Presentación
Globalismo y totalitarismo del siglo XXI
Hace cinco años, la Organización Mundial de la Salud declaró oficialmente la pandemia de COVID-19. Desde que la primera de ellas quedó registrada en la historia ―la peste de Justiniano (541–542 d. C.)―, solo diez más han sido ampliamente reconocidas y aceptadas como tales. Por la velocidad de los contagios y los primeros datos acerca de su alta mortalidad en los meses iniciales del año 2020, quedaba claro que vivíamos tiempos excepcionales y que, como tales, tendrían que ser enfrentados.
Mucho se había discutido acerca de los acertadamente temidos poderes de emergencia que los Estados buscan asumir en situaciones de guerra o calamidad pública. A pesar de décadas de reflexión guiadas por textos como Camino de servidumbre o La acción humana, fuimos poco o nada capaces de dimensionar la magnitud de la voracidad y la exigencia aplastante de las burocracias, y menos aún, la avasallante y cómplice actitud del ciudadano.
La primera respuesta contundente de política pública para hacer frente a la crisis vino de una autocracia. China optó por una gestión sanitaria centralizada y agresiva, orientada a conseguir el máximo nivel de aislamiento posible con el fin de limitar el número de nuevos contagios. «Por suerte», pensamos, «las democracias occidentales no serán capaces de aplicar ninguna medida parecida ni serán capaces de limitar a tales extremos los derechos individuales de sus ciudadanos». Nos equivocamos. Una tras otra, las democracias occidentales ―empezando por Italia― fueron sumergiéndose en una espiral de errar del lado de la acción, alimentada por la incertidumbre y la noble causa de salvar el máximo número de vidas sin importar el costo.
Una sola democracia, Suecia, resistió el embate de la exigencia planificadora y omnisapiente de las burocracias y decidió apostar por un manejo descentralizado, de sentido común y de plena confianza hacia sus ciudadanos adultos. Las demás administraciones públicas fueron, mes a mes, radicalizándose y envalentonándose, exigiendo hacer cumplir protocolos sanitarios cada vez más estrictos, aislando cada vez a más personas y elevando los costos humanos y económicos de una crisis que no contemplaba un abordaje alternativo.
Los llamados a la reflexión crítica que proponían replantear el manejo de la crisis con base en evidencia —como el de los firmantes de la Declaración de Great Barrington— llegaron a ser proscritos, acusados de ser elementos antisistema y enemigos de la ciencia y del bien común. Este tipo de fanatismo no hizo sino polarizar aún más a las sociedades, profundizando la desconfianza y el temor hacia al poder político arbitrario y la autoatribuida superioridad moral del Estado.
Cinco años más tarde, estamos lo suficientemente distanciados como para revisitar las lecciones de una crisis profundamente mal gestionada, pero, ante todo, es momento de detenernos a identificar qué corrientes de pensamiento y movimientos culturales fueron capaces de erosionar la base de nuestra estructura de derechos y libertades individuales. ¿Qué fue lo que hizo posible que quedaran debilitadas a tal punto que la corriente dominante llegó a considerar el disenso y el sano escepticismo como estupidez e ignorancia?
Eso es lo que busca esta colección de artículos que el lector tiene en sus manos: revistar los errores cometidos —y lo que nos condujo a ellos—durante una de las crisis más importantes de la humanidad, a la luz de los preceptos básicos de una sociedad abierta y plural que reconoce los límites de la razón humana y la falsabilidad de la ciencia.
Santiago Fernández Ordóñez
Editor invitado
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