Diego de Covarrubias y el poder político
Diego de Covarrubias and Political Power
José Carlos Martín de la Hoz
Academia de Historia Eclesiástica. Madrid
Resumen: : Diego de Covarrubias y Leyva (1512-1577) constituye una figura paradigmática del pensamiento jurídico y político de la escuela de Salamanca. Su trayectoria como catedrático de Derecho Canónico, oidor en la Cancillería de Granada, obispo de Segovia y presidente del Consejo de Castilla, evidencia su contribución al desarrollo del derecho y la teología en el Siglo de Oro. Formado por destacados académicos como Francisco de Vitoria y Martín de Azpilcueta, Covarrubias integró el tomismo renovado y el humanismo clásico en su obra jurídica, orientada a resolver problemas contemporáneos como la legitimidad del poder político, la justicia en las relaciones internacionales y la autonomía de las comunidades. Su participación en el Concilio de Trento destacó por su labor en la implementación de reformas eclesiásticas esenciales, como la residencia episcopal y la formación clerical. Este estudio analiza su pensamiento y legado, subrayando su papel en la articulación de un modelo jurídico y teológico integrador y renovador.
Palabras clave: jurista, escuela de Salamanca, poder.
Abstract: Diego de Covarrubias y Leyva (1512-1577) is a paradigmatic figure of the legal and political thought of the School of Salamanca. His career as profesor of Canon Law, judge in the Chancellery of Granada, bishop of Segovia and president of the Council of Castile, evidences his contribution to the development of law and theology in the Golden Age. Trained by prominent scholars such as Francisco de Vitoria and Martín de Azpilcueta, Covarrubias integrated renewed Thomism and classical humanism in his juridical work, aimed at solving contemporary problems such as the legitimacy of political power, justice in international relations and the autonomy of communities. His participation in the Council of Trent was notable for his work in the implementation of essential ecclesiastical reforms, such as episcopal residence and clerical formation. This study analyzes his thought and legacy, highlighting his role in the articulation of an integrative and renewing juridical and theological model.
Keywords: jurist, Salamanca School, power.
Hay que reconocer que, a estas alturas, sabemos ya lo suficiente de los principios teológicos y jurídicos que caracterizan la escuela de Salamanca para poder abordar la espinosa cuestión de la relación entre poder civil y poder eclesiástico en la España del siglo XVI, y la influencia real que la escuela de Salamanca tuvo en ella.
En primer lugar, vamos a referirnos de modo general a la influencia de las ideas de la escuela de Salamanca que ya hemos ido comentando en esta revista Fe y Libertad. Luego, nos referiremos a la influencia directa de Diego de Covarrubias, jurista formado en la escuela de Salamanca con Francisco de Vitoria y Martín de Azpilcueta quien, posteriormente, se trasladaría a la Audiencia de Granada y desde allí sería nombrado presidente del Consejo de Castilla, en la práctica, el consejero real más cercano a Felipe II.
Relaciones Iglesia y Estado
Lo primero que debemos hacer es constatar las óptimas relaciones entre la Iglesia y el poder civil a lo largo del siglo XVI, pues ambas tenían el mismo fin, como señalaba el proemio de las leyes de las Partidas, donde se establecía que el fin del Estado, del rey y de sus gobernantes, era la salvación eterna de los súbditos.
Estamos hablando de un Imperio español que tenía la fe católica como factor aglutinador y que había recibido el legado de los Reyes Católicos de la unidad del reino y del imperio en la unidad de la fe. De ahí que no dudaran en pedir al santo padre Sixto IV, en 1478, la instauración del Tribunal de la Inquisición para poder perseguir la herejía, como elemento que podría llevar a la condenación de un alma y a la desintegración de la sociedad civil y eclesiástica.
Enseguida, hay que reconocer que los tres reyes de Castilla que gobernaron el mundo durante el siglo XVI, eran buenos católicos. En concreto, el rey Felipe II era un verdadero y fervoroso creyente; procuró siempre, de modo personal, ser un cristiano consecuente y también deseó ser un gobernante cristiano, un digno sucesor de los Reyes Católicos.
A la vez, es interesante constatar que Felipe II, a pesar de haber querido actuar siempre por la razón de Estado y defensa de la Iglesia, tuvo una mala relación con todos los papas con los que convivió, salvo con san Pio V y Gregorio XIII. Indudablemente, el primer frente crítico lo tuvo Felipe II en la Iglesia «en función de su relación con Roma» (García Cárcel, 2017, p. 104).
Sin duda, esa relación con la Sede Apostólica no se debe a cuestiones doctrinales o relativas a la fe, sino a su celosa defensa de los derechos y autonomía del rey y sus consejos en la defensa de la fe.
Es indudable que, tras la división de la Iglesia y el consiguiente desgarro civil que instauró el viejo principio de que cada uno será de la religión de su príncipe, se produjeran cruentas guerras de religión en Europa. Lógicamente, terminaron por afectar a los países bajos que, finalmente, acabaron logrando, en gran parte, la independencia de España y la separación de la Iglesia católica
Es interesante que García Cárcel, en su extensa biografía de Felipe II, se detenga a comentar las desventuras del famoso canonista de la escuela de Salamanca, Martín de Azpilcueta, fiel amigo de Vitoria, Soto y Juan de Medina. Una vez jubilado en Salamanca, decidió trasladarse a vivir a Roma. Desde allí se defendió de los ataques que recibió del rey o de su entorno, quienes le achacaron infidelidad por haber asistido a Carranza en su pleito; le criticaron, como navarro, por haber protestado de la conquista de su tierra; o simplemente le hicieron sospechoso por haber vivido en Francia. En 1570 redactó su apología defendiendo su honradez y buena conciencia (García Cárcel, 2017, pp. 118-120).
No podemos olvidar la fina ironía de Cervantes que recoge la primera parte del Quijote, escrita solamente siete años después de la muerte del monarca Felipe II, sobre un catafalco vacío que se hizo en Sevilla: «Había llegado la hora de la denuncia del trasfondo vacío de tantos años de providencialismo y del pesado fardo de la España “luz de Trento, martillo de herejes, y brazo derecho de la cristiandad”» (García Cárcel, 2017, p. 130).
En esa misma dirección, es oportuno recordar que la fama del Reino de Castilla y, especialmente Felipe II, en la Europa protestante estaba vinculada con el absolutismo más despótico y una férrea defensa de la Iglesia. Es significativa la persecución del rey y de su censor eclesiástico para el caso, del cardenal arzobispo de Toledo, Bartolomé de Carranza. Indudablemente, fueron más «papistas que el papa» y tuvieron que reconocer su exagerada desconfianza.
Indudablemente, en Roma nunca terminaron de entender el excesivo regalismo del que hacía gala Felipe II, quien, en este punto, fue un adelantado a su tiempo, ni tampoco su excesivo interés en el Patronato de Indias para gobernar la Iglesia y el Estado en las tierras recién descubiertas. Verdaderamente, los tres monarcas del siglo XVI fueron profundamente providencialistas y juridicistas.
Descenderemos a la figura de Covarrubias, catedrático de Derecho Canónico, oidor de la Cancillería de Granada, obispo de Ciudad Rodrigo y de Segovia, padre sinodal en el Concilio de Trento y presidente del Consejo de Castilla.
Diego de Covarrubias
Diego de Covarrubias y Leyva, nació en Toledo el 25 de junio de 1512 y falleció en Segovia el 27 de septiembre de 1577. Perteneció a una familia de artistas, escultores y arquitectos de Toledo que impusieron un estilo propio en el Siglo de Oro español. Su padre, Alonso de Covarrubias y Leyva, natural de Torrijos, fue escultor, pintor y arquitecto. También fue nombrado maestro de obras de la Catedral de Toledo; dejó, además, su impronta en Sigüenza, Guadalajara, Santiago de Compostela y Salamanca. Contrajo matrimonio en 1510, en Toledo, con María Gutiérrez de Egas, hija del arquitecto de origen flamenco, Enrique Egas, con quien trabajaba su marido y que fue maestro de obras del Hospital de Toledo y, entre otras muchas obras, arquitecto de la capilla mudéjar de la Catedral de Toledo.
Diego era el mayor de cinco hermanos: Antonio, catedrático de Prima de Leyes en Salamanca, oidor de la Cancillería de Granada y de Valladolid, miembro del Consejo de Castilla y canónigo de la catedral de Toledo; Juan, quien falleció mientras estudiaba en Salamanca; y dos hermanas, María y Catalina.
En 1527, Diego se trasladó a la Universidad de Salamanca, donde se alojó en casa de su tío Juan de Covarrubias, quien era canónigo de la Catedral de Salamanca. Allí, bajo la atenta mirada de su tío y de Almofara, Nicolás Clenardo y el maestro León, Covarrubias estudió gramática griega y latina, retórica y oratoria, hasta concluir el grado de Artes.
Empeñado en el estudio del utriusque iuris, acometió primero el Corpus Iuris Civilis con Gaspar de Montoya, Antonio Gómez y Pedro de Peralta. Dirigió sus trabajos Álvaro de Paz, hasta alcanzar el grado de bachiller en 1534.
Inmediatamente, comenzó el estudio del Corpus Iuris Canonici, con Martín de Azpilcueta, Francisco Montalvo y Diego de Álava Esquivel. El doctor Antonio de Montemayor dirigió sus pasos hasta la obtención del grado de bachiller en Cánones en 1537.
Para profundizar en la teología, lo que era preceptivo para los estudiantes de Cánones, Covarrubias asistió a las clases de la Facultad de Teología con Francisco de Vitoria, catedrático de Prima, y Domingo de Soto, catedrático de Víspera, ambos según la vía realista.
El 3 de julio de 1538, fue admitido, por oposición, como colegial del famoso Colegio Mayor San Salvador de Oviedo de Salamanca, fundado por Diego de Muros en 1521. Covarrubias se sintió muy unido a esta institución, de la que llegó a ser rector y a la que donó, a su muerte, su espléndida biblioteca universitaria y de investigación. De ese colegio salieron, por ejemplo, santo Toribio de Mogrovejo, segundo obispo de Lima, y Melchor de Navarra, virrey del Perú.
El 30 de diciembre de 1538, alcanzó la licenciatura en Cánones con una lección magistral sobre la verdad en el juramento y comenzó a dar sus primeras clases sustituyendo en el comentario al Sexto Libro de las Decretales. El 9 de febrero 1539, se le concedió el título de doctor en Cánones; en esta ocasión disertó sobre la nobleza de las letras y las armas.
Finalmente, el doctor Covarrubias, el 23 de diciembre de 1540, obtuvo brillantemente la cátedra de Prima de Cánones de la Universidad de Salamanca, como se decía entonces: «nemine discrepante».
Desde entonces, hasta 1548, desarrolló un profundo magisterio: estudio, clases, elaboración de las relecciones anuales (que debía impartir a toda la Universidad y que serían, después, retocadas y publicadas), dictámenes para la Corte, atención de los alumnos y un fecundo intercambio con los maestros de teología que ya no abandonaría nunca.
Prueba de ello son las obras que fue redactando y los innumerables reportata que se conservan de sus alumnos y de sus propios manuscritos, en la Biblioteca del Palacio Real de Madrid. Covarrubias logró cubrir con su magisterio el hueco que había dejado su maestro, Martín de Azpilcueta, con su marcha a la Universidad de Coímbra en 1538.
El 8 de junio de 1548, fue nombrado oidor de la Cancillería de Granada. Comenzó así su carrera como jurista al servicio de la Corte. De esa Cancillería salió, por ejemplo, Jerónimo de Loaysa para ser obispo del Perú.
Fueron años de intenso trabajo jurídico y humano. Es interesante resaltar que Covarrubias aprovechó ese tiempo para redactar muchas de sus obras, pues la práctica jurídica le llevó a aplicar sus lecciones escolares y su investigación, a la vez que la sabiduría adquirida en sus estudios había iluminado su quehacer como oidor. Se trata, sobre todo, de trabajos de derecho civil procesal y de derecho público
En agosto de 1559, fue preconizado obispo de Ciudad Rodrigo y consagrado en Toledo por el cardenal-arzobispo de Sevilla, Fernando Valdés, entonces inquisidor general, con la asistencia de sus padres y familiares
Poco después de tomar posesión de su diócesis, en 1560, Felipe II le encargó realizar la visita de inspección a la Universidad de Salamanca, trabajo que realizó con sumo gusto y cuidado. Sus propuestas de reforma de la Universidad coincidieron con la muerte de su maestro, Domingo de Soto.
En febrero de 1563 se trasladó con su hermano Antonio a la tercera etapa del Concilio de Trento. Las sesiones XXI a XXIV del Concilio, como las anteriores, contenían decisiones tanto dogmáticas como disciplinares. En las dogmáticas se abordaron los sacramentos de la eucaristía, penitencia, sacerdocio y matrimonio, y, finalmente, trataron del purgatorio. Se han contabilizado más de diez intervenciones del obispo Covarrubias. Pero donde más brilló su presencia fue en las cuestiones disciplinares: cuando se abordaron cuestiones tan importantes como la residencia episcopal en sus diócesis y los seminarios diocesanos. Precisamente, como experto canonista, fue encargado de redactar, junto con el cardenal Hugo Buoncompagni (futuro Gregorio XIII), los cánones de reforma para la publicación de las Actas del Concilio. A su regreso a España, fue nombrado obispo de Segovia (1564 a 1577), oficio que atendió hasta su muerte.
En 1572, fue elevado a la presidencia del Consejo de Castilla, por su intachable conducta, sus buenas letras, su buen hacer y su afán de estudio. Sucedió en su cargo al cardenal Diego de Espinosa.
Finalmente, le llegó el traslado al obispado de Cuenca en 1577, pero no llegó a tomar posesión, pues falleció en Segovia el 27 de septiembre. Enterrado en la Catedral de Segovia, sus restos descansan en un bello sepulcro, estatua yacente del prelado, obra de su sobrino Juan de Orozco y Covarrubias.
Líneas de pensamiento
Covarrubias vivió los años del gran esplendor de la Universidad de Salamanca, donde el maestro Francisco de Vitoria (1480-1546), desde su cátedra de Prima en la Facultad de Teología, y Domingo de Soto (1494-1560), en la cátedra de Vísperas, habían relanzado la Facultad de Teología, dejando casi desiertas las cátedras nominalista y escotista.
El tomismo renovado de santo Tomás, la vuelta a las fuentes, la aplicación de la teología a la vida, el humanismo y la recuperación de los clásicos, produjo altura académica, rigor expositivo y elegancia en las formas.
El hecho de que Diego de Covarrubias fue miembro de la escuela de Salamanca se muestra, en primer lugar, en su profundo humanismo manifestado en los setenta y cinco volúmenes de autores clásicos griegos y latinos, anotados por él, que se conservan. Asimismo, en su estilo latino pulcro, claro, salpicado de citas de los clásicos, tanto en sus obras escritas, como en sus clases y dictámenes. Finalmente, en su habitual trabajo de crítica textual de los padres de la Iglesia, del Decreto de Graciano y de las fuentes jurídicas, como puede observarse en su obra póstuma acerca del Fuero Juzgo.
En su quehacer jurídico, el derecho y la teología estaban emparentados. Es interesante descubrir en sus obras la comunicación de ideas de Vitoria, Soto, Martín de Azpilcueta y Alonso de Castro y Diego de Covarrubias.
Algunos autores se han preguntado por qué Covarrubias no cita más abundantemente en sus obras de modo explícito a Francisco de Vitoria, como sí lo hace con Domingo de Soto. El motivo es muy sencillo: Vitoria, en realidad, no escribió nada. Es más, la Relecciones vitorianas, tantas veces citadas, fueron editadas póstumamente a su pesar, años después de haber sido dictadas por él.
De hecho, Domingo de Soto, cuando regresó de la primera etapa de sesiones del Concilio de Trento, al cual había acudido en lugar de Vitoria, tenía el propósito de dedicar tiempo a escribir. La situación observada en el Concilio de Trento, entre los teólogos y juristas que había tratado y conocido, le convenció de la necesidad de editar textos claros de teología y derecho que alumbraran el quehacer científico de las universidades, de las cortes de Justicia y Consejos del Reino. Había que escribir la teología y el derecho según la renovación de los nuevos tiempos.
Ese mismo espíritu impulsó a Covarrubias a redactar muchos trabajos jurídicos. Precisamente, en su Opera omnia, editada por él en Segovia en 1559, reescribe de nuevo las Relecciones jurídicas impartidas en sus años docentes, aplicando la ciencia a las cuestiones de actualidad, como era característico de la escuela de Salamanca: de ahí procede su interés por las cuestiones morales de la economía, el valor de la moneda, los contratos, la fama y el honor. Fue, por tanto, un canonista y civilista de importancia por su magisterio, pero también por su obra escrita. Ha sido denominado el Bartolo español en reminiscencia de Bartolo de Sassoferrato. Covarrubias perteneció a la escuela de Salamanca, por su admirable tránsito entre la teología moral, derecho canónico y derecho civil.
Era un escolástico al estilo de Vitoria. Poseía un sentido del derecho como algo básico para la comunidad humana y cristiana, pero un derecho que conoce la Sagrada Escritura, la Tradición Apostólica, a los grandes autores de la teología católica —santo Tomás y san Antonino de Florencia— y, también, a los modernos como al franciscano Alonso de Castro, Juan de Medina y su maestro Domingo de Soto, a quien cita de manera abundante, tanto en su De iustitia et iure como en el In IV Sententiarum. También en el ámbito jurídico siguió, sobre todo, a su maestro Martín de Azpilcueta (1492-1586), catedrático de Prima de Cánones de Salamanca de 1533 a 1538.
Finalmente, recordemos que Covarrubias fue contemporáneo en Salamanca de Melchor Cano (1509-1560), Vázquez de Menchaca (1512-1562), Juan de Valdés (1524-1592), fray Luis de León (1527-1591) y Diego de Álava y Esquivel (obispo de Vitoria y de Córdoba).
El derecho y la escuela de Salamanca
En el Siglo de Oro existió una clara centralidad en la renovación teológica de la escuela de Salamanca que repercutió inmediatamente en el ámbito del derecho al que estuvo muy unida. En la Universidad de Salamanca, y en la de Alcalá, se formaron los cuadros directivos de la sociedad española y por tanto del Imperio de Felipe II. De ahí procedió lo demás: la economía, las artes y las letras, la ciencia y la navegación.
En los ámbitos teológico y jurídico, se produjo una verdadera revolución intelectual: la desaparición de la teocracia viva y operante en ambos órdenes del saber. Precisamente en ese reenfoque, beneficioso para la teología, el derecho y la fe cristiana, una figura clave fue Diego de Covarrubias, en sus facetas de catedrático, oidor, obispo de Segovia y presidente del Consejo de Castilla.
Entre los juristas sucesores de Vitoria hay unanimidad al limitar el alcance de las bulas de Alejandro VI y marcar una neta distancia con el doctor Palacios Rubios (1450-1524). Como recordaba Bartolomé de las Casas en 1512, al hablar del jurista de Fernando el Católico:
Comenzó a escribir cierto libro que titula De Insulis Oceanis, el cual después prosiguió y acabó siguiendo el error del Ostiense, fundando en él, el título que los Reyes de Castilla tienen en las Indias; y cierto que, si sobre aquella errónea y aun herética opinión estribara el derecho de los reyes, harto poco los cupiera jurídicamente de lo que en ellas hay. (De las Casas, 1957, III, cap. 7, p. 25).
La reciente edición crítica de ese tratado que acaba de publicar la colección de pensamiento medieval y renacentista de la Universidad de Navarra lo muestra con toda claridad.
Desde Vitoria, las Bulas de donación de Alejandro VI dieron solo derecho a predicar la verdad cristiana, pues el papa no tenía otra potestad sobre los infieles y, por tanto, aparecían desprovistas de trascendencia jurídica temporal.
La identidad de criterio entre Francisco de Vitoria y Domingo de Soto y, sobre todo, la publicación de las obras de este último: tanto el In IV Sententiarum como el De iustitia et iure, impulsaron el cambio de mentalidad en la primera mitad del siglo XVI.
En el ámbito jurídico, hay que constatar cómo Martín de Azpilcueta (1491-1586) afirmaba que la teocracia defendida por Palacios Rubios era la opinión común no solo en Salamanca, sino entre los juristas universitarios y los de la carrera administrativa y judicial: oidores, magistrados y miembros de los Consejos.
Es en 1548, después de leer las relecciones De Indiis de Vitoria (dictadas en 1539), cuando Azpilcueta exponía en una relección en Coimbra sobre el cap. Novit, tit. De iudiciis, un cambio y una identidad casi literal con el pensamiento de Vitoria. Para el doctor Navarro era inadmisible la doctrina de los que vinculaban al papado la suprema potestad temporal: ni in actu ni in habitu. Aunque, a continuación, señalara los límites y el alcance del poder indirecto del papa en lo temporal, cuando está en juego el bien espiritual.
El giro total del doctor Navarro, confirmó a su discípulo Diego de Covarrubias, quien fue, en adelante, el exponente autorizado de la nueva generación de juristas que trabajarían en la Corte.
Diego de Covarrubias, se inspiró en su maestro jurídico Martín de Azpilcueta y en Domingo de Soto. Así, en su Relectio In regula peccatum, afirmó:
Ni el emperador ni el papa son señores del orbe entero. El papa tiene autoridad espiritual sobre los fieles, no sobre los infieles. Como dijo mi maestro el doctísimo Martín de Azpilcueta: «el papa ni in actu ni in habitu, es señor temporal del orbe». (De Covarrubias, 1559, p. 570)
Respecto a la guerra contra los infieles, Covarrubias afirmó, siguiendo a Vitoria y a Soto, que no es suficiente, para hacerles la guerra, ni la infidelidad, ni el pecado contra natura, ni la idolatría. Es más, frente al Hostiense estableció esta conclusión: «aunque se cuente con la autoridad del emperador o del papa». El argumento era claro: los indios no pierden el dominio por su infidelidad. Además, en los pecados «no hay ofensa a los pueblos, ni hay lugar para la guerra ofensiva ni defensiva». Solo ve un motivo de guerra: si los infieles impiden la evangelización pacífica (De Covarrubias, 1559, pp. 572-573).
Como jurista del rey, tenía claro que el fin de la Iglesia era el mismo que el del príncipe: que los súbditos alcanzasen la salvación. El poder político que pertenecía a la comunidad política no era creación de los hombres, sino que procedía de Dios, como autor de la naturaleza: «Que la República consiga aquella tranquilidad y paz, que lleve a la salvación espiritual y a aquella felicidad eterna y celeste de cada hombre, para la cual fue creado por la providencia divina sobre toda naturaleza» (De Covarrubias, 1559, prólogo a Quaestiones practicae, p. 413) .
Covarrubias, como obispo enviado por Felipe II al Concilio de Trento, llevaba indicaciones precisas de la Corona acerca de la obligación de residir los obispos en sus diócesis. Este era un tema prioritario para los prelados españoles, situados en la cabeza de la Reforma, quienes llegaron a pedir declarar tal deber de derecho divino, de modo que se cortase de raíz toda posibilidad de conceder legítimamente dispensas en la materia por parte de los dicasterios romanos.
Sobre esta cuestión, el papa Paulo III había dado pasos positivos desde 1541, no solo animando a volver a sus diócesis a los obispos residentes en Roma, sino también a regular las exenciones de las órdenes religiosas y cabildos, las apelaciones a los tribunales romanos o civiles, es decir: dotar a los ordinarios de libertad de acción en sus diócesis, no solo económica sino pastoral.
Pero fue el principio de la salus animarum la clave para resolver la cuestión; la presencia del obispo en la diócesis y del sacerdote en su parroquia, era necesaria para la cura de almas. De hecho, los libros parroquiales de bautismo, matrimonio y fallecimiento fueron el paso del hombre medieval al moderno.
El 15 de julio de 1563, se declaró la residencia de los obispos como mandato de Dios, pero no de derecho divino. Además, se establecieron las visitas pastorales de los obispos y las visitas ad limina de los obispos al papa.
Por otra parte, los obispos españoles insistieron en la promoción de un episcopado preparado. Como decía Soto, en la elección de obispos debían ser preferidos los mejor preparados espiritual e intelectualmente.
También en el tercer período de sesiones del Concilio de Trento, después de muchas discusiones acerca de las necesarias reformas en el clero secular, se llegó a la clausura de la sesión XXIII, y con ella a los cánones de reforma. El canon 18 y el Decreto Seminariis Clericorum del 15 de julio de 1563, adoptaron la medida de constituir seminarios en todas las diócesis del mundo.
De regreso a España, en 1564, Covarrubias fue nombrado obispo de Segovia y asistió a las sesiones del Concilio Provincial de Toledo. Como es sabido, Trento había pedido que se celebraran sínodos diocesanos o provinciales para aplicar en las diócesis tanto las conclusiones dogmáticas como pastorales del Concilio.
Finalmente, en 1572, fue nombrado presidente del Consejo de Castilla. Desde allí continuó, hasta su muerte, impulsando la justicia de nuevo cuño que había nacido desde la teología renovada de Salamanca y del Concilio de Trento.
Referencias
Belda Plans, J. (2000). La escuela de Salamanca. BAC.
De las Casas, B. (1957). Historia de las Indias (Vol. 96). BAE.
De Covarrubias, D. (1559). Opera Omnia.
García Cárcel, R. (2017). El demonio del Sur. La leyenda negra de Felipe II. Cátedra.
Martín Hernández, F. y Martín de la Hoz, J. C. (2011). Historia de la Iglesia, Edad Moderna. Palabra.
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