Domingo de Soto y la libertad


Domingo de Soto and Freedom

José Carlos Martín de la Hoz

Academia de Historia Eclesiástica, Madrid

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Resumen: Domingo de Soto, discípulo de Francisco de Vitoria y fundador de la escuela de Salamanca, renovó muchos campos de la teología católica e influyó en los textos del Concilio de Trento. Seguidamente, nos referiremos a su concepto de libertad clave en su antropología.

Palabras clave: Domingo de Soto, escuela de Salamanca, libertad.

Abstract: Domingo de Soto, disciple of Francisco de Vitoria and founder of the School of Salamanca, renewed many fields of Catholic theology and influenced the texts of the Council of Trent. Next, we will refer to his key concept of freedom in his anthropology.

Keywords: Domingo de Soto, School of Salamanca, freedom.

Introducción

El pensamiento de la escuela de Salamanca y, especialmente, el de uno de sus autores más renombrados, Domingo de Soto O. P. (1494-1560), sigue iluminando la vida de la Iglesia y de la cultura de nuestro tiempo, pues los intelectuales de aquel tiempo supieron llegar a una síntesis de fe y razón transformante en una época en la que pusieron en marcha la verdadera reforma de la Iglesia. Es decir, devolvieron al pensamiento cristiano todo el vigor y la creatividad que contiene (Saranyana, 2020, pp. 203-205).

Francisco de Vitoria O. P. (1483-1546) abrió camino en su tiempo con su paso del nominalismo al tomismo realista. Asimismo, impuso en Salamanca como libro de texto de las facultades de teología a la Suma teológica del Aquinate, y rejuveneció las Relecciones teológicas como lecciones públicas junto con las «quodlibetales» que ilusionaron y dinamizaron al conjunto de la universidad con los grandes problemas teológicos de su tiempo y, por supuesto, llevaron la dignidad de la persona humana al centro del debate de la conquista y evangelización de América (López de Palacios Rubios, 1516/2013).

Mientras tanto, Domingo de Soto marchaba al Concilio de Trento, encauzaba los debates teológicos, alumbraba con su claridad de ideas las diatribas sobre la naturaleza y la gracia en las constituciones tridentinas, y sobre todo, escribía los grandes tratados que el momento requería para ordenar las cabezas y lanzar a la Iglesia española a la evangelización del mundo nuevo y el antiguo (Cuesta Domingo, 2008).

Indudablemente, los miembros de la reforma salmantina fueron la vuelta a las fuentes; Sagrada Escritura y tradición en el magisterio de la Iglesia, la lectura directa de la teología y la filosofía de santo Tomás de Aquino, la aplicación de la razón a los problemas del momento. El resultado fue patente: brillaron las actas del Concilio de Trento, la fe cristiana en América, Asia y África y devolvieron a Europa y, especialmente, al antiguo imperio germano, la fe renovada de Jesucristo tras el embate del luteranismo (Belda, 2000, pp. 183-198).

Volver al Siglo de Oro en el que la teología, la filosofía, el derecho, la ciencia, la moral y la economía caminaban de la mano en una maravillosa síntesis de fe, de vida y de horizontes grandiosos, nos ayudará a realizar una nueva fecundación de nuestro tiempo para abordar los retos de la civilización y la cultura de este arranque del siglo XXI que se encamina, a grandes pasos, a su primer tercio (Juan Pablo II, 1982).

Finalmente, debemos recordar que uno de los frutos de la escuela de Salamanca fue un método teológico que llegó hasta el Concilio Vaticano II y que sigue estando presente, de alguna manera, en los grandes teólogos de la actualidad. Ese método consistía en la armonía de la Sagrada Escritura, la tradición, el magisterio, los grandes teólogos, las colecciones de cánones del derecho civil y eclesiástico, las vidas de los santos y la historia. La conjunción de los argumentos de autoridad y de razón fueron compendiados por Melchor Cano y siguen siendo pauta para el buen quehacer teológico (Cano, 2006).

Domingo de Soto y la escuela de Salamanca

Precisamente, en estos días el papa Francisco (2023), volviendo a la teología de la creación y a las leyes de la naturaleza, ha pedido un dominio de la naturaleza análogo al realizado por Dios Nuestro Señor. Esa fue la argumentación del maestro Domingo de Soto tanto cuando fue catedrático de Artes en Alcalá, como cuando lo fue de Prima y de Víspera en Teología en Salamanca.

Recuerda el tratado de la creación que el reino mineral da gloria a Dios con su sola presencia en el mundo, el reino vegetal con su florida y creciente actitud y el reino animal, con su vivificante movimiento tan variado y multiforme. Finalmente, el reino hominal da gloria a Dios con el ejercicio de su libertad. Indudablemente, este esquema clásico que acabamos de describir ayudará a los que han contemplado la estructura íntima de la materia o han estudiado un cultivo bacteriano, pues la vida elemental y las estructuras de la materia son maestras para ilustrar la inmensa belleza de la creación microscópica. Así pues: ¡Qué no será la creación macroscópica!

Desde el pontificado de Benedicto XVI se ha hablado mucho de la vía de la belleza como camino para la nueva evangelización y, por supuesto, como camino para la profundización en el propio mensaje cristiano y, por tanto, en la antropología que aportaron los grandes pensadores del siglo XVI el tiempo del humanismo y del arte renacentista, fundamentales de aquel periodo, es el redescubrimiento del valor de la creatividad (Benedicto XVI, 2011).

Precisamente, la belleza con la que Domingo de Soto proponía la teología de santo Tomás radica en la unidad y armonía entre teología, filosofía y derecho sobre la base de la dignidad de la persona humana. Concepto repetido por santo Tomás y hecho bandera por los salmantinos: «Todo lo que procede de la gracia, no anula el derecho humano que procede de la razón natural» (Aquino, 2023).

De hecho, el papa Benedicto XVI (2010) lo afirmaba de este modo:

La gracia divina no anula, sino que supone y perfecciona la naturaleza humana. Esta última, de hecho, incluso después del pecado, no está completamente corrompida, sino herida y debilitada. La gracia, dada por Dios y comunicada a través del misterio del Verbo encarnado, es un don absolutamente gratuito con el que la naturaleza es curada, potenciada y ayudada a perseguir el deseo innato en el corazón de cada hombre y de cada mujer: la felicidad. Todas las facultades del ser humano son purificadas, transformadas y elevadas por la gracia divina. (párr. 7)

Una de las características de la teología renovada de Salamanca fue el concepto de dignidad de la persona humana y, dentro de él, el valor del don de Dios de la libertad. A ese don vamos a referirnos en las siguientes páginas, pues la libertad es un don de Dios al hombre y el motor de su constante maduración y enriquecimiento personal.1 Precisamente, en la audiencia de Benedicto que acabamos de citar sobre santo Tomás, el santo padre citará un texto de san Juan Pablo II que resulta capital en nuestros días:

Para el futuro de la sociedad y el desarrollo de una sana democracia, urge pues descubrir de nuevo la existencia de valores humanos y morales esenciales y originarios, que derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por tanto, que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden crear, modificar o destruir, sino que deben solo reconocer, respetar y promover. (Juan Pablo II, 1987, n. 71)

Un ejemplo bastará para entender la importancia de la libertad humana como uno de los grandes valores de la humanidad. Actualmente, nos recuerda Juan Pérez Soba (2023), las virtudes se caracterizan por entenderse como el fruto acendrado de la donación incondicionada de uno mismo a Dios y a los demás. Es lógico que el planteamiento de «hábito operativo bueno» haya sido ampliado y actualizado, pues la fuerza de la libertad tiene un valor incalculable y unas consecuencias inimaginables: «el fundamento afectivo de la virtud es el que corrige este error por su valor de vínculo y comunicación y, además, nos sirve para entender mejor su sentido de fundamento permanente» (p. 141).

Antropología de la libertad

Indudablemente, podemos conocer la antropología de la libertad con toda su hondura y extensión, pues en el último tercio del siglo XVI se publicó en latín, y después en edición bilingüe en las principales lenguas, un catecismo universal extenso. El catecismo de Trento, también denominado catecismo de párrocos o de san Pío V, es bien conocido como el primer catecismo universal de la Iglesia católica y fue, en su momento, un instrumento de valor incalculable para aplicar la amplia y profunda reforma de la teología católica llevada a cabo por la Iglesia durante todo el siglo XVI y que culminó en los textos conciliares del Concilio de Trento y su posterior transmisión capilar, por toda la tierra, hasta lograr su aplicación en todas las diócesis del mundo (Rodríguez, 1998).

Indudablemente, en ese extenso y detallado catecismo se proporcionaba a los párrocos la doctrina segura y renovada del concilio. Pero, además, se entregaba a los nuevos seminarios que se estaban poniendo en marcha y a los noviciados y casas de formación de los religiosos el material necesario para la formación de todo el pueblo cristiano. Una verdadera y clara exposición de la fe.

El texto, como es sabido, procede de una síntesis de los catecismos elaborados por Domingo de Soto y por Bartolomé de Carranza, como ha demostrado científicamente el profesor Pedro Rodríguez de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. Precisamente, la tesis de este autor es que se recoge en la letra y en el espíritu la verdadera reforma de la Iglesia católica que trajo a la teología católica la escuela de Salamanca (Rodríguez, 1995, pp. 265-276). A ese instrumento clave para subrayar de unidad de la fe y de su trasmisión, se sumaron otros elementos, dos de primer orden: la renovada edición de la liturgia de las horas, el breviario, que se publicó en 1568, y el misal de san Pío V, que fue publicado en 1570.

Indudablemente, el catecismo de párrocos comenzará distinguiendo entre el plan natural y el sobrenatural, con la necesaria doctrina católica sobre el pecado original y la necesidad de la gracia, pero también el optimismo en una naturaleza humana, herida por el pecado y curada por la gracia (Pío V, 1971, segunda parte, cap. 1, n. 39, p. 151). Precisamente, en el apartado de la moral cristiana correspondiente a la tercera parte del catecismo, es decir, tras la primera parte dedicada a la dogmática y tras la segunda, los sacramentos como instrumentos de la gracia salvadora, llegará la moral o el camino para la identificación cristiana. Finalmente, en la cuarta parte, se situará el camino de la oración.

La lectura del catecismo arroja inmediatamente luz en defensa de la libertad de los fieles cristianos que dan gloria a Dios cuando cumplen los mandamientos, cuando son honrados padres y madres de familia cristiana, cuando intentan caminar hacia el cielo buscando la fidelidad a la palabra dada en el bautismo. Es decir, es importante reconocer la libertad de elección de la que goza todo hombre, entre esto o aquello, entre el bien y el mal. Pero también, es preciso descubrir que el hombre puede autodeterminarse al bien. De este modo, el valor de la libertad quedó revalorizado frente al pesimismo luterano, para quien el hombre estaba corrompido en su naturaleza y, por tanto, serían inútiles las buenas obras, las virtudes y la propia lucha espiritual (Mateo Seco, 1978).

Evidentemente, el catecismo, al hablar de la moral en la tercera parte, podría haber comenzado con el famoso sermón de las bienaventuranzas de san Agustín, tantas veces reeditado y predicado, o por la llamada a la felicidad que había introducido santo Tomas al comentar ese famoso sermón cuando habla de la santidad como la felicidad de la vida virtuosa, es decir, cuando habla del fin del hombre.2 Esto es, abordar directamente el decálogo en el arranque de la parte dedicada a la moral cristiana y, por tanto, su obligación de cumplirlo, es descender a la triste realidad del pecado, de la ley y de la conciencia (Pío V, 1971, tercera parte, introducción al capítulo 1).

Parece, pues, que los padres conciliares se encontraron con la urgente necesidad de la reforma de la Iglesia y de devolver una sólida formación a un pueblo cristiano muy alejado de la piedad y de la doctrina. De ese modo, optaron por un planteamiento realista. El catecismo parece plantear una moral de mínimos para el pueblo, en otras palabras, de objetivo de salvación para el pueblo cristiano, dejando la llamada universal a la santidad para algunos religiosos y determinados sacerdotes, es decir, los escogidos dentro de los consejos evangélicos (Pinckaers, 1988, p. 66).

Domingo de Soto y la libertad

Nos corresponde ahora descender a la doctrina de Domingo de Soto sobre la libertad, aunque sea breve y sintéticamente. Las fuentes podemos encontrarlas en dos lugares. El primero sería la relección de 1535 sobre el dominio (Soto, 1535/1995, pp. 103 y ss.), y la segunda fuente sería el tratado sobre la justicia y el derecho que publicaría Soto en 1553.

Recordemos que Domingo de Soto, junto con Bartolomé de Carranza, llevaron a cabo la ingente tarea de renovación y teológica en el Concilio de Trento. Precisamente, el dominico Domingo de Soto, era catedrático de Víspera de Teología de la Universidad de Salamanca y había acudido al Concilio de Trento sustituyendo a Francisco de Vitoria de catedrático de Prima, pues se hallaba indispuesto.3

Lógicamente, antes de leer directamente a Soto hemos de referirnos a sus fuentes de estudio. Inmediatamente, hemos de recordar que santo Tomás ya había insistido en la Suma Teológica que el pecado no priva del dominio a los hombres: «En todo lo natural con sus derechos y deberes, ni se da, ni se quita por el pecado» (Aquino, 2023, parte I, q. 98, a. 2). De hecho, Domingo de Soto en su Relección sobre el dominio subrayará que los indios no deben ser privados de sus tierras ni sus posesiones por el pecado de infidelidad, ni por ningún otro pecado (Soto, 1535/1995, n. 32, p. 171).

Inmediatamente, hemos de recordar que la clave para entender la antropología de Domingo de Soto es comprender su concepto de ley natural, conditio sine qua non para el resto de su pensamiento: «Toda ley puesta por los hombres, si es recta, se deriva de la ley natural. Es más, todo lo que tiene de recta y de ley lo recibe de la ley natural» (Soto, 1967, lib. 1, q. 5, a. 2). Por tanto, la naturaleza la pone Dios al crearla y no nosotros. Es más: la ley, si es verdadera ley, ni es arbitraria ni es un invento de los hombres.

Finalmente, para Domingo de Soto (1967): «la ley radica en el entendimiento como obra y fruto suyo» (lib. 1, q. 1, a. 1). Eso sí, siempre hay que conectar la ley eterna, con la ley natural y la ley humana.

Lógicamente, hemos de recordar que, tanto para Domingo de Soto como para Vitoria hay un derecho natural de predicar a todas las gentes el Evangelio de Jesucristo, pero se ha de respetar, como siempre se ha vivido en la Iglesia, la libertad de los indígenas para producirse la conversión: «no pueden ser compelidos a recibirla, ni a recibir el bautismo».4

Enseguida añadiremos que Soto sigue a Vitoria en su rechazo a los falsos títulos de la presencia de España en América como la teocracia de la donación pontificia, el falso concepto del dominus orbis, la predicación forzosa, el requerimiento de Palacios Rubios, etc. (Soto, 1967, lib. 4, q. 2, a. 1).

Finalmente, respecto a la aventura americana, Domingo de Soto propondrá la libertad total de los españoles de ir a América a comerciar, instalarse, llevar su fe y vivir libremente, pues este es el único título de presencia: el derecho de gentes. Actualmente, sería partidario de la apertura de las fronteras a la inmigración (Soto, 1967, lib. 4, q. 3, a. 4).

Por lo que respecta al concepto mismo de libertad como libre albedrío o sencilla elección entre el bien y el mal o, más ampliamente, entre una cosa u otra, Domingo de Soto seguirá la doctrina tomista, como hemos venido hablando en este apartado, sin más originalidad.

Asimismo, conviene recordar que en la doctrina de santo Tomás está ampliamente desarrollada la perspectiva de la libertad como autodeterminación al bien; por eso definirá la libertad como «vis electiva mediorum servata ordine finis» (Berlin, 2024, p. 179). Es decir, la fuerza de elegir los medios en orden al último fin.

Es capital, tanto en santo Tomás como en la escuela de Salamanca, y en concreto en Domingo de Soto, este concepto de fuerza —«vis»—, pues con ella el hombre puede dar gloria a Dios y autordenarse, por autodirigirse al bien.

En este sentido, conviene referirse al profesor inglés de origen lituano Isaiah Berlin (2024, p. 179), quien, hablando del valor y la importancia de la libertad en su discurso de toma de posesión como catedrático en la Universidad de Oxford en 1956, se refería a una libertad negativa y otra positiva. La primera, la negativa, se refería al don divino de la libertad con la que hemos sido dotados; pero libertad creada, por tanto, finita. Decía en sentido negativo, que las leyes y ordenanzas municipales tenían una función coactiva de mi libertad para posibilitar el bien común.

En sentido positivo, la libertad y, por tanto, el don de la libertad, no tendría más limitaciones que las correspondientes a la propia naturaleza. Es decir que, positivamente, podemos poner la fuerza de la libertad en juego hasta donde llegue nuestra propia naturaleza. Gráficamente, podrían ayudar a entender estos sentidos de la libertad, si los comparamos con los límites a la velocidad: la velocidad podría ser limitada por las señales de tráfico o leyes de la circulación y, en sentido positivo, por la capacidad del motor y el proprio trazado de la calzada.

En cualquier caso, para Domingo de Soto lo importante del hombre es dar gloria a Dios cumpliendo positivamente su voluntad. De esa manera, el hombre da gloria a Dios con su libertad; es decir, sabiendo en cada momento dirigirse hacia la gloria de Dios y la salvación de las almas —lógicamente, en primer lugar, de la nuestra—.

La fuerza de la libertad se mediría por la autodeterminación al bien, por tanto, «vis», fuerza, sentido creciente. De ahí que, cuando el hombre pone en juego la libertad en el amor, la donación, la entrega generosa, da mucha más gloria a Dios que toda la creación. En cualquier caso, Domingo de Soto, siguiendo la tradición cristiana tomada de san Pablo, nos invita a la imitación de Cristo como camino de santidad (Gal 2:20). En ese sentido, poner en juego la libertad sería actualizar ese deseo de identificación a lo largo de la vida.

Por descontado, santo Tomás comenzará por tomar de Aristóteles el concepto de la felicidad de la vida virtuosa y lo ampliará con la mirada contemplativa de las bienaventuranzas y, por tanto, de la identificación con Cristo: «La auténtica felicidad que necesariamente pasa por una unión con Dios, ilumina el papel de las virtudes, pero precisamente en cuanto exceden las posibilidades humanas» (Pérez Soba, 2023, p. 37).

Para el cristiano, la vida en Cristo es siempre horizonte y modelo, pues la humanidad santísima de Cristo estaba llamada a la plenitud «en un crecimiento humano en un camino único hacia el Padre» (Pérez Soba, 2023, p. 31). Es más, según san Máximo confesor, lo que deslumbraba en la transfiguración de Cristo era «la perfección de la carne de Cristo embellecida por las virtudes» (Pérez Soba, 2023, p. 30).

Asimismo, recordemos las palabras de Benedicto XVI (2005) en su primera encíclica: «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (n. 1).

Lógicamente, Domingo de Soto escapará al concepto semipelagiano con el que Lutero interpretaba la virtud por su negación de las mediaciones y por su concepto de naturaleza humana. Como se puede comprobar en el tratado De natura et gratia de Soto, publicado en Venecia en las jornadas previas al Concilio de Trento, en la obra de la santificación y de la salvación la primacía está en la acción de Dios, pero también se pedirá al hombre que ponga en juego su libertad. Todo esto quedará magníficamente recogido en el Decreto De Justificatione del Concilio de Trento en el que se nota la mano de Domingo de Soto (Martín de la Hoz, 2012, pp. 271-284).

Precisamente, en nuestro tiempo, el profesor Pérez Soba se ha referido a la crítica modernista de virtud: «no podemos concebir la virtud como una realización individual y voluntarista, debida a las fuerzas naturales, pero ajena a las relaciones personales». Para, enseguida, presentar una solución: «el fundamento afectivo de la virtud es el que corrige este error por su valor de vínculo y comunicación y, además, nos sirve para entender mejor su sentido de fundamento permanente» (Pérez Soba, 2023, p. 141).

Sin duda, siguiendo a Domingo de Soto, el don divino de la libertad entregado al hombre hace que cada acto libre, por amor, se transforme en la aplicación de la energía de la libertad en la donación incondicionada a Dios y a los demás. La virtud sería el fruto maduro y prudente.

La integración del plano natural y sobrenatural en la antropología del ser humano, habrá de conjugar la potencialidad y la consecuencia del acto. Es decir que verdaderamente la libertad está en juego tanto para escoger y decidir como para poner en marcha la energía de la libertad, don inmerecido y precioso de Dios: «En el proceso que va desde la potencialidad de todo el ser vivo al acto hay tres etapas: dinamización, actualización y acción» (Malo, 2023, p. 78).

Referencias

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1 Durante el siglo XIX en la eclosión del liberalismo se levantaron muchas voces en el campo católico para afirmar el verdadero valor de la libertad. De hecho, Jaume Balmes (2023) afirmaba que se habla mucho de libertad, pero no caemos verdaderamente en la cuenta de su grandeza pues la libertad: «ha contribuido más de lo que se cree al desarrollo y perfección del individuo y a realzar sus sentimientos de independencia, su nobleza y su dignidad» (p. 221).

2 De hecho, el Catecismo de la Iglesia católica publicado por san Juan Pablo II el 15 de agosto de 1997, comienza su parte III, al hablar de la moral, con el significativo título de La vida en Cristo.

3 De hecho, fallecería al año siguiente en 1546.

4 Domingo de Soto, In Quartum Sententiarum, 1557, d. 5, q. 1, a. 10.