Ser o pertenecer: un falso dilema


Being or Belonging: A False Dilemma

Vanessa Kaiser

Fundación Logos, Hannah Arendt

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Resumen: Nuestro mundo común se forja en valores, principios, costumbres, moral, hábitos e instituciones, pero, enquistadas en las mismas raíces, encontramos falsedades que se entretejen, tensionando y en ocasiones fracturando nuestra relación con nosotros mismos y con el prójimo. Una de ellas es el dilema que se ha planteado desde un tipo de pertenencia a la comunidad que anula al ser o la realización del ser a costa de la sobrevivencia de la comunidad. Sintetizada, la tensión es entre el individuo y la comunidad. En el presente artículo nos hacemos cargo de mostrar, desde Hannah Arendt, la falsedad de dicho dilema. En sus palabras: «El ser es oscuro si no llega a la apariencia (ante los hombres: dokein), y la apariencia (ante los hombres) es débil si no llega a ser» (Arendt, 2002b, p. 29).

Palabras clave: ser, mundo como artificio, espíritu, libertad, comunidad, pluralidad, colectivismo, ideología.

Abstract: Tour common world is forged in values, principles, customs, morals, habits and institutions, but entrenched in the same roots, we find falsehoods that interweave, straining and sometimes fracturing our relationship with ourselves and with each other. One of these is the dilemma that has arisen from a type of community membership that overrides the self or the realization of the self at the cost of the survival of the community. Summarized, the tension is between the individual and the community. In this article we take it upon ourselves to show, from Hannah Arendt’s point of view, the falsity of this dilemma. In her words: «Being is obscure if it does not come to appearance (before men: dokein), and appearance (before men) is weak if it does not come to being» (Arendt, 2002b, p. 29).

Keywords: being, world as artifice, spirit, freedom, community, plurality, collectivism, ideology.

Introducción

Arendt desafía el falso dilema del que nos hacemos cargo en el presente análisis: si el individuo debe anularse para poder pertenecer a una comunidad o esta última debe sacrificarse en favor de la emergencia de sujetos cuya realización pone en jaque su existencia. No haber resuelto la tensión que representa este dilema es, desde nuestra perspectiva, una de las fisuras fundamentales de la cultura cristiana occidental.

Y es que, efectivamente, pareciera que históricamente solo se ha hecho el movimiento pendular entre la sumisión del individuo o la destrucción del mundo. En esta clave podemos interpretar las guerras realizadas por la grandeza o poderío de tal o cual sujeto y, como reacción, un avance de la colectivización en las comunidades cristianas, primero, y luego en las sociedades laicas. Prueba de ello son el éxito y avance incontrarrestables del progresismo en el marco de la política identitaria de todo tipo de antagonismos: hombres y mujeres, minorías sexuales y heterosexuales, indígenas y colonos, y una larga lista de colectivos que tensionan nuestras sociedades, anula las posibilidades de diálogo y deconstruyen los fundamentos de nuestra civilización. A pesar de que gran parte de dichos conflictos se hallaban resueltos —desde la igualdad en el voto hasta la integración de personas en todos los ámbitos de la vida e independientemente de su origen o cualquier otro rasgo físico o psíquico que no obedeciera a su mérito—, la nueva izquierda ha sabido revivir las tensiones y usarlas a su favor.

¿Cuál es el fundamento del éxito de la política identitaria? Nosotros sostenemos que es la vigencia del falso dilema. Por dar un ejemplo de fácil comprensión, los colectivos feministas creen, con la misma fe que lo hace un niño en Santa Claus, que existe algo llamado «patriarcado», es decir una forma de comunidad que a ellas las excluye impidiéndoles su realización. No es un argumento que, en ese mismo patriarcado, sean los hombres quienes han dado la vida por defenderlas cada vez que hay guerras, se quema el edificio o se hunde el barco; ellas son siempre las víctimas y otros —los hombres— los culpables de sus fracasos.

De ello se sigue, lógicamente, que el objetivo de toda feminista es la destrucción del patriarcado y la anulación de su enemigo, caricaturizado en la figura del hombre blanco heteropatriarcal. En el marco de la política identitaria es en este tipo de lógica amigo-enemigo que actúan los miembros de los colectivos. Su avance ha llegado al punto de habernos impuesto la cultura de la cancelación, que destruye toda individualidad bajo el pretexto de que el colectivo estaría en peligro ante una opinión disidente o políticamente incorrecta.

Con el objeto de introducir el análisis del falso dilema, cabe preguntarse: ¿a qué nos referimos con la realización del ser? O, más directamente, ¿qué es ser? Por otra parte, ¿qué es una comunidad o un colectivo y cuál es el vínculo entre los individuos que lo integran?

Ser y comunidad

La fenomenología arendtiana tiene por rasgo característico la observación de la realidad y, a partir de ella, el desarrollo del pensamiento y el juicio. Esa es la causa de que, a muchos, su teoría nos resulte tan cercana y clarificadora en el marco de fenómenos complejos de los que somos juez y parte. Comencemos por explicar, en términos arendtianos, lo que es una comunidad. Es evidente para cada uno de nosotros, que

siempre que se juntan hombres —sea privada, social o público-políticamente— surge entre ellos un espacio que los reúne y a la vez los separa. Cada uno de estos espacios tiene su propia estructura, que varía con el cambio de los tiempos y que se da a conocer en lo privado en los usos, en lo social en las convenciones y en lo público en las leyes, las constituciones, los estatutos y similares. Dondequiera que los hombres coinciden se abre entre ellos un mundo y es en este «espacio entre» (Zwischen-Raum) donde tienen lugar todos los asuntos humanos. (Arendt, 1997, pp. 142-143)

La pregunta por «el ser» nos conduce directamente a la libertad. Puesto que la necesidad, la contingencia y el accidente son los aspectos que comparten por igual todas las especies que habitan la tierra, el intento por distinguir lo específicamente humano, del «ser», necesariamente, implica una indagación sobre las actividades y las distintas esferas en que ellas se realizan. Esta indagación busca encontrar el lugar y la acción propios de la libertad, cuya realización, como veremos en adelante, es posible únicamente en el espacio existente entre los hombres, ya descrito en el párrafo anterior. Ello porque la libertad es, justamente, el opuesto a las necesidades que devienen del ciclo biológico y son, por tanto, inevitables.

La distinción entre las acciones cuya causa es la libertad y aquellas que nacen de la necesidad emerge de forma angustiosa en estos tiempos posmodernos, dado que uno de sus rasgos fundamentales estriba en la exigencia de la realización del ser que depende de la violación de aquello que nos está dado por naturaleza. Esta herramienta de deconstrucción es una de las formas que avanza la nueva izquierda para destruir nuestro mundo común. Resumido bajo el paraguas de la llamada ideología de género, el tipo de vida que esta promueve y avanza se funda en la idea de que el ser logra su realización cuando hace uso de la ciencia en contra de su propia naturaleza. Hablamos de la ideología de género que, como siempre ha sucedido con estas pseudofilosofías, logra imponerse con el autoengaño, la construcción de un discurso políticamente correcto y la correspondiente censura de los reaccionarios, el darwinismo social aplicado a las élites y, por supuesto, la adhesión irreflexiva del hombre masa.

Contrario a lo que sucede en el mundo de la necesidad, en su acción libre los hombres exceden el marco de su condición estrictamente animal, para construir un mundo común en que habitan no como extranjeros, sino como ciudadanos de un hogar que les acoge y del que ellos mismos se apropian durante el tiempo que les está dado de vida. La actividad libre de las constricciones que plantea la necesidad cobra características únicas, pues desaparece la instrumentalización propia de los criterios funcionalistas de medios y fines. Ello, debido a que la libertad no se realiza si sigue patrones o fines a través de mecanismos preestablecidos. En consecuencia, los efectos de una acción libre no resisten direccionalidad o su evaluación en términos de eficiencia, productividad, verdad o propósito. La realización del ser se desarrolla únicamente en la acción y se distingue, en palabras de Arendt, en que:

Mientras que la fuerza del proceso de producción queda enteramente absorbida y agotada por el producto final, la fuerza del proceso de la acción nunca se agota en un acto individual, sino que, por el contrario, crece al tiempo que se multiplican sus consecuencias; lo que perdura en la esfera de los asuntos humanos son estos procesos y su permanencia es tan ilimitada e independiente de la caducidad del material y de la mortalidad de los hombres como la permanencia de la propia humanidad. El motivo de que no podamos vaticinar con seguridad el resultado y fin de una acción es simplemente que la acción carece de fin. El proceso de un acto puede literalmente perdurar a través del tiempo hasta que la humanidad acabe. . . Actuar, en su sentido más general, significa tomar una iniciativa, comenzar . . . (conducir . . . gobernar) poner algo en movimiento. (1996, p. 79; 201)

Este espacio entre los hombres es el de la actividad libre, la vida de la polis, de lo común, que se desarrolla únicamente en el ámbito público. En él se gesta y desarrolla aquello que permanece sin disolverse a pesar del transcurso del tiempo, constituyendo un mundo no fungible, universal, marco de la vida activa —entendida como labor, trabajo y acción—. Su condición necesaria, aunque no suficiente, es la pluralidad, hecho que Arendt remarca como una condición humana; nadie es igual a cualquier otro que haya vivido, viva o vivirá. De modo que una de las características esenciales del mundo común o, en términos de la pensadora, artificio humano, es que es resultado de la actividad libre, es decir, de la realización del ser. Este es un proceso donde la vida misma trascurre fuera del ciclo de la naturaleza, cuyas dinámicas se establecen a partir del consumo de lo durable, desgastándolo hasta hacerlo desaparecer. En palabras de Arendt (1996),

la mortalidad del hombre radica en el hecho de que la vida individual, con una reconocible historia desde el nacimiento hasta la muerte, surge de la biológica. Esta vida individual se distingue de todas las demás cosas por el curso rectilíneo de su movimiento, que, por decirlo así, corta el movimiento circular de la vida biológica. La mortalidad es, pues, seguir una línea rectilínea en un universo donde todo lo que se mueve se hace en orden cíclico. (p. 31)

Las consecuencias que el pensamiento arendtiano tiene para el nazismo, el comunismo y, en especial, para la ideología de género son catastróficas. La identificación del ser con la libertad y el carácter rectilíneo de la biografía que da cuenta de nuestra condición de seres únicos e irrepetibles, capaces de quebrar con el ciclo de la vida biológica, nos lleva a la conclusión de que, las ideologías mencionadas promueven un «no ser». ¿Por qué? Porque subsumen la realización del espíritu a la condición biológica del individuo —raza, «igualdad» que reduce a los individuos a meros miembros de la especie y cuerpo/género—.

El énfasis de la ideología de género en el cuerpo —la liberación a partir de la escisión fisiológica que implica su destrucción— y la homogenización y destrucción del mérito fundada en la sexualidad nos muestra una radicalización de la anulación del ser, al menos en los términos aquí expuestos. En el extremo, lo que está en juego es la propia vida y es cada individuo el que la amenaza en sí mismo al adherir a las premisas de la ideología de género. Ya no es necesario un gobierno despótico para que año tras año se mutilen los cuerpos sanos de cientos de miles de niños, muchos de los cuales se arrepienten cuando ya es muy tarde. Estamos ante uno de los pilares más sólidos de la cultura de la muerte, denunciada por san Juan Pablo II (1995) en la encíclica Evangelium vitae:

Ya el Concilio Vaticano II, en una página de dramática actualidad, denunció con fuerza los numerosos delitos y atentados contra la vida humana. A treinta años de distancia, haciendo mías las palabras de la asamblea conciliar, una vez más y con idéntica firmeza los deploro en nombre de la Iglesia entera, con la certeza de interpretar el sentimiento auténtico de cada conciencia recta: «Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al Creador». (núm. 3)

En contraste con la cultura de la muerte, cuando el hombre excede las fronteras del ciclo natural, es decir, de su condición biológica, material, se transforma en un constructor del mundo en el que habita una pluralidad de personas con diversos tipos de vida. Por el contrario, el cuerpo y todo lo que pueda experimentarse con él, no tiene lugar en el mundo compartido, más que como el portador del ser que recibe una segunda vida: un bios politikos.1 Puesto que el dolor y el placer experimentados por el cuerpo, la salud o enfermedad, su mutilación o fortalecimiento, afectan únicamente al individuo y jamás pueden escapar a su estricta experiencia subjetiva y personal, es que en la teoría arendtiana no forma parte de la esfera de lo común. Además, físicamente, no existe una mayor distinción entre los miembros de la especie. En el marco corporal, todo rasgo individual se vuelve irrelevante.

Al contrario, el mundo creado por la acción en la que se realiza el ser desde el aporte de su perspectiva única —porque cada uno de nosotros ocupa un lugar único en el mundo— puede ser homologado con un hogar —es decir, un lugar— en el que los hechos, la acción y las cosas de los hombres cobran sentido. Este es resultado de la vida activa expresada a través de la palabra, el discurso y la memoria en el espacio público, donde lo «nuevo», que llega con cada nacimiento de un ser único e irrepetible, tiene oportunidad de aparecer y resplandecer frente a los igualmente libres que integran la comunidad. El sentido de las cosas es un sentido al mismo tiempo común e individual cuya realidad se funda en el espacio entre los individuos reunidos que Arendt nos explica en los siguientes términos:

Con el fin de que el mundo sea lo que siempre se ha considerado que era, un hogar para los hombres durante su vida en la Tierra, el artificio humano ha de ser el lugar apropiado para la acción y el discurso, para las actividades no sólo inútiles por completo a las necesidades de la vida, sino también de naturaleza enteramente diferente de las múltiples actividades de fabricación con las que se produce el mundo y todas las cosas que cobija. (1996, p. 191)

Las consecuencias políticas de la destrucción del mundo y del ser que le da sentido son dramáticas. Sin el artificio humano no tendríamos un espacio que nos albergue y «los asuntos humanos serían tan flotantes, fútiles y vanos como los vagabundeos de las tribus nómadas» (Arendt, 1996, p. 227). Cabe preguntar, ¿cuáles son las causas de dicha destrucción? Principalmente, la emergencia de ideologías totalitarias como el comunismo y el marxismo en el siglo pasado, y la ideología de género en la actualidad. Todas ellas destruyen el vínculo del humano consigo mismo y con el mundo, cercenando la capacidad de pensar a partir de la imposición de categorías biológicas e históricas en cuyo marco se destruye el mundo común. En síntesis, los igualmente libres son separados en categorías por su pertenencia a «razas», clases y «género»; es decir, ya no se trata del ser de cada persona, que se manifiesta en una acción, y cuya condición fundamental es estar libre de la necesidad y en el espacio de encuentro con sus pares, sino de ser etiquetado por ideologías que nos determinan con la misma fuerza que lo hace la naturaleza.

Esto es lo que sucede con el nacionalsocialismo alemán y su obsesión con la raza y con el marxismo y su distorsionada visión de la historia, supuesto resultado de la existencia de clases antagónicas. A las dos anteriores sumamos la ideología de género y su obsesión con reducir nuestra identidad a un antagonismo con el cuerpo y a la reducción de la identidad psicológica, mental, emocional y espiritual con la existencia o no de ciertos genitales. En clave arendtiana, podemos decir que el ser humano no es un ser sexual, pues ese aspecto de sí no lo distingue de los demás seres vivos. El mero cuerpo tampoco es capaz de oponer resistencia a su exterminio. En síntesis, el resultado para las tres ideologías es el mismo: personas reducidas a categorías en que se forman colectivos identitarios respecto de un enemigo común, donde la singularidad de cada persona desaparece, producto de un proceso de colectivización y en función de su instrumentalización política.

Cada sustrato ideológico tiene su particularidad y a cada categoría le siguen consecuencias políticas devastadoras para sus enemigos. La noción de raza de los nazis justificaba la necesidad de un Lebensraum, o ‘espacio vital’, y del aniquilamiento del pueblo judío. La noción de clase social de los comunistas legitima la revolución violenta y el asesinato de millones de personas que no responden a las dinámicas de la ley de la historia. Finalmente, la noción de género de los progresistas avanza no solo el fin de la cultura cristiana occidental, sino el exterminio, la esterilización y la mutilación de seres humanos a escalas nunca vistas.2

Así, desde la perspectiva de Arendt, solo podemos hablar de la acción en la que se manifiesta el ser cuando este se ha liberado de la necesidad a la que obliga del ciclo biológico y no responde a parámetros preestablecidos por categorías o en función de la instrumentalización política o económica del individuo. El extremo opuesto a este mundo común es el totalitarismo, cuyo rasgo más sobresaliente es la total nulidad de toda acción libre producto de que el aislamiento, primero, y el terror, después, destruyen los lazos entre las personas y el vínculo que cada cual tiene con la realidad. Se trata, por tanto, de un mundo en el que ha sido destruida la pluralidad, condición de la vida activa y origen del poder de la comunidad.

Las ideas planteadas esbozan un marco general del que deviene la posibilidad de entender la existencia humana como dos tipos de experiencias vitales completamente distintas. La primera, asociada a la esfera de la necesidad, puede ser de origen biológico o, en su reemplazo, ideológico. La segunda corresponde a aquellas actividades constitutivas de un ámbito público, espacio en el que el hombre actúa libre de sus necesidades y construye su hogar, significando el mundo común. Es en este espacio de libertad donde nuestra condición cobra su dimensión propiamente humana de pluralidad en que el ser individual se realiza y manifiesta, al aparecer, frente a los igualmente libres que conforman la comunidad. De ahí que, para la pensadora, el ser y la comunidad sean inescindibles, puesto que no hay profesor sin alumnos o artista sin espectador, lo mismo en prácticamente todas las formas de manifestación de la vida activa.

Desde Arendt, la falacia que nos ocupa muestra su total falsedad. La comunidad no subsiste sin los individuos —simplemente desaparece—, ni los individuos tienen posibilidad de realización de su ser único e irrepetible fuera de la comunidad, salvo excepciones como la del ermitaño o el eremita. La pregunta en la que es imperativo profundizar, para poner freno al avance de la cultura de la cancelación y sus dinámicas totalitarias hoy, es cómo operan las ideologías antes mencionadas en la destrucción del mundo común, así como la anulación de la singularidad del ser de sus habitantes.

¿Cuál es la sentencia política y cultural de la modernidad?…Un no lugar para los hombres3

La experiencia totalitaria nos enseña que la pluralidad puede ser destruida y que la violencia necesaria para la consecución de dicho fin opera en la esfera interior de los individuos o espíritu, cuya vida se mecaniza cuando pierden la facultad de pensar. Y es, precisamente, de una vida espiritual mecanizada el fundamento de la construcción del mundo como un no lugar. En él, las personas habitan en soledad como extranjeros y, por lo mismo, temerosas de la realidad. Este es el terreno propicio para que el faso dilema entre la realización del individuo y la existencia de la comunidad se transforme en dogma.

A partir de su adopción nos quedan solo dos opciones —ambas cuando menos tiránicas, sino totalitarias— para desarrollar nuestras vidas. En la primera, vivimos en el aislamiento propio de las tiranías, existiendo como átomos desligados de los demás, pero conservando cierta singularidad mientras no se imponga el totalitarismo. En la segunda, somos parte de colectivos cuya esencia es, precisamente, la de colectivizar a sus miembros, lo que significa destruir su capacidad de pensar y conferirles una falsa identidad asociada a determinismos biológicos o históricos.

En los párrafos que siguen analizamos las diferencias entre vida activa y tiranía con el objeto de comprender que la transformación del mundo en un hogar o en un no lugar depende de nosotros, de nuestra acción y realización con otros. En este marco es posible demostrar la falsedad del dilema en comento y aportar a la consciencia que nuestras posibilidades de realización y colaboración tienen, como única fuente, la acción que se desarrolla fuera de los determinismos biológicos o ideológicos. De ello se sigue que las promesas políticas de acervos colectivistas son posibles solo en mundos utópicos donde, como afirma el falso dilema, la anulación del ser sirve al fortalecimiento de la comunidad o viceversa, donde la destrucción de la comunidad es fuente de realización del ser.

Conviene referirse, brevemente, a los tiempos modernos y las características más evidentes del no lugar asociadas, principalmente, al ascenso de una sociedad omnipresente que disolvió tanto el ámbito público como el privado, para establecer leyes normalizadoras que permiten el control estatal y político sobre todos los individuos. Su resultado más brutal es la mecanización de la vida del espíritu o automatización —en términos de Arendt (1997, pp. 143-144)— que, desde la extinción del ámbito público y con él, de la acción libre, ha afectado la posibilidad de que los individuos aparezcan ante otros con una identidad siempre propia, diversa, y por ello, irrepetible. ¿Cuáles han sido las condiciones que la modernidad exacerbó mecanizando la vida del espíritu al punto que los individuos perdieron su capacidad de pensar y significar el mundo común, es decir, su vínculo con la realidad y el prójimo?

A juicio de Arendt (2002b), parte de los elementos constitutivos del no lugar está dada por los «hallazgos» de la psicología, siempre reducidos a «la monótona igualdad y la penetrante fealdad» que le caracterizan y «el contraste tan evidente con la variedad y riqueza de la conducta humana tal como se manifiesta abiertamente» (p. 59). La pensadora reflexiona sobre cómo la irrupción de la psicología ha condicionado la relación de los individuos consigo mismos de tal modo que no solo el pensamiento, sino muchas otras facultades del espíritu, como la espontaneidad, la creatividad, la resiliencia, han quedado cercenadas. Y, como hemos sugerido en los párrafos precedentes, si no existen dichas facultades, cuya manifestación natural es la de permitirnos una liberación de los determinismos y la consecuente realización del ser, quedamos reducidos a meros miembros de la especie incapaces de forjar un mundo común.

La mecanización de la vida del espíritu tiene en la base el conformismo que la sociedad moderna exige a cada uno de sus miembros. Estamos ante una exigencia social de renuncia a la libertad y a la acción a cambio de la satisfacción de necesidades biológicas o materiales. En el caso del nacionalsocialismo alemán, la promesa a cambio de la cual había que abandonarse a sí mismo y conformarse con el régimen totalitario era la de un avance sustantivo en el perfeccionamiento de la especie, mientras que el comunismo ofrece la utopía en la que nadie tendrá que esforzarse, porque cada cual recibirá según su necesidad y de cada uno se obtendrá según su capacidad. La ideología de género, por su parte, promete ahorrar las molestias de la pubertad y las dificultades propias de la identidad, confiriendo una etiqueta equivalente a un pasaporte identitario, promoviendo el financiamiento fiscal de las mutilaciones del cuerpo biológico y exigiendo privilegios y derechos basados en su nueva moral. Arendt (1996) afirma que es en las democracias modernas donde se encuentra la semilla que posibilita radicalización del colectivismo y la destrucción absoluta de la realización del ser, pues en su marco se

espera de cada uno de sus miembros una cierta clase de conducta, mediante la imposición de innumerables y variadas normas, todas las cuales tienden a «normalizar» a sus miembros, a hacerlos actuar, a excluir la acción espontánea o el logro sobresaliente. (p. 51)

A partir de lo planteado, puede afirmarse que el diagnóstico arendtiano de la Época Moderna apunta hacia los peligros que comporta la democracia y los condicionamientos culturales de la sociedad de masas para la libertad en la que los seres humanos trascienden a su ciclo biológico, dejan huella en el tiempo y aportan en conjunto con los igualmente libres a la permanencia del mundo común. En contraste, la democracia moderna es un no lugar en el que la sociedad se ha convertido en un todo unidimensional omniabarcante que puede ser considerada, simplemente, como un «conjunto de familias económicamente organizadas». Se trata de una especie de «administración doméstica colectiva». En contraste, la polis griega relegaba los asuntos domésticos a la esfera privada, es decir, eran calificados como un asunto familiar (Arendt, 1996, p. 42). En palabras de Arendt (1996), la diferencia entre la mecánica «igualdad» establecida en los tiempos modernos y la igualdad de la polis griega se observa en que en la Antigüedad:

Pertenecer a los pocos «iguales» . . . significaba la autorización de vivir entre pares; pero la esfera pública, la polis, estaba anclada de un espíritu agonal, donde todo individuo tenía que distinguirse constantemente de los demás, demostrar con acciones únicas o logros que era mejor. . . . Dicho en otras palabras, la esfera estaba reservada a la individualidad; se trataba del único lugar donde los hombres podían mostrar real e invariablemente quiénes eran. En consideración a esta oportunidad, y al margen del afecto a un cuerpo político que se la posibilitaba, cada individuo deseaba más o menos compartir la carga de la jurisdicción, defensa y administración de los asuntos públicos. (p. 52)

A juicio de la pensadora, en el marco cultural de la polis griega, la acción de los hombres se desarrollaba en torno a un compromiso que permitía el establecimiento y preservación de los cuerpos políticos, creando las condiciones para el recuerdo, es decir, el espacio para la historia. La relevancia de las consecuencias que traía consigo la acción libre de los igualmente libres está dada en que, a partir de ella, se establecían los caracteres permanentes del mundo, es decir, el artificio humano que supera «el tiempo vital de los hombres mortales» (Arendt, 1996, p. 52). Este es el punto neurálgico que distingue al hogar del no lugar. Mientras en el primero los hombres superan la esfera biológica del ciclo natural, en la que no se distinguen de las demás especies —gracias a su habilidad propia de la condición humana «para trascender y para alienarse de los procesos de la vida» (Arendt, 1996, p. 129)—, en el no lugar, el individuo queda reducido a su condición de mero animal terrestre.

En contraste, el hogar puede ser definido como aquel mundo común «en que nos adentramos al nacer y dejamos al morir. Trasciende a nuestro tiempo vital tanto hacia el pasado como hacia el futuro; estaba allí antes de que llegáramos y sobrevivirá a nuestra breve estancia». Arendt (1996) nos advierte que «tal mundo común solo puede sobrevivir al paso de las generaciones en la medida que aparezca en público. La publicidad de la esfera pública es lo que puede absorber y hacer brillar a través de los siglos cualquier cosa que los hombres quieran salvar de la ruina del tiempo» (p. 64).

La importancia del carácter duradero del mundo está dada en su función estabilizadora de la vida humana que funda un sentido de realidad unificador de la especie a través del cual el individuo singular puede realizar su identidad, la cual depende de una suerte de macrocosmos que deviene del artificio humano. El macrocosmos —constituido por la historia, tradiciones, instituciones, autoridad y hábitos— es el resultado de la reunión intergeneracional en la acción que permite significar el mundo frente a la subjetividad de las necesidades y particularidades de cada persona. Actualmente, el desafío que comporta la ideología de género radica en la exacerbación de la subjetividad individual desde la cual no es posible el establecimiento de un mundo común, resultado de la habilidad de los seres humanos para

producir cosas —trabajo, actos y palabras— que merezcan ser, y al menos en cierto grado lo sean, imperecederas con el fin de que, a través de dichas cosas, los mortales encuentren su lugar en un cosmos donde todo es inmortal a excepción de ellos mismos. Por su capacidad de realizar actos inmortales, por su habilidad en dejar huellas imborrables, los hombres, a pesar de su mortalidad individual, alcanzan su propia inmortalidad y demuestran ser de naturaleza «divina». (Arendt, 1996, p. 31)

Retomando la distinción entre hogar y no lugar, y habiendo establecido los caracteres esenciales del hogar en tanto artificio humano, corresponde profundizar en los elementos característicos del no lugar. Ello se hará a partir de su forma histórica más evidente: la tiranía y, más recientemente, los regímenes totalitarios.

Cuando se compara la vida humana que se desarrolla en el hogar con aquella que completa su ciclo biológico bajo una tiranía, es posible hacer una primera distinción esclarecedora a partir de las dinámicas de poder que se dan en ambas experiencias. En la tiranía, el aislamiento de todos, gobernantes y gobernados, tiene un efecto de atomización que anula la existencia de toda posibilidad de poder, entendido por Arendt (1996) como un fenómeno que se da únicamente en el espacio de aparición entre los hombres «agrupados por el discurso y la acción» (p. 222). Ante la dispersión del grupo, todo poder desaparece. Así, el poder responde únicamente a su realidad, no siendo posible almacenarlo ni mantenerlo, pues es el resultado de la vida activa y el fundamento del ámbito público. El poder como la actividad y la libertad son propios de dicho ámbito, pues tienen en común el hecho de que su realidad está dada por la unión de palabra y acto, donde, a diferencia de la tiranía, las palabras no están vacías, no «se emplean para velar intenciones, sino para descubrir realidades, y los actos no se usan para violar y destruir sino para establecer relaciones y crear nuevas realidades» (Arendt, 1996, p. 223).

A diferencia de toda otra actividad realizada por el hombre, la palabra solo tiene sentido entre seres humanos interrelacionados libremente, lo que, según la descripción hecha en lo párrafos antecedentes, quiere decir: fuera del ámbito de la necesidad y en condición de igualdad.4 Esto explica que bajo una tiranía puedan desarrollarse las labores y el trabajo, pues dichas actividades no requieren del discurso ni de la libertad, y el hombre se encuentra dentro del ciclo de la vida biológica, vuelto sobre sí mismo, concentrado en el consumo y la producción, quedando «apresado en su metabolismo con la naturaleza sin trascender o liberarse del repetido ciclo de su propio funcionamiento» (Arendt, 1996, p. 124). Tanto en la tiranía como en la sociedad de masas y, más recientemente, bajo la política identitaria, los hombres en los colectivos no son más que una agregación de fuerzas aisladas que no pueden ver ni oír a los demás, como tampoco ser vistos y oídos por ellos. Ante la ausencia del artificio humano, todos

están encerrados en la subjetividad de su propia experiencia singular, que no deja de ser singular si la experiencia se multiplica innumerables veces. El fin del mundo común ha llegado cuando se ve sólo bajo un aspecto y se le permite presentarse únicamente bajo una perspectiva. (Arendt, 1996, p. 67)

Así, el hombre en el no lugar es un ser doméstico cuya identidad queda reducida a la esfera privada. En contraste con la vida activa propia del artificio humano, en la tiranía y los colectivos el individuo experimenta su realización en una existencia privada, lo que significa la anulación de la pluralidad, dado que nadie puede ser visto y oído por los demás. Para ejemplificar con mayor precisión la estructura del no lugar y los efectos que esta tiene sobre la vida humana, en los párrafos que siguen describimos las condiciones materiales y dinámicas de interrelación en un régimen totalitario, expresión de la radicalización de las condiciones descritas en los casos de la tiranía, los colectivos y la sociedad de masas.

Los totalitarismos constituyen un fenómeno específicamente moderno5 que se caracteriza por la condición de soledad absoluta en que se encuentran los hombres (la cual solo se cristaliza una vez que la vida del espíritu se ha mecanizado absolutamente) y por la ausencia de la única libertad posible; la libertad política que resulta del pensar y de la acción; del aparecer ante otros y comenzar una acción en comunión con otros. Pero si la libertad «se identifica con el hecho de que los hombres nacen y que por eso cada uno de ellos es un nuevo comienzo» (Arendt, 2011, p. 625), la pregunta que cabe hacerse es ¿cómo puede llegar a reducirse dicha libertad hasta su total eliminación? Es decir, ¿cómo sucede que dicho comienzo se apague y devenga simplemente en un estar ahí, en el no lugar?

Como ya afirmara Arendt, uno de los elementos distintivos del no lugar lo constituye el hecho de que los individuos viven en soledad, lo que para ella se traduce en una privación de toda compañía humana, incluyendo la propia. Ello a diferencia de la solitud que dice relación con el hecho de estar con uno mismo, «característica fundamental de la vida del espíritu».6 Los habitantes del no lugar ni siquiera gozan de la posibilidad de acompañarse a sí mismos, pues han entregado, incluso, su libertad íntima que Arendt (2011) identifica con «la capacidad de comenzar, de la misma manera que la libertad como realidad política se identifica con un espacio de desplazamiento entre los hombres» (p. 633). ¿Cómo es posible esta transformación y cuáles son las consecuencias para el hogar, artificio humano, espacio de la vida activa?

La respuesta que Arendt desarrolla en Los orígenes del totalitarismo se fundamenta en la existencia de las ideologías que se establecen en torno a tres elementos: la reivindicación de una explicación total, una emancipación de la realidad percibida por los cinco sentidos y la existencia de una verdad que, para su comprensión, exige de un sexto sentido. Este, en ausencia del pensamiento y del juicio común, se reduce a los dictados morales de una sociedad que se yergue a partir de un sentido común atrofiado en que los criterios tradicionales se han perdido y no son válidos en tanto «reglas generales bajo las cuales puedan subsumirse todos o la mayoría de los casos particulares» (Arendt, 2008, p. 116).

Para efectos del análisis del dilema en comento, nos interesa esbozar el modo en que los dictados morales destruyen el espíritu y se imponen desde dinámicas impartidas por los adalides de la nueva moral que, en su obsesión revolucionaria, no quieren cambiar el mundo, sino mudar la naturaleza humana misma. En palabras de la pensadora:

lo que tratan de lograr las ideologías totalitarias no es la transformación del mundo exterior o la transmutación revolucionaria de la sociedad, sino la transformación de la misma naturaleza humana. . . . Y la cuestión no es el sufrimiento . . . ni el número de víctimas. Lo que está en juego es la naturaleza como tal, y aunque parezca que estos experimentos no lograron transformar al hombre, sino solo destruirle, cuando una sociedad en la que la banalidad nihilista del homo homini lupus es consecuentemente realizada, es preciso tener en cuenta las necesarias limitaciones de una experiencia que requiere de control global para mostrar resultados concluyentes. (Arendt, 2011, p. 615)

Los dictados morales de ideologías como el marxismo y el nacionalsocialismo y, más recientemente, la ideología de género, se instalan en la mente de cada ser humano a partir de métodos demostrativos, los cuales se sirven de la lógica, haciendo abstracción de la realidad. Su inicio está dado por «una premisa axiomáticamente aceptada» (Arendt, 2011, p. 631) como la existencia de «razas superiores», clases moribundas o, actualmente, niños que nacen en cuerpos equivocados. Estas premisas desarraigan a los individuos del mundo, negando su experiencia sensible como argumento válido e incluso suplantándola, tergiversándola o como recomienda Gramsci, resignificándola.

Ejemplos de lo anterior son la consideración nazi de que algo denominado «raza» haría la diferencia entre personas «superiores» e «inferiores»; los postulados marxistas según los cuales había que ayudar a avanzar a la historia, precipitando la destrucción de clases moribundas, es decir, el asesinato de todos sus miembros; y, en el marco de la ideología de género, borrar de la experiencia humana la heterosexualidad, la familia y deconstruir las categorías binarias, siendo su principal enemigo el hombre blanco heteropatriarcal. En todos estos casos se destruye la confianza interpersonal y se declara la guerra al interior de las sociedades, destruyendo el mundo común.

Es así como los sujetos se aíslan unos de otros al punto que cortan el vínculo con el mundo, perdiendo el sentido común y su posibilidad de realización. Una vez aceptada la premisa solo hay que dejar que esta siga su propia lógica para que los individuos se terminen adhiriendo a la ideología de turno, sea cual sea la aberración que sostenga. Y es que la lógica tiene una fuerza incontrarrestable sobre el espíritu. En palabras de Arendt (2011):

La única capacidad de la mente humana que no precisa ni del sí mismo ni del otro ni del mundo para funcionar con seguridad, y que es independiente de la experiencia como lo es el pensamiento, es la capacidad de razonamiento lógico cuya premisa es lo evidente por sí mismo. Las normas elementales de la evidencia convincente, la verdad de que dos y dos son cuatro, no pueden ser pervertidas ni siquiera por las condiciones de soledad absoluta. Esta es la única «verdad» fidedigna en la que pueden apoyarse los seres humanos una vez que han perdido su garantía mutua, el sentido común, lo que los hombres necesitan para experimentar y vivir y conocer su camino en un mundo común. Pero esta verdad se encuentra vacía, o más bien no es una verdad en absoluto, porque no revela nada (definir la consistencia como verdad, tal como hacen algunos modernos lógicos, significa negar la existencia de la verdad). (p. 638)

Para instaurarse como tirano de la libertad íntima, la ideología requiere de la fuerza que resulta de un necesario proceso de violencia; en nuestra interpretación, la violencia del discurso políticamente correcto, al que se somete el futuro habitante del no lugar. Todo ser humano es habitante del no lugar una vez mecanizada su vida espiritual. Este hecho prueba la falsedad del dilema en comento, puesto que no es el individuo pensante, capaz de emitir un juicio propio y de aportar al mundo común, el que ha perdido las facultades para pertenecer a una comunidad. Por el contrario, lo es el sujeto colectivizado, reducido a un haz de reacciones que responde mecánicamente a los incentivos y desincentivos del sistema que destruye el espacio de encuentro entre los igualmente libres. Puesto que la comunidad es resultado de la acción libre, un individuo ideologizado es, naturalmente, un habitante del no lugar.

La violencia ideológica fundada en la palabra y el castigo de la cancelación, la funa y el oprobio público elimina la convicción del individuo como motivo para la acción, anulando su ser. Su operatividad práctica se caracteriza por el mecanicismo totalitario y omnipresente de la repetición constante de la lógica que sigue a los axiomas, cuya persistencia no acaba, ni siquiera, cuando ha logrado despojar a cada nuevo habitante (antes de su segundo nacimiento, de recibir su bios politikos) de la libertad de pensar por sí mismo. La proscripción de cualquier tipo de contradicción que pueda interrumpir el desarrollo lógico de un axioma cambia la libertad «inherente a la capacidad de pensar del hombre por la camisa de fuerza de la lógica, con la que el hombre puede forzarse a sí mismo tan violentamente como si fuera forzado por algún poder exterior» (Arendt, 2011, p. 629). Es entonces cuando se ha destruido la pluralidad, el hecho de que somos todos igualmente únicos e irrepetibles, condición esencial de la vida activa. Cabe preguntar, ¿cuáles son los efectos políticos y por qué podrían, quienes detentan el poder, querer destruir la pluralidad a partir de la colectivización que produce una soledad tan radical que, por haber perdido la capacidad de pensar y estar atrapado en la camisa de fuerza de la lógica, el individuo ni siquiera puede acompañarse a sí mismo?

La respuesta de Arendt (1996) es descriptiva: donde los hombres están solos (ni siquiera en su propia compañía), el poder político, distinto de la violencia política, carece de realidad, pues este se realiza en aquel lugar de aparición «donde palabra y acto no se han separado, donde las palabras no están vacías y los hechos no son brutales» (p. 223). En una comunidad carente de poder, nadie opone resistencia ante el avance del terror totalitario, los individuos viven en soledad e «impotencia». El rol que juega el miedo en el espíritu del ser humano cobra ribetes monstruosos, operando como móvil que le inmoviliza en sus relaciones con otros. Así, inversamente a lo planteado por Hobbes en su obra Leviatán, libertad y miedo se excluyen mutuamente, pues el miedo tiene por función mantener a los seres humanos aislados e impotentes. ¿El resultado? Un colectivo, es decir, una mera agregación de individuos fácil de dominar y dirigir; un gobierno que no encuentra resistencia sobre gobernados, los cuales no solo carecen de espacio común, sino que, además, por su desarraigo de las experiencias sensibles y la mecanización de su vida espiritual, ya no sufren las condiciones impuestas en el no lugar. Se han acostumbrado, adaptado y conformado.

En definitiva, el sujeto que se mecaniza como resultado de la lógica que sigue a los axiomas propios de cada ideología destruye el pensamiento, y con él, otras facultades espirituales que son la base de su singular realización. Y es que la lógica propia de las ideologías exige una total ausencia de contradicciones y de convicciones. Otro rasgo típico de estas ideologías es el uso de estereotipos antagónicos, como, burgués/proletario, sangre/suelo (referencia a razas puras/impuras), y más recientemente, en el marco de la ideología de género, mujer/hombre blanco heteropatriarcal.

Sobre la base de estos estereotipos, el discurso ideológico construye frases hechas que reemplazan el propio juicio y se repiten monótonamente en el no lugar como pseudodiscurso, con el fin de mantener activo el antagonismo del que se nutre el sistema totalitario. Ejemplos son «el motor de la historia es la lucha de clases», «la vida no perdona la debilidad», «el violador eres tú» o «nacido en el cuerpo equivocado». Estas frases se transforman en lemas intransables, llamados a la movilización del humano reducido a un mero cuerpo, efecto de un antagonismo artificioso, que adhiere a lo convencional, es decir, a los códigos de conducta establecidos. Estos códigos cumplen la función socialmente reconocida de protegerles frente a la realidad, entendida como aquel estar en el mundo para el cual es necesaria la «atención pensante» sobre «los acontecimientos y hechos en virtud de su existencia» (Arendt, 2002b, p. 30).

Una vez eliminada la capacidad de convicción resultante del pensamiento y de la percepción que los sentidos han captado del mundo exterior, ha nacido el individuo colectivizado y fanático, dispuesto a todo. Ha nacido

un siervo obediente del movimiento histórico o natural, [que] tiene que eliminar del proceso no solo la libertad en cualquier sentido específico, sino la misma fuente de la libertad que procede del nacimiento del hombre y reside en su capacidad de lograr un nuevo comienzo (Arendt, 2011, p. 625).

En definitiva, la pérdida de vida con uno mismo se cristaliza en una anulación de la condición humana, pues al quedar los hombres reducidos a la condición de seres no pensantes, meros cuerpos sumidos en el ciclo biológico y la necesidad, ha sido destruida su facultad interrogativa. De ahí en adelante la merma espiritual es evidente. Ante la incapacidad de cuestionar, los axiomas de la ideología transforman al individuo en una marioneta del poder. Y es que, tal como plantea Arendt (2002b), «los principios a partir de los que se actúa y los criterios a partir de los cuales se juzga y se conduce la vida dependen, en última instancia, de la vida del espíritu» (p. 93).

Conclusiones

Desde la mirada arendtiana, solo donde existe espacio entre los igualmente libres que actúan y, en consecuencia, viven en un mundo común, es posible la realización del individuo, de su ser singular. Al mismo tiempo, se fortalece la comunidad en cuyo marco sus miembros trascienden al ciclo biológico. ¿Y cómo se fortalece? Cada uno de sus miembros, en la medida que aporta su juicio y perspectiva desde la realización de su ser único e irrepetible, enriquece a todos los demás fortificando su vínculo con la realidad y, como resultado, aportando al juicio político que lleva a la acción que trasciende. Es en esa trascendencia donde la comunidad hunde sus raíces profundamente hacia el pasado y extiende su destino común hacia el futuro. En palabras de Arendt (2008):

Aquí de lo que se trata más bien es de darse cuenta de que nadie comprende adecuadamente por sí mismo y sin sus iguales lo que es objetivo en su plena realidad porque se le muestra y manifiesta siempre en una perspectiva que se ajusta a su posición en el mundo y le es inherente. Solo puede ver y experimentar el mundo tal como este es «realmente» al entenderlo como algo que es común a muchos, que yace entre ellos, que los separa y los une, que se muestra distinto a cada uno de ellos y que, por este motivo, únicamente es comprensible en la medida en que muchos han hablado entre sí sobre él, intercambian sus perspectivas. . . . Vivir en un mundo real y hablar sobre él con otros son en el fondo, lo mismo, y a los griegos la vida privada les parecía «idiota» porque le faltaba esta diversidad del hablar sobre algo y, consiguientemente, la experiencia de cómo van verdaderamente las cosas en el mundo. (p.174)

Siempre estamos en un punto entre el pasado y el futuro. Esa es la razón por la que, actualmente, el victimismo promovido por la ideología de género y a partir de los incuestionables axiomas de la política identitaria, sus activistas e ideólogos se esmeren en destruir toda nuestra relación con el pasado bajo la excusa de que sería condenable y ninguno de los pilares de nuestra cultura tendrían algo que aportar a las nuevas generaciones. Es otra de las formas en que se socava el triunfo de la democracia representativa y el libre mercado, nuestro mundo común, ese supuesto fin de la historia del que habló Fukuyama tras la derrota del comunismo en Occidente.

La reunión de individuos sin raíces comunes, colectivizados por la ideología de turno, mecanizados hasta el punto de ser incapaces de pensar, los transforma en una masa de individuos disgregados, fácilmente manipulables y adoctrinables. Estamos ante sujetos atrapados en la camisa de fuerza de la lógica que se funda en axiomas falsos solo creíbles por quienes carecen de todo tipo de vínculo con la realidad. ¿O acaso no es una falsedad absoluta afirmar que existen razas y clases moribundas, o que la mujer —siempre resguardada y cuidada ante las guerras, accidentes y desastres naturales— es una víctima de los hombres, todos opresores por el mero hecho de haber nacido? Las consecuencias de la adhesión a las ideologías fundadas en el tipo de axiomas que hemos descrito para el caso del comunismo, el nazismo y —nosotros agregamos— la ideología de género, son descritas por Arendt (2011) en los siguientes términos:

El terror es la realización de la ley del movimiento; su objetivo principal es hacer posible que la fuerza de la naturaleza o la historia discurra libremente a través de la humanidad sin tropezar con ninguna acción espontánea. Como tal, el terror trata de «estabilizar» a los hombres para liberar a las fuerzas de la naturaleza o de la historia. Es este movimiento el que singulariza a los enemigos de la humanidad contra los cuales se desata el terror, y no puede permitirse que ninguna acción u oposición libres puedan obstaculizar la eliminación del «enemigo objetivo» de la historia o de la naturaleza, de la clase o de la raza. La culpa y la inocencia se convierten en nociones sin sentido; «culpable» es quien se alza en el camino del proceso natural o histórico que ha formulado ya un juicio sobre las «razas inferiores», sobre los «individuos no aptos para la vida», sobre las «clases moribundas y los pueblos decadentes». El terror ejecuta estos juicios, y ante su tribunal todos los implicados son subjetivamente inocentes; los asesinados porque nada hicieron contra el sistema, y los asesinos porque realmente no asesinan, sino que ejecutan una sentencia de muerte pronunciada por algún tribunal superior. Los mismos dominadores no afirman ser justos o sabios, sino sólo que ejecutan un movimiento conforme a su ley inherente. El terror es legalidad si la ley es la ley del movimiento de alguna fuerza supranatural, la naturaleza o la historia. (p. 623)

En definitiva, el dilema «individuo versus comunidad» ha probado ser falso, lo que echa por tierra parte importante de la extorsión emocional que se despliega cada vez que se manifiestan ideas como el beneficio propio, el bien individual o la persecución de los propios intereses. Por el contrario, observamos que la causa de la destrucción del mundo común y de la pluralidad humana que es su condición, es el colectivismo y su adoctrinamiento ideológico y no el cumplimiento del mandato de amar al prójimo como a sí mismo, tan vapuleado por los colectivistas que abogan por la destrucción del individuo y la homogenización de su singularidad. Es a partir de la mecanización de la vida del espíritu que el mundo, hogar de la diversidad humana, cobijo para cada uno de los igualmente libres que lo habitan, se transforma en un no lugar.

Finalizamos con la propuesta arendtiana de cambiar la pregunta de Leibniz, Schelling y Heidegger de un ¿por qué existe algo y no más bien la nada?, a «¿por qué hay alguien y no más bien nadie?. . . . O también: ¿por qué existimos en plural y no en singular?» (Arendt, 1955/2002a, p. 507).

Referencias

Arendt, H. (1996). La condición humana. Paidós.

Arendt, H. (1997). La promesa de la política. Paidós.

Arendt, H. (2002a). Diario filosófico. Herder. (Originalmente publicado en 1955).

Arendt, H. (2002b). La vida del espíritu. Paidós.

Arendt, H. (2008). La promesa de la política. Paidós.

Arendt, H. (2011). Los orígenes del totalitarismo. Alianza Editorial.

Derechos de Autor (c) 2023 Vanessa Kaiser

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1 A partir de la acción y el discurso, ambos innecesarios en la aldea y la familia, pues su fin estaba destinado a la producción de lo necesario para la vida biológica, «el nacimiento de la ciudad-Estado significó que el hombre recibía además de su vida privada, una especie de segunda vida, su bios politikos» (Arendt, 1996, p. 39).

2 «Cada año se provocan cerca de 73 millones de abortos en todo el mundo» (Organización Mundial de la Salud, 2021).

3 El concepto de no lugar es una distinción de mi autoría que se explicará en el desarrollo del presente análisis.

4 Arendt explica que en la polis griega la riqueza privada se convirtió en condición para ser admitido en la vida pública, no porque su poseedor estuviera entregado a acumularla, sino por el contrario: debido a que se aseguraba, con razonable seguridad, «que su poseedor no tendría que dedicarse a buscar los medios de uso y de consumo y quedaba libre para la actitud pública» (Arendt, 1996, p. 223).

5 Es distinto de la tiranía, puesto que allí «donde [el totalitarismo] se alzó con el poder, desarrolló instituciones políticas enteramente nuevas y destruyó todas las tradiciones sociales, legales y políticas del país. Fuera cual fuera la tradición específicamente nacional o la fuente espiritual específica de su ideología, el gobierno totalitario siempre transformó a las clases en masas, suplantó el sistema de partidos no por la dictadura de un partido, sino por un movimiento de masas, desplazó el centro del poder del ejército a la policía y estableció una política exterior abiertamente encaminada a la dominación mundial» (Arendt, 2011, p. 616).

6 «A este estado existencial en que uno se hace compañía a sí mismo lo llamo “solitud” (solitude) para distinguirlo de la “soledad” (loneliness), donde uno se encuentra solo, pero privado de compañía humana y también de la propia compañía» (Arendt, 2002b, p. 96).