La relación individuo-sociedad desde la perspectiva comunicativa de
la filosofía dialógica


The Relation Between Individual and Society from the Communicative Perspective of Dialogical Philosophy

Alberto Gil

Università Pontificia della Santa Croce

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Resumen: En las redes sociales y demás medios de comunicación uno se ve a menudo inmerso en un ambiente anónimo difícil de contestar, pero de una gran fuerza coercitiva y con exigencias de exclusividad, pues se presenta revestido de autoridad moral y de defensa del hombre. No someterse a ello tiene consecuencias de marginación.

En tales circunstancias no es fácil sentirse miembro de una comunidad que nos margina, si no pensamos y hablamos como la declarada mayoría. Sin embargo, la conciencia de ciudadanía y responsabilidad por el bien común exigen buscar caminos para sentirse involucrados en la sociedad y al mismo tiempo usar del derecho a seguir la propia conciencia y a preservar la identidad. En el presente artículo se intentará dar una respuesta al problema desde la perspectiva comunicativa de la filosofía dialógica, con su concepto del encuentro, ampliando el horizonte hacia nuevas corrientes sociológicas que ven la relación como el fundamento de la sociedad. En este sentido juegan un papel importante conceptos como la razón relacional, la alteridad y la diferencia, así como las virtudes cívicas y su aplicación en ambientes prepolíticos

Palabras clave: alteridad, diferencia, mainstream, razón relacional, virtudes cívicas, diálogo.

Abstract: In social networks and other media, one is not usually confronted with specific people, but is immersed in an environment that is difficult to answer, given its anonymity, but with a great coercive force with demands for exclusivity, as it presents itself as having moral authority and defending mankind. Not submitting to it has the consequence of marginalisation.

In such circumstances it is not easy to feel a member of a community that marginalises us, if we do not think and speak like the declared majority. However, awareness of citizenship and responsibility for the common good require finding ways to feel involved in society and at the same time to use the right to follow one’s own conscience and to preserve one’s identity. In this article, we will try to answer the problem from the communicative perspective of dialogical philosophy, with its concept of encounter, broadening the horizon towards new sociological currents that see relationships as the foundation of society. In this sense, concepts such as relational reason, otherness and difference, as well as civic virtues and their application in pre-political environments play an important role.

Keywords: alterity, difference, mainstream, relational reason, civic virtues, dialogue.

1. Introducción

A principios del 2023 se publicó en Alemania un libro —podríamos decir, largamente esperado—, cuyo título se puede traducir al castellano más o menos como Generación «desfile». Cómo el borreguismo se ha convertido en un deporte nacional, al que hago referencia en su formato digital. Su autor, Ralf Schuler, creció en la República Democrática Alemana (RDA)1—es decir, en la Alemania comunista—, perdió toda posibilidad de hacer carrera universitaria a causa de su inconformismo, pues se oponía a que solo contara la opinión y el lenguaje del partido. Hoy trabaja como periodista en Berlín. En su libro llama la atención sobre tantos paralelismos con su juventud en la RDA ante las presiones a que la opinión pública somete a sus ciudadanos en la actualidad en temas como clima, género, migración, energía nuclear y guerras actuales, por poner algunos ejemplos. Existe prácticamente una única dicción (no especialmente de corte conservador), y a quien se sale del paso acompasado de este desfile público se le proscribe no solo en las redes sociales, sino también en su ambiente profesional y social.

Las técnicas utilizadas para crear esa presión y univocidad son de diferentes tipos. Por un lado, se echa mano del lenguaje implícito. Por ejemplo, en una entrevista del diario berlinés Tagesspiegel al cantante Max Raabe, una pregunta comienza de la siguiente manera: «Vd. ha sabido liberarse de su infancia católica . . . » (citado en Schuler, 2023, p. 174). El lenguaje implícito es aquí la presuposición: se da por sentado que la educación católica es una especie de trauma. Así se parte de la base de que la opinión del entrevistador (o de la institución para la que escribe) tiene un carácter universal. Con el tiempo, esto lo repiten quienes carecen de espíritu crítico y se va convirtiendo en mainstream.

Unido a su propia biografía, el autor añade una segunda técnica: el decantarse por un ideario concreto, que se justifica con razones moralizantes. Es el caso de la casa editorial Axel Springer, donde se defienden de forma exclusiva los criterios del LGBTQ, se descartan a los colaboradores que no se aúnen a esta línea, que no marchen en ese desfile. Por esta razón, Schuler dimitió de su puesto de periodista en el diario BILD, perteneciente a esa casa editorial. Aquí se borran los límites entre periodismo y activismo.

Otra técnica es la demonización de la opinión contraria, negando el diálogo a sus representantes. Un caso muy conocido es la información sobre el partido político italiano Fratelli di Italia, a cuya presidente, Giorgia Meloni, se la introduce como la clásica fascista italiana. Nadie se atreve a hablar bien de Meloni y pocos discuten concretamente sus ideas. Muchos ciudadanos, sin embargo, han reaccionado, pues no quieren dejarse llevar por estas presiones mediáticas. Prueba de ello es cómo en Italia Meloni ganó las últimas elecciones con su coalición conservadora y es hoy la presidente del Consiglio.

En esta línea se sitúa la Declaración de Westminster2, de finales de junio del 2023, en la que 138 artistas, intelectuales reconocidos y periodistas se dirigen a los gobiernos pidiéndoles desmantelar el «Complejo Industrial de la Censura» (Censorship Industrial Complex). Hacen referencia al artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que protege la libertad de expresión, y asumen el reto de no dejarse arrastrar por las narrativas establecidas, sobre todo en tiempos de crisis. Exigen el derecho a exponer opiniones contrarias, corroborando que el derecho a la libertad de expresión está unido al de la libertad de información.

El problema con que nos encontramos en estos tiempos es el del temor a la marginación si decimos públicamente nuestra opinión. Me viene a la mente el conocido poema del poeta español Blas de Otero (1975), En el principio (de su libro Pido la paz y la palabra), cuyas estrofas terminan con el verso «me queda la palabra»:

Si he perdido la vida, el tiempo, todo

lo que tiré, como un anillo, al agua,

si he perdido la voz en la maleza,

me queda la palabra.

Si he sufrido la sed, el hambre, todo

lo que era mío y resultó ser nada,

si he segado las sombras en silencio,

me queda la palabra.

Si abrí los ojos para ver el rostro

puro y terrible de mi patria,

si abrí los labios hasta desgarrármelos,

me queda la palabra.

Otero luchó contra el franquismo y por la democracia y se convirtió en la voz de la poesía social de su tiempo. Estos versos, que claman por la libertad de expresión, suenan hoy como algo conseguido, pero que se vuelve a perder. Hoy da la impresión de que se tiene o se quiere conservar mucho, pero se pierde la palabra…

El tema tiene mucho que ver con la comunicación, porque vuelve a aparecer el fenómeno del que se quejaba Sócrates en su Defensa (Apología 18a/6d): no se dejaban ver los acusadores, los interlocutores concretos con quienes pudiera discutir. Su defensa era como luchar contra sombras:

Todos esos (acusadores) son dificilísimos de combatir, pues no es posible hacer comparecer ni poner en evidencia a ninguno de ellos, sino que, al defenderse, hay que en verdad luchar como con una sombra y hacer refutación sin que nadie se dé por aludido.

En las redes sociales actuales, pero también en los medios de comunicación establecidos, no es fácil encontrar personas concretas con quienes discutir o polemizar. El ciudadano se siente a menudo ante un ambiente, una opinión vendida como común, difícil de contestar, sobre todo porque muchas veces va vestida de moral(ina), como la defensa de grupos que han sufrido marginación, la lucha por el humanismo… y uno puede verse evidenciado como amoral o inhumano.

En esta situación cabe preguntarse: ¿Cómo puede el ciudadano sentirse miembro de una comunidad y al mismo tiempo esforzarse por seguir su propia conciencia, por preservar su individualidad? Se trata de un tema eminentemente comunicativo, pero no de una retórica técnica, que proporciona instrumentos para persuadir o para brillar ante el público. Se trata, más bien, de una comunicación de corte antropológico, con fundamentación filosófica, especialmente de la filosofía dialógica, donde no se pone en primer término el vencer al adversario, sino el convencerle y, sobre todo, el enriquecerse mutuamente.

Para responder a la cuestión planteada desde una perspectiva comunicativa, se esbozará, en primer lugar, esta dimensión antropológica de la comunicación. Se propondrán, seguidamente, posibles soluciones al problema de la individualidad y solidaridad en la sociedad actual de la información.

Fundamentos antropológicos de la comunicación sobre la base de la filosofía dialógica

Las ideas fundamentales de la filosofía dialógica se encuentran en la obra del filósofo de la religión judío, Martin Buber, Yo y tú (Ich und Du). Es un concepto personalista, pues funda sus raíces en la idea de Buber (2004) de que es en el Tú donde se realiza el Yo; es decir, yo me realizo a través de mi relación con el Tú (p. 12). Es más, me hago Yo diciendo Tú.

La verdadera vida es encuentro. Según resume Casper (2002), Buber distingue dos formas de referencia al mundo exterior: la experiencia (una relación Yo–Eso) y el encuentro (una relación Yo–Tú) (pp. 270-271). La diferencia es la siguiente: la experiencia es posesiva; es decir, experimentar algo significa comprenderlo, yo diría hacerse con ello. Es lo que ocurre en un concepto (cum- capere: me lo apropio): lo prendo (con-prendo). Por ello, el objeto es siempre un eso, algo de lo que me puedo adueñar.

El encuentro es completamente diferente: en una relación Yo–Tú ninguno se apodera del otro, sino que tiende a liberarlo, a dejarlo ser. Todo Tú se desarrolla en un ámbito que el encuentro respeta: es el espacio vital a que todos tienen derecho para poder reflexionar sobre algo y decidir así libremente. Por eso, un diálogo en el sentido más profundo de la palabra consiste en exponer su opinión de modo que el interlocutor no se sienta coaccionado a aceptar los argumentos del otro, sino que note claramente la libertad de poder tomar una decisión personal y exponerla libremente.

De esta forma se sientan las bases de la comunidad, porque el Yo y el Tú se complementan; es decir, intercambian saber y experiencia, suman sus esfuerzos y juntos llegan a mejores resultados. Por eso, el concepto que tiene Buber de Estado (1954/2006, p. 237) no es el de un sistema regularizado, donde simplemente se agrupan individuos extraños unos a otros, sino el de una «comunidad de amor» (Liebesgemeinde), que el filósofo alemán no entiende románticamente, sino como un centro activo en torno al cual giran relaciones vivas y recíprocamente conectadas. En este concepto es central la idea de la «presentificación personal» (personale Vergegenwärtigung), es decir, la aceptación total del otro en su viva unicidad (Buber, 1954/2006, p. 284), a quien Buber llama «camarada» (Genosse), pues no se trata de la persona humana en general, sino de aquel que en un determinado momento me sale al paso (p. 217).

En la tradición española del encuentro, Laín Entralgo (1961/1988) recalca la doble dimensión de la relación personal, que busca el bien del otro, respetando y reconociendo su autonomía (p. 592). La aparente contradicción entre la entrega a una persona y el respeto por su autonomía viene reflejada en algunos escritos de otro representante de la filosofía dialógica: Romano Guardini (1939, pp. 156-157). Punto de partida es su concepto del hombre, según el cual este se constituye en el diálogo, su vida intelectual está unida a su uso del lenguaje. En otras palabras: la persona se realiza en la relación, interpersonalmente, y no por sí sola. De ahí se deduce que la formación de comunidad nunca puede ser posesiva, sino que exige dar un paso atrás ante la otra persona. Darle este espacio es condición necesaria para la unidad. Se trata en principio de disolver la simple relación sujeto–objeto. El otro no es simplemente algo que conozco o apetezco, sino una persona que necesita su espacio libre para realizarse según su propia teleología (Zweckdienlichkeit) (Guardini, 1939, p. 153).

En su breve estudio sobre la comunidad, Guardini (1950) pone de relieve que no son exclusivamente las semejanzas las que unen a las personas, sino la aceptación de las diferencias (pp. 35-36). En este sentido, comunidad significa aceptar al otro independientemente de mi falta de familiaridad con él, respetar la libertad de su idiosincrasia y construir con él una base de confianza y fidelidad. La actualidad de estas ideas salta a la vista, no solo en el contexto de la migración, sino de la libertad de expresión. Podemos, pues, decir que la comunidad está anclada en la centralidad de la persona humana. Si se ayuda a que esta se desarrolle, se contribuye a la creación y al mejoramiento de la comunidad. Cuanto más respeto y espacio vital se conceda a las personas, más podrán y querrán comprometerse al bien común.

Pervivencia de la filosofía dialógica en enfoques comunicativos posteriores

Estos principios dialógicos de distancia, respeto y comunidad se ven muy bien reflejados en el concepto de la diferencia del sociólogo italiano Pierpaolo Donati, quien pone como centro de gravedad en sus estudios sobre la sociedad no las teorías sistémicas o individualistas, sino la relacionalidad misma, realidad emergente y propia. En lengua española se publicó, entre otras cosas, la traducción de cuatro artículos suyos sobre el concepto de la relacionalidad como base de su teoría social. Entresacamos aquellos aspectos que más se prestan a dilucidar nuestra cuestión de la relación individuo-sociedad (Donati, 2006).

Su conocimiento de la filosofía dialógica lo pone explícitamente de relieve con una referencia que hace a Martin Buber y a su concepto del «entre» como estructura ontológica originaria. Donati (2006) entiende el principio dialógico como el despliegue «del recíproco estar-uno-frente-a-otro» (p. 91). Como bien apunta Casper (2002, p. 51), Buber introdujo ya en 1906 —es decir, al comienzo de su actividad científica— el concepto de «interhumano» (Zwischenmenschliche) para designar lo que realmente ocurre y existe entre las personas, dolor y acción que se sienten como propios, pero que no se pueden atribuir claramente a ninguno de los interlocutores en particular.

Donati extiende este concepto hacia las relaciones interculturales en las que, precisamente, la diferencia juega un papel primordial. Pone en el centro de su enfoque sociológico la «razón relacional» (ragione relazionale) (Donati, 2008, p. VIII). Se trata de una nueva semántica de la diferencia humana, estudiada racionalmente para así entenderla mejor y aplicarla a la mediación entre las culturas. Donati concibe la diferencia, lo que distingue al ego del alter, como una relación y no como una escisión, tratando de comprender y valorar las diferencias que se ven en el otro, en lugar de suprimirlas (p. 95). De ahí —y esto es, a mi modo de ver, lo más interesante en Donati— que no sea suficiente tratar de hacer esas diferencias compatibles, sino sinergéticas. Así, las diferencias no son impedimentos sociales que haya que superar, sino elementos necesarios para el diálogo. Desde el punto de vista del personalismo podríamos decir que las diferencias ayudan a perfilar la identidad propia y la de los demás, y que son la condición esencial de todo encuentro. En efecto, solo las personas pueden encontrarse y reconocerse, pero las personas tienen un rostro, una historia personal y comunitaria, creencias y valores propios, que distinguen a unos de otros.

Según mi opinión, uno de los valores fundamentales de la ragione relazionale es, precisamente, la racionalidad de quien busca conocer la realidad del otro —es decir, su verdad— y no del que se conforma en dar por verdad lo que a él mismo le da la impresión de que el otro es o piensa. Quiero decir que la base de todo diálogo es la verdad o, por lo menos, la búsqueda sincera de la verdad. De forma muy sintética y esclarecedora lo ha sabido formular Benedicto XVI (2009) en su encíclica Caritas in veritate:

Puesto que está llena de verdad, la caridad puede ser comprendida por el hombre en toda su riqueza de valores, compartida y comunicada. En efecto, la verdad es «logos» que crea «diá-logos» [cursivas añadidas] y, por tanto, comunicación y comunión. La verdad, rescatando a los hombres de las opiniones y de las sensaciones subjetivas, les permite llegar más allá de las determinaciones culturales e históricas y apreciar el valor y la sustancia de las cosas. La verdad abre y une el intelecto de los seres humanos en el logos del amor: éste es el anuncio y el testimonio cristiano de la caridad. En el contexto social y cultural actual, en el que está difundida la tendencia a relativizar lo verdadero, vivir la caridad en la verdad lleva a comprender que la adhesión a los valores del cristianismo no es solo un elemento útil, sino indispensable para la construcción de una buena sociedad y un verdadero desarrollo humano integral. (núm. 4)

Se presenta ante nosotros un panorama de reflexión y acción que vale la pena desmenuzar desde la perspectiva comunicativa para así poder encontrar una solución al problema del individuo y la sociedad, sobre todo cuando este se encuentra decepcionado o sin recursos para dar su contribución al bien común.

La primera idea que escogemos de este pasaje de Benedicto XVI es precisamente esa identificación del logos con la verdad. Como es bien sabido, la palabra griega logos aúna los conceptos de entendimiento y palabra. Con el prefijo «dia-», se convierte ese logos en ‘intercambio’, que solo puede ser verdaderamente fructuoso sobre la base del conocimiento. La importancia de esta base racional del diálogo se entiende mejor recordando la distinción que hace Llano (2002, p. 100) entre información y conocimiento. La información es algo externo que viene a nosotros o que nosotros extraemos, organizamos y procesamos. El conocimiento, por el contrario, es algo vital en el hombre, un crecimiento en su ser que potencia sus posibilidades más características.

Una persona culta, sabia, no es aquella que ha conseguido almacenar cantidades enormes de datos, sino la que sabe utilizarlos, interpretarlos para entender mejor el mundo, la vida. Es sabio quien desarrolla en sí mismo el logos. De ahí la mayor facilidad para no dejarse manipular, para no confundir la moral con la emoción. Esto es especialmente hoy de gran importancia, ya que el discurso público está muy sazonado de moralina, muchas veces psicológicamente elaborada, pero no siempre anclada sobre el fundamento de la razón. Llano (2002) da en el clavo cuando afirma: «La verdad es la piedra de toque de la auténtica virtud. Constituye, por tanto, la salvaguarda contra los excesos del emotivismo y del pragmatismo» (p. 145). Ya la búsqueda decidida de la verdad me lleva al diálogo, pues como suena otra de sus frases iluminantes «no soy yo quien posee la verdad. Es la verdad la que me posee» (p. 145). Y es precisamente en el diálogo, donde hay más garantías de encontrar la verdad, pues la unión hace la fuerza. Y en esa verdad que nos posee nos encontramos unidos.

La segunda idea que interesa aquí destacar del pasaje de Caritas in veritate es que el logos libera a los hombres («rescatando a los hombres de las opiniones y de las sensaciones subjetivas»), y los une en una tarea común; crea comunidad («la verdad abre y une el intelecto de los seres humanos en el logos del amor») (Benedicto XVI, 2009, núm. 4). Por lo que respecta a la liberación, ya apuntaba Llano, que el ciudadano se deja amedrentar fácilmente por presiones tanto del poder político, como de los medios de comunicación. De gran actualidad son estas dos citas de la misma página: «hay cosas que resulta peligroso decir»; «hay una pesada capa de silencio que cubre la discrepancia en cuestiones esenciales» (Llano, 2002, p. 19). Por eso resulta actual e importante evitar la separación entre persona y ciudadano (Llano, 2002, p. 104 y ss.); no permitir que ambas se dejen regir por éticas distintas, es decir, normas generales de la convivencia para la comunidad y convicciones personales subjetivas para cada uno. El peligro de esta separación es que la ética se identifique con lo políticamente correcto.

Como sabemos, el hombre es un ser eminentemente social, por eso no se puede hacer una separación entre persona y ciudadano. De ahí que Llano (2002) afirme contundentemente, pero no con menos razón: «Necesitamos menos conformismo, menos docilidad y más coraje cívico» (p. 109). El sentirse sujeto a la verdad es la liberación de las ataduras de quien no quiere chocar con nadie y se ve obligado a seguir la voz del más potente en cada caso. Aunque a primera vista parezca contradictorio: cuando no se cree en la verdad, se refuta el diálogo, incluso —como ocurre hoy en no pocas partes— se estigmatiza. El relativismo es un puro juego de poderes, donde gana el más fuerte, de ahí que este acabe convirtiéndose en absolutismo.

Por lo que respecta a la unidad, a la tarea de crear comunidad, Llano propone como modelo el humanismo cívico, que da el título a su libro de 1999. Se trata de una actitud que apuesta por la responsabilidad de los ciudadanos de hacer valer la verdad en la esfera pública. Frente a la incapacidad de cambiar la macroestructura política y social de un país o un continente, Llano (1999) pugna por los ámbitos prepolíticos y preeconómicos (pp. 35-36). En iniciativas solidarias, muchas veces de voluntariado, el buen sentido, así como las virtudes cívicas del ciudadano, del hombre y de la mujer de la calle, les mueven a adquirir un auténtico protagonismo en la sociedad, con lo que se identifican más con el bien común, es decir, con la comunidad.

Vale la pena, pues, ver más de cerca esas cualidades del humanismo cívico que se concretan en virtudes cívicas, que hacen que, desde la praxis misma, desde la vida, un individuo concreto, viviendo su responsabilidad personal, encuentre un camino para contribuir al bien de la sociedad y así sentirse miembro activo de la comunidad en que vive.

Virtudes cívicas

El humanismo cívico pretende, según Llano (1999), fomentar la responsabilidad de las personas y de las comunidades para orientar y desarrollar la vida política desde sus propios sujetos, liberando el potencial existente en ese mundo de la vida, de las personas normales (pp. 15 y 20). Un ideal de tal envergadura no se consigue solo con el deseo. De ahí que eche mano de la tradición ética de las virtudes, que define como «disposiciones estables dinámicamente adquiridas, que potencian nuestra capacidad de actuar correctamente y, por tanto, de vivir con mayor intensidad» (Llano, 1999, p. 185).

Estas «disposiciones estables» tienen que ver con el ethos de las personas; es decir, las virtudes no solo facilitan el bien hacer, sino que hacen a las personas buenas, excelentes. Aristóteles (1985), en su Ética a Nicómaco, concretamente en el libro II (1103b), ejemplifica esta relación hacer–ser con tres virtudes cardinales: con nuestro actuar justo nos hacemos personas justas, lo mismo que con la templanza nos convertimos en personas de justa medida y, actuando con fortaleza, nos hacemos fuertes. Respecto a la cuarta virtud cardinal, a la prudencia (1103a), afirma el Estagirita que la persona virtuosa —es decir la que habitualmente hace el bien— es capaz de descubrir en todo lo que es verdaderamente bueno y así podrá juzgar con rectitud.

Con este concepto de virtud, Llano (2002) puede enumerar sus efectos positivos para los que se esfuerzan en adquirirlas: La virtud es un crecimiento en el ser, pues amando la verdad trato de actuar en consecuencia (p. 148). Con la virtud ganamos en libertad, pues nos salva de las ataduras de los instintos y emociones, ordenando nuestra vida hacia la verdad. El saber común experiencial nos muestra que muchas veces el mal que hacemos nos arrastra hacia sí, nos esclaviza. Una mala acción —por ejemplo, una mentira— nos induce a la siguiente, nos enreda en un laberinto de falsedad del que difícilmente podemos salir. La virtud, el actuar bien, por el contrario, requiere siempre un acto de libre voluntad, de libertad: no estamos obligados a hacer algo bueno, siempre hay que querer hacerlo. Finalmente, con la virtud se adquiere una ganancia antropológica, una mayor perfección humana. Es el rastro que deja en nosotros la tendencia hacia el bien y la verdad que, en definitiva, nos hacen libres.

La dimensión sociopolítica de la virtud la pone Aristóteles (1988) de relieve precisamente en su Política, donde se encuentran las dos definiciones del hombre que han sido objeto de tantos estudios de antropología filosófica (1253a):

El contexto de estas expresiones es la diferencia que traza Aristóteles entre las comunidades de animales y de seres humanos. Es esencial en la persona humana, que siente ese impulso hacia la comunidad, el conocer y expresar lo que es bueno y malo, justo e injusto. Pues —y aquí radica, a mi modo de ver, lo más importante— desligado del derecho y la moral, el hombre es el peor de todos los animales. Esta idea expresada en el siglo IV a. C. ha sido confirmada por tantos ejemplos en la historia de la humanidad y se está confirmando también hoy en día: la crueldad del hombre parece no tener límites.

La experiencia diaria enseña que el abono indispensable para que se puedan plantar en el campo de una pequeña o grande comunidad las demás virtudes es la confianza. En la raíz de la confianza se esconde la palabra latina fides, es decir, fe. Y fe solo se puede tener en una persona, en alguien muy concreto. De esta interacción surgen las características más patentes de la confianza: 1) se da por adelantado y 2) no está exenta de riesgos, pues una confianza perdida no se recupera fácilmente.

La profesora italiana de filosofía Michela Marzano (2012) saca en su libro Avere fiducia estas conclusiones de su investigación sobre la confianza:

Al parecer nos encontramos ante una paradoja: ¿Cómo es posible que algo tan frágil como la confianza, que puede desvanecerse en cualquier momento, sea al mismo tiempo el fundamento más sólido de la convivencia humana? Necesitamos recursos suficientemente potentes para proteger y fomentar la confianza. Estoy convencido de que existen dos virtudes esenciales para crear y fomentar la confianza, que son la responsabilidad y la solidaridad. Pero, a mi modo de ver, estas virtudes, eminentemente cívicas, podrán surgir sobre todo en personas humildes y valientes.

Pues bien, en las próximas líneas intentaremos profundizar, dentro de los márgenes de este breve artículo, en estas virtudes. Pretenderemos descubrir la conexión entre ellas, pues es siempre el mismo sujeto, la misma persona, la que actúa virtuosamente; es decir, la que une las diferentes cualidades en su pensar, querer y actuar.

Responsabilidad y solidaridad: garantía de la confianza

El filósofo milanés Mario Vergani (2015) afirma que la confianza vive de la responsabilidad de los interactuantes, pero ella misma es el terreno fructífero de la responsabilidad: en esa atmósfera especial de recibir y dar confianza, respira y crece la responsabilidad (p. 128). Pero la responsabilidad necesita nutrirse de valores antropológicos y éticos, porque no es un valor en sí misma. Los nazis, por ejemplo, fueron muy responsables en la perfecta organización de los campos de concentración. La auténtica responsabilidad se basa en la virtud y está orientada hacia el bien. Veámoslo un poco más detalladamente.

Vergani (2015), apoyándose en la filosofía dialógica alemana de Martin Buber, muestra convincentemente que la responsabilidad está esencialmente vinculada a la identidad de la persona, y esta se basa en su relacionalidad: «La responsabilità . . . costituisce l’ipseità stessa del sé, la possibilità stessa di poter dire ‘io’, e . . . questa possibilità ultima è tale in quanto l’io è aperto ad altro» (p. 125 y ss.). Vergani coincide con Camps (1990) no solo en la esencial dimensión dialógica de la responsabilidad, sino también en el hecho de que la responsabilidad desaparece precisamente cuando el interlocutor no es alguien concreto a quien dar una respuesta (p. 60-61). A medida que crecen la burocratización y el anonimato, también lo hace el conformismo (Vergani, 2015, p. 37), y se comienza con la búsqueda de un chivo expiatorio (Camps, 1990, p. 69). Por eso es tan importante, ante la a veces difusa opinión pública reinante y los espacios virtuales, buscar personas concretas con las que exista una relación de responsabilidad.

Y es precisamente en esta relación de comunicación personal donde los principios antropológicos de la responsabilidad pueden tener un efecto iluminador, sobre todo en el campo que aquí nos compete; es decir, en una época de ambivalencia entre lo real y lo virtual, entre ciudadanos concretos y un mainstream anónimo. En efecto, la responsabilidad solo puede ser asumida por personas concretas, no por principios o sistemas. El ser humano —a diferencia de otros seres vivos de la naturaleza— no puede ser considerado funcionalmente, pues tiene valor por sí mismo; es alguien que incluye su historia, su identidad cultural, su libre albedrío y sus sentimientos en sus consideraciones y decisiones3. Por lo tanto, la cuestión es cómo los seres humanos consiguen no dejarse arrastrar por una abstracta opinión pública, que no pocas veces va orquestada por grupos de presión. De ahí que Vergani (2015) establezca una relación entre responsabilidad y libertad, pues el encuentro con el otro, que es la base de la responsabilidad, no puede ser una obligación, sino un despertarse a la libertad («un risveglio alla libertà») (p. 153).

Hay una expresión en lengua castellana que reza «la unión hace la fuerza». A esta unión de responsabilidades la podemos llamar solidaridad. En el Compendio de la doctrina social de la Iglesia se distinguen dos niveles de solidaridad: como principio social y como virtud moral (Pontificio Consejo para la Justicia y la Paz, 2005, núm. 193). Respecto al primero, Camps (1990) entiende la solidaridad como condición de la justicia y amplía la dimensión de sentirse solidarios con los demás en sus intereses y necesidades comunes hacia el saber compartir con ellos dolores y sufrimientos (p. 32). En este sentido, Aristóteles coloca en su Ética a Nicómaco (1115a) la amistad al lado de la justicia, considerando ambas como virtudes esenciales para el ser humano.

La solidaridad es pues una parte de lo que Llano (2002) define como «cultura del hombre», pues la ve «en manos de la iniciativa concertada de los ciudadanos» (p. 155). Así se contribuye a crear un «espacio público», es decir, «una esfera de deliberación donde se articula lo común y se tramitan las diferencias» (Innerarity, 2006, p. 14). Saliendo al paso de quienes vean aquí una utopía, Innerarity recalca que este espacio público no es de por sí una realidad dada, sino algo muy frágil que se debe construir, es decir, que requiere laboriosidad. Es importante esforzarse por una integración positiva y no pretender crear vínculos cuando estamos en una situación que nos indigna o amedrenta (Innerarity, 2006, p. 42).

La solidaridad como virtud moral, por otro lado, tiene un buen modelo: Jesús de Nazaret, quien cura las enfermedades, camina con el pueblo, lo salva y lo constituye en la unidad (Pontificio Consejo para la Justicia y la Paz, 2005, núm. 196). De ahí que se puedan considerar como expresiones específicamente cristianas de la solidaridad la gratuidad total, el perdón y la reconciliación. Si la creación del espacio público exige tiempo y trabajo, la dimensión cristiana de la solidaridad es una tarea para toda la vida, pero con la ventaja de que —como en toda virtud sobrenatural— el hombre puede contar con la ayuda divina, si sabe pedirla con humildad. Y así pasamos a la unión de dos virtudes que parecen incompatibles, pero que están mucho más entrelazadas de lo que normalmente se piensa: la humildad y la valentía.

Humildad y valentía

Como es bien sabido, el primer paso hacia la humildad es la búsqueda de la verdad (Díaz, 2002, p. 217). Se trata de un proceso en el que el serio intento de conocer la realidad va de la mano de la dimensión subjetiva, de no querer engañarse a sí mismo ni a los demás. Esta vertiente subjetiva está estrechamente vinculada a la humildad.

El clásico de la teoría de la virtud, Alasdair MacIntyre (2001), afirma que la sinceridad, como dimensión subjetiva de la verdad, es la mejor herramienta para conocerse bien a sí mismo y prevenir el autoengaño (p. 114). Además, esta virtud está vinculada a la humildad y la responsabilidad, porque solo podemos ayudar a quienes esperan nuestra ayuda si revelamos nuestras posibilidades, pero también nuestras limitaciones.

La perspectiva comunicativa de la humildad puede analizarse desde diversas disciplinas. En la retórica de lengua alemana, son proverbiales las conferencias de Viena de Adam Müller de 1812: Doce discursos sobre la elocuencia. Contiene bellas páginas que demuestran que la moderación del orador y su apertura hacia el interlocutor (su humildad, en definitiva) confieren eficacia al discurso. El orador es humilde, por ejemplo, si siempre tiene en cuenta en sus argumentos al otro, que es en muchos casos su contrincante; en la boca de un orador hablan necesariamente dos: él y su oponente (Müller, 1967, p. 46-47). Müller llama a la actitud necesaria para ello el arte de reconocer otras naturalezas (p. 64). De este modo, se adquiere el arte de «penetrar» en lo ajeno. Por ello, Müller concluye con lo siguiente: nadie puede ser mejor orador que el que sabe escuchar. Escuchar, mirar y conocer con el necesario distanciamiento de las propias opiniones preconcebidas tiene un gran valor hermenéutico.

En efecto, una «hermana pequeña» de la humildad es la sencillez, con la que llegamos más fácilmente al centro o al núcleo de un tema o problema, ya que no nos vamos «por las ramas» de calcular el qué dirán si decimos una cosa u otra. El dirigir la atención a Dios, a los demás, a la cosa en sí, nos libera de nosotros mismos (fuente más frecuente de problemas personales) y nos ayuda a saber más y a estar más contentos, más satisfechos.

Se dice de la madre Teresa de Calcuta que solía repetir esta frase: «Un buen carácter hace a una persona especial, el carisma la convierte en atractiva, pero es la humildad la que la hace única». La liberación del propio yo y el realismo respecto a nuestras propias posibilidades unen la virtud de la humildad con la valentía, precisamente porque esta está muy vinculada a la prudencia y moderación (expresiones de la humildad). Veámoslo más detenidamente.

En la Ética a Nicómaco (concretamente en 1123b – 1124a) Aristóteles habla de la grandeza del alma o alteza de miras en el contexto de la interconexión de las virtudes. Como hemos visto al hablar de la responsabilidad, también la grandeza en sí misma es ambigua y dista mucho de ser una virtud. Uno puede proponerse grandes metas que son absurdas o incluso malvadas. En este caso, no se puede hablar de una persona de grandes miras, sino de un necio o incluso de un fanfarrón. Solo puede llamarse grandeza de alma a la que se desarrolla en conjunción con la sabiduría y la justicia. Aristóteles la llama honor, que es el mayor de todos los bienes externos: hay que llamar honorable a quien hace lo que es justo, y esto es tarea de la prudencia. En el fondo, Aristóteles trata de mostrar que es valiente quien no se limita a hacer cosas espectaculares, sino el que tiene un buen carácter.

Buscar honestamente la verdad se asocia a menudo con desventajas personales, porque uno tiene que revisar afirmaciones anteriores o remar contra corriente. Domenach (1994, p. 26) habla del risque de dissoner y el personalista español Díaz (2002, p. 134 y ss.) pone de manifiesto otra consecuencia que abre horizontes: con referencia al famoso pasaje de la Eneida de Virgilio, «audentes fortuna iuvat» (libro X, verso 284), Díaz muestra que el arte del audaz consiste en transformar el fracaso en una experiencia; porque solo cuando se admite un error se está en condiciones de mejorar. Así, lo que es una barrera para los que no son tan osados es un reto para los audaces.

Sin embargo, las reflexiones de Díaz (2002) van más allá: amar el riesgo no significa gustar del peligro como tal (p. 145). Destaca así la virtud de la moderación, el decoro, como componente esencial de la audacia, porque esta virtud sin racionalidad es peligrosa, pero la prudencia sin audacia no es posible: «La audacia sin juicio es peligrosa, y el juicio sin audacia impotente» (Díaz, 2002, p. 146). De todas formas, el valor, como toda virtud, necesita entrenamiento. Fusaro (2012) señala que hay que «domesticarlo», porque si no, te lleva a la injusticia o a la temeridad (p. 34).

La valentía está también en consonancia con la libre voluntad, con el querer (Fusaro, 2012, p. 18.). ¡Cuántas experiencias tenemos de que, si queremos, somos capaces de tantas cosas! Esta dimensión de la valentía como expresión de la libre voluntad se pone especialmente de relieve en contraste con su contrario, con el miedo, que puede llegar a dominarnos o incluso a agarrotarnos.

Para nuestro tema es especialmente relevante la dimensión política de la valentía. Fusaro (2012) habla de un coraje cívico que consiste en resistir al poder en sus formas degeneradas, dispuesto a sacrificarnos por una sociedad más justa (p. 39). En este contexto, Fusaro (2012) ofrece una aportación interesante a lo que los griegos llamaban parresía ( de pan -rema, es decir «hablar de todo») (pp. 154 y ss.). Se trata, en definitiva, de tener el coraje de exponer nuestra opinión, conformándola a las propias acciones, a pesar de las constelaciones de poder existentes, en nuestro caso de una opinión pública que se cierne sobre nosotros como un negro nubarrón amenazador. El riesgo es conocido, sobre todo cuando se trata de una amenaza indeterminada. Y es este riesgo el que llama en su ayuda al coraje. Concretamente, Fusaro (2012) afirma que la parresía es el primer gesto revolucionario de quien no está dispuesto a adaptarse al orden impuesto (p. 165).

Conclusiones

En el libro al que hemos hecho referencia en la introducción, Generation Gleichschritt (Generación «desfile»), el autor, Ralf Schuler, busca soluciones al problema de la integración social del individuo alienado reforzando su dimensión antropológica de libertad y responsabilidad personales para que no se deje llevar por la masa, pues en su opinión las peores ideologías son las de los colectivos. Por eso, no propone soluciones sistémicas, sino volver a reflexionar sobre el valor de la conciencia. Yo añadiría, sin embargo, de una conciencia bien formada, basada en las virtudes, como hemos visto. Entonces sí que podemos afirmar con Schuler que necesitamos un nuevo espíritu pionero, con el que la colaboración de intelectuales y prácticos se aúnen para elaborar alternativas constructivas, del tipo de las iniciativas prepolíticas de las qua habla Llano.

Pero hay más: en su último libro, Donati (2023) parte del problema que ha movido el presente artículo; es decir, parte de una crisis de la relación entre lo humano y lo social en el hombre, al percibir las dinámicas sociales como alienantes de su humanidad (p. 131). Hoy día, las innovaciones técnicas del tipo de la inteligencia artificial, la robótica, la ingeniería genética, etc., contribuyen a que el sistema social se autonomice más aún. Contribuyen a que se convierta en una auténtica «máquina social» (p. 135), de modo que la alteridad se reduce cada vez más a comunicación técnica, sin la relacionalidad propiamente humana (p. 173).

Su invitación es a (re)descubrir la relación con el otro como la que realmente existe, la que emerge de la relación dada, y no la que pensamos o imaginamos (tantas veces fuente de distorsiones cognitivas). A esta relación real Donati (2023) la llama il Terzo (el Tercero), que define como la relación entre el Yo y el Otro no como la ven ellos, sino como surge de hecho («la relazione fra Ego e Alter non come la vedono loro, ma come emerge di fatto») (p. 130).

Entonces sí que podemos decir que nos queda la palabra, que tendrá eco en el ambiente en que nos movemos, porque lo hemos sabido construir con libertad y respeto. En efecto, gracias a la humildad y a las demás virtudes cívicas sabremos descubrir el valor sinergético de las diferencias y no tiraremos a los demás nuestra opinión como un trapo sucio y mojado a la cara, provocando la escisión entre nosotros. Por el contrario, presentaremos nuestras ideas de forma atrayente y razonada. De ahí surgirán círculos concéntricos cada vez mayores y de más influencia social, un humanismo cívico que, según Donati (2023), será posible si conseguimos conectar lo humano y lo social a través de ese Terzo real subyacente a toda relación (p. 131).

Referencias

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1 DDR en alemán.

2 https://westminsterdeclaration.org/espanol

3 Para más detalles, ver a Gil (2022, p. 12 y ss.).