Tradición

Como hemos dicho ya, una de las consecuencias inmediatas fue que la acción se viera con desdén o no se contemplara en toda su amplitud hasta que Marx lo vuelve a poner sobre la mesa. Básicamente, Arendt identifica que la tradición del pensamiento política empieza con Platón y Aristóteles, específicamente cuando el primero describe la esfera de los «asuntos humanos» «en términos de oscuridad, confusión y decepción, de las que quienes aspiran al ser verdadero deben apartarse y dejarlas atrás» y llega a un fin con Karl Marx cuando «declaró que la filosofía y su verdad están situadas no fuera de los asuntos de los hombres y de su mundo común, sino precisamente en ellos» (Arendt, 2020, p. 33). La tradición sobrevive y permanece en el tiempo, en algunos sentidos a perjuicio nuestro, por los romanos y luego por la institucionalización de la Iglesia católica, tras la caída del imperio. Roma, para la cual el momento de la fundación es un evento insustituible, supo resguardar la tradición —la voz de los fundadores— a través de su institucionalización, y los romanos, filosóficamente hablando, aceptaron el influjo tanto platónico como aristotélico, peso al que se sumieron y del que no pudieron librarse, tanto así que los hizo incapaces de producir su propia filosofía. La ventaja de conservar la tradición puede ser que las grandes experiencias del pasado, la sabiduría que hay en ellas, se conserva, el hilo del ayer y el hoy se mantiene. El peligro, o uno de ellos, puede ser confundir tradición con pasado, porque es probable que la tradición misma exija para mantenerse coherente excluir otras posibles interpretaciones, otros caminos, e incluso la necesidad de volverlos a pensar. Se pierde el asombro que fue, irónicamente, la fundación de la filosofía desde Platón. Sobre ello Arendt dedica varias páginas, como cuando habla sobre el sentido común y los prejuicios que son necesarios y útiles, pero no es posible desarrollarlo aquí. Quizá solo valga la pena mencionar que, según la pensadora, una desventaja de esta tácita aceptación romana de la tradición filosófica fue que se perdieron varias experiencias auténticamente políticas que ellos tuvieron, a diferencia de los griegos, quienes reflexionaron sobre la política con elementos y experiencias de ámbitos prepolíticos, como la familia. Arendt afirma que, a excepción de Cicerón, en la tradición nadie puso en duda lo que se estableció desde entonces: «ni la separación radical entre la política y la contemplación, entre el vivir juntos y el vivir en soledad como dos modos distintos de vida, ni su estructura jerárquica, fue puesta nunca en duda después de que Platón las estableciese» (Arendt, 2005b, p. 122).

Ya hemos visto algunas de las razones que explican esta separación entre la filosofía y la política, lo que llevó al pensamiento griego a considerar la vita contemplativa por encima de la activa, ahora veremos cómo fue que Marx reinvirtió este orden, aunque equiparando la acción con el trabajo, como sucede en la Era Moderna. Arendt lo llama la «rebelión consciente» (Arendt, 2020, p. 38) la que emprende Marx hacia la tradición y se refleja en dos de sus sentencias célebres y lapidarias: en que la filosofía no debe aspirar a interpretar el mundo sino a transformarlo y en que el trabajo creó al hombre y no Dios. Sin embargo, Arendt dice que es una «rebelión consciente» contra la tradición pero sin salirse de ella; por lo que se comprenden las enormes contradicciones a las que llega. A Marx, Arendt le suma a Kierkegaard y a Nietzsche, como los filósofos que supieron prever el fin de la tradición, la presintieron languidecer antes de revelarse desgastada. Asimismo, me parece oportuno no dejar de mencionar que Zweig, otro sensible observador de esos años, en El mundo de ayer (2011) consideró a Freud, y el concepto del inconsciente del «yo», como parte de estos puntos de quiebre, de los espíritus proféticos, abocados a palpar el final de algo importante antes de que llegara, un final trágico, sin lugar a dudas, y a pesar de todas las señales patentes, imprevisible para él: «Kierkegaard, Marx y Nietzsche son para nosotros letreros indicadores de un pasado que perdió su autoridad» (Arendt, 2020, p. 49). Por supuesto, como señala Arendt, ellos no son los que ponen fin a la tradición, no era su intención, ni de sus grandes empresas en la metafísica, en la religión, en la psicología, o en la política, sino la importancia está en que fueron una especie de profetas, en la profunda sensibilidad de sus espíritus e inteligencia que supieron captar que la tradición estaba obsoleta antes de que la obsolescencia se mostrara desnuda a nuestros ojos. Su intento fue revigorizarla, proponer una nueva, plasmar soluciones, enfrentarse a ella; de allí la envergadura de su tarea, una rebelión titánica contra la tradición para superarla, pero que, para bien o para mal, jamás superaron los límites dibujados por ella. En otras palabras, la transvaloración de los valores de Nietzsche trata más de una inversión de los valores, no de su eliminación: «Ellos fueron los primeros que se atrevieron a pensar sin la guía de ninguna autoridad; con todo, para bien o para mal, aún se encontraron insertos en las categorías de la gran tradición» (Arendt, 2020, p. 49). Por último, me parece importante rescatar, en especial ante estas voces a quienes yo llamaría nostálgicos irremediables —que aclaman trágicos, entre otras cosas, una pérdida de horizonte moral, una pérdida de valores compartidos, una relativización moral— que para Arendt esta pérdida de tradición, la famosa desvalorización de los valores, no es un fenómeno necesariamente negativo. Primero, afirma que no solo es imposible algún «retorno a los buenos Antiguos», sino que también lo sería el «establecimiento arbitrario de nuevos valores y criterios» (Arendt, 2005b, p.141). Segundo porque cree que los hombres están en capacidad para juzgar las cosas en sí mismas, no es necesario que cuenten con «criterios ya existentes» (Arendt, 2005b, p.141).

Pero, regresando a nuestro hilo conductor, para que Marx recuperara lo político, tuvo que invertir esta relación de la que venimos hablando —vita activa y contemplativa—, la de la contemplación y la acción, e identificó al hombre con esta última, específicamente con su capacidad de trabajar. En realidad, aquí habría que matizar: no fue Marx el que elevó el trabajo —digo elevar considerado que para los griegos el trabajo y la labor eran actividades atadas a la necesidad— a un rango superior de las actividades humanas, sino que fue un rasgo distintivo de la época moderna que él aceptó de manera explícita y la cual explicaremos más adelante. Quizá valdría la pena solo hacer un breve y reducido repaso de las definiciones que ha dado la historia de la filosofía a lo que es el hombre para comprender esta evolución. Empezamos con Aristóteles y su definición del animal político, luego en la Edad Media se le definió como un animal rationale, luego como un homo faber, y por último como un animal laborans. Sin embargo, es importante recalcar que el esfuerzo de Marx lo hizo viendo a los griegos o al menos en parte —aquí una de las razones fundamentales para entender su mayor contradicción— pues el objetivo del animal laborans de Marx era superar la necesidad del trabajo, reducirla al mínimo, y así dejar un espacio para actividades más elevadas, como lo era el ocio. Es decir, despojar al animal laborans de su esencia, el trabajo. Pero, regresando a la modernidad, tanto para Marx como para otros pensadores modernos, la diferencia entre trabajo y labor había quedado difuminada, y desde que «Locke descubrió que la labor es la fuente de toda la propiedad», sumado a que más adelante Adam Smith «afirmó que la labor era la fuente de toda riqueza», el trabajo llegó hasta su posición más elevada cuando Marx lo consideró como «la expresión misma de la humanidad del hombre» (Arendt, 2020 p. 122).

Antes, cuando mencionamos que la tradición excluyó y vio con desdén la acción, entre la cual se encuentra también el discurso, perdimos mucho más que nuestra aspiración democrática de la deliberación. ¿Por qué? ¿Cuál es la importancia de la doxa? ¿Es meramente un asunto epistemológico sobre la verdad política que se alcanza, cómo se obtiene y cómo se gestiona, o estamos hablando de algo más? Por una parte es un asunto muy relevante hoy en día y se ha hecho cada vez más evidente desde la pandemia del coronavirus: qué tipo de verdad es la que buscamos en el sentido político, quién y cómo se alcanza a ella, y luego qué hacemos con ese conocimiento. Es un debate actual porque existe la tentación de hacer de la política una cuestión de expertos, se ha querido volver a hacer de ella un asunto meramente racional y objetivo, se ha querido despolitizar las decisiones, relegándolas a técnicos y científicos, ya sea tanto los epidemiólogos como los económicos. Por supuesto que no hay consenso, ni si quiera entre los expertos, de qué hacer con el conocimiento que se va obteniendo, qué conocimiento es relevante, hasta qué punto, y cuándo deja de serlo. En este sentido, también en la ciencia hay un nivel importante de disenso, por la propia naturaleza del conocimiento, que llega a verdades contingentes que son temporales. Es decir, la antigua distinción entre episteme y doxa, conocimiento y opinión, que se deriva también de la jerarquía de la que hemos venido discutiendo, hace tiempo que se ha relativizado, y hay verdad tanto en la doxa, como se supera la idea de la necesidad en la episteme. Por ello es que, aunque hubiese un consenso científico, en un marco democrático, no es viable la imposición, cuando la soberanía reside justamente en la población. Por ello era invaluable la función que daba Sócrates a la ciudad, la función del filósofo socrática al servicio de la polis:

Sócrates quería [con la mayéutica] hacer a la ciudad más veraz alumbrando en cada ciudadano su verdad. El método para hacerlo es el dialegesthai, hablar por extenso sobre algo, pero esta dialéctica pone de relieve la verdad no destruyendo la doxa u opinión, sino, por el contrario, revelando la veracidad propia de la doxa. El papel del filósofo, entonces, no es el de gobernar la ciudad, sino el de ser su «tábano», no es el de decir verdades filosóficas, sino el de hacer a los ciudadanos más veraces. (Arendt, 2005b, p. 53)

Pero es que hay algo más que trasciende la opinión y no es un asunto epistemológico. En la política es muy importante la opinión, no solo porque en ella habita también la verdad, sino porque, en el sentido clásico, se relaciona con la libertad y, por ende, la pluralidad, la condición de la política y de su quehacer. Y no solo con la libertad en el sentido del derecho de la libre opinión, sino el hecho a aparecer ante los demás, porque solo a través de la palabra nos manifestamos ante los demás en los espacios públicos y nos manifestamos desde nuestra unicidad: «Mediante la acción y el discurso, los hombres muestran quiénes son, revelan activamente su única y personal identidad y hacen su aparición en el mundo humano» (Arendt, 2005a, p. 208). Es decir, con el encuentro entre las personas, a través de la palabra específicamente, mostramos nuestra unicidad, quiénes somos, y vemos también quiénes son los demás, y lo hacemos, nos organizamos políticamente, para resguardar dicha pluralidad, no para eliminarla como a veces se pretende, pero la hacemos igualándonos a través del discurso y la acción, a través de la libertad de poder hacerlo juntos, y es allí en donde surge el poder. Pero es que además, el mundo, lo que se nos presenta en la experiencia individual, es inconmensurable, pero lo aseguramos y mitigamos su inconmensurabilidad con el conocimiento ajeno, pues cada quien guarda una íntima relación con su mundo y en ella habita una verdad. No es un relativismo, sino un asegurar el acceso al conocimiento del mundo a través del diálogo, de compartir diferentes puntos de vista, que abarcan la inconmensurabilidad de la realidad. En palabras de Arendt (2005a): «El fin del mundo común ha llegado cuando se ve sólo [sic] bajo un aspecto y se le permite presentarse únicamente bajo una perspectiva» (p. 78). Además de asegurar el conocimiento, aseguramos la pluralidad humana, la condición básica de la política, que a su vez asegura nuestra igualdad

Libertad

Hemos dicho también que a través de asegurar la doxa aseguramos la libertad, una libertad estrictamente política, porque, en la antigüedad, la libertad y la política, o la libertad y el espacio público, o la libertad y el convivir entre otros, coincidían o eran requisitos para que se diesen. Lo contrario de lo que sucede ahora en donde se comprende la libertad y la política no solo como realidades disociadas, sino que incluso a veces excluyentes. Ahora intentaremos profundizar en esta idea de libertad desde la perspectiva de Arendt y luego entender las razones de esta disociación. A la pregunta, cada vez más imperante, ¿cuál es la razón de ser de la política? Arendt responde que es la libertad, la razón de ser, no su finalidad, sino que sin ella, la política no sería ni política, en el sentido clásico de polis. Sin embargo, como ella misma afirma, esta respuesta ya no solo no es obvia, como lo fue en la antigüedad, sino que, como dijimos, a veces se entiende como contrapuesta y excluyente, como cuando alguien dice que la libertad está fuera de la política; o soy libre en tanto que no tengo ninguna limitación impuesta por la política; o la política es aquello que debemos limitar para conservar la libertad, incluso para ampliarla. En otras palabras, en el sentido moderno, y es algo bien conocido para algunos liberales y libertarios, el hombre es libre en tanto que no está sujeto por o no tiene la necesidad de estar involucrado en la política. Por supuesto que cuando Arendt tiene una postura crítica con esta limitada comprensión de la libertad, no está hablando de una politización general o absoluta, lo cual podría ser más peligroso, incluso similar a lo que hacen los totalitarismos, salvando las distancias. Arendt recupera la libertad política que se daba solamente entre otros, en su experiencia originaria y alejada al concepto de libertad «interior» moderno. El concepto de libertad que recupera Arendt, como podemos ver, difiere desde la raíz, desde la comprensión antropológica de lo que es el hombre. Bajo el liberalismo, la persona se comprende fundamentalmente como un individuo autónomo, autosuficiente y egoísta —individualismo ontológico— que experimenta la libertad como un fenómeno interior, ya sea en su ámbito privado y fundamentalmente como una capacidad de decisión, especialmente en lo relativo a su vida.

Para ilustrarlo, será útil traer a colación a un gran liberal del siglo pasado, Isahia Berlín, y una de sus importantes contribuciones al pensamiento liberal: colocar sobre la mesa la distinción entre libertad negativa y positiva. Una diferencia que, me parece, ya recogía Jacques Maritain pero no lo retomo porque su humanismo cristiano era adverso al liberalismo. Dicho de manera breve, la primera consiste en la ausencia de obstáculos para llevar a cabo la toma de decisión, mientras que la segunda es la capacidad de llevar a cabo esa libertad, la de poder decidir adecuadamente. Esta última está íntimamente relacionada con la idea del autogobierno clásica y Maritain diría que con la autonomía. Vemos que, a pesar del fuerte influjo clásico en la segunda idea de libertad, que no llega a trascender, de manera definitiva al menos, el ámbito privado pues no tiene por qué incluir a otras personas, ni la mera elección, o desligar la libertad del fenómeno de la voluntad. Sin embargo, la visión de la libertad en términos positivos sí está cerca a la idea de Arendt, a la experiencia de la libertad como acción, como algo que se da en la experiencia política.

Pero antes de llegar allí, vale la pena detenerse un momento en la primera, en la libertad negativa, en donde la política, entendida meramente como dominación, debe ser limitada para que no sea un obstáculo para la libertad. Es más, los liberales más progresistas dirían que el gobierno debería ser el medio no solo para proteger la libertad, sino para ampliarla. En cambio, Arendt voltea a ver a los clásicos y se percata de que la libertad política es la antítesis de la «libertad interna», la que entiende la libertad como un fenómeno de la voluntad dual que lucha entre el querer y el poder, sino la libertad como experiencia, la que está incluso libre de razones y solo se da entre otros que están a su vez libres. Como vemos, la libertad política en el sentido clásico es una experiencia que ocurre entre otros, que se da en la esfera pública y social, y no únicamente en la privada e individual. La libertad de actuar. La libertad que se actualiza actuando.

En este sentido, la libertad como fenómeno político era indisoluble de la experiencia política, de la actividad configuradora en la polis, pues fuera de ella no podría darse. La pensadora alemana observa que, en la antigua Grecia, los hombres libres eran aquellos que se dedicaban a la vida pública, mientras que los que no lo eran estaban condenados al servicio exclusivo en la esfera privada, como los esclavos, de las necesidades que impone la misma condición humana. Las necesidades son las que exige el propio sustento de la vida, las actividades necesarias para continuar viviendo. Y como la libertad empieza ahí donde la necesidad acaba, ser libre era reunirse libremente entre otros hombres libres para configurar la vida en común, a través de la acción y discurso, una vida propiamente humana. En este sentido, es importante traer un nuevo punto que está relacionado íntimamente con la libertad, pero no podría entenderse sin los espacios en los que se desarrolla. Las esferas privadas y públicas en la antigua Grecia estaban nítidamente separadas, como puede verse, en la que una estaba ligada al sustento de la vida, mientras que en la otra, se aparece ante los demás, ante otros hombres libres, para serlo. Porque, para los griegos, ser libres era estar desligados de la necesidad y de la dominación, la necesidades de la vida, y la dominación de otras personas, porque la libertad solo era posible entre otros hombres libres, iguales en su condición de libertad, dotados de palabra y acción al igual que tú, pero diversos y plurales, pues se mostraban desde su unicidad. En ese sentido, la libertad no podía ser concebida en lo individual o en el interior.

Por lo tanto, la filósofa analiza los espacios en los que discurre la vida del hombre y considera sus transformaciones a lo largo de la historia. Como hemos visto, para los griegos, el lugar propio de la libertad era la esfera pública, donde, a través de la acción y el discurso espontáneo, convivían los hombres libremente, relegando las necesidades naturales a la esfera privada, en donde existían las relaciones de dominación y necesidad, la familia y la esclavitud. Por ello es que no cualquier organización humana equivaldría a lo que viene a ser una organización política, pues su elemento diferenciador era que la convivencia de la polis trascendía las necesidades y la fragilidad humana procurando una libertad que se da entre iguales, iguales en acción y discurso, iguales en tanto que son diferentes. Por el contrario, si analizamos nuestra sociedad de trabajadores, el trabajo ocupa un lugar predominante en nuestras vidas y lo hace en la esfera pública, frente a los demás y con los demás. Es más, gran parte de nuestra vida pública, fuera de nuestro ámbito privado, la dedicamos a producir y consumir —actividades para los griegos ligadas a la necesidad, al sustento de la propia vida biológica— sin ningún tipo de trascendencia, ni actividades más elevadas o significativas, como lo puede ser la configuración de la convivencia social.

Como podemos ver, en nuestra sociedad de trabajadores, ahora sociedad del cansancio como acertadamente dice más adelante Byung-Chul Han (2010), las actividades que gobiernan el ámbito público son las ligadas a la necesidad del sustento de nuestra vida, y de allí que sea imposible, o muy difícil, pensar en la acción y en el discurso o cualquier actividad que configure la convivencia social. Esto, inevitablemente, conlleva a una transformación de los espacios y la convivencia que se da en ellos porque los incentivos y las razones que se crean son distintos, pues no es lo mismo ir a una reunión de amigos que a una reunión laboral de negociación. En general, la espontaneidad aparece en espacios que están pensados sin una finalidad determinada, libres de motivos para que puedan darse relaciones en donde no predominen los intereses o medien las finalidades. Pensemos por ejemplo, en nuestro espacio público, el cual, como hemos venido diciendo, ha transmutado de ser un lugar de reunión entre los hombres libres que se reúnen entre otros hombres libres para la configuración de lo social, a ser un lugar de encuentro entre trabajadores y consumidores, como un centro comercial. Esto condena al espacio público a ser el lugar de la necesidad y el espacio privado al ser el espacio de la libertad interior, pues continúa dominado por los lazos familiares o actividades que involucran también el sustento de la vida. Es en este espacio privado en donde empieza la libertad para los hombres modernos, la libertad aislada, la libertad interior, alejada de la pluralidad y, con mucha más razón, de lo político. En este sentido podemos decir que ocurre una privatización de la vida humana porque aquello que es más propiamente humano queda relegado el ámbito privado. Sin embargo, esta privatización de la vida humana en realidad nos priva «de cosas esenciales a una verdadera vida humana» (Arendt, 2005a, p. 260) ligadas al encuentro espontáneo con otros, como lo puede ser la capacidad «de realizar algo más permanente que la propia vida» (Arendt, 2005a, p. 260).

Si ya vimos que la libertad y la acción política se equiparan, que la acción no es posible en aislamiento, menos con el tipo del cansancio y agotamiento que desarrolla Byung-Chul Han (2010) que nos obliga a descansar aislados de otros, pues el verdadero poder está allí en donde están los hombres reunidos, y que la acción significa poner algo en marcha que no sabemos en dónde terminará, ahora sabemos por qué los totalitarismos centraron tanta atención con los espacios públicos, ahí en donde el hombre se reúne entre otros hombres. Si el espacio público es el lugar de encuentro, del conocimiento del mundo, en donde la acción se hace posible, es comprensible querer controlarlo, porque es allí en donde en realidad habita el poder. Por supuesto, el mismo concepto de poder también dista mucho del contemporáneo, en donde se entiende como un fenómeno individual, que reúne una persona que toma decisiones, ni tiene relación con la dominación o la violencia como se piensa ahora en términos modernos, pues el «poder surge entre los hombres cuando actúan juntos y desaparece en el momento en el que se dispersan» (Arendt, 2005a, p. 226). Por supuesto que cualquier régimen totalitario no solo quisiera suprimir el poder que reside en las personas reunidas dispuestas a actuar, sino la acción misma, de la que se puede esperar lo inesperado, de la que puede resultar milagrosa porque puede interrumpir los hechos históricos y no se sabe jamás en dónde acabará lo que una vez un grupo de personas puso en marcha. Lo mismo podría decirse del pensamiento ideológico y de su lamentable intento de la sustitución de la historia por la política. Un fenómeno que arrasó en las ciencias sociales en donde se intentaba controlar la acción humana, hacerla previsible, controlable, incluso sujeta a leyes. La intención es la misma: se pretende engullir al hombre dentro de un proceso, hacerlo tendencia, explicar su comportamiento y pretender incluso manipularlo y controlarlo.

Por dibujar un breve paralelismo con nuestros días, pido permiso para insertar un breve paréntesis. A simple vista parece un panorama muy lejano al nuestro el descrito arriba con las herramientas de control estatal. Y en parte lo es. Arendt diría que no es cuestión de grados la diferencia entre un régimen totalitario y otro autoritario, sino más bien una diferencia de fondo, de estructura. Sin embargo, si analizamos detenidamente, los espacios públicos actuales son lugares de encuentro donde se establecen relaciones de compraventa, relaciones que no transforman el convivir social ni humanizan. El impulso que motiva la relación no es mostrarse ante el otro desde la individualidad para deliberar sobre intereses en común, sino que más bien la intención es la de satisfacer necesidades a través de un vínculo efímero motivado por un interés individual. Por otra parte, lo cual es verdad ante el riesgo de un autoritarismo creciente que pone en riesgo a muchas de nuestras democracias, existe un control más sutil y más próximo a la dominación que está relacionado con la reunión masiva de data, el desarrollo de los algoritmos y la inteligencia artificial, y el incremento de poder que ha venido asumiendo el Estado o que tiene capacidad de asumir. Lo que en realidad preocupa a Arendt no es que las experiencias totalitarias vuelvan a repetirse, sino constatar que en las democracias de masas, en donde el individuo se pierde en la masa homogénea, en donde la libertad se reduce a una experiencia interior alejada de la política, en donde los espacios y momentos para la acción con otros se reduce, pueda crecer la sensación de impotencia, de descontento y desidia, de perder los espacios en donde la acción y el discurso pierdan sentido o estén vacías, en donde el olvido se autoimponga de manera subrepticia y sin terror alguno. No es la única pensadora en señalar esta íntima vinculación que existe entre una democracia sin demos, una democracia sin ciudadanos, con una tiranía, pues la democracia que se reduce a una administración por unos pocos no es democracia.

¿Cómo entender que las esferas en Grecia estaban claramente delimitadas y ahora no? Esto se explica por el auge de la esfera social, la cual vino a trastocar ambas, y con el tiempo obtuvo un lugar predominante. No es que la función de la política cambiara, como explica Arendt, es que el ámbito de la vida y la necesidad se dignificó e irrumpió en lo público (Arendt, 2005a, p. 173). La finalidad de la política contemporánea es la administración de la gobernanza, la protección de la vida, la limitación del poder para que la libertad fuera de la política pueda darse. Lo social emerge y domina el espacio público, transforma lo que se entiende como público y privado anteriormente. Lo social nace de lo privado, en especial de la familia (pp. 62-63). En cierto sentido se dio una privatización del ámbito público, la conquista de la esfera social en la vida humana.

La intensificación tan radical del espacio privado no solo sumerge a la humanidad en una profunda soledad y termina consiguiendo lo que el totalitarismo tanto ansiaba. El peligro de las sociedades conformadas por individuos aislados e inconexos es la pérdida del poder que experimentan los ciudadanos. Y como hemos visto antes, una sociedad preocupada exclusivamente por sus asuntos privados, dejando los públicos solamente a las manos de los gobernantes, termina por convertirse en una forma de tiranía, más sutil y menos violenta, pero mucho más cínica e inteligente. Sin embargo, estoy de acuerdo con Byung-Chul Han en que la sociedad tardomoderna, y la evolución que tuvo el animal laborans de Arendt, un individuo pasivo, incapaz de acción política, que se ha perdido en la masa homogénea de trabajadores y consumidores, en realidad ha terminado por individualizarse aún más, la «sociedad del trabajo se ha individualizado y convertido en la sociedad de rendimiento y actividad. El animal laborans tardomoderno está dotado de tanto ego que está por explotar, y es cualquier cosa menos pasivo» (2011, p. 42). En esa línea, es hiperactivo, aunque su actividad, no esté dirigida a configurar la convivencia ni al bien común. En ese sentido, Han también está de acuerdo: «La sociedad del trabajo y rendimiento no es ninguna sociedad libre» (2011, p. 45).

En este sentido, la libertad como realidad política es muy distinta de la que se le ha venido dando un sentido de libertad interior, que ya ni si quiera es posible ahora, por el fenómeno de la autoexplotación a la que hace referencia Han. No sé si tiene relación con el análisis de hace Charles Taylor sobre la identidad moderna en la que jugó un aspecto tan fundamental el concepto de ser seres con un insondable interior, una idea que empezó con Platón, pero que fue tomando forma con san Agustín, y luego se insertó con una importante influencia al mundo moderno con Montaigne. El repaso histórico de las fuentes de la identidad moderna, Sources of Modern Identity, pero también puede verse bien desarrollado, o más bien sus últimas consecuencias, en Ethics of authenticity del mismo autor en donde critica un tipo de individualismo pernicioso para la convivencia común.

Por todo lo dicho anteriormente, me parece muy importante sumarnos a todos los esfuerzos que reivindican lo diverso como la base de nuestra convivencia. Gran parte de las desigualdades se han constituido socialmente y se intentan presentar absurdamente como «naturales»en algunos discursos. Esto constituye una grave amenaza, por un lado porque dentro de la disputa por la naturalización de elementos pueden incluirse o excluirse algunos que no lo son y funcionen así como elementos de discriminación —como ha ocurrido ya en la historia repetidas ocasiones— y además es probable que lo que llamemos natural termine siendo superado, en parte ya lo es, y no sin preocupantes consecuencias, por los avances técnicos, dejando así esta postura sin ningún sentido. Por eso son de capital importancia los discursos feministas o de todos los movimientos que giran en torno a la idea de dignidad basada la pluralidad. La pluralidad es la condición del vivir humano y la manera de sostenerla es darle más pluralidad. Sin embargo, no hay que caer en los riesgos y los peligros que presenta la política de la identidad, pues hay que saber construir la identidad bajo unos mínimos aceptables, sin que se rompa lo común, sino que lo construya, puede ser tomando la idea de la dignidad como lo plantean varios filósofos, algunos con importantes contribuciones católicos como Jacques Maritain, o desde el credo civil o la ciudadanía de Francis Fukuyama.

Referencias

Arendt, H. (2020). Entre el pasado y el futuro. Editorial Planeta Mexicana, S.A.

Arendt, H. (2005a). La condición humana. Ediciones Paidós Ibérica, S.A.

Arendt, H. (2005b). La promesa de la política. Espasa Libros S. L. U.

Han, B. (2017). La sociedad del cansancio. Herder Editorial, S. L.

Unamuno, M. (2018). Del sentimiento trágico de la vida. Difusora Larousse - Alianza Editorial.

Zweig, S. (2011). El mundo de ayer. Memorias de un europeo. Quaderns Crema, S.A.