Persona, comunidad y migración: tensiones entre poder político y libertad de la persona desde la tradición hispano-católica
Person, Community and Migration: Tensions Between Political Power and Freedom of the Person from the Spanish-Catholic Tradition
Luis Alfonso Herrera Orellana
Universidad Santo Tomás
[email protected]
Mayerlin Matheus Hidalgo
Universidad de Los Andes
[email protected]
Resumen: El trabajo problematiza la visión más extendida y común sobre la situación del poder y la libertad en la tradición política hispano-católica; evidencia que en Hispanoamérica se aplicaron ideas e instituciones durante el período monárquico o indiano que hicieron posible una práctica de la libertad personal no opuesta a la comunidad; argumenta que, tras las «independencias», en lugar de potenciarse esa libertad más bien se ha debilitado y sufrido constantes ataques producto de la importación acrítica de doctrinas filosóficas no del todo compatibles con los hábitos hispánicos; sostiene que ello ha dificultado la adecuada solución de una diversidad de problemas políticos y sociales actuales, entre ellos los referidos a las migraciones; y argumenta que en las ideas de Francisco de Vitoria se encuentran importantes claves, de plena vigencia, para un mejor tratamiento de la problemática migratoria.
Palabras clave: tradición hispánica, libertad, comunidad, catolicismo, migraciones.
Abstract: The work problematizes the most widespread and common vision of the situation of power and freedom in the Spanish-Catholic political tradition; evidence that in Latin America ideas and institutions were applied during the monarchical or Indian period that made possible a practice of personal freedom not opposed to the community; argues that, after the «independences», instead of being enhanced, this freedom has rather been weakened and suffered constant attacks as a result of the uncritical importation of philosophical doctrines not entirely compatible with Hispanic habits; maintains that this has made it difficult to adequately solve a variety of current political and social problems, including those related to migration; and argues that in the ideas of Francisco de Vitoria there are important keys, fully valid, for a better treatment of the migration problem.
Keywords: Hispanic tradition, freedom, community, Catholicism, migrations.
Introducción
Dada la tendencia de quienes dirigen los Estados modernos a incurrir en atropellos y abusos de diversa índole e intensidad contra la libertad de las personas, parece inevitable que la relación entre poder y libertad se caracterice por una situación de permanente antagonismo, tensión y conflicto. Asimismo, en la medida en que —indebidamente— se asimilan Estado y sociedad bajo la idea de «lo colectivo», el antagonismo mencionado se extiende a la relación entre comunidad y libertad, lo que incide de forma negativa en la fortaleza de las agrupaciones intermedias, partiendo por la familia y pasando por todas las diversas formas lícitas de asociación civil (sobre el fenómeno de «policitación colectivista», véase Alvarado Andrade [2019, p. 167]).
La situación descrita, unida a la influencia determinante que la idea de libertad negativa ha tenido en las discusiones morales y políticas desde el siglo XIX hasta el presente (Ayuso, 2020, 13-14), dificulta las posibilidades de identificar opciones que permitan —más allá de equilibrar los desbalances y conflictos en las relaciones entre poder, comunidad y libertad— impulsar una relación de sinergia entre ellas, sin perjuicio de los conflictos que deberán ser resueltos a través de vías jurídicas.
En efecto, ante discursos estatistas o colectivistas —desde los que se condena el caos de lo individual y se lo pretende subordinar a un orden general impuesto desde el poder (Alvarado, 2019, p. 153)—, al partir de un falso dilema entre la opción por el todo o la opción por la parte, la idea de la libertad negativa funciona como un factor de resistencia idóneo frente a los ataques de la autoridad o del colectivo. Sin embargo, siempre funciona de forma reactiva, por oposición a la comunidad y a lo político, y en algunos casos es carente de sentido y de fines adoptados de manera racional y consciente.
Al asumirse así la libertad, surge el riesgo de que, desde visiones comunitaristas, republicanas o tradicionalistas, se la considere como una forma de ser y actuar incompatible con la vida en común, con el aseguramiento de principios, normas e instituciones orientadas al bien común, al oponerse a todo límite a la voluntad, elección y autonomía individual, a partir de la exigencia del «respeto irreductible al proyecto de vida individual» (Benegas Lynch, 2004, p. 11).
Desde esta recíproca condena y, al mismo tiempo, renuncia a dialogar en torno a cómo lograr conciliar el funcionamiento en una sociedad contemporánea de la autoridad, de la vida en común y de la libertad de las personas, se derivan circunstancias y situaciones arbitrarias, contrarias no solo a la libertad sino a la dignidad del ser humano. Estas solo parecen factibles de remediar si antes se produce un cambio de perspectiva en la comprensión de los tres ámbitos referidos.
Ese cambio, estimamos, puede provenir, al menos en parte, de la recuperación de ideas e instituciones que fueron parte del mundo hispánico previo a las «independencias». Esto es, ideas que se fueron forjando y asentando a partir de la conquista de territorios americanos por parte de la Monarquía Católica Hispánica a fines del siglo XV, y hasta al menos inicios del siglo XIX, dando lugar a respuestas jurídicas autóctonas a problemáticas sociales (Tau, 2021, pp. 40-44).
De partida, la propuesta es osada, pues sugiere indagar sobre la idea de libertad practicada en un ámbito político y social —el indiano— que se considera, en general, organicista, estamental (Bonilla, 2000, p. 24) y antimoderno.1 En tal sentido, resultaría paradójico buscar en tal época respuestas a la pregunta de cómo pueden las personas, en el siglo XXI, florecer sin estar sujetas a convenciones y normas arbitrarias puestas por la mayoría.
La aparente paradoja desaparece al advertir que el orden político y jurídico hispanoamericano previo a las «independencias»2 no era, como se asume, de tipo autoritario, sino que reconocía la dignidad humana, la libertad en su vínculo con el bien común y la obligación de las autoridades reales de proteger los bienes inmateriales y materiales de sus súbditos, todo ello con la existencia de instancias para exigir el cumplimiento de tales principios y obligaciones (Bravo Lira, 1989, pp. 52-63).
Asimismo, la indagación adquiere mayor pertinencia cuando se advierte que en ese tiempo no existía el Estado moderno, sino otra forma de organización política (Negro, 2007, pp. 45-48) que no monopolizaba las acciones y decisiones relevantes para el bien común, y que permitía la movilización de personas, sin establecer tratos discriminatorios por motivos de fe o lugar de nacimiento.
En efecto, por ejemplo, fue con motivo del descubrimiento y conquista de los territorios americanos por la Monarquía Hispánica que pensadores como Juan de Mariana, mucho antes de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, formularon las primeras ideas en torno a la obligación de las autoridades de respetar la dignidad, libertad y propiedad de las personas provenientes de otras comunidades políticas, así como de proteger a todo afectado por el ejercicio arbitrario de la autoridad (De Vitoria, 2021, p. 130).
A partir de lo dicho, estimamos oportuno indagar, a grandes rasgos, cómo las personas, la comunidad y las autoridades interactuaban en ese tiempo, para evaluar si es factible o no rescatar ideas e instituciones que permitan atender las tensiones que produce el considerar a toda autoridad y organización comunitaria como un peligro para la libertad de las personas, y a toda defensa de la libertad individual como una amenaza a la gobernabilidad y la justicia.
Para ello, el presente trabajo se divide en tres partes. La primera analiza a la persona y su libertad en la tradición política católico-hispánica3 que dio lugar al orden institucional indiano. La segunda analiza el impacto sobre la idea de libertad que tuvo lugar tras las secesiones hispanoamericanas. Finalmente, la tercera analiza los conflictos que en la actualidad, debido al abandono de la idea de libertad de la política católico-hispánica, se observan en materia migratoria, y en qué medida la tradición mencionada olvidada podría ayudarnos a enfrentarlos.
La persona y su libertad en la tradición política católico-hispánica
La libertad individual como conquista del pensamiento moderno
Aunque se reconocen antecedentes incluso en la Antigüedad griega de ideas, instituciones y prácticas favorables a la libertad individual, existe un cierto consenso general, en sintonía con la clásica distinción según la cual los antiguos y medievales desconocían dicha libertad (Constant, 1819, p. 425), y que su reconocimiento y garantía se debe a los modernos (Vallés, 2003, p. 2).
Desde este punto de vista, sea que se le consideren medievales o renacentistas a quienes lideraron y habitaron los territorios de la Monarquía Hispánica entre los siglos XVI y XVIII, al menos sería debatible afirmar que en ellos se reconoció y practicó en algún grado la libertad individual, más aún cuando se asume que esa sociedad no fue influida por ideas modernas.
Sin embargo, por las razones que se ofrecerán a continuación, cabe asumir como hipótesis de trabajo, con el fin de profundizar en ella en ulteriores estudios, que sí tuvo lugar cierta práctica de la libertad de las personas. Solo que, para constatarlo es indispensable, primero, situarnos en el contexto histórico —sin prejuicios y sin hacer comparaciones con el presente—, y, segundo, renunciar al estrecho sentido de libertad que suele manejarse hoy en día.
La libertad de las personas en el orden monárquico hispánico
En efecto, sí se reconocía formalmente la igualdad ante la ley —pues en las leyes de indias permanecían principios de justicia clásicos del derecho romano (Dougnac Rodríguez, 2022, p. 5)—. También se reconocía y protegía la propiedad privada sobre los bienes de producción, las personas podían contratar dentro del marco legal (Merello Arecco, 2023, pp. 409-412), y las autoridades no disponían de poderes ilimitados sobre los súbditos…4 Entonces, algún grado de libertad debieron tener los súbditos del orden monárquico hispánico. A pesar de no adoptarse grandilocuentes declaraciones de derechos, no fueron necesarias porque, como se ha indicado, la observancia del derecho natural conminaba a las protecciones señaladas.
Ahora bien, así como el poder real estaba limitado tanto por la ley natural como por la ley positiva, a condición de no degenerar el gobierno en tiranía, la libertad de los súbditos lo estaba también. La discusión en torno a lo beneficioso o perjudicial que tal situación pudiera resultar para las personas, a pesar de su relevancia, es asunto que escapa a estas líneas. Lo que sí es relevante en esta oportunidad, es que la libertad individual reconocida, primero, no se hallaba en contradicción con la comunidad. Es decir, no se afirmaba frente a ella (ni contra las autoridades, como parte de esa comunidad), y, segundo, la misma no carecía de sentido y de fines compartidos, los cuales no necesariamente suprimían de forma injusta las preferencias y gustos para los individuos, ni su libertad para migrar (Céspedes del Castillo, 2021, pp. 416-426).
En tal sentido, puede hablarse de una idea de libertad como la posibilidad de toda persona de elegir y actuar bajo su propia responsabilidad en un orden social e institucional regio, entre cuyas obligaciones estaba la de impedir la coacción abusiva contra sus integrantes, y permitir la participación progresiva de estos en los procesos públicos de la comunidad política que hizo posible y que sostuvo ese orden (Bravo Lira, 1990, p. 331). Ahora bien, esa idea de libertad, compatible con la dignidad de la persona y con el tipo de orden institucional imperante —monárquico, metafísico, fundado en la lealtad de los súbditos a la Corona y la fe por ella promovida—, claro está, era un obstáculo para las ideas que sobre la libertad se comenzaron a promover, sobre todo, desde el siglo XVIII en adelante.
Debilitamiento y abandono de la idea de libertad hispánica en Hispanoamérica
De allí que, a pesar de lo funcional que tal idea de libertad clásica fue para impulsar procesos como la reconquista de la península ibérica, para orientar el debate en torno a los indios del nuevo mundo, para dar sentido a la conquista, poblamiento y urbanización del continente americano, para hacer posible el mestizaje y para el desarrollo de un derecho autóctono —el indiano—, la misma terminó por ser abandonada y repudiada en el mundo hispánico.
Ello tuvo lugar durante el siglo XIX, bajo el influjo del iluminismo francés (Brewer, 2011) y la admiración por las teorías federalistas y sobre el libre comercio del mundo anglosajón (Baker, 1990), que, en medio de las independencias y el rechazo a lo español, se identificaron como las corrientes culturales que podían ayudar a las nacientes repúblicas a consolidar y avanzar en la independencia obtenida, y lograr la felicidad prometida a los ahora ciudadanos.
Sin embargo, lejos de adoptar con éxito esas ideas, ajenas en no pocos aspectos a la tradición propia, las repúblicas hispanoamericanas pronto entraron en graves contradicciones respecto de la garantía de la libertad, que generaron problemas no conocidos durante su etapa monárquica (centralismo, discriminación racial, ausencia de protección judicial), cayendo en recurrentes regímenes autoritarios, derivados de las más diversas ideologías políticas.
Las secesiones hispanoamericanas y la erosión de la tradición católico-hispana
La secesión como ruptura del proceso histórico hispanoamericano
La abrupta ruptura de los territorios americanos con la Monarquía Hispánica, a partir de la secesión que se inicia tras la invasión francesa del reino de España en la península ibérica —tras un período de funcionamiento de «juntas» de lealtad a la autoridad de Fernando VII—, generó una fractura, una grieta, en el alma hispana de los americanos de habla española que sigue sin cerrarse. Asimismo, esta fractura atrofió el natural proceso histórico que toda cultura debe seguir, esto es, el proceso de superar conservando como vía para perfeccionar su propia constitución (Contreras, 2018, p. 112), evitando los «atajos» ofrecidos por las opciones revolucionarias.
En efecto, mientras la población más llana siguió operando con las ideas, valores y hábitos «coloniales», las élites y otros sectores mejor posicionados, tal vez sin romper del todo con modos más bien cuestionables de ese período, procuraron dejar atrás lo más pronto posible lo que podría llamarse la «metafísica» premoderna hispana, para acoger otras metafísicas que consideraban más avanzadas y prestigiosas en el ámbito mundial (Castro Leiva, 1985).
Resulta indiscutible que la incorporación en textos constitucionales, leyes, políticas y debates públicos de varias de esas ideas era conveniente y benefició a las nacientes repúblicas. La división de poderes, la igualdad ante la ley, la independencia judicial y la promoción del libre comercio —al reducir obstáculos y no subordinarlo a conflictos políticos—, entre otras, son solo algunas de las mejoras civilizatorias que esa apertura cultural trajo a estos territorios.
Sin embargo, la efectiva realización de tales ideas se tornó compleja ante la negación u olvido por sus impulsores de que las hispanoamericanas no son comunidades homogéneas sino plurales, mestizas, mayores en términos demográficos a las europeas, presentes en enormes y diferentes extensiones geográficas. Estas, más allá de la lengua común, la fe compartida y la lealtad al mismo rey, no habían logrado entre sí y al interior de ellas, relaciones sociales estables y extendidas, como sí lo habían hecho las colonias del norte de América.
Así, las tensas y más bien conflictivas relaciones entre las élites criollas y los demás sectores sociales —que dio lugar al llamado sistema de castas (Céspedes del Castillo, 2021, pp. 403-405)—, lo mismo que las contradicciones al interior de la Iglesia católica al abordar problemáticas sociales desde el rechazo a ideas modernas, entre otros factores, condujeron a que cada vez más sectores de las sociedades hispanoamericanas, además de desvincularse de su propia historia, repudiaran las ideas foráneas adoptadas por las élites, al asumir que solo favorecían a los privilegiados y no al conjunto del pueblo.
De este modo, la grieta inconsciente en la psique de los pueblos hispanoamericanos (no tratada desde la «psicohistoria», analizada en Capriles [1984]), producida por el repudio a sus siglos de historia a ambos lados del Atlántico, generó, del lado de las élites, la obsesión de seguir solo ideas ajenas a su propia tradición y la desconfianza hacia sus connacionales. Mientras tanto, en estos otros sectores, estimuló la búsqueda de nuevos referentes —teológicos, morales y políticos—, por su desconfianza a los seguidos por las élites.
Nuevas ideas sobre el poder y la libertad ajenas a la tradición católico-hispana
Las circunstancias descritas explican, en gran medida, por qué durante parte del siglo XIX y XX, Hispanoamérica fue —y sigue siendo— un ámbito de aguda importación y experimentación de las más variadas —y en general ajenas— ideas producidas en los Estados Unidos de América y Europa en torno a problemas vinculados con la libertad, la justicia, la política y la vida en común. Intentando una relación no exhaustiva de las mismas (Valdés, 2016, pp. 9-19), cabe afirmar que han tenido relevancia e impacto académico y político desde el sur del Río Grande hasta la Patagonia, doctrinas como el liberalismo económico, el empirismo, el positivismo sociológico, el darwinismo social, el utilitarismo, el vitalismo, la fenomenología, el existencialismo, el historicismo, el positivismo lógico, el marxismo, el estructuralismo y posestructuralismo, la posmodernidad, la hermenéutica, el multiculturalismo relativista y la filosofía del lenguaje.5
Hecha la salvedad que no todas las doctrinas filosóficas antes mencionadas atienden a los mismos problemas, no siguen las mismas premisas, ni aspiran a un mismo ámbito de aplicación, cabe indicar que, por diferentes razones, en general, ninguna de ellas ha resultado del todo adoptable y adaptable a las problemáticas políticas y sociales del mundo hispánico, incluida España. Básicamente, se trata de ideas, propuestas y sistemas filosóficos surgidos, en algunos casos, luego de importantes acuerdos básicos entre los integrantes de la comunidad política donde florecieron, lo que permitió eliminar o reducir conflictos internos, revoluciones, guerras. En otros, de visiones dominantes sobre el rol de la ciencia y la técnica como factores de progreso en la competencia con otras comunidades políticas.
Asimismo, algunas de las doctrinas mencionadas derivaron del desconcierto, de la melancolía y de la perplejidad que siguió a las guerras en Europa del siglo XX, de la necesidad de recuperar el sentido de las cosas, perdido tras la caída de las doctrinas modernas absolutistas. En otros casos, con el fin de atizar la tensión, el resentimiento y el odio incluso, entre los sectores sociales, debido a promesas de redención social incumplidas o por la falta de total libertad individual para actuar según la propia y libérrima voluntad, sin límites morales o jurídicos.
Consecuencias de las ideas adoptadas
De este modo, temas como la diversidad étnica, el respeto a la persona humana, la protección de los más vulnerables, la educación para la emancipación, el trabajo como forma de ascenso social, la creación de comunidades y asociaciones competitivas, la integración entre países con historia común para actuar en bloque a nivel internacional, el consolidar instituciones políticas eficientes y probas, la libertad de pensamiento, entre otros, en vez de ser prioridades se dejaron de lado, en algunos casos, por la falsa creencia de que eran problemas ya superados.
En su lugar, se optó por seguir ideas y urgencias de otras sociedades en las que los asuntos mencionados o no eran relevantes, o dejaron de serlo por su tratamiento adecuado, o tuvieron un origen diferente al observado en el ámbito hispánico (como el problema del racismo y de la migración), lo que hacía inaplicables entre nosotros las respuestas formuladas en otras latitudes.
Luego, terminó siendo inevitable que hasta el presente siglo XXI, Hispanoamérica no tenga capacidad de dar respuestas coherentes, evolutivas y orientadas por principios prácticos de justicia a los problemas de sus habitantes, por su fútil insistencia en apelar a teorías racionalistas, idealistas, escépticas o irracionalistas que, además de no resolver los problemas domésticos, han terminado por añadir nuevos problemas a los ya existentes (pretorianismo, revoluciones, colectivismo, anarquismo, nihilismo, etc.).
En particular, cabe destacar el importante impacto político que doctrinas deterministas, como el positivismo; economicistas, como el utilitarismo y el marxismo; y disolventes, como el posmodernismo, han tenido, dado el rechazo de todas ellas a una base metafísica para abordar problemas de la vida en común —en particular a la religión—, y su central y casi único interés en las necesidades materiales, físicas, de las personas, sin prestar atención a problemas como la exigencia de reconocimiento político o el respeto a la dignidad humana.
De este modo, a pesar de que en la base de la tradición política hispánica el vínculo entre libertad y responsabilidad era constante, primero, porque cada ser humano elegía salvarse o condenarse —regía el principio del libre arbitrio y no del siervo arbitrio (Quintana, 2004, p. 32-33)—; y, segundo, porque la libertad no se ejercía a pesar o en contra de la autoridad real, sino gracias al marco institucional que esta ofrecía.
En la actualidad, la libertad individual no se vincula a la responsabilidad por las propias acciones. Más bien, aparecen como desvinculadas entre sí, lo que potencia la impunidad y legitimidad por hechos de corrupción en el ámbito público, así como la falta de acciones preventivas y represivas para corregir abusos en el ejercicio de derechos entre particulares en el ámbito privado.
Asimismo, aunque la tradición hispánica, entre las occidentales, era una de las más inclinadas a favor de gobiernos limitados, descentralizados, sometidos a contrapesos y estructurados de forma evolutiva o adaptativa —y, por tanto, menos favorable a la consolidación de un Estado moderno centralizado y monopolista de actividades económicas (Céspedes del Castillo, 2021, 358-364)—, hoy los países de habla española de América se caracterizan por albergar liderazgos y poblaciones con un fuerte sentimiento estatista que deviene, como se ha argumentado, en «estadolatría» (Alvarado Andrade, 2019, p. 147).
Por último, aun cuando fue en la tradición hispánica en que, como se verá en la siguiente parte de este estudio, surgieron algunos de los principios y reglas más importantes para el derecho internacional, a fin de promover la paz, la comunicación y el tránsito de personas de diferentes comunidades políticas, la problemática migratoria es, en general, muy mal tratada en la mayoría de las repúblicas hispanohablantes, en especial cuando los flujos aumentan debido a situaciones de crisis generadas por regímenes autoritarios.
Actualidad y vigencia de la tradición católico-hispana sobre libertad y comunidad
No es sensato ni realista procurar encontrar en el pasado respuestas y soluciones a problemas del presente. Tampoco es válido intentar una suerte de «reviviscencia» de instituciones que en otros tiempos dieron frutos para hacer frente a desafíos y controversias actuales. Pero sí resulta pertinente, y aún recomendable, tener en cuenta ideas y formas de actuación que pueden conservar alguna vigencia y aplicabilidad, pero que, sin razones de peso para ello, fueron abandonas y sustituidas por opciones menos eficientes y legítimas.
En tal sentido —y siguiendo en este sentido a Marías—, urge recuperar en las sociedades de habla española actuales, en beneficio de la práctica de la libertad, el compromiso con la verdad como condición para la libertad, así como el ejercicio legítimo del poder que la corrupción, y sobre todo la impunidad, han ido progresivamente dejando sin relevancia alguna. Según el filósofo de Valladolid:
Verdad y libertad son totalmente inseparables, no podemos renunciar a ninguna de ellas, las dos son dimensiones constitutivas, absolutamente necesarias la una respecto de la otra. Si miramos cómo está el mundo, veremos que evidentemente hay falta de libertad, pero si miramos un poco más a fondo, encontraremos que por debajo de las apariencias hay una gran falta de verdad y un predominio constante de la mentira. . . . Esta es la cuestión decisiva, nuestra libertad depende literal y esencialmente de eso. Sin verdad no hay libertad, y sin libertad el hombre no es hombre, no puede vivir su vida humana. (Salgado, 2016, pp. 225-226)
Y hablamos de recuperar ese compromiso, porque durante el período virreinal, el problema de la verdad se atendió institucionalmente, por ejemplo, a través del juicio de residencia. Se ejercía por este, con participación de los súbditos, una estricta evaluación del desempeño de quienes ocupaban cargos reales, a fin de establecer faltas y la responsabilidad personal, ello con un nivel de eficacia en su aplicación de relevancia para las democracias de hoy.
También en el ámbito público es urgente recuperar el vínculo entre verdad y libertad, y de esta última con la responsabilidad individual. Así como las denuncias sobre abusos y los requerimientos a favor de los nativos originarios de América dieron lugar a debates y medidas jurídicas en la Península —como lo evidencian el Concilio de Valladolid, las Leyes de Burgos y las Nuevas Leyes—, es necesario que los temas que más afectan a los habitantes de los países de habla española no se aludan, nieguen o ideologicen, sino que se debatan y se atiendan. Uno de ellos, por ejemplo, es la persistencia de la leyenda negra antiespañola y su uso por líderes y regímenes autoritarios en la región.
En palabras de Marías:
...Los movimientos independentistas no son indigenistas, sino todo lo contrario: los dirigen y promueven los criollos, descendientes de españoles, mientras que los indios y mestizos propenden... a la vinculación con la monarquía española; sin duda porque los primeros tenían esperanzas de mandar después de la separación y los últimos ningunas o muy pocas». Pero «tampoco es siempre cierto que los independentistas significaran el progresismo frente a la actitud tradicional o conservadora: en algunos casos es la actitud abierta y renovadora de las Cortes de Cádiz la que alarma e incita a la independencia; se prefiere gobernar aisladamente sin reformas sociales, mejor que participar en una Monarquía constitucional impregnada de liberalismo y abierta a las ideas de emancipación y reconocimiento de derechos políticos a indios, negros y mestizos... (González, 2021, pp. 3-4)
Un paso en tal dirección es problematizar la idea de libertad negativa «yoista» o anárquica (Capriles, 2003, p. 51) instalada por importación acrítica de otras tradiciones, y potenciar la idea de una «libertad compartida»,6 que dio lugar a relevantes grupos intermedios en el período monárquico hispanoamericano, así como a la provisión de ciertos servicios públicos (Ots, 1976, pp. 15-19), que puede contribuir a debilitar el estatismo y que no se debe confundir con la libertad positiva planteada por Isaiah Berlin.7
Sin duda, y como lo evidencia lo expuesto en la tercera parte de este trabajo, es indispensable el estudio, debate y difusión de las ideas de los neoescolásticos hispanos de los siglos XVI y XVII en el rescate de la tradición hispánica. Considerados como representantes de la Atenas hispana, sus contribuciones en lo político, lo económico y lo jurídico, son esenciales para comprender los fundamentos y valores del mundo moderno.8
Tal vez recuperar esas ideas propias y aprender a dialogar y moderar el impacto interno de teorías filosóficas foráneas, podría contribuir a que nuestros países dejen patologías como el estatismo y el fervor revolucionario refundacional, revaloricen la importancia de los vínculos comunes (García Huidobro, 2020, pp. 33-34) y aumenten su eficacia en la protección jurídica de «la vida de cada uno, su integridad corporal, su libertad física, sus bienes y su libertad de residencia», como ya lo prescribía el derecho de Castilla previo a la conquista (Bravo Lira, 1989, pp. 44-45).
Tensiones actuales entre poder político y migraciones: respuestas desde la tradición católico-hispana
Dos posturas actuales en torno a la migración y la superación de dicha controversia en el siglo XVI
Como señalamos, antes de iniciarse en el siglo XIX el proceso de «afrancesamiento» político del mundo hispánico, la aproximación de estos pueblos a la problemática de las migraciones no habría descansado en nociones estatistas que hoy en día usan de forma corriente sus autoridades políticas y administrativas, como son las nociones de soberanía, nación, extranjero o migración ilegal.
Así, de haber conservado y mejorado lo ideado por la tradición político-jurídica en tiempos monárquicos (a saber, entre la reconquista de la península ibérica y la conquista de América), es posible conjeturar que las repúblicas hispanoamericanas habrían optado en el presente por un derecho migratorio en lugar de hacerlo por un derecho de extranjería. En efecto, según el derecho que se aplica a los extranjeros en un país, podemos encontrar actualmente dos posiciones contrapuestas que configuran el modo en que los Estados se relacionan con las personas que no han nacido en sus territorios o que, habiendo nacido en estos, por ser de padres extranjeros, se consideran igualmente foráneos.
La primera posición la denominamos «derecho de extranjería». Para esta, las decisiones sobre el acceso, estadía y permanencia de las personas en un territorio dado dependen de las reglas que el Estado establezca y aplique de forma unilateral, sin más límites que las muy genéricas normas internacionales en la materia. Se distancia esta postura de lo que llama «visiones más idealistas, que pregonan políticas abiertas y declaran el fin de las fronteras y del control del Estado a su respecto» (Fedderson, 2021, p. 5).
Por su parte, la segunda posición la denominamos «derecho migratorio». Según esta visión, el foco de atención se sitúa en las personas que atraviesan las fronteras de los Estados y que, por el mero hecho de ser personas —no nacionales de un Estado u otro, extranjeros o apátridas—, gozan de un estatuto jurídico propio cuyo contenido está formado por derechos exigibles y que afirman su dignidad como seres humanos, así como sus deberes, nada de lo cual puede ser desconocido por el Estado al establecer su derecho interno (Vacas, 2017, p. 52).
A modo de síntesis, podemos afirmar que, mientras la primera postura se apoya en la idea de soberanía en tanto fundamento al Estado moderno, la segunda postura se apoya en la idea de persona o dignidad humana. Ese desigual fundamento explica que la persona extranjera tenga una valoración y un tratamiento jurídicos diferentes, según la postura que siga el derecho positivo de cada país.
Para la primera postura, el sujeto de derechos es el Estado como soberano y decisor de todo lo referente al derecho que regirá a quienes han nacido fuera de sus fronteras, sin que existan límites materiales concretos —más allá de no matar y no torturar, por ejemplo— que los obliguen a asegurar derechos básicos como la personalidad jurídica o la identificación legal.
Para la segunda postura, en cambio, la primacía de la persona (extranjera) es indiscutible, ella es el verdadero sujeto de derechos, de modo que la seguridad del territorio y del Estado no pueden invocarse para desconocerlas, sin perjuicio de las competencias que en esta área tienen las autoridades gubernativas y administrativas en cada país.
Sin embargo, sorprende que hoy se discuta si frente a la migración es el Estado o la persona el sujeto de derechos, si tenemos en cuenta que en el siglo XVI ya se había planteado una discusión similar. Ello ocurrió cuando la Monarquía Hispánica liderada por los Reyes Católicos conquistó los territorios de América, ya que debió debatirse y determinarse, por una parte, qué derechos reconocer a los «bárbaros» de esas tierras y, por la otra, qué derechos tenían los súbditos de la monarquía en esas tierras, dada su condición de «extranjeros».
Estimamos que la controversia que hoy se plantea fue zanjada por Francisco de Vitoria, dominico, jurista, filósofo y teólogo, quien, basado en el pensamiento aristotélico-tomista, sostuvo que existe un derecho de gentes, anterior al derecho puesto por los Estados, que es dable a todas las personas por la dignidad que las caracteriza.
Así, pudo concluir que a los «bárbaros» nativos de América, igual que a los herejes, se les debía reconocer su condición de propietarios, su dominio y su señorío y a los extranjeros se les debían imponer solo limitaciones justas. En uno y en otro caso ello debía ser así porque existe un derecho de gentes directamente vinculado al hecho de ser persona sin importar si esa persona es infiel, judío, hereje o extranjero.
Ius gentium o soberanía: la relación del Estado con los extranjeros
La diferencia entre el derecho de extranjería y el derecho migratorio tiene su base en el concepto moderno de soberanía, extraño a la tradición hispánica y más bien desarrollado en contra de la idea clásica de imperio que esa tradición enarboló, al menos hasta el siglo XVIII. Tal concepto postula que la soberanía es un poder entregado a los Estados para determinar todo cuanto sucede dentro de sus territorios, aunque respetando en el caso de los extranjeros —según se afirma de modo más bien protocolar—, el «estándar mínimo internacional».
La idea moderna de soberanía, como apunta Matteucci, refiere una lógica «absolutista interna», que concentra y unifica el poder otorgando al Estado el monopolio de la fuerza en el territorio y sobre la población para lograr la máxima cohesión política (Bobbio, Matteucci y Pasquino, 2002, p. 1491).
Sobre esta idea del Estado como el soberano y titular de derechos se desarrolla, en numerosas sociedades, el derecho aplicable a los extranjeros. Así, la idea de soberanía sirve de base para justificar las leyes que imponen requisitos, deberes, obligaciones y un sinfín de normativas especiales en las que, en no pocos casos de manera injustificada, se brinda a personas extranjeras un trato distinto respecto del otorgado a aquellas consideradas «nacionales».
«Es parte de la soberanía» aducen juristas, diplomáticos y políticos, para justificar cargas y exigencias discriminatorias, cuando carecen de una justificación aceptable para defender tratos desiguales entre nacionales y extranjeros. No advierten que, justamente con ello, no hacen posible una comunidad en la que los individuos puedan florecer con autonomía, libertad y responsabilidad, sin estar sometidos a las normas y convenciones arbitrarias de la mayoría o, en última instancia, de autoridades incompetentes o populistas.
Y es que no se mira a la persona y su dignidad, sino al nacional o al extranjero, a pesar de ser personas ambos. A partir de esa diferenciación, como se relata en la satírica novela de George Orwell,9 termina ocurriendo que unos «animales» son más iguales ante la ley que otros. Es decir, para algunos Estados algunas personas son más personas que otras.
El concepto de soberanía adquiere así una imperatividad teológica, como expone Dalmacio Negro (2016, p. 773), dando paso a una teologización de la política o teopolítica. El ejercicio de la soberanía es, entonces, una acción casi mística, divina, y, por tanto, irresistible, en especial cuando se la vincula a problemas como la seguridad nacional, el combate a la criminalidad o al cambio de «tradiciones culturales» que implica «mezclarse» con integrantes de otros colectivos.
Esas distinciones injustificadas con base en la soberanía se usan en definitiva para limitar a las personas extranjeras en el desarrollo de eso que los hace personas y que, en palabras de Gordley (2013, p. 17), les permite vivir una vida «distintivamente humana», siendo una vida así vivida el fin último de todo ser humano.
Pero tal uso del derecho positivo contradice lo que Francisco de Vitoria, en la mejor tradición hispánica, llamó el derecho de gentes. Según el autor:
Lo que la razón natural ha establecido entre todas las gentes se llama derecho de gentes. En efecto, en todas las naciones se tiene por inhumano el tratar mal, sin motivo alguno especial, a los huéspedes y transeúntes y, por el contrario, es de humanidad y cortesía portarse bien con los extranjeros; cosa que no sucedería si obraran mal los transeúntes que viajan a otras naciones. (De Vitoria, 2021, p. 130)
El mismo autor señala que es lícito todo aquello que no causa ofensa. Así, recorrer un país extranjero e incluso establecerse en él es lícito y oponerse a ello o impedirlo sería ilícito. Aun cuando hubiera una ley que impidiera el ingreso de extranjeros en un territorio sin causa justificada, aquella ley habría de reputarse inhumana e irracional y no debería tener fuerza de ley (De Vitoria, 2021, pp. 130 y 132).
También expone Francisco de Vitoria, que sería irracional impedir que los extranjeros realicen actos de comercio. Asimismo, señala que es contrario al derecho de gentes negar la ciudadanía a quien ha nacido en un determinado territorio y sería igualmente contrario a tal derecho impedir que un extranjero se convierta en ciudadano, porque es de derecho natural ser hospitalario y no serlo es «de suyo una cosa mala» (De Vitoria, 2021, pp. 130 y 135).
Las consideraciones de Vitoria aportan, en pocas palabras, principios surgidos de la tradición hispánica que deberían seguirse cada vez que se plantea cómo tratar a los extranjeros, sin que existan en el presente buenas razones para no atenderlos. Observamos que el derecho de gentes exige, por razones de humanidad, tratar bien al extranjero, salvo que existan razones justificadas para un trato diferente. En tal sentido, el derecho de gentes se opone a la idea de soberanía que admite o brinda soporte a distinciones injustificadas entre las personas por el solo hecho de que algunas sean extranjeras.
El «tratar bien a los extranjeros» es una expresión que el propio Vitoria llenó de contenido al exponer los tratos mínimos que merecen los extranjeros. Así, dejarles comerciar, dejarles gobernarse a sí mismos y llegar a ser ciudadanos, dejarles asentarse, dejarles recorrer el territorio, etc., serían manifestaciones de eso que naturalmente y en justicia corresponde a las gentes, es decir, a toda persona (aun si es extranjera).
El necesario reconocimiento del extranjero como persona
Francisco de Vitoria, como nos explica Truyol y Serra (1995, p. 83), concibió a la humanidad toda unida por aquello que le es común: su condición de personas, aun cuando las sociedades se hallen organizadas en Estados. Así desarrolló el derecho de gentes que, como indicamos, es la razón natural entre todas las gentes.
Y esto es así porque las personas se necesitan unas a otras. De Vitoria (2009) decía que «de aquí que no pueda un hombre vivir solo, sino que es necesario que los hombres se ayuden mutuamente. Parece, por consiguiente, que los hombres no se congregan en una ciudad por el bien moral, sino a causa de esa indigencia del hombre» (p. 22). Sin duda, esta idea de vida con y para otros, de comunidad, guarda directa relación con la perspectiva cristiana de la libertad que, en nuestro tiempo, Benedicto XVI reivindicó frente a visiones materialistas o solipsistas de la libertad.
En efecto, según lo expuesto por Gómez en su estudio sobre Ratzinger, nuestra libertad existe para que «cada uno pueda diseñar personalmente su vida y, con su propia afirmación interna, recorrer el camino que corresponda a su naturaleza» (Gómez de Pedro, 2014, p. 84). Ahora bien,
... este caminar no se lleva a cabo de una manera totalmente autónoma —pues ‘es imposible que el hombre se forme totalmente desde el punto cero de su libertad’—, sino que todo él vive vinculado a una ‘atmósfera’ que viene configurada por Dios y proyecto divino, por los otros, la tradición, la cultura, etc.», a partir de una relación de vinculación y no de determinación. (Gómez de Pedro, 2014, pp. 84-85)
Y vale decir, que esa indigencia no se acaba porque se reúnan unos pocos y hagan ciudad. Por eso, incluso, la comunidad internacional es necesaria, porque los hombres reunidos necesitarán de otros hombres reunidos, más en nuestros días de la era de la globalización. Solo un hispano con plena conciencia histórica y política del proceso de reconquista, y bien instruido en las ideas romanas de expansión del imperio, podía postular tales ideas mucho antes de la Declaración de Derechos Humanos de 1948. En efecto, si no se reconoce esa condición de personas todas dotadas de la misma dignidad y derechos, es prácticamente imposible que pueda existir una verdadera comunidad, porque nadie puede hacer comunidad con otro que no lo reconoce en su condición natural.
Cuando De Vitoria expone que el extranjero tiene derecho a establecerse, a ser ciudadano, etc., no quiere esto decir que los Estados hoy en día estén impedidos de establecer requisitos para que esto pueda suceder. Tampoco quiere decir que por el solo hecho de ser persona los Estados están obligados a otorgar visas o residencias temporales o permanentes. Lo que sí quiere decir es que sobre esos puntos no pueden existir leyes injustas, con requisitos discriminatorios o de imposible cumplimiento. Lo que también implica es que una vez que se establezcan leyes que tienen que ser justas, estas deben ser cumplidas y que, si se someten las visas o las residencias a procedimientos administrativos, estos deben ser respondidos en plazos razonables y preestablecidos.
La razón de tales exigencias de orden natural se encuentra en que no solo se decide si procede o no una visa o una residencia, sino que, intrínsecamente, se está decidiendo sobre la libertad y posibilidad de que las personas solicitantes desarrollen una vida distintivamente humana. Porque comerciar, trabajar, desplazarse o adquirir bienes en un territorio es parte de ello. Por tanto, antes que extranjero, es necesario que se reconozca a la persona en su dignidad y derechos, en la obligación que tienen los Estados a tratar a todas las personas con justicia dando a cada una lo que le corresponde, en los términos expuestos por De Vitoria «… en las demás virtudes hay que tener en cuenta las circunstancias personales, por ejemplo, si es noble o plebeyo, etc., pero en la justicia sólo hay que mirar si es del otro lo que se pide» (De Vitoria, 2009, p. 45).
No podemos menos que lamentarnos que estas ideas y principios hayan desaparecido, casi del todo, del derecho positivo de los pueblos hispanohablantes, cuando es de justicia permitir a todas las personas que vivan dignamente. Como lo afirma Rafael Domingo (2009): «Y vive dignamente cuando no le falta el alimento, la vivienda, la educación, la seguridad, la atención sanitaria, el trabajo, el respeto ni la libertad necesaria para realizarse como persona» (p. 44).
Mientras que otros pueblos occidentales no conocieron sino hasta el siglo XX la experiencia del otro, del migrante, del diferente, en medio de graves inconvenientes de orden religioso y cultural, para los pueblos de habla española esa experiencia ha sido parte de su ser social, de su realización histórica, de su distintividad ante el resto de los pueblos del mundo. Para estos pueblos, por tanto, no han de ser indiferentes los medios empleados para atender la problemática migratoria, ya que, si bien las personas tenemos libre arbitrio para escoger entre medios, y las autoridades para escoger entre indiferentes jurídicos, debe cada uno asumir la responsabilidad de sus elecciones, tanto en lo moral como en lo jurídico.
Asimismo, debería ser obvio que se comete injusticia contra una persona si por el hecho de ser extranjera se le priva de procurar para sí y su familia el alimento, la vivienda, la educación, etc. Sin embargo, no será esa la visión institucional, hasta que nos apartemos de ideas y fórmulas tomadas de otras tradiciones, y recordemos con Francisco de Vitoria, que hacer distinciones solo en atención a la condición de extranjero de una persona es una injusticia, y que, por tanto, hacerlo es de suyo malo. En tal sentido, la recuperación de la idea de libertad personal de la tradición hispánica, es decir, de una libertad propia de seres iguales en dignidad y dotados de razón y autonomía, pero no solipsista sino responsable y vinculada con otros en comunidad, es esencial para la mejor atención tanto de la problemática migratoria como de tantas otras que afectan nuestros países.
Conclusiones
Se asume que toda época previa a la modernidad política, y en particular, el período virreinal o monárquico hispánico previo a las secesiones de la Monarquía Hispánica, no son de interés si conocer, practicar y preservar la libertad de las personas se trata, debido a la supuesta falta de valores, principios e instituciones que, en ese pasado, hicieran posible su disfrute.
Ante ello, es posible afirmar que en la hispanidad monárquica operó una idea de libertad como la posibilidad de toda persona de elegir y actuar bajo su propia responsabilidad en un orden social e institucional regio. Entre sus obligaciones estaba la de impedir la coacción abusiva contra sus integrantes, y permitir la participación progresiva de estos en los procesos públicos de la comunidad política que hizo posible y que sostuvo ese orden.
Esa idea fue posible, con sus fortalezas y limitaciones, gracias a la combinación de diversas fuentes culturales, como el derecho romano, el derecho castellano, el cristianismo católico y el reconocimiento de formas autóctonas de atender situaciones sociales. Estos contenidos, de forma abrupta, fueron dejados de lado y hasta repudiados tras la fragmentación del mundo hispánico, dando lugar a la búsqueda y adopción, más bien improvisada y fallida en general, de nuevas ideas sobre la libertad, el poder y la justicia, que dieran fundamento al proyecto republicano.
Dejando a salvo adopciones del todo beneficiosas, los resultados de esa renuncia a tradiciones propias y la importación de fórmulas no adaptables a nuestros rasgos como hispanos, además de impedir o dificultar la atención de problemas vinculados con la libertad y el desarrollo, ha añadido otros adicionales, como la desprotección jurídica ante el poder y el inadecuado manejo de situaciones humanas y humanitarias; ejemplo de esto son las migraciones en el siglo XXI.
Esa situación no puede sino generar sorpresa, cuando Francisco de Vitoria expuso hace más de cuatrocientos años, con claridad y belleza, que sin perjuicio de las competencias de las autoridades para establecer reglas justas y asegurar su cumplimiento, los extranjeros deben ser tratados como personas, con derecho propio a hacer jurídicamente todo lo que las personas nacidas en el territorio del respectivo Estado hacen, y, por tanto, de ser castigados si no actúan bien.
Tal idea, que parece tan natural y simple que toda autoridad estatal debería asumirla, ha sido trastocada por esa creencia moderna —pero falaz— según la cual los Estados pueden, en ejercicio de la soberanía, ser injustos y desconocer que una persona es persona, anteponiendo a esa realidad la condición de extranjero con el fin de darles tratos contrarios a su dignidad y a la libertad compartida que ha de asegurarse, evitando discriminaciones injustas.
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1 Entre los acontecimientos que inauguraron el mundo moderno se encuentra —junto con la Reforma y el Renacimiento— la expansión europea en Asia, América y África. Este movimiento fue iniciado por los descubrimientos y conquistas de los portugueses y los españoles. Sin embargo, muy poco después, y con la misma violencia, España y Portugal se cerraron y, encerrados en sí mismos, negaron a la naciente modernidad. La expresión más completa, radical y coherente de esa negación fue la Contrarreforma. La Monarquía española se identificó con una fe universal y con una interpretación única de esa fe. El monarca español fue un híbrido de Teodosio el Grande y de Abderramán III, primer califa de Córdoba. Así, mientras los otros Estados europeos tendían más y más a representar a la nación y a defender sus valores particulares, el Estado español confundió su causa con la de una ideología. (Paz, 1982)
2 Colocamos entre comillas la palabra para dar cuenta del debate existente en torno a la comprensión de los hechos que llevaron a la fragmentación de la hispanidad en el siglo XIX, en el que se hallan posturas oficiales que usan la idea de «independencia», por considerar que operó un orden colonial antes de dicha fragmentación, y también otras que emplean la idea de «secesión» por considerar que no operó un tal orden colonial. Sobre el tema ver a Pérez Vejo (2021, pp. 33-40).
3 Por tradición política católico-hispánica entendemos el acervo —creencias, experiencia histórica, problemáticas, arte y formas de expresión— que comparten y vinculan a los pueblos de habla española en América y Europa, en particular desde la conquista, el poblamiento y el mestizaje desarrollado en el continente americano, a partir de los valores y principios aportados por el cristianismo católico a las dinámicas políticas, económicas, sociales y jurídicas de esos pueblos, relevantes para comprender la relación de los países hispanohablantes con las ideas políticas modernas.
4 No solo por la compleja organización institucional descentralizada y la vastedad geográfica sobre la que se ejercía la autoridad real, sino por la existencia de un contrapeso externo a la Corona, a saber, la Iglesia: Mientras la tensión se mantuvo, el derecho real divino no consiguió imponerse. Existía la inclinación a considerar la corona como un bien que, en virtud de la ley de propiedad real, se transmitía por herencia dentro de la familia que la poseía. Pero la autoridad de la religión, y especialmente del papado, tendía a oponerse al título irrevocable de los reyes (Acton, 1984, pp. 5-6).
5 De la atropellada y acrítica recepción de estas corrientes o doctrinas filosóficas, se pueden agrupar en cuatro conjuntos las diversas ideas de libertad que, con diferente intensidad y eficacia, han tenido influencia en los diferentes países hispanoamericanos: 1) la idea liberal economicista y utilitarista (fundada en la libertad negativa); 2) la idea socialista revolucionaria (basada en la libertad como eliminación de toda forma de desigualdad); 3) la idea latinoamericanista (fundada en la libertad como integración de naciones latinoamericanas para su liberación cultural, con Leopoldo Zea como principal impulsor); y 4) la idea reaccionaria y restauradora (derivada de la libertad como retorno o instauración de una institucionalidad monárquica regida por principios del catolicismo).
6 En ejercicio de su libertad, el hombre no puede olvidar que es un ‘ser-de’, ‘ser-con’ y ‘ser-para’ los demás. De ahí que deba asumir sus decisiones tomando en consideración a los demás y así, autotrascendiéndose, superar la tendencia egoísta de buscar exclusivamente su bien personal. ‘La libertad del hombre es compartida en la existencia conjunta de libertades que se limitan y por tanto se apoyan entre sí’, y por eso crece la responsabilidad a medida que la libertad va asumiendo los vínculos que emanan de las exigencias de la vida en común y de la esencia humana. (Gómez de Pedro, 2014, p. 95) Sobre las ideas de J. Ratzinger como fundamento para un liberalismo católico actual, ver «El liberalismo católico» (Zanotti, 2022).
7 «La libertad positiva es la libertad de controlarnos a nosotros mismos. Ser positivamente libre es ser tu propio amo, actuar racionalmente y elegir de manera responsable según tus propios intereses» (Kashmirli, 2019).
8 Los aportes que realizaron los maestros de la segunda escolástica al mundo moderno les concede un lugar importante en la historia del pensamiento. Su esfuerzo lógico, su intuición filosófico-teológica y su perspicacia para analizar los problemas de su época causan admiración y estima hoy día. Solo el conocimiento histórico —el cual incluye la comprensión filosófica, teológica y demás— de los maestros españoles del s. XVI, injustamente ignorados, nos permitirá alimentar un sentimiento de aprecio, reivindicar sus aportes y ponerlos en el lugar correspondiente. (Zanotti y Estrada, 2020, p. 48)
9 La referida novela es Rebelión en la Granja escrita por George Orwell y publicada por primera vez en 1945.