Omnes populi

Omnes Populi

Ideas globales y derecho internacional en el
constitucionalismo guatemalteco

Global ideas and International Law in
Guatemalan Constitutionalism

Juan Pablo Gramajo Castro

Universidad Francisco Marroquín
Universidad de San Carlos de Guatemala

[email protected]

Resumen: Este trabajo expone un panorama de las ideas filosóficas y jurídicas que han influido en el llamado mundo occidental, desembocando en las ideas contemporáneas sobre constitucionalismo y derechos humanos. Se expone el desarrollo general del constitucionalismo guatemalteco y las ideas que lo han influido, incluyendo el rol de los derechos humanos y del derecho internacional en la Constitución de 1985. Sobre estas bases, se ofrecen algunas reflexiones sobre el debate actual entre constitucionalismo global y neosoberanismo.

Palabras clave: derecho constitucional, derechos humanos, derecho internacional, historia constitucional, globalismo, soberanía.

Abstract: This paper presents an overview of the philosophical and legal ideas that have influenced the so-called Western world, leading to contemporary ideas on constitutionalism and human rights. It presents the general development of Guatemalan constitutionalism and the ideas that have influenced it, including the role of human rights and international law in the 1985 Constitution. On this basis, some reflections are offered on the current debate between global constitutionalism and new sovereigntism.

Keywords: constitutional law, human rights, international law, constitutional history, globalism, sovereignty.

En la época actual, uno de los debates políticos más importantes tanto dentro de cada país como en el escenario mundial es el que moviliza las tensiones entre lo global y lo local, lo universal y lo particular, lo internacional y lo nacional. Específicamente, se plantea en términos de cuestionamientos a la situación actual de los sistemas internacionales surgidos tras la Segunda Guerra Mundial, frente al ejercicio de la soberanía estatal y la soberanía popular. Como suele ocurrir, el debate alude a temas complejos que, en el discurso político, se simplifican al punto de arriesgar caer en lo engañoso. Trazar la historia de estos temas, y su influencia en Guatemala, quizá sea útil para formar criterio ante controversias que hoy suscitan amplio interés y apasionamiento.

Derecho y soberanía

Entre diversas corrientes filosóficas y jurídicas que desde la antigüedad examinan temas importantes sobre la sociedad y el derecho, puede destacarse lo que algunos llaman orientación aristotélico-tomista, cuyas figuras principales son como su nombre lo indica el filósofo griego antiguo Aristóteles y el teólogo cristiano medieval Tomás de Aquino, con un eslabón en la filosofía estoica grecorromana y el derecho romano (Hervada, 1996, pp. 250 y 320). Esta tradición, por tanto, es especialmente cercana a lo que algunos consideran raíces o elementos constitutivos de la llamada civilización occidental: el racionalismo de la antigua Grecia, el derecho de la antigua Roma, la cosmovisión y ética cristianas o judeocristianas (Rougier, 2016).

Aristóteles (367 a. C./1999) planteaba la existencia de una ley común y una ley particular. Su noción de ley común se basaba en afirmar la existencia de algo «comúnmente considerado como justo o injusto por naturaleza, aunque no exista comunidad ni haya acuerdo entre los hombres» (pp. 280-281). Ley particular, en cambio, es la que cada pueblo define para sí mismo, tanto escrita como no escrita. Esto refleja una concepción pluralista y unitaria de las fuentes del derecho: las normas escritas, no escritas y naturales coexisten y conforman un ordenamiento plural y complejo vigente en su totalidad (Hervada, 1996, pp. 23-26).

Una de las fuentes más conocidas del derecho romano clásico es el libro de las Instituciones de Gayo, que también describe un derecho a la vez complejo y unitario. El famoso texto inicia declarando que

Todos los pueblos que se rigen por leyes y costumbres [Omnes populi, qui legibus et moribus reguntur…] usan en parte su propio derecho y en parte el derecho común de todos los hombres; pues el derecho que cada pueblo establece para sí . . . se llama derecho civil . . . ; en cambio, el que la razón natural establece entre todos los hombres, ése se observa uniformemente entre todos los pueblos y se llama derecho de gentes, como si dijéramos el derecho que usan todas las naciones. (Gayo, 2002, p. 39)

En el pensamiento cristiano medieval, Tomás de Aquino afirma la existencia de una ley eterna, razón de Dios como gobierno universal; la ley natural, participación de la ley eterna en la criatura racional; y la ley humana, dictamen de la razón práctica, obligatorio en cuanto justo y establecido por una autoridad. La ley humana, según Aquino, se deriva de la ley natural por conclusión o determinación, estableciéndose para una multitud cuya mayoría no es perfecta en la virtud. Se ordena al bien común de la ciudad, atendiendo a diversos aspectos en cuanto a las personas, los asuntos y los tiempos. La costumbre tiene fuerza de ley, pudiendo incluso derogarla, y sirve para interpretarla (De Aquino, 2008, pp. 9-12, 45-49, 53- 59, 62-64 y 91-92).

Estos y otros pensadores son exponentes de una escuela o tradición clásica del derecho natural. Otras tradiciones u orientaciones surgirán conforme se van postulando nuevas teorías, como la idea de soberanía, o a raíz de importantes transformaciones como las provocadas por el protestantismo, el racionalismo, la secularización, etc. (Hervada, 1996, pp. 249-260).

La noción moderna de Estado surge con la teorización de la soberanía formulada por Jean Bodin o Bodino. Aunque Bodin concibe la soberanía como el poder supremo, absoluto, ilimitado y perpetuo de una república, por la cual corresponden ciertos poderes al príncipe soberano, la soberanía está sujeta a ciertos límites: el Estado no puede violar las leyes fundamentales del reino y debe conservar el orden social, particularmente la propiedad. El ejercicio del poder, aunque no se encuentra sometido a leyes —ni siquiera a las propias—, sí debe someterse a la ley divina, al derecho natural, y a ciertas leyes humanas comunes a todos los pueblos (Calleja Rovira, 2014, p. 17-18; Díaz Revorio, 2018, p. 150; D’Ors, 1983, p. 38).

Los pensadores racionalistas adoptan la idea del contrato social, el contractualismo, para explicar el origen de la vida social y su normatividad. Esta noción se presta a teorías distintas, usándose para justificar tanto la monarquía absoluta (Thomas Hobbes) como los derechos individuales y la soberanía del parlamento (John Locke) o la soberanía popular (Jean-Jacques Rousseau), hasta desembocar en la legitimación democrática del poder (Calleja Rovira, 2014, p. 33; Díaz Revorio, 2018, p. 149).

Pero aun Hobbes, el autor más identificado con el absolutismo y una visión convencionalista de la justicia (será justo lo que el soberano ordene e injusto lo que prohíba), veía un límite al deber de obedecer las leyes: cuando un mandato del soberano pone en peligro la vida del súbdito, esa ley es contraria al contrato social (Bobbio, 1993, pp. 231-232). Según Hobbes (1651/1980), «quienes tienen poder soberano pueden cometer iniquidad; pero no injusticia o injuria en sentido propio» (p. 272), pues el poder del soberano deviene del acuerdo voluntario de someterse a él, que obliga incluso a quienes votaron en contra. Locke, en cambio, formula la antítesis del pensamiento hobbesiano, teorizando el poder limitado: el contrato social no implica transferir al Estado poder arbitrario sobre la vida, la libertad y la propiedad; tanto los gobernantes como el pueblo están limitados por la ley natural (Fassò, 1982, pp. 138-144).

Immanuel Kant es un pensador muy influyente en varios ámbitos, incluyendo el derecho internacional. Según Kant, la soberanía corresponde al legislador: el poder legislativo pertenece a la voluntad colectiva del pueblo, por lo que decreta las leyes para sí mismo y su poder es incontestable e ilimitado. Sin embargo, el pueblo puede resistirse en casos donde se hace imposible la unión civil, como cuando se impone un culto o se imponen crímenes antinaturales como el asesinato, entre otros casos. Para Kant, es despótico un Gobierno en que el soberano trata al pueblo como su propiedad. Un ejemplo de rasgo despótico es condenar a alguien sin motivo justificado, por mera mayoría de votos (Kant, 1873, pp. 167-168; 1991, pp. 96-99).

Aunque siempre ha habido y habrá debate en estos temas, los autores citados son una muestra de ideas muy influyentes a lo largo de la historia del pensamiento jurídico y político. Si bien desde distintas perspectivas y en diferentes sentidos, evidencian un hilo común: la idea de que el poder, la autoridad política, se encuentra limitado por nociones que van más allá del propio poder. Esa limitación puede hallarse en distintas nociones de derecho natural, de ley divina, de principios comunes, de la razón o racionalidad, del contrato social y su razón de ser, etc.

Ahora bien, lo que aquí interesa resaltar es que tales limitaciones, aun desde esas perspectivas tan distintas, se conciben como algo que trasciende a la comunidad política y al poder estatal. Por eso, todos estos pensadores pueden considerarse eslabones en la cadena histórica de la idea de derechos humanos. Aun Hobbes y Kant, que restringen bastante la idea de resistencia legítima, admiten la posibilidad de iniquidad o despotismo tales que hagan inviable la vida social.

Las revoluciones políticas occidentales como la inglesa de 1688, la norteamericana de 1776 y la francesa de 1789, postularon ideas por las cuales la autoridad política se establecía para proteger los derechos de sus ciudadanos y habitantes. Abraham Lincoln lo sintetizó famosamente en 1863 como gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Pero el horror de dos guerras mundiales en el siglo XX hizo ver la necesidad de establecer no solo coordinación entre Estados para evitar conflictos sino, además, reglas más allá de los Estados, por encima de los Estados, para proteger los derechos de sus habitantes. Es decir, una diferencia esencial entre la idea contemporánea de derechos humanos y la idea de derechos fundamentales del constitucionalismo liberal revolucionario americano y francés, es que este veía la garantía de derechos como razón de ser del Estado, mientras que aquella plantea su defensa más allá del Estado e incluso contra el Estado.

Moyn (2010, capítulo 1) ofrece una discusión más amplia y crítica sobre diversas nociones históricas que algunos plantean como antecedentes de la de derechos humanos. Pero, aunque hay diferencias y discontinuidades importantes, la conceptualización y funciones de los derechos humanos no dejan de ser, en cierta forma, un retorno a ideas tan antiguas como las de Aristóteles y el derecho romano. Como afirma Suárez-Rodríguez (2016):

Más allá de la discusión acerca del origen histórico del concepto de derechos humanos, y de la ya larga polémica en torno a su concepción como derechos subjetivos, es cierto que existe una cierta semejanza entre aquello a lo que se referían los antiguos con la expresión «derechos naturales» y aquello a lo que se refieren los modernos con la expresión «derechos humanos». . . . Al menos coinciden en esta anterioridad e independencia de la norma positiva, de la razón y la voluntad humana y, por tanto, se constituyen en un criterio del juicio de corrección del derecho positivo. (p. 158)

La novedad estaría en cómo se busca, actualmente, hacer coercible el ius gentium a través de mecanismos nacionales, regionales e internacionales.

Este ius gentium contemporáneo incluye también esfuerzos como los articulados en y a través de instituciones como la Organización Mundial del Comercio (OMC) o el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI), que, mediante tratados y mecanismos internacionales, buscan fomentar y proteger el comercio global y el capital globalizado, también como límites a las soberanías estatales.

Ideas y derecho en el constitucionalismo guatemalteco

Entre 1818 y 1820, en los últimos años previos a la independencia, el jurista guatemalteco José María Álvarez y Estrada publicó su obra Instituciones de derecho real de Castilla y de Indias, cuyo estudio permite conocer las ideas que fueron la base de la enseñanza jurídica guatemalteca hasta la codificación legal de los segundos liberales (1877).

Álvarez explica que todo derecho es o divino o humano. El derecho divino se subdivide en natural y positivo, según sea conocido por la recta razón o por la revelación, respectivamente. El derecho natural es inmutable, promulgado para todo el género humano. Cuando el derecho natural se aplica a asuntos de las sociedades o de las naciones, se llama derecho de gentes. Con esto, Álvarez adopta una postura en el antiguo debate sobre la distinción entre el ius naturale y el ius gentium: son un mismo derecho, empleándose distinta denominación según la materia. El derecho humano, por su parte, se divide en canónico y civil. El derecho civil lo establece cada pueblo por sí o por sus jefes, según los fines de la sociedad, y se divide en escrito y no escrito. Es derecho escrito el que se promulga por voluntad expresa del legislador, aun en forma verbal («por voz de pregonero»), aunque no se reduzca a escritura. El derecho no escrito es la costumbre, introducida por consentimiento tácito de la autoridad sin previa promulgación, aunque después se reduzca a escritura. Esto incluye las costumbres de los pueblos indígenas anteriores a la conquista, las cuales se debían conservar en tanto fueran razonables y no opuestas al catolicismo (Álvarez, 1982, pp. 46-63).

Las Instituciones de Álvarez fueron la base de la formación jurídica en Guatemala desde 1818 hasta 1877, cuando la promulgación de los primeros códigos durante la reforma liberal hizo necesaria una nueva obra para la enseñanza. Esta necesidad sería colmada por las Instituciones de derecho civil patrio de Fernando Cruz (García Laguardia y González, 1982, como se citó en Álvarez, 1982, p. 38 ). En la obra de Álvarez, cuya finalidad era didáctica y no doctrinaria, «el contenido de los preceptos no varía sustancialmente de los principios generales del derecho romano justinianeo», aunque justificados sobre la autoridad real, manteniéndose, en términos generales, el derecho castellano de base romana aún después de la independencia (García Laguardia y González, 1982, como se citó en Álvarez, 1982, p. 101).

El derecho romano justinianeo fue el intento del emperador Justiniano de revivir el derecho romano clásico, pero con elementos helénicos propios de la civilización bizantina y plenamente cristianizado. Este derecho romano-helénico-cristiano, materializado en el célebre Corpus Iuris Civilis del siglo VI, fue la base de la universalización del derecho romano en la Europa medieval, y algunos llegaron a considerarlo expresión escrita de la razón humana (Bernal y Ledesma, 2003, pp. 257-258).

El proceso independentista centroamericano tuvo influencia del constitucionalismo moderno, inaugurado por las revoluciones americana y francesa, aunque también de la tradición del pactismo hispánico de origen medieval. Así, Guatemala nace a la vida independiente sobre la base de ideas como las de Isidoro de Sevilla; el pensamiento teológico y filosófico de la segunda escolástica española con autores como Francisco de Vitoria, Fernando Vázquez de Menchaca, Juan de Mariana y Francisco Suárez; los iusnaturalistas modernos como Hugo Grocio y Samuel Pufendorf; las teorías contractualistas de John Locke y Jean Jacques Rousseau, y los postulados de la Ilustración (Gramajo Castro, 2022, pp. 36-37; León Archila, 2018). Por otro lado, ya desde mediados del siglo XVIII se reflexionaba en el país sobre otras corrientes como el cartesianismo, el empirismo inglés, el eclecticismo, el cientificismo, entre otras (Torres Valenzuela, 2009, p. 157).

El Acta de Independencia del 15 de septiembre de 1821 fue, como explicó Vásquez Martínez, la primera Constitución de Guatemala, manteniendo en vigor, en lo pertinente, la Constitución de Cádiz de 1812 y demás decretos y leyes anteriores (Gramajo Castro, 2024a, pp. 142-143). La Constitución de Cádiz de 1812 reconocía la soberanía popular o de la Nación (artículos 1 y 3), pero establecía que esta estaba «obligada a conservar y proteger, por leyes sabias y justas, la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen» (Constitución de Cádiz, 1812, artículo 4).

La Constitución Federal de 1824 reconoció la soberanía popular, estableciendo que el soberano tenía como esencial y primer objeto «la conservación de la libertad, igualdad, seguridad y propiedad» (Constitución de la República Federal de Centroamérica, 1824/2001, artículo 2, p. 110), y que ninguna ley de la federación o de los estados podría contrariar las garantías de la libertad individual contenidas en la Constitución, pero sí ampliarlas y establecer otras nuevas (artículo 174). Por su parte, la Constitución estatal guatemalteca de 1825 reconoció como «derechos del hombre en sociedad . . . la libertad, la igualdad, la seguridad y la propiedad» (Constitución Política de la República de Guatemala, 1825/2001, artículo 20, p. 145), y estableció que «todos los habitantes del Estado deben ser protegidos en el goce de su vida, de su reputación, de su libertad, seguridad y propiedad» (artículo 28, p. 146).

Torres Valenzuela (2009) se ha referido a una «ilustración conservadora», especialmente a partir de la década de 1850, en que el cristianismo legitimó el poder y cohesionó a la sociedad (p. 161). Desde la academia se desarrolló «una original y particular filosofía que, surgida como una reacción frente al racionalismo, idealismo y romanticismo (considerados errores modernos) al mismo tiempo dio un pequeño pero importante giro en pro de la modernidad» (Torres Valenzuela, 2009, p. 155). Un autor destacado, cuya obra se difundió en Guatemala, fue el español Jaime Balmes, así como la corriente neoescolástica o neotomista, originando la noción de una fe razonada (pp. 155-157). Como explica la autora citada, «la racionalidad de la fe es un momento inexcusable y significativo que une a la alta civilización con lo inicialmente moderno» (p. 157).

Las ideas del cristianismo católico fueron predominantes en este periodo, propagadas oficialmente por el gobierno conservador como único medio para alcanzar la civilización, el progreso y la paz (Torres Valenzuela, 2000, p. 259). Diversas fuentes que reflejan el pensamiento de la época «dan cuenta de la disputa entre el pacífico catolicismo de la patria civilizada y el violento e infiel protestantismo de la nación bárbara» (Torres Valenzuela, 2009, p. 159).

Las fuentes constitucionales del periodo conservador inician con la Declaración de los Derechos del Estado y sus Habitantes, de 1839. Esta reconoció la soberanía popular y estableció que el Gobierno se instituye

para asegurar a todos sus habitantes el goce de sus derechos, entre los cuales se enumeran principalmente la vida, el honor, la propiedad y la facultad de procurarse por medios honestos su bienestar; pero de ningún modo se establece para el interés privado, aprovecho personal, o bien exclusivo de ningún individuo, familia o clase particular. (Asamblea Constituyente, 1839/2001, sección 1, artículo 4, p. 218)

También estableció que

El poder del pueblo tiene por límites naturales los principios derivados de la recta razón; y por objeto la conservación de la vida, honor, libertad, propiedad y derechos legítimamente adquiridos, o que en adelante puedan adquirir los individuos de la sociedad; así también, como el bienestar común, por la conservación de las buenas costumbres, la represión de los vicios, el castigo de los crímenes, el mantenimiento y decoro del culto heredado de nuestros padres, la educación de la juventud, el premio del mérito, y el fomento de las ciencias, artes, agricultura, industria, comercio y navegación. (sección 1, artículo 6, p. 218)

El pueblo del Estado, en toda plenitud de su soberanía, solo tiene poder para hacer lo que es justo y conveniente para el bien de todos, y de ningún modo para obrar contra los fines sociales. (sección 1, artículo 7, p. 219)

La Declaración de 1839 continuó rigiendo como ley fundamental junto al Acta Constitutiva de la República de Guatemala de 1851, por disposición expresa de esta (artículo 3). Es decir, la Declaración pasó a ser la parte dogmática constitucional, y el Acta de 1851 fue la parte orgánica.

El periodo conservador llega a su fin con el triunfo militar de la reforma liberal en 1871. Para entonces, el liberalismo se había compenetrado con el pensamiento positivista, como lo había hecho con la ilustración durante el primer liberalismo de la época independentista. El positivismo fue una «ideología de salón», reproducida por círculos académicos pequeños, aunque su difusión llegó a contar con el apoyo oficial del Gobierno, que vio en esta corriente una base para sus realizaciones políticas. Así, el positivismo influyó sobre la legislación en materia social y económica (Torres Valenzuela, 2000, pp. 105-106, 161-162, 222 y 259-263):

La educación fue el aparato ideológico utilizado por el Gobierno liberal para difundir desde arriba los principios positivistas que, identificados con los intereses liberales, trataron de unificar el pensamiento de la sociedad guatemalteca en las últimas décadas del siglo XIX. (Torres Valenzuela, 2000, p. 223).

Para romper el predominio cultural e institucional que el catolicismo y la Iglesia tuvieron en el periodo conservador, la reforma liberal promovió el protestantismo y la masonería: «se consideró el protestantismo como un aliado del liberalismo . . . porque ayudaba a diversificar y apoyaba la tolerancia y el ecumenismo religioso, así como el poder civil» (Martínez Esquivel, 2017, p. 107), asignándole las mismas funciones a la masonería para consolidar un Estado laico (p. 108). Como parte de la política oficial anticlerical, esto también permitió que la presencia de misiones protestantes en Guatemala favoreciera los intereses comerciales y políticos norteamericanos (Torres Valenzuela, 2000, pp. 251-252).

La Ley Constitutiva de 1879 estableció que las autoridades se instituyen «para mantener a los habitantes en el goce de sus derechos, que son: la libertad, la igualdad y la seguridad de la persona, de la honra y de los bienes» (Asamblea Nacional Constituyente, 1879/2001, artículo 16, p. 251). La reforma constitucional de 1927 introdujo la cláusula según la cual «las declaraciones, derechos y garantías que expresa la Constitución no excluyen otros derechos y garantías individuales no consignados, pero que nacen del principio de la soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno» (Asamblea Nacional Constituyente, 1927/2001, artículo 34, p. 253, primer párrafo).

La Constitución liberal, con reformas, estuvo vigente hasta 1944. La siguiente gran transformación constitucional en Guatemala se produjo en el contexto nacional de la revolución de octubre de 1944 y el internacional de la Segunda Guerra Mundial. En 1941, el presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt había proclamado las llamadas «cuatro libertades» como justificación ética para la lucha de los aliados contra el eje nazi-fascista, inspirando un auge de ideales democráticos que, en Guatemala, influyeron sobre la oposición a la dictadura de Jorge Ubico y, en el plano internacional, originaron la Carta del Atlántico y fueron un antecedente de la Organización de las Naciones Unidas (Gramajo Castro, 2024a, pp. 51, 134 y 257).

La Constitución de 1945 señaló como fin primordial de Guatemala «asegurar a sus habitantes el goce de la libertad, la cultura, el bienestar económico y la justicia social» (Constitución Política de la República de Guatemala, 1945/2001, artículo 1, p. 448), estatuyendo que

el Estado protege de manera preferente la existencia humana. Las autoridades de la República están instituidas para mantener a los habitantes en el goce de sus derechos, que son primordialmente la vida, la libertad, la igualdad y la seguridad de la persona, de la honra y de los bienes. (Constitución Política de la República de Guatemala, 1945/2001, artículo 23, p. 454)

También estableció que

la enumeración de los derechos . . . no excluye los demás que esta Constitución establece, ni otros de naturaleza análoga o que se deriven del principio de soberanía del pueblo, de la forma republicana y democrática de gobierno y de la dignidad del hombre. (Constitución Política de la República de Guatemala, 1945/2001, artículo 50, p. 461)

Ese texto constitucional surge en una época en la que también ocurren pasos de gran trascendencia histórica en materia de derecho internacional. Durante su vigencia se firman dos de los primeros instrumentos internacionales en materia de derechos humanos: la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (Declaración de Bogotá, abril de 1948) y la Declaración Universal de los Derechos Humanos (diciembre de 1948). Las constituciones posteriores de Guatemala, empezando por la de 1956, reflejarán, incluso en su redacción, la influencia de estos y otros hitos de la materia, como los dos Pactos Internacionales (Derechos Civiles y Políticos; Derechos Económicos, Sociales y Culturales) firmados en 1966.

Aun antes de la Constitución de 1956, ya el Estatuto Político emitido en 1954 por la Junta de Gobierno instalada tras el derrocamiento de Jacobo Árbenz, derogando la Constitución de 1945, expresó que Guatemala procuraría hacer efectiva la Declaración Universal y que se inspiraba en la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, cuya incorporación al futuro texto constitucional proclamó como «un anhelo de la Junta» (artículos 7 y 15). Por su parte, la Constitución de 1956 declaró que Guatemala se organiza

para garantizar a sus habitantes el respeto a la dignidad humana, el goce de los derechos y libertades fundamentales del hombre, la seguridad y la justicia, el desenvolvimiento integral de la cultura y para crear condiciones económicas que conduzcan al bienestar social. (Constitución Política de la República de Guatemala, 1956/2001, artículo 1, p. 508)

Asimismo, incluyó en su artículo 72 el texto del último párrafo del artículo 50 de la Constitución de 1945.

La Constitución de 1965 declaró que Guatemala se organiza «para garantizar a sus habitantes el goce de la libertad, la seguridad y la justicia» (Constitución Política de la República de Guatemala, 1965/2001, artículo 1, p. 575) y que «El Estado garantiza como derechos inherentes a la persona humana: la vida, la integridad corporal, la dignidad, la seguridad personal y la de sus bienes» (Constitución Política de la República de Guatemala, 1965/2001, artículo 43, p. 584). Su cláusula de derechos no enumerados adoptó redacción distinta a la que compartieron las dos constituciones anteriores: «Los derechos y garantías que otorga la Constitución no excluyen otros que, aunque no figuren expresamente en ella, son inherentes a la persona humana» (Constitución Política de la República de Guatemala, 1965/2001, artículo 77, p. 594).

Derechos humanos y derecho internacional en la Constitución guatemalteca de 1985

La Constitución de 1985 establece una teleología y axiología constitucionales, al declarar que el Estado «se organiza para proteger a la persona y a la familia; su fin supremo es la realización del bien común» (Constitución Política de la República de Guatemala, 1985/2001, artículo 1, p. 662), y que es su deber garantizar a los habitantes «la vida, la libertad, la justicia, la seguridad, la paz y el desarrollo integral de la persona» (Constitución Política de la República de Guatemala, 1985/2001, artículo 2, p. 663).

El artículo 44, en su primer párrafo, reproduce el texto del mismo párrafo del artículo 77 de la de 1965, en cuanto a derechos no enumerados. Su principal innovación está en el artículo 46, al establecer «el principio general de que, en materia de derechos humanos, los tratados y convenciones aceptados y ratificados por Guatemala, tienen preeminencia sobre el derecho interno» (Constitución Política de la República de Guatemala, 1985/2001, p. 674).

Según algunos representantes en la Asamblea Nacional Constituyente, los derechos inherentes a los que se refiere el artículo 44 van más allá, no solo de los contenidos en la propia Constitución, sino incluso de los formalizados en instrumentos internacionales sobre derechos humanos, entendiéndose referido a los derechos naturales. El constitucionalismo guatemalteco ha ido incorporando y perfeccionando mecanismos para fortalecer su protección (como el control de constitucionalidad y la acción de amparo). La propia innovación del artículo 46 es un mecanismo que pretende reforzar los derechos humanos en Guatemala frente a la experiencia histórica de su violación por el poder político interno, admitiendo su superación a través de fuentes internacionales (Larios Ochaita, Soberanis Reyes y González Quezada, en Gramajo Castro, 2024b, pp. 479-480, 487 y 489).

Además de estas dos normas generales, la Constitución guatemalteca incluye disposiciones específicas que remiten a normativas, prácticas o instituciones internacionales en relación con no solo ciertos derechos, sino también con aspectos de organización y acción estatal: el derecho de asilo, la extradición y delitos de lesa humanidad (artículo 27); los derechos de autor y de inventor (artículo 42); el reconocimiento de grados, títulos y diplomas universitarios (artículo 87); el sistema alimentario nacional (artículo 99); la organización, dirección y asesoría de entidades sindicales (artículo 102, literal q); la mejora de protecciones y condiciones a favor de los trabajadores (artículo 102, literal t; artículo 106); la definición de la zona marítimo-terrestre, la plataforma continental y el espacio aéreo (artículo 121, literal d); la soberanía sobre la zona contigua del mar adyacente al mar territorial y la zona económica exclusiva (artículo 142, literales b y c); las relaciones internacionales del Estado (artículo 149).

Aparte de lo plasmado formalmente en el texto de la Constitución, el derecho internacional permeó también los debates de los constituyentes, quienes se refirieron a él en diversos temas: derechos humanos, su implementación, universalización y garantía; derecho al desarrollo; delitos políticos, terrorismo y delitos contra el derecho internacional; extradición; convenciones sobre derecho internacional privado; asilo; propiedad enemiga; derecho de autor y de inventor; ius cogens; jerarquía constitucional y convencional; libertad de enseñanza y derecho de los padres sobre la educación de los hijos; tratados en materia universitaria; independencia estatal; derecho del mar; normas consuetudinarias y práctica internacional; principio de neutralidad; vigencia de tratados; entre otros (García Bauer et al., en Gramajo Castro, 2024b, pp. 53, 84, 97, 109, 139, 140, 224, 308-311, 313-315, 461, 472, 488 y 490; 2024c, pp. 90, 247, 256 y 349; 2024d, pp. 155, 175, 190-192, 214, 233, 247, 248 y 558).

Quienes más se refirieron al derecho internacional, explicando e invocando sus conceptos e instrumentos normativos, fueron los representantes Jorge Skinner Klée y José Francisco García Bauer. Como dato curioso, ellos dos fueron los únicos constituyentes que no asistieron a la sesión solemne del 31 de mayo de 1985, en la que se firmó y promulgó la Constitución (Téllez García, 1990, p. 208). Skinner Klée se refirió al tema de la interacción entre soberanía y derecho internacional, afirmando en el pleno de la Asamblea que «la evolución del derecho le ha dado una categoría de tipo internacional a cuanto se refiere a los derechos humanos. Es decir: el viejo concepto de la soberanía cesa en presencia de los derechos humanos» (en Gramajo Castro, 2024d, p. 155).

Reflexiones sobre el debate actual

Lo expuesto hasta ahora evidencia que, en las ideas políticas y jurídicas del llamado mundo occidental aun con diversos fundamentos, nociones y alcances, ha sido constante la idea de que hay principios y preceptos de justicia y de derecho anteriores, superiores o trascendentes al Estado, que pueden coexistir con los ordenamientos jurídicos estatales, intra e infraestatales, en relaciones de coordinación o de prevalencia. Estos principios y preceptos derivados de nociones como las de naturaleza o razón, de ideas o revelaciones religiosas, o de unas interpretadas a la luz de las otras se presentan como globales o universales en su alcance.

A su vez, el constitucionalismo guatemalteco no ha sido ajeno a la influencia de estas ideas globales, incluso de aquellas que, a pesar de sus similitudes, históricamente se han contrapuesto entre sí. El constitucionalismo guatemalteco siempre ha tenido una visión teleológica y axiológica del Estado, que incluye referencia a los límites de su soberanía, tanto a consecuencia como más allá de las vicisitudes históricas que lo han moldeado, y con relativa independencia de sus efectos y resultados prácticos.

En la actualidad, se produce un debate entre el llamado constitucionalismo global y el neosoberanismo. El constitucionalismo global es un concepto en formación, cuyos tres pilares conceptuales son los derechos humanos, la democracia y el Estado de derecho, como marco de crítica para cualquier acción política y jurídica (Wiener et al., 2012, pp. 1-6; Kumm et al., 2014, pp. 3-4). Frente a estas ideas que enfatizan los estándares globales en esas materias, se alzan nuevas afirmaciones de la soberanía estatal, llamándose neosoberanismo a la doctrina política que rechaza la cesión de soberanía en entes supranacionales, no solamente en temas de derechos. En el tema de derechos, esto implica el riesgo de dejar desprotegidos a los particulares si el Estado nacional no los tutela (Varas, 2019, pp. 20-21).

El neosoberanismo critica algunos desarrollos recientes del derecho transnacional como ideales de élites cosmopolitas desconectadas de la vida de los pueblos, defendiendo el principio de autodeterminación. A veces propone alternativas intermedias entre los extremos del cosmopolitismo y el soberanismo nacional. Sus críticos señalan que la soberanía puede entenderse no solo como estatal, sino también como soberanía popular, siendo importante distinguir ambas formas de soberanía, las cuales también pueden entrar en conflicto (Benhabib, 2016, pp. 111 y 134-137).

Los sistemas de derechos humanos implican límites, no solo para la soberanía estatal, sino también para la soberanía popular democrática:

La sola existencia de un régimen democrático no garantiza, per se, el permanente respeto del Derecho Internacional, incluyendo al Derecho Internacional de los Derechos Humanos. . . . La legitimación democrática de determinados hechos o actos en una sociedad está limitada por las normas y obligaciones internacionales de protección de los derechos humanos . . . , de modo que la existencia de un verdadero régimen democrático está determinada por sus características tanto formales como sustanciales, por lo que, particularmente en casos de graves violaciones a las normas del Derecho Internacional de los Derechos, la protección de los derechos humanos constituye un límite infranqueable a la regla de mayorías, es decir, a la esfera de lo «susceptible de ser decidido» por parte de las mayorías en instancias democráticas. (Corte Interamericana de Derechos Humanos, 2011, p. 69-70).

Como hemos visto, la idea de que existen principios, derechos y reglas comunes a todos los pueblos, anteriores o superiores a las soberanías estatales y populares, no es, ni mucho menos, algo nuevo en el llamado mundo occidental. En su momento, también las ideas filosóficas, políticas, jurídicas y religiosas que lo sustentaron provinieron de élites o minorías. Ninguna, por cierto, se originó en Guatemala.

Así, las críticas al «globalismo» que atienden únicamente a lo formal, lo estructural o a su origen, parecen desatinadas. Más aún: ellas mismas se basan en sistemas de pensamiento susceptibles de iguales objeciones. Por lo demás, el «globalismo» presenta rasgos sustanciales en común con diversas posturas del espectro político e ideológico, por lo que, más que arma o herramienta de un bando en disputa, es realmente otro campo de batalla.

Quizá en el debate actual influya la tendencia de las ideologías de presentarse a sí mismas como naturales, como ciencia o sentido común, mientras que sus rivales sí serían «ideologías», interés, sesgo, etc. El liberalismo clásico no es ajeno a esta tendencia (Blakely, 2024), y recibe la influencia del iusnaturalismo racionalista o moderno, que, como señala Hervada (1996, capítulo 7), formula una moral social secular con aspiraciones de deducción lógica, rígida y ahistórica, representando, a su juicio, una deformación del concepto de derecho natural como se entendió en la Antigüedad y el Medioevo. Esto, junto a otras ideologías que se conciben como científicas o naturales, provoca también que el lenguaje de derechos humanos se movilice buscando aparecer como objetivo, neutral e incuestionable.

Acaso la manera de avanzar más allá de estos conflictos sea retomar la conciencia de que nuestras visiones sobre lo que es deseable en la vida social son, por supuesto, juicios de valor sobre lo que es bueno y justo, o sobre intereses que deseamos promover. No tiene nada de malo hacer tales juicios sino, por el contrario, la búsqueda de la bondad y de la justicia, aunque se preste a tanto desacuerdo, es parte fundamental de nuestra humanidad común a la que no podemos renunciar.

En cambio, querer presentar como ineludible y «científico» (en el sentido moderno de la palabra) algo que no lo es ni tiene por qué serlo, invita a la exclusión y anulación del otro, visto, no en su valor humano, sino reducido a un oponente. Acaso en esa humanidad común debamos encontrar el valor de los demás, y eso haga valioso y deseable convivir, más allá de nuestros desacuerdos.

Hagámonos, entonces, una fundamental pregunta: ¿por qué valoramos lo que valoramos?

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