Esferas de poder
La crisis de legitimidad de la democracia liberal y su arquitectura global
Spheres of power
The Crisis of Legitimacy of liberal democracy and its global architecture
Juan Ángel Soto
Fundador de Fortius
Profesor de la Universidad de Navarra
[email protected]
Resumen: La Gran Recesión, la pandemia de coronavirus y, ahora, el retorno de la guerra a Europa, han aumentado la tensión existente entre quienes defienden la importancia y urgencia de un sistema de gobernanza unipolar, y quienes, por el contrario, critican su posibilidad o conveniencia y promueven la primacía del Estado y el interés nacional. El presente artículo examina las principales bondades y los desafíos que presentan estas dos opciones e identifica un denominador común a ambos, como es la presencia de un Estado benefactor con crecientes tentaciones totalitarias. Se trata, en definitiva, de esferas de poder de diferentes órdenes, pero sustentadas bajo los mismos principios democráticos y de inspiración liberal; elementos que se han visto menoscabados de forma acelerada en la forma en la que se han tratado de frenar las crisis más recientes o por cómo se está construyendo una arquitectura de gobernanza mundial que pretende superar al Estado como fuente de soberanía y, por tanto, de autoridad política. Por último, se añaden algunas fórmulas filosófico-políticas que contribuyan a superar esta tentación totalitaria del sistema democrático en cualesquiera esferas de poder.
Palabras clave: liberalismo, nacionalpopulismo, nueva derecha, globalismo, globalización, orden liberal internacional, Estado nación, gobernanza global, coronavirus, conservadurismo.
Abstract: The Great Recession, the coronavirus pandemic and, now, the return of war to Europe, have increased the tension between those who defend the importance and urgency of a unipolar system of governance, and those who, on the contrary, criticize its possibility or desirability and promote the primacy of the State and the national interest. This article examines the main advantages and challenges presented by these two options and identifies a common denominator in both, namely the presence of a welfare state with growing totalitarian temptations. These are, in short, spheres of power of different orders, but underpinned by the same democratic and liberal-inspired principles; elements that have been rapidly undermined by the way in which the most recent crises have been dealt with or by the way in which an architecture of global governance is being constructed that seeks to overcome the State as the source of sovereignty and, therefore, of political authority. Finally, some philosophical-political formulas are added to help overcome this totalitarian temptation of the democratic system in any sphere of power.
Keywords: liberalism, national populism, new right, globalism, globalization, international liberal order, nation state, global governance, coronavirus, conservatism.
El primer cuarto del siglo XXI ha estado marcado por fenómenos globales de enormes proporciones en cuanto a la complejidad y multitud de sus causas, y la profundidad de sus consecuencias. Tres eventos destacan en concreto por su propio peso. La Gran Recesión de 2008 y la crisis del coronavirus de 2020-2022 —o, en realidad, las respuestas gubernamentales a la misma— marcaron profundamente el devenir de toda una generación a nivel mundial y, en particular, en Occidente. La misma generación que ha sufrido las consecuencias de las draconianas medidas impulsadas por una amplia mayoría de países que, en el altar de la emergencia sanitaria, han sacrificado buena parte de su tejido empresarial y endeudado sine die a sus sociedades.
Asimismo, y de forma más reciente y significativa, el retorno de la guerra a Europa ha marcado un verdadero punto de inflexión, pues si bien tiene a Ucrania como campo de batalla, el conflicto debe enmarcarse en un cambio de paradigma en la gobernanza mundial, que pasa definitivamente de un modelo unipolar a otro multipolar o, como poco, bipolar, que certifica una Segunda Guerra Fría. A esto apunta tanto el nuevo escenario mundial de potencias revisionistas al alza como hegemones regionales como la guerra de Ucrania, que guarda grandes paralelismos con la guerra de Corea (1950-1953), primer acto de un periodo de casi medio siglo marcado por la separación del mundo en dos bloques antagónicos, y que tuvo como protagonistas el bloque occidental, liderado por EE. UU., y el comunista, liderado por el eje URSS – China. Se aprecia así un escenario y unos actores muy similares a los de la Primera Guerra Fría sin que por ello quepa aventurar conclusión o resolución alguna.
En este contexto, se observa un rápido desmoronamiento de ciertos consensos, tanto de manera nacional como internacional, y se desafía al statu quo, con implicaciones mayúsculas en la arquitectura del orden liberal internacional y de las democracias liberales que lo cimientan.
Así, tanto la Gran Recesión como el coronavirus o la guerra de Ucrania, han supuesto la constatación de que es preciso revisar los pilares de los principales proyectos de convergencia en la gobernanza mundial. Y esta revisión parece imperativa a la luz de la dicotomía en la respuesta que los países han dado a estos nuevos retos: el retraimiento —de facto o, al menos, a nivel de discurso o frente a la opinión pública— del escenario global en aras del interés nacional por parte de unos, o la reafirmación de la necesidad de foros e instancias de gobierno multilateral, por parte de otros.
Otros fenómenos han contribuido, asimismo, a que nos hallemos en un punto álgido de tensión, como la salida de EE. UU. de Afganistán o una política climática global marcada por la combinación de paradojas como la del «polizón», donde algunos países desoyen o incumplen los acuerdos internacionales referentes a transición energética o emisiones de CO₂, lo que, a su vez, conduce a otras como la «tragedia de los comunes». Todos estos fenómenos han puesto de manifiesto que, en efecto, hay problemas globales que afectan a la comunidad internacional en su conjunto. Sin embargo, cada vez es menos evidente que sea posible articular respuestas verdaderamente globales a estas amenazas o desafíos con una comunidad internacional más anárquica que organizada y más errática que con rumbo fijo.
En otras palabras, no se ha producido necesariamente un freno al proceso globalista, sino que se ha acentuado una tensión existente entre los defensores de la primacía del Estado —Estado nación, en la mayoría de los casos— y quienes abogan por la fusión de este, y sus intereses, en un bloque regional o global de naciones.
En este punto es preceptivo realizar una distinción entre los conceptos de globalización y globalismo. Tal y como dispuso hace ya dos décadas Joseph S. Nye (2002), el globalismo se refiere a un mundo caracterizado por redes y conexiones intercontinentales, mientras que la globalización se refiere al aumento o disminución en la velocidad o intensidad del globalismo. Así, el globalismo puede ser fino o grueso, dependiendo del periodo histórico que observemos, pero es una realidad incontrovertible. En este sentido, quienes señalaban hace un par de años que la pandemia de coronavirus había frenado el avance de la globalización, estaban manifestando en realidad que, a su juicio, nos adentrábamos en una era de globalismo «fino».
El motivo no era otro que la crisis que se había desatado había supuesto un retroceso de las aspiraciones internacionalistas y un fortalecimiento del Estado nación como único ente capaz de garantizar una respuesta adecuada para la protección de sus ciudadanos. La estructura de gobernanza mundial había fracasado por segunda vez en menos de dos décadas, tras ser incapaz de contener una Gran Recesión cuyos efectos todavía se sienten en muchos países —como es el caso del mío, España—. A sensu contrario, la puesta en común de buena parte de la comunidad internacional —al menos occidental— para frenar a Putin en Ucrania apunta a un periodo de globalismo «grueso».
Mi tesis, sin embargo, difiere de esta concepción transformativa de la pandemia de coronavirus o la guerra de Ucrania como golpes de timón hacia una mayor o menor convergencia global o el mayor o menor grosor de esta. Mi argumento, por el contrario, presenta una concepción catalizadora de estos fenómenos. Sí considero que nos hallemos ante un punto de inflexión, pero en lugar de tratarse de un cambio de rumbo, tan solo me atrevo a constatar un cambio de intensidad en esa tensión entre los Estados nación como garantes de derechos y libertades en calidad de soberanos, o la superestructura de gobernanza mundial que viene a subsumir y reemplazar a los primeros. Así, el coronavirus o la guerra de Ucrania están actuando como catalizador de la historia; como un acelerador de procesos (Haass, 2020) que ya venían produciéndose.
Bajo este prisma, la incidencia de los cataclismos pandémicos o militares en el proceso de convergencia global radican en la acentuación de la tensión existente entre los defensores de dos posturas muy marcadas en el plano geopolítico desde hace unas décadas. Una tensión que, en Occidente, también ha sido tanto causa como consecuencia del surgimiento de los movimientos nacionalpopulistas de la segunda década del siglo XXI, que ya, en la tercera que atravesamos, se han cristalizado en la denominada «nueva derecha», tomando así prestado el nombre de la nouvelle droite francesa de Alain de Benoist, con la que guarda ciertas similitudes. Es esta nueva derecha «patriótica» la que principalmente defiende la preeminencia y plena actualidad del Estado nación frente a quienes constatan la obsolescencia de este modelo westfaliano y aspiran a superar el panorama de anarquía internacional para alcanzar un estado de cooperación y concordia estructuradas en torno a un sistema de gobernanza global que las posibilite. Una posición, esta última, sostenida principalmente por una izquierda política cada vez menos nacional o patriótica y más globalista, lo que a su vez recrudece la polarización a nivel político-ideológico en nuestras sociedades.
Ante semejante panorama, no suscribo la tesis de que los señalados fenómenos vayan a reforzar necesariamente un estatismo o nacionalismo entendidos como el retorno hacia el Estado nación y el aumento de medidas proteccionistas y aislacionistas. Tampoco auguro un futuro inmediato caracterizado por el fortalecimiento de las organizaciones que cimientan el denominado orden liberal internacional. Sin embargo, sí que es previsible que la mayor tensión entre estas dos concepciones del mundo —la del Estado y la de la sociedad internacional— lleven a una intensificación del discurso nacionalpopulista, por un lado, y el globalista, por otro. Una tensión que tendrá tanto un escenario internaciones como otro intranaciones, donde el discurso dominante de muchos partidos políticos sea precisamente su apoyo a ultranza de una de estas dos visiones.
El aumento de la tensión entre estas dos cosmovisiones radica en que ambos bloques ven reforzados sus argumentos con la pandemia y, en especial, con las respuestas que los Estados y organismos supranacionales adoptaron frente a ella. De forma similar, la tensión entre estas dos posturas también se ha visto acentuada con la respuesta de la mayoría de los países del bloque occidental a la invasión de Ucrania por parte de Rusia.
Los defensores del Estado nación señalan que el orden liberal internacional no ha sido capaz de articular una respuesta ante la pandemia, constatando nuevamente su inoperancia o ineficiencia. La Organización Mundial de la Salud ha quedado completamente desacreditada con su gestión de crisis durante la pandemia, tanto a nivel de comunicación institucional como de sus prescripciones a los Estados, a las que a menudo sobrevolaba una sombra de conflicto de intereses e incluso corrupción. De forma similar, la OTAN ha sufrido un daño serio en su reputación en la guerra de Ucrania. El daño todavía ha sido más grave en el caso de las instituciones de la Unión Europea, que, nuevamente, se ha extralimitado en su intromisión en la soberanía de los Estados miembros, dejando a toda Europa en primera línea de una guerra cada vez más posible, a merced de una potencia militar de relieve como Rusia y más por capricho económico de unas élites o intereses geopolíticos de terceros Estados que por causas nobles o humanitarias en favor de Ucrania.
En definitiva, la arquitectura internacional y europea en la que muchos habían depositado sus esperanzas vuelve a resquebrajarse ante una situación adversa, poniendo de relieve su fragilidad. A juicio de quienes mantienen esa tesis, estos fenómenos globales han reforzado el estado-nación confirmando que es el mejor instrumento del que disponemos para la gestión —y superación— de crisis y para velar por sus intereses nacionales y los derechos y libertades de sus ciudadanos.
Las manifestaciones que constatan este risorgimento del Estado nación abundan a nuestro alrededor. El avance de la nueva derecha en Europa —en Italia, con la victoria de Giorgia Meloni en 2022, o en Portugal más recientemente, con un rápido crecimiento de Chega— es un claro ejemplo. También lo son las próximas elecciones al Parlamento Europeo del mes de junio que certificarán, probablemente, este giro a la derecha patriótica al otorgar al Partido Identidad y Democracia y al Partido de los Conservadores y Reformistas (los dos partidos de la derecha del arco parlamentario) el mayor número de diputados de la historia. De forma similar, en EE. UU., Donald Trump es el claro favorito para ser elegido presidente y todo apunta a que, salvo que la Justicia estadounidense actúe, volverá a la Casa Blanca tras las elecciones de noviembre de este año.
Esta nueva derecha ha avivado a su vez la tensión latente entre estas dos visiones del mundo. Sus adeptos, que crecen en número desde el Brexit y la elección de Trump y avanzan con todavía más fuerza desde la pandemia, reivindican con firmeza la plena actualidad del Estado nación. Los defensores de esta nueva derecha también denuncian los enormes riesgos que entraña la respuesta occidental a la guerra de Ucrania, y reclaman que sus naciones velen por sus propios intereses y no cometan la imprudencia de ubicarse en una situación de vulnerabilidad o de potencial conflicto armado con Rusia. Por su parte, los detractores de este movimiento político devenido en una nueva derecha lo critican de antiliberal o de corte autoritario (Applebaum, 2020), con constantes alusiones a su falta de cultura política, a los problemas de su sistema electoral o a la falta de separación de poderes y de Estado de derecho. En definitiva, estos últimos apuestan por más democracia, pero, ante todo, por una comunidad internacional que persuada a estos regímenes «díscolos» a volver al redil.
Así, los que abogan por un aumento de la convergencia y la cooperación global —en particular, a través de las organizaciones que vertebran el orden liberal internacional de las posguerras mundiales— también han visto reforzado su argumento. Si algo nos ha enseñado la pandemia, y en esto muchos coinciden con los del bloque antagonista, es la debilidad de las organizaciones supranacionales para articular una respuesta global a amenazas globales. Sin embargo, en lugar de desistir de este proyecto y sus ambiciosas pretensiones, este segundo bloque hace un llamamiento hacia el fortalecimiento de esta estructura de gobernanza, pues solo así podremos superar los desafíos a los que ya nos enfrentamos —como la guerra de Ucrania, el reto medioambiental o la aparición de democracias antiliberales— o a los que están por llegar. En otras palabras, ante la insuficiencia de la apuesta inicial, no procede recoger e irse sino doblar la apuesta. De nuevo, no es un cambio de rumbo, sino de velocidad, lo que augura fracturas y desencuentros en todo el mundo y, en particular, en Occidente, donde esta tensión se aprecia de forma más intensa.
Sin embargo, este diagnóstico del panorama internacional revela otro fenómeno que, a mi juicio, habría de ser motivo de mayor preocupación que el anterior. En este proceso de intensificación y de polarización de estas dos posturas antagónicas, se aprecia que tanto la primera (estatismo) como la segunda (globalismo «grueso») encumbran al Estado (en el primer caso) o conjunto de Estados (en el segundo) y reclaman un mayor papel de «lo público» en la gestión de crisis. El Estado cobra así un protagonismo que, como nos enseña la historia, difícilmente remitirá o cesará una vez pase la amenaza. Así, los dos bloques no son sino dos razas de una misma especie (Soto Gómez, 2020), bien a nivel micro (Estado nación) o macro (gobernanza mundial). Se trata de «esferas de poder» de diferente diámetro, pero en las que el «poder» o la «autoridad política» parece ser el denominador común al menú de opciones que se nos ofrece. Y esto es problemático en muchos aspectos, si bien destacan tres.
En primer lugar, a nivel estatal, porque la actuación de muchas democracias liberales ante los fenómenos descritos pone en serios aprietos su autoproclamada superioridad moral con respecto a otras formas de Gobierno. La China totalitaria, el régimen autocrático ruso o las denominadas democracias antiliberales no han actuado de una forma tan dispar a las democracias europeas o norteamericanas frente al desafío del coronavirus. Es más, algunas democracias liberales son las que han adoptado muchas de las medidas más restrictivas de derechos y libertades, como es el caso de Canadá. Así, las draconianas medidas implementadas en numerosos países no distan mucho —y, en ocasiones, resultan idénticas— de las adoptadas por regímenes denostados por los Gobiernos occidentales.
En este sentido, el coronavirus equiparó a los razonables y a los no razonables, a los tolerantes y a los intolerantes, a los líderes elegidos democráticamente o impuestos autoritariamente. Todos abogaron, al margen del maquillaje discursivo empleado, por medidas muy similares pese a algunas diferencias en su intensidad: cierres fronterizos, cese de comercio de mercancías, paralización de la actividad económica con la consecuente quiebra de empresas y endeudamiento público masivo, enormes problemas médicos —tanto físicos como psíquicos— derivados de los confinamientos generalizados, control de la información y censura de los medios de comunicación, y un largo etcétera que, entre otras consecuencias, ha constituido la mayor crisis reputacional de la democracia como forma de gobierno. Una crisis que es percibida tanto por propios como foráneos, para preocupación de los primeros y apetito de los segundos.
Esta crítica, lejos de cimentarse en un juicio de valor o impresión personal, está sustentada por el propio sistema judicial de muchos de los países con gobiernos que sucumbieron a la tentación totalitaria (Vilches y Negro, 2021) o, al menos autoritaria. Este es el caso de España, cuyo Tribunal Constitucional declaró en 2021 la inconstitucionalidad de los dos estados de alarma decretados por el Gobierno en 2020 —que se saldaron incluso con el cierre del Parlamento y de la actividad parlamentaria, algo inédito hasta en periodos de guerra—, y apenas se ha descubierto la punta del iceberg de uno de los casos de malversación de fondos públicos de mayor volumen de la historia del país relacionado con la compra de mascarillas durante la pandemia; malversación que afecta directamente al partido de gobierno, el Partido Socialista Obrero Español, y al propio Gobierno y su presidente.
De forma similar, a cuenta de la guerra de Ucrania, muchos observamos con estupor cómo la comunidad de naciones occidentales ha apostado por apoyar a Ucrania frente a la agresión rusa bajo un discurso humanitario —al que subyace, no obstante, un universo de intereses— que bien ignora, bien se opone, al interés nacional de muchos de estos países. Esta respuesta ha sido, además, rápida y contundente —quizá motivada por las críticas recibidas en cuanto a la duda y lentitud manifestadas en el pasado—, sin la deliberación que pareciera requieren este tipo de decisiones o el cálculo de las repercusiones de este alineamiento. A su vez, tampoco se ha producido una discusión en el seno de la fuente de soberanía de nuestras naciones —dual, en el caso de las democracias presidencialistas, o única, en el caso de las parlamentarias—. En el caso de España, como también ha sucedido en la mayoría de países de su entorno, el parlamento no ha sido consultado, ni mucho menos el pueblo español —sea mediante consulta pública, referéndum o elecciones—, y el discurso dominante de los medios de comunicación ha aplastado voces disidentes tildándolas de prorrusas o conspiracionistas.
En ambos casos, tanto en la pandemia como en la crisis ucraniana, se percibe una vulneración de la democracia como forma de gobierno en tanto que nuestros representantes electos no son tenidos en consideración o, cuando lo son, se extralimitan en su mandato de representación. Y también se ha vulnerado la democracia como el fundamento del gobierno por el que las mayorías determinan el telos de las sociedades.
Buena parte de la literatura académica valora el gobierno representativo como la mejor forma de gobierno no por virtudes inherentes a la humanidad o a la democracia misma, sino porque la naturaleza caída de la humanidad exigía que el poder fuera limitado, como advertían también otros pensadores y filósofos como C. S. Lewis, quien no veía la democracia como una ley natural o una moral absoluta. Él desconfiaba en el gobierno de unos pocos, pero esta sospecha no se tradujo en la infalibilidad de las masas. Así lo declaró en una carta a George Every, en la que señaló que era demócrata porque creía «en la Caída y, por lo tanto, en que los hombres son demasiado malvados para confiarles más que el mínimo poder sobre otros hombres». En otras palabras, la democracia debería servir como freno a una naturaleza humana caída, bajo un marcado realismo político que comparto, frente a una visión roussoniana que, articulada en mayorías reales o ficticias, voluntarias o cooptadas por el poder, consagra a la democracia como bien moral absoluto en sí mismo, reemplazando la ley natural y conduciendo al terror que siguió a la Revolución francesa.
En un ensayo de 1943 para The Spectator, Lewis ahondó en esta idea:
Soy demócrata porque creo en la caída del hombre. Creo que la mayoría de la gente es demócrata por la razón opuesta. Gran parte del entusiasmo democrático desciende de las ideas de personas como Rousseau, que creían en la democracia porque pensaban que la humanidad era tan sabia y buena que todos merecían una participación en el gobierno. El peligro de defender la democracia sobre esa base es que no son ciertos. Y cada vez que su debilidad queda expuesta, las personas que prefieren la tiranía sacan provecho de esa exposición. (p. 8)
Sin embargo, esta acepción instrumental de la democracia puede ser también pervertida y quedar esta relegada a un mero espejismo (Redondo Rodelas, 2020); algo que parece evidente en fenómenos de alta convulsión política, social o económica como los vividos y enumerados, o como los que podemos atravesar muy pronto en este clima de gran tensión e incertidumbre. La democracia está mal equipada para las crisis, como bien saben tanto sus detractores como sus defensores, que observan con detenimiento el duro golpe que ha sufrido la superioridad moral de democracia liberal. Una vez más, la democracia en sentido amplio se torna en un inconveniente o estorbo precisamente cuando más necesaria habría de tornarse a la vista de lo que está en juego.
Así, no parece que estemos ante el desafío de la tiranía de la mayoría, siguiendo a Tocqueville. Por el contrario, parece que ni hay tiranía de la mayoría ni tampoco respeto a las minorías. Lo que se observa es la tiranía de unos pocos; unas élites políticoeconómicas instaladas en el poder de irue o de facto que, en una sociedad adormecida y altamente mediatizada por unas fuentes de información vasallas del poder, articulan un discurso dominante que emplea la corrección política y la cancelación como herramientas, protagonizando así lo que el profesor Contreras (2022) ha denominado «totalitarismo blando».
En segundo lugar, la corrosión de la democracia liberal como forma de gobierno y como fundamento de este también tiene su repercusión en el ámbito internacional habida cuenta de que las medidas que adopta la comunidad internacional de forma coordinada son en muchas ocasiones una réplica a mayor escala de las que acometen los Estados que las configuran. En especial, aquellos con cuotas de poder más notables. Y, en ese aspecto, las bondades y los aciertos, pero también los errores nacionales o regionales se reproducen a mayor escala. Así, la esfera de autoridad se acrecienta a la par que se diluye la legitimidad democrática de estos organismos y foros internacionales, cada vez más alejados de los ciudadanos y sus intereses, alcanzando así cuotas muy superiores a las que podrían derivarse de los problemas habituales que la teoría de la elección pública señala en el comportamiento de las instituciones como agentes económicos que velan por su propia agenda, presupuesto, etc.
Los defensores de la convergencia de las naciones hacia una superestructura de gobernanza mundial señalan que es precisamente por los fallos de las democracias por lo que conviene ahondar en la superación de agendas nacionales y tomar por rumbo una forma de gobierno internacional tan «democrática» y «liberal»1 como la «mejor» de sus partes o incluso más democrática y liberal que la «suma» de sus partes.
Esta tesis, sin embargo, no está exenta de problemas. Por un lado, si se toma por canon la «mejor» de sus partes, esta no es inmune a la tentación totalitaria descrita arriba, ni la que obedece a razones intrínsecas —por ejemplo, un Gobierno devenido en autoritario o populista por motivos ideológicos— o instrumentales, como puede ser la reacción ante desafíos militares, crisis económicas o desastres naturales. A su vez, la democracia liberal «mejor» no tiene un peso relativo mayor que el resto —y, por ende, resulta determinante en su liderazgo— por motivos morales sino instrumentales. Así, «la mejor» se refiere en realidad a «la más fuerte». Aquí, de nuevo, sobrevuela una evidente amenaza de que las acciones antidemocráticas de las grandes potencias se extiendan rápidamente por otros países.
Por otro lado, si se considera que la convergencia global puede dar a luz a un sistema más democrático y liberal que la suma de sus partes, corresponde analizar si ha sido esa la tendencia desde 1945 con el advenimiento de la ONU, o desde 1991, con la caída de la URSS. La evidencia empírica rechaza de plano esta hipótesis, pues las potencias más poderosas no tienen incentivo alguno para sacrificar sus intereses nacionales en el altar de la democracia o del liberalismo. Todo esto sin considerar que la distancia entre «representantes» y «representados» en la arquitectura internacional conduce a una mayor vulnerabilidad de captura —y menor capacidad de detección de esta— de los primeros por parte de intereses políticos, ideológicos y económicos de diversa índole.
A su vez, conviene no idealizar el orden liberal que hoy se tambalea. Tal y como ha señalado en repetidas ocasiones el célebre historiador escocés Niall Ferguson, el orden liberal internacional no es, ni ha sido nunca, ni ordenado, ni liberal, ni internacional. Al menos, no plenamente. Más bien ha sido desordenado, moderadamente liberal y del todo regional (occidental). Ante este panorama en épocas de relativa normalidad, cuesta pensar que un periodo altamente disruptivo como el actual vaya a dar a luz a un sistema mejor tanto instrumental como normativamente.
Esta estructura de gobernanza mundial se ve por tanto continuamente obligada a elegir entre su efectividad, en detrimento de la libertad, o su moralidad, a costa de su capacidad, de su velocidad de reacción y de su utilidad.2 Se trata de una encrucijada en la que, además, sea cual sea el camino elegido, puede contravenir los intereses nacionales de uno o varios países miembros de ese foro internacional al que se adhieren precisamente para hacerlos valer. Se observa así la paradoja de que las organizaciones multilaterales, que emanan de la cesión de cuotas de soberanía de sus estados miembros —firmantes de los tratados constitutivos de las primeras—, adopten decisiones que vayan en contra de esos intereses nacionales. Los países se encuentran de esta forma presos en una torre de Babbel de intereses enfrentados y de difícil reconciliación y, por este motivo, todo apunta a que, si se certifica esa estructura de gobernanza supranacional —bien regional, bien mundial—, el orden internacional que esta sustente no será liberal y el principio democrático no regirá, si bien puede que perviva un vago reflejo de este.
En tercer lugar, y en términos generales, el aumento en el tamaño de «lo público», acelerado por el discurso de crisis, y su blindaje a toda crítica en sus diferentes esferas —tanto a nivel nacional como internacional— augura un futuro aciago para quienes defendemos la primacía de la persona, la necesidad de un sector privado fuerte, la importancia de la comunidad y la existencia de una sociedad civil vibrante como justo contrapeso del poder público. Todo ello quedaría relegado a un plano insignificante con el avance imparable del Estado ante la aquiescencia de la ciudadanía, que parece desconocer, o quizá ignorar, un principio de subsidiariedad difícilmente recuperable una vez que queda destruido.
A su vez, el fenómeno de intervención estatal trae consigo el incentivo perverso de la cultura del subsidio y la dependencia, por parte del conjunto de la sociedad, o de la captura del regulador, por parte de las empresas. Las sociedades quedan así transformadas con el alineamiento de las corporaciones y las instituciones públicas, depredadoras ambas de derechos y libertades de las personas al sucumbir al capitalismo clientelista que captura al legislador o la dependencia de rescates y subvenciones públicas. Se difumina así la divisoria entre el Estado y el mercado, que se funden en una única esfera de poder en detrimento de las personas en su calidad de ciudadanos o consumidores.
A la vista de estos dos escenarios, globalista y estatista, que en realidad son dos caras de una misma moneda —la de la autoridad—, es preciso realizar una profunda reflexión sobre la idoneidad del conformismo con cualquiera de estas opciones. Debemos analizar la conveniencia o imprudencia de la convergencia en la gobernanza mundial, o del retraimiento de esta en defensa del interés nacional. Debemos examinar las bondades y defectos de una comunidad internacional unipolar, multipolar o completamente anárquica que permita, amén de la política migratoria, fronteriza, geoestratégica, etc., la existencia de sistemas de gobierno y usos y costumbres alternativos a los que escapar en caso de disconformidad con lo presente.
Pues bien, la consagración de «lo público» resulta desaconsejable al margen de la esfera de poder de que se trate. Lo es porque la afirmación de que el Estado es peligroso no se trata de una cuestión de ideología, sino de historia. Mientras que la primera es caprichosa, la segunda resulta contundente en sus veredictos. Y a lo largo de la historia se observa que, si bien el Estado puede revelarse como un eficaz aliado en la gestión de crisis y la protección de la vida, la libertad y la propiedad, también ha representado siempre su mayor amenaza.
Es razonable pensar que gran parte de esta disrupción global no será permanente sino temporal. No obstante, sería ingenuo pensar que estas crisis no dejarán algunas secuelas. Secuelas que pueden, y deben, hacer que nos replanteemos la arquitectura global y nacional y, en particular a lo que se refiere a la dimensión del Estado y su nivel de incidencia o intromisión en nuestras vidas.
Es preciso presentar alternativas realistas que permitan al Estado o estructura supranacional resistir la tentación totalitaria frente a la adversidad3 y buscar fórmulas que hagan reconciliable la capacidad de gestión de crisis con el respeto de los derechos y libertades de las personas, en el caso de los países, y del interés nacional, en el caso de los organismos multilaterales. Alternativas basadas en la iniciativa privada. Alternativas comunitarias, asentadas en una subsidiariedad que habría de estar mucho más presente en nuestras sociedades occidentales. Alternativas fundadas en el respeto al principio de legalidad presente en cada una de las esferas de poder o autoridad política, con el fin de que estas retengan su legitimidad al ser la segunda presupuesto de la primera. Este último punto, a su vez, habla de otro desafío que excede los umbrales del presente artículo, que no apunta a la fragilidad de la democracia como forma de gobierno sino como presupuesto de este, y que obliga a la definición de conceptos altamente debatidos como el de «comunidad» o «bien común», actualmente reemplazado por el «interés general».
La revisión de estos fundamentos resulta importante, pero lo urgente es que nuestras sociedades tomen conciencia de que (i) patriotas y globalistas, pese a su antagonismo, tienen por común objetivo ampliar su cuota de poder y que (ii) no tenemos por qué conformarnos con unos u otros. Debemos exigir un mayor respeto del proceso democrático —si es esa la forma de gobierno que nos hemos dado— y un mayor control de nuestros gobernantes mediante la transparencia, rendición de cuentas, etc. En definitiva, en la pugna por las «esferas de poder», todos y cada uno de nosotros debemos reclamar la nuestra. Frente a la soberanía internacional o nacional, debemos demandar una soberanía personal inalienable. Frente al avance del autoritarismo que crea súbditos, debemos reivindicar nuestra condición de hombres libres.
Referencias
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1 Es preciso señalar que, pese a que la utilización extendida del término «democracia liberal» puede hacer pensar que «democracia» y «liberalismo» son conceptos intercambiables, conviene distinguir entre ambos. Así, el liberalismo es una doctrina política; una concepción no comprehensiva de la vida buena o ética incompleta, como diría el profesor Pedro Schwartz, y la democracia es una forma de gobierno (tanto en su acepción directa como representativa) que viene motivada por la libertad e igualdad que consagra el liberalismo, y que a su vez constituye el mayor garante de su protección, no sin notables tensiones, como magistralmente señaló, entre otros, Norberto Bobbio.
2 Incluso si esa estructura de gobernanza mundial adoptase tintes más liberales que los propios Estados que la configuran, tampoco se garantizaría que fuese capaz de articular una respuesta mejor a escala global que en sentido contrario.
3 Otro aspecto interesante para tomar en consideración ha sido el del diferente desempeño frente a la pandemia de los grandes Estados y megaestados frente a otros más reducidos. En este punto, se observa una mayor efectividad en la contención del virus por parte de pequeños Estados como Taiwán, Corea del Sur o Israel, entre otros motivos, por una cuestión de deseconomías de escala.