El lugar político de la reforma constitucional

The Political Site of Constitutional Reform

Jary Leticia Méndez Maddaleno

Universidad del Istmo

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Resumen: La reforma constitucional siempre ha sido uno de los grandes tópicos del derecho constitucional. La coexistencia de la democracia con el Estado de derecho dentro de la constitución siempre ha originado tensiones entre lo político y lo jurídico. En el presente artículo se aborda esta problemática bajo la perspectiva de que los cambios constitucionales requieren de la prudencia política para conservar los valores permanentes que identifican a la comunidad política que rige la constitución que se pretende modificar, con el fin de que la libertad del hombre se preserve, así como las condiciones necesarias que garanticen su desarrollo integral.

Palabras clave: constitución, reforma constitucional, soberanía, régimen jurídico, derechos fundamentales, democracia.

Abstract: Constitutional reform has always been one of the great topics of Constitutional Law. The coexistence of Democracy with the Rule of Law within the Constitution has always caused tensions. This article addresses this problem from the perspective that constitutional changes require political prudence to preserve the permanent values that identify the political Community that governs the Constitution that is intended to be modified; in order to preserve freedom and the necessary conditions that guarantee integral development of all citizens.

Keywords: Constitution, Constitutional Reform, Sovereignty, legal regime, Human Rights, Democracy.

1. Planteamiento de la cuestión

El Estado constitucional democrático enfrenta nuevos desafíos hoy día; en la última década, la convocatoria para reformas constitucionales en medio de cambios políticos ha sido frecuente en diversos Estados. De forma paralela, se han originado impactos estructurales en no pocas constituciones a través de las sentencias de los tribunales constitucionales. Sin embargo, al revisar la historia del derecho constitucional podremos apreciar que esos embates no son del todo nuevos, pues desde el surgimiento del Estado de derecho, en paralelo con el gobierno democrático, se puede apreciar la eterna lucha entre esas dos realidades.

A la constitución le es anejo un carácter de apertura por su misma naturaleza conformada por un elemento jurídico y un elemento político. De acuerdo con distintos autores, será unas veces la reforma constitucional, y en otras, la interpretación, las que solucionen, respectivamente, los conflictos que puedan derivarse de ello (Di Celso y Salerno, 2010, p. 107). De hecho, la labor interpretativa constitucional ha ido invadiendo cada vez más el ámbito político de la sociedad.

La misma configuración del Estado de derecho, ante la inexorable manifestación del elemento personal, ha empujado al poder político a conferir la potestas a los intérpretes constitucionales en decisiones políticas fundamentales (Zagrebelsky, 2005, pp. 273-275). Sin embargo, la legitimidad de la respuesta que se dé frente al carácter inacabado de la constitución dependerá de que el elemento personal se manifieste de una forma correcta. La tarea prudencial se debe manifestar en la elección adecuada del camino para la toma de decisiones fundamentales. Un camino que sea capaz de respetar el ethos; de la comunidad política, que pueda tomar el referente existencial que ha dado vida a ese orden jurídico (Ruggeri, 2007, p. 540). Y la prudencia política solo puede encontrarse en el ethos; la experiencia humana lo ha ido formando en orden al bien común.

2. El papel de la prudencia en la constitución

Como es conocido, la prudencia apunta a las acciones contingentes y solo puede marcar en ellas un rumbo racional fundamentándose en el conocimiento de lo que pasa ordinariamente. De esto solo puede informarnos la experiencia. En efecto, los principios absolutos y necesarios no son suficientes, porque de lo necesario no podemos deducir lo circunstancial, pero sí sacar principios para decidir sobre ello. Esta experiencia es la memoria misma, entendida como el depósito de lo que hemos sido, conservado por ella y acumulado progresivamente hasta el presente. Por esto puede decirse que se manifiesta prudencia política si la dirección de una comunidad política se apoya en la herencia de lo pasado, acrisolada por el curso inagotable de los sucesos que constituyen su experiencia. La misma historia de los pueblos enseña que el ignorar su ethos los ha llevado por mal camino (Palacios, 1945, p. 162).

Probablemente por esto, casi todas las significaciones de constitución coinciden en la necesidad de un núcleo normativo permanente y que, frente a lo contingente, la reforma constitucional se plantee solo con ocasión de auténticas crisis. Los límites a las reformas constitucionales buscan reducir la «tentación» de cambios sin verdadero fundamento.

También es necesario que, junto a principios generales e intemporales, exista una visión extraordinariamente aguda de los problemas singulares y concretos que se viven en el ahora, de la intuición del presente. Esto puede justificar el hecho de que, cuando la reforma constitucional no soluciona las tensiones presentes en la realidad constitucional, la interpretación pueda suplirla y pueda llegar a tomar las decisiones necesarias (Di Celso y Salerno, 2010, p. 497). Sin embargo, este no es su verdadero papel e incluso representa un peligro, ya que la acción jurisdiccional se convierte en acción política y, en la mayoría de las veces, sin límites ni fiscalización por otro ente. Si la elaboración de la constitución y, por tanto, la de las reformas, se considera un proceso político en el que participan diversos actores bajo la sombra del poder soberano popular, se puede decir que aquí es la interpretación la que se posesiona completamente de la dirección de este proceso político sin más actores que los propios jueces constitucionales.

La verdadera prudencia exige que, en el Estado constitucional democrático, cuando sea necesario tomar decisiones políticas esenciales, exista una discusión pública abierta y suficiente. No se trata de una cuestión de la mayoría del momento, ni de un mero consenso: debe haber una constante referencia a las ideas y al modo de ser propio que constituyen la auténtica identidad de la comunidad política (Castellano, 2002, pp. 57 y 62). La prudencia requiere deliberar bien, ser juicioso y razonable; encontrar frente a la necesidad política una solución mesurada pero no guiada únicamente por el mero factum. ¿Cómo lograr esto? En efecto, no puede anteponerse una solución abstracta, o la ilusión de que lleguen siempre al gobierno personas prudentes. La prudencia consiste en instituir el camino jurídico que permita al poder político tomar decisiones que realmente respondan al elemento existencial, al ethos de la comunidad en las circunstancias que se presenten en determinado momento, pero que de ninguna manera se imponga «dictatorialmente» el factum. Dicho de otro modo, hay que establecer el cauce adecuado para vincular el elemento personal con el elemento existencial: una solución que refleje verdaderamente la realidad.

Es innegable que el ejercicio de la tarea prudencial es absolutamente necesario para el desarrollo integral de los ciudadanos. También es fundamental para que el orden constitucional sea realmente efectivo. ¿Qué ha pasado con la prudencia política bajo los umbrales del Rechtsstaat? Tal vez, la incesante evolución del Estado de derecho ha sido ocasionada por la búsqueda inconsciente de la prudencia política perdida. Los contornos normativos, las normas abstractas, impersonales y generales no pueden solucionar de manera plena las distintas cuestiones que se suscitan en la contingencia ordinaria, que se presenta día a día en la vida de los ciudadanos. Vivimos en un sistema constitucional modelado según unos principios originarios y una experiencia práctica que la historia constitucional evidencia (Fioravanti, 1992, pp. 76-77). No sería una actitud prudente ignorar todo ese legado, pero es abundantemente desmitificadora, a la vez, la misma historia constitucional, que muestra los asaltos de la política al derecho y viceversa, enfrentados en una continua batalla.

Así como sucede en otros ámbitos, el orden en lo político conlleva la limitación del cambio y la imposición de limitaciones sobre la discrecionalidad de la decisión respecto del contenido ordenado. El orden político implica per se la autolimitación de la capacidad de decisión sobre la determinación del contenido común de la polis; sin esa estabilidad y firmeza de lo común, no sería posible un orden jurídico estable y duradero. Pero no puede pretenderse un nunc stans, porque la realidad política no consiste en una ficción instantánea; está continuamente rodeada de circunstancias variables que reclaman en cada momento, antes o después, una decisión.

Pero no podemos dejar de considerar que el confinamiento de la prudencia política es una consecuencia de la misma configuración del Estado de derecho. De manera analógica, podríamos decir que se trata de una curvatio in seipsum, por cuanto en el Estado de derecho, auctoritas y potestas se encuentran en el mismo sitio, lo que dificulta gravemente la reflexividad adecuada de las decisiones políticas, que tienen como principio el voluntarismo (Castellano, 2002, p. 25). Sin embargo, la existencia del derecho exige unas condiciones sin las cuales no puede tener eficacia social. Estas condiciones de la realidad del derecho son la determinación de quiénes forman la sociedad y la de su contenido común, determinado de forma prudencial pero no de forma técnica. Es decir, se trata de una determinación de carácter moral sobre un conjunto real de bienes comunes y una comunidad real de sujetos participantes. De modo que, contrario a lo que pensaba Locke y quienes siguen la línea del liberalismo clásico, una alteridad de sujetos y una exclusividad de bienes que no pertenezcan a un ámbito comunitario no son una alteridad y una exclusividad que configuren un orden jurídico. Como ya advirtió Aristóteles, la justicia pertenece fundamentalmente a la esfera de la polis, pero precisamente por ello, se encuentra supeditada a la prudencia política. La politicidad es una nota distintiva de lo jurídico; el orden de la vida política es la finalidad que atañe al derecho por su misma naturaleza. En palabras de Schmitt (1983): «Cada institución, e incluso cada norma, tiene como característica, a manera de premisa inmanente de su existencia o de su validez, esta relación con un estado de cosas» (pág. 127).

Las normas jurídicas existen porque hay una normalidad que las antecede; justamente ese orden es la visibilidad de las acciones prudentes del pueblo. La vinculación con el derecho se hace con referencia a un orden, la fuerza sola no significa derecho. En otras palabras, como sostenía Schmitt, el poder normativo de lo fáctico es un imposible (Herrero, 1997, p. 160). La existencia de un orden jurídico es posible y necesaria en virtud de un orden social derivado de una decisión política que le da seguridad y concreción a ese orden jurídico: que lo sostiene. En la polis, el modo de compartir un bien común auténtico y real, por parte de un conjunto de sujetos entre quienes existe alteridad, solo se alcanza en la forma de una atribución a cada uno de la participación en ese bien común que le corresponde como lo propio.

La politicidad del derecho, por tanto, no está referida solo a su eficacia social: afecta a su misma existencia real y concreta. La reorientación de la valoración prudencial está precisamente ahí; la prudencia política es necesaria, pero debe ser auténtica. No debe dar paso ni al oportunismo político, ni a su confinamiento bajo las celdas de la legalidad. La solución de los conflictos constitucionales debe estar presidida por ella. Esto significa que la prudencia política es la que en última instancia da forma a la justicia general, que es la que configura el ordenamiento jurídico de una comunidad política. Ahora bien, ¿cómo se asegura en una sociedad la prudencia política?, ¿ha de abandonarse a la moralidad de los gobernantes?, ¿hay alguien que pueda decir de sí mismo que es prudente?

No podemos ignorar el peso del elemento político en la constitución; tampoco podemos suprimir su orden y relación con el elemento jurídico (Bin, 2007, p. 35). Alguna de estas operaciones equivale a anular su verdadera naturaleza. Lo que es ineludible es retomar el ejercicio de la prudencia política y dejar atrás el intelectualismo que la ha desviado de su verdadero papel. Del ejercicio de la prudencia dependerá el colocar adecuadamente en su sitio a los protagonistas y a soluciones de las disyuntivas constitucionales. Lo único que puede procurarse es un sistema que permita una forma correcta en la que pueda manifestarse el elemento personal que necesariamente surge en la vida política de los pueblos. La política siempre se manifiesta. Sin embargo, en esta andadura se ha ido entregando el «destino común» a los intérpretes constitucionales, que van adaptando la constitución con la realidad constitucional (Bin, 2007, p. 27). La perplejidad aquí continúa siendo que, en el Estado constitucional democrático, la conexión con el poder constituyente es una exigencia. Es evidente que la constitución necesariamente debe irse adaptando porque su normativa comparte una esfera contingente que es imposible retener en una esfera meramente normativa. Pero el ejercicio de la potestas variará según el principio de auctoritas que se encuentre constituido.

3. Los cambios en el orden constitucional

Todo cambio señala de algún modo una crisis, pero las reformas son imprescindibles únicamente cuando se trata de auténticas crisis. De lo contrario, se trata de un falseamiento de la prudencia política. Precisamente por eso, en el tema de las reformas la solución tampoco se encuentra o puede reducirse a establecer una situación de amplio consenso (Baldassarre, 2007, p. 47-48). Es indiscutible que aquellas cuestiones contingentes —y por tanto mudables— tienen que irse ajustando a las circunstancias que el tiempo y el espacio proveen. La estabilidad del orden constitucional se funda en la permanencia de las decisiones elementales que se identifican con el ethos de la comunidad política. La flexibilidad del derecho no puede ser ilimitada, los límites tácitos los tiene precisamente ahí. Además, es un grave error ignorar que la verdadera prudencia política no puede hacer caso omiso de su dimensión como virtud moral. Dicho de otra manera, lo político está condicionado, no es de carácter caprichoso (Castellano, 2002, p. 21).

Dilucidar a quién corresponde tomar la decisión sobre la dirección de cada cambio es complejo. Existe la disyuntiva sobre si, dados los fallos inherentes al procedimiento formal de reforma, la vía para tomar esas ineludibles decisiones debe depositarse en los jueces. En el fondo, se trata de resolver cuestiones de orden político a través de un tribunal constitucional por considerar que, como «guardián» o «custodio» del sistema constitucional, está legitimado para ello. Esto equivale a sustraer a la soberanía la facultad de decidir con el fin de resguardar un ideal de certeza en un mundo relativista desprovisto de una auctoritas.

Por otra parte, la judicialización de las decisiones políticas convierte a la constitución en un proceso político en movimiento continuo. Se trata de una forma de disposición del orden de lo común en una instancia sin un vínculo inmediato con el poder constituyente, en el que descansa la propia legitimidad de la constitución.

Es cierto que, como señaló Smend, la función de la constitución está esencialmente modelada por las fuerzas e incitaciones políticas de la sociedad, pero al mismo tiempo, la constitución como realidad integradora reproduce en forma constante una decisión política soberana que configura al Estado como unidad de decisión en un territorio. Y esto tampoco puede ser una sucesión ad infinitum. De estar así, en continua renovación, podría decirse que se formaría un nuevo orden constitucional según la fuerza de la mayoría vigente en cada momento, y la seguridad jurídica vendría a convertirse en nada más que una utopía. Esa es la razón por la que una reforma constitucional no puede entenderse como la solución ante un problema puntual: debe responder ante todo a un problema de trascendencia grave.

El intento de Häberle por conciliar el relativismo con la necesidad de la auctoritas nos conduce a la posibilidad de una «constitución pluralista», recreada constantemente por múltiples voluntades que la redefinen en el alcance histórico-concreto. Por eso, desde el punto de vista de este jurista alemán, el cambio constitucional es un problema de interpretación. Por tanto, visto así, las decisiones políticas ya no pertenecen al poder constituyente y las reformas formales no son absolutamente necesarias. La fuerza normativa de la constitución se sitúa en un segundo plano cuando existen «consensos constitucionales básicos» que, por alguna razón, no pueden ser formalizados jurídicamente (Baldassarre, 2007, pp. 28-29). Aunque Häberle sí habla de la función estabilizadora de la constitución, la incertidumbre no logra borrarse, pues en cierta forma, el equilibrio constitucional depende de los diversos actores de la llamada sociedad plural. Por otro lado, la solución parece estar en depositar en manos del intérprete constitucional el proceso político y con ello constituir a los tribunales constitucionales en detentadores de la soberanía. Sin embargo, Häberle apunta un problema real: las reformas constitucionales requieren una discusión pública eficaz; reclaman la «aclamación pública» para refrendar su legitimidad, aunque también hay una cierta desconfianza compartida en el ejercicio de la soberanía popular. Esta inevitable desconfianza que señalan Häberle y quienes comparten su pensamiento, es una necesaria consecuencia de su planteamiento porque el constructivismo político —base de su propuesta constitucional— carece en el fondo de realismo. Las decisiones «artificiales» no pueden nunca proporcionar un equilibrio verdadero a la vida política.

Como afirma Hauriou, el fin último del régimen constitucional será un equilibrio entre poder, libertad y orden; en consecuencia, lo normativo será una parte muy importante, pero no la única. Las ideas morales, políticas y sociales sobre las que se fundó la constitución serán el sustrato del orden constitucional y, por tanto, el límite para cualquier modificación. Este fundamento guarda algunos preceptos inmutables y otros variables, pero es lo que confiere la estabilidad del equilibrio constitucional logrado. Las reformas constitucionales deben realizarse solo en casos de verdadero desequilibrio. Deben, además, estar sustentadas por el poder constituyente, que es en última instancia el que podría abdicar de alguna de las ideas madre que determinaron el orden común. En este sentido, la interpretación constitucional constructiva es consentir la deformación de la ley constitucional, pues la intervención en ese núcleo vital corresponde al poder constituyente. Y es que, como se deduce de la propuesta schmittiana, el sentido de la constitución no está en una norma, sino en la existencia política. Pero lejos de la concepción de Häberle y sus seguidores, para Schmitt, el texto constitucional no consiste en una confluencia de diversos factores, sino que es resultado del poder constituyente. Por ello, la reforma constitucional es posible siempre que se conserve la identidad y continuidad de la constitución como un todo y dentro del procedimiento establecido. Esto es una consideración clarificadora en cuanto a la interferencia recíproca entre reforma e interpretación, pues en ese sentido, los litigios constitucionales tienen siempre carácter político. Por consiguiente, es un atentado a la soberanía del poder constituyente la resolución de estos conflictos por esa vía. Schmitt detecta con claridad el problema: la judicialización de la política. La solución del tribunal constitucional, dada la auctoritas de la que se le ha revestido, parece más cercana a obtener una resolución prudencial de los conflictos de interpretación, entendiendo desde luego que queda excluida toda interpretación que modifique el programa normativo (Ruggeri, 2008, p. 3634). De modo que, hasta ahora, no se ha visto otro procedimiento mejor de defender la constitución.

El oportunismo político que ha regido desde el inicio de la modernidad hace que no resulte tan lejano justificar una constitución como el resultado de una fuerza política dominante —como afirmó en su momento el italiano Costantino Mortati—, o concebir la estabilidad no como consecuencia de la constitución, sino como resultado directo de la «lucha constitucional» mediante la imposición, por la praxis, de una interpretación que de la misma haga una fuerza política dominante. Hay aquí un argumento irrefutable, aunque se trata de una verdad de carácter trivial. La política no es un resultado matemático exacto y predeterminado. La prudencia, con la totalidad de sus requisitos, elige la acción a tomar entre la diversidad de posibilidades de lo operable. Unas veces será lo que proponga una fuerza política determinada; otras, lo determinará una fuerza distinta. Pero el criterio no es la imposición de un fin particular que predomine: es la consecución del bien común que permita alcanzar a los ciudadanos el más alto logro de sus posibilidades en cuanto ser humano (Castellano, 2002, pp. 28-29). No sin razón ha puesto Häberle al principio de la dignidad humana como eje transversal de su teoría; el problema está, en la falta de unanimidad para determinar lo que se entiende por tal.

4. La soberanía popular como sede natural para encauzar la reforma constitucional

No se puede aquí proponer un modelo general aplicable de modo universal, principalmente porque será el elemento político de cada constitución en particular el que lo deberá definir adecuadamente. No hay una receta única, como no son exclusivos los caminos para alcanzar el bien común. Pero sí podemos extraer, a continuación, algunas ideas que pueden ayudar a reconducir la tarea de los tribunales constitucionales.

Los tribunales constitucionales son necesarios y prueba de ello es su vigencia en los distintos sistemas constitucionales. Sin embargo, su papel se ha hecho cada vez más y más político (Ruggeri, 2008, pp. 3603-3604). Han dejado de resolver conflictos que efectivamente se subsumen en la normativa constitucional, para desplazarse hacia la toma de decisiones que han puesto punto final a controversias meramente políticas.

Preservar la fuerza normativa de la constitución es imprescindible para la estabilidad de la comunidad política, sobre todo en nuestro mundo contemporáneo, donde se palpa no solo la ausencia de una auctoritas común, sino también la de un ethos verdaderamente compartido; precisamente ahí, en el ethos, se encuentra la prudencia. Mientras permanezcamos en la herencia del constitucionalismo, debemos respetar sus postulados más fundamentales. La reforma constitucional, así como la interpretación constitucional, han sido instituidas precisamente para afrontar estas dos cuestiones. Es necesario, por tanto, redefinir los límites no solo de la reforma, sino también, con particular atención, los de la interpretación constitucional. La soberanía no ha pasado de moda, porque alguien tiene que seguir decidiendo; el dilema está en quién detenta esa soberanía. Si hemos decidido que es el pueblo, tienen que seguirse reconduciendo hacia él las decisiones que atañen al poder constituyente. En este sentido, como explica Hauriou, el sufragio es la organización política del asentimiento. A través de él se acepta o rechaza una proposición formulada o una decisión adoptada por otro poder. Se trata, por tanto, de una operación de asentimiento y un acto de confianza (Hauriou, 2003, p. 544); el referendum como una manifestación de la soberanía nacional y un poder que participa en el gobierno. Él expresa una fórmula conciliadora entre la organización representativa del Estado moderno y la democracia directa de los antiguos (Hauriou, 2003, p. 549). Pero no siempre será el camino adecuado. Unas veces por los costes, tanto en tiempo como en recursos económicos; otras, por las dolencias que acusan a determinada democracia (Böckenförde, 2000, pp. 102-107), por ejemplo: el analfabetismo de un pueblo, las contradicciones económico-sociales extremas o la hegemonía de una ideología política en los medios de comunicación (Böckenförde, 2000, p. 102). Es aquí donde entra en juego la prudencia política (Palacios, 1945, p. 188) en el Rechtsstaat. Los modos del procedimiento formal de reforma pueden ser variados, pero lo que es necesario es su vinculación con el poder constituyente, como también su asertividad según las circunstancias de tiempo y espacio de la comunidad política que rige esa constitución.

El lugar político de la reforma constitucional está en el titular del poder constituyente; se trata de un proceso político porque pertenece a todos, gobernantes y gobernados. La forma de materializar esa doble implicación es su vinculación al poder soberano, y por ello no basta con la discusión pública. En el Estado constitucional democrático la legitimidad depende del poder constituyente como magnitud política que precede al texto constitucional. Hay, además un elemento de inmutabilidad intrínseco en cada constitución que coexiste con un carácter intangible. No es suficiente apelar al poder constituyente para legitimar cualquier cambio. La historia nos ha demostrado que «poder constituyente» no significa «poder omnipotente». De ahí la incertidumbre que quedará presente siempre en el Estado constitucional democrático: es el legado del planteamiento rousseauniano, que continúa vigente.

A la luz de estas consideraciones, podría concluirse que hay como mínimo dos aspectos que pueden considerarse de modo general como materia exclusiva del procedimiento formal de reforma. Se trata de aquellos asuntos que atañen directamente a la identidad de la comunidad política y que se refieren a su ethos: el régimen político y los derechos fundamentales.

No se hace alusión aquí a cuestiones propiamente de interpretación, sino a asuntos estructurales que inciden en la propia construcción conceptual que se les ha dado dentro del texto constitucional. Tanto el régimen político como los derechos fundamentales definen los rasgos distintivos de determinada comunidad política y, por tanto, quod omnes tangit ab omnibus approbetur, «¡lo que a todos toca debe ser aprobado por todos!»

Referencias

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