Indicios e incógnitas sobre el florecimiento humano


Hints and Unknowns About Human Flourishing

Walter Castro

Universidad Francisco Marroquín
UCEMA Friedman Hayek Center for the Study of a Free Society

[email protected]

Resumen: En este trabajo se entiende, parafraseando a José Ortega y Gasset (1957), que el hombre puede humanizarse, pero el tigre no podrá jamás «atigrarse».1 Esta conceptualización del florecimiento humano aplicaría a un individuo, más allá de cuestiones biológicas, y al orden social todo, en función de cierta clase de resultados. Sin embargo, la hipótesis propuesta sostiene que dicho concepto merece, a falta de una adecuada definición y de precisiones satisfactorias, ser presentado en un sentido negativo, tal como la oscuridad se explica por la ausencia de luz o la libertad como ausencia de coerción. De un modo similar, como Friedrich Hayek (1976/1988) presenta a la justicia en un sentido provisional, como algo que se va descubriendo al detectar y deslindar aquello que se considera injusto. Con igual criterio, entonces, el florecimiento humano podría revelarse en el presente ensayo con la ayuda del análisis de las causas y de los elementos que habrían de malograrlo.

Palabras clave: organización, orden social extenso, jerarquías, reglas morales, éxito, mérito, virtud, libertad natural, responsabilidad individual, justicia conmutativa.

Abstract: In this work it is understood, paraphrasing José Ortega y Gasset (1957), that man can be humanized, but the tiger can never “become tabby”. This conceptualization of human flourishing would apply to an individual, beyond biological issues, and to the whole social order, depending on a certain class of results. However, the proposed hypothesis maintains that this concept deserves, in the absence of an adequate definition and satisfactory precision, to be presented in a negative sense, just as darkness is explained by the absence of light or freedom as the absence of coercion. In a similar sense, as Friedrich Hayek (1976/1988) presents justice in a provisional sense, as something that is discovered by detecting and defining what is considered unjust. With the same criteria then, human flourishing could be revealed in the present essay with the help of the analysis of the causes and the elements that would spoil it.

Keywords: organization, extensive social order, hierarchies, moral rules, success, merit, virtue, natural freedom, individual responsibility, commutative justice.

1. Inquietudes e indagaciones preliminares

Escribir acerca del florecimiento humano requiere precisar, en primer lugar, el alcance de este concepto. Pero, además, exige especificar los términos en los que ese acontecimiento podría desarrollarse.

Estamos frente a una metáfora, pues las plantas florecen antes de dar sus frutos, o como también sucede con el pimpollo de una rosa que se abre en flor. De manera análoga, aunque con cierta precaución, podría pensarse en el florecimiento de un ser humano a lo largo de su vida: un florecimiento quizás identificado con determinado crecimiento personal, en relación con cierta mayor plenitud vital. Pero también, si lo que en general guía a las personas es la búsqueda de su felicidad, esta idea de realización personal luego demandará ampliar su explicación en conexión con la idea de florecimiento que nos proponemos aclarar. Asunto para un próximo apartado.

En primer lugar, será preciso explorar con base en qué elementos, en qué términos, podría florecer una persona y qué revelaría en un sentido más profundo esa metáfora. Para ello podemos intentar construir un marco de entendimiento a partir del reconocimiento de ciertos elementos claves, por ejemplo, que los individuos recibimos diferentes dones, lo que significa afirmar que disponemos diversamente de variadas clases de Inteligencias. Pero que, en simultáneo, se nos identifica singularmente por otros elementos: nuestras muchas carencias.

Con todo, la razón nos provee las capacidades de conceptualizar, de relacionar, de calcular y de reflexionar. La misma importancia tiene la capacidad de imaginar para adentrarnos en el mundo de las ensoñaciones y las aspiraciones. En ese sentido, muchos sostienen que son nuestros deseos y nuestros sueños los últimos responsables de todo nuestro accionar; que todo de alguna forma se vincula con aquello que desearíamos ser o que desearíamos hacer; que ello proviene de una propia ocurrencia, de una personal inquietud, aunque en otras oportunidades provenga de la imitación de los logros o las actitudes que observamos en nuestros mayores, en nuestros amigos o en las demás personas que nos rodean y que por alguna razón las adoptamos como referencia. Aunque no es menos cierto que otras veces obramos exactamente en sentido contrario de aquellos a quienes jamás querríamos parecernos.

Cualquiera sea el caso, y en la búsqueda de nuestra felicidad, siempre aparecerá una tensión vital, quizás un signo de angustia, de ansiedad o de dolor, una sensación incómoda que media entre el deseo y la real capacidad y posibilidad de materializarlo. Soñamos reiteradamente de múltiples formas y en cientos de colores en relación con un complejo ámbito de realizaciones y de relaciones interpersonales porque somos individuos viviendo dentro de un orden social que, por su parte, también podría evidenciar su propio grado de florecimiento.

Además, el azar y la incertidumbre son factores insoslayables que envuelven las decisiones y las acciones y afectan el curso de cualquier suceso. Al mismo tiempo, es fácilmente perceptible que no todas las personas disponen del mismo carácter, ni de igual fuerza de voluntad o de capacidad de adaptación y resiliencia, ni que todas disponen del mismo ánimo, de la misma curiosidad, ni están dispuestas a vivir con la misma intensidad. Están quienes sueñan su vida con mayor fuerza, o quizás sus propios temperamentos les imprimen mayor relieve; a otros les alcanza y complace adoptar actitudes más contemplativas. Acaso por estas razones habremos de encontrarnos con planteos felicitarios más ambiciosos y otros menos, o que al menos se perciben instalados más ampliamente en comparación con otros que lucen más lineales.

Es factible suponer que todo lo expresado influye sobre la particular manera de florecer de cada individuo. Pero, con independencia de lo que cada uno se propone ser —artista o deportista o científico o andar viajando por el mundo; formar una familia numerosa, o no formar familia—, todos estamos invitados a florecer en camino de alcanzar distintos objetivos personales, involucrándonos socialmente en un amasijo de relaciones de muchas y variadas especies.

Entonces, ¿a qué denominamos florecer humano? No nos referimos concretamente a esa manera de florecer que señala un cambio de etapa biológica en una persona; por ejemplo, los niños que pasan de la infancia a la pubertad. Nos referimos, más bien, al deseo y a la decisión de un individuo de poner en acto sus mejores potencias y dar un poco más. Algunos lo consiguen debido a su propia personalidad; otros, en ocasiones, al enfrentar y superar una adversidad. Sin perjuicio de la situación particular de cada uno y de las circunstancias personales que lo rodean, pareciera recomendable alzar la vista para reparar en el contexto general que envuelve el quehacer de las personas.

Podría existir un clima hostil para el florecimiento humano, como ocurrió en la tenebrosa China de Mao Tse-Tung o en la Alemania de Adolf Hitler. En contraste, hubo otros momentos de la historia de la humanidad en los que se verificaron épocas de florecimiento cultural, intelectual y artístico. Por mencionar algunos ejemplos: en la Viena del siglo XIX, la ilustrada Escocia del siglo XVIII, el renacimiento de las repúblicas y principados del norte de Italia a fines del siglo XV. Todos esos grandiosos momentos estuvieron asociados con algunas personalidades notables de aquellas épocas que marcaron historia con su obra, con sus escritos o con su legado.

Pasando en limpio, cuando en este ensayo nos referimos a «florecimiento», no hablamos del florecimiento natural y biológico de una persona, sino de su florecimiento intelectual o espiritual como fruto de su propia maduración gracias a su educación o por haberse adentrado en un proceso de sociabilización a partir de sus propias experiencias vitales o de su propio cultivo personal. Este florecimiento individual, cuando se verifica de modo plural, puede irrigar el florecimiento del orden social todo. Y, a su vez, el florecimiento del orden social podría retroalimentar el proceso al brindar mayores oportunidades para el desarrollo de todos sus miembros.

Sin embargo, alentar la expectativa de este probable círculo virtuoso no garantiza la necesidad de su ocurrencia. Pero permite distinguir entre dos diferentes planos de análisis: el florecimiento de una persona y el del orden social, este último reconocible mediante la percepción de una serie de resultados concretos. En esos términos, se reconoce el florecimiento comercial cuando se multiplican las transacciones; el florecimiento económico, cuando se genera más riqueza; el florecimiento político de una sociedad, cuando se llega a consensos respecto de reglas que posibilitan y favorecen la armonía del orden; o el florecimiento artístico, representado en la música, en la pintura o en la literatura que los distingue. Todos estos serían indicios de un cierto florecimiento civilizatorio que opera al modo de un escenario general, donde los individuos se desarrollan en sus personales historias de vida.

Por lo expuesto, se asigna un espacio de análisis para el florecimiento del individuo, de cada persona humana, y otro para el análisis del contexto en el que esa persona se desenvuelve. Y si bien es obvio que ambos planos se correlacionan, es igualmente obvio que no lo hacen como exacto reflejo uno del otro. La próxima sección intenta profundizar sobre ambos espacios de análisis.

2. Florecimiento personal versus florecimiento del orden social

Respecto del florecimiento personal, debe señalarse que cualquier individuo nace en el seno de una familia que lo cobija, que lo protege y tutela en sus primeros años. En este sentido, la familia es la primera institución que provee al niño de alimento y cariño, pero también de valores que le van siendo transmitidos a través del respeto de determinadas reglas, de los señalamientos de sus mayores en ejercicio de sus roles y desde sus jerarquías reconocibles.

Simultáneamente, la inyección de amor resulta un requisito esencial para que el infante vaya adquiriendo autoestima. Aunque excepcionalmente pudiera ocurrir lo contrario, con el tiempo el niño se mueve lenta y gradualmente hacia afuera del seno familiar y comienza a establecer otra clase de relaciones sociales y a involucrarse con otros individuos que le resultan más distantes y menos amables. De ese modo, se interna en la sociedad e ingresa progresivamente en la escuela de la continencia, en la que aprende gradualmente a moderarse, a adaptarse y a convivir con seres más indiferentes y extraños. Con ellos entreteje un sinnúmero de relaciones posibles: afectivas, amistosas, amorosas, sexuales, empáticas, de respeto, de confianza, asociativas, contractuales, laborales, de intercambios de muchos tipos, de conveniencia, de autoridad, de poder, de liderazgo y de ascendencia o de contagio; por su puesto, habrá otras de odio o de envidia, y la lista continúa.

Enfrentadas con ese amasijo de relaciones humanas, cada una de las ramas de las ciencias sociales optó por seccionarlas y estudiarlas por su cuenta. Para reducir la complejidad del fenómeno, todas se valieron de diferentes supuestos que eliminan selectivamente algunas variables en procura de estructurar mejor sus explicaciones. Sin embargo, ninguno de estos modelos teóricos que se corresponden con mundos políticos, económicos, jurídicos o morales, pueden soslayar la necesidad que tiene un orden social, o también una familia, de contar con reglas y jerarquías internas para poder desenvolverse.

Con todo lo expresado, procede introducir la siguiente distinción entre la organización y el orden. Una familia, al igual que muchos otros grupos por consanguinidad o por afinidad, es una organización en el sentido de que procura una finalidad predefinida. En contraste, los órdenes sociales albergan pluralmente una pléyade inagotable de objetivos grupales o individuales en función de su mayor apertura y extensión. De una forma o de otra, para vertebrarse ambos necesitan reconocer un conjunto de reglas y de jerarquías. La próxima sección se ocupa del análisis de ese conjunto.

3. Reglas y jerarquías

Tanto en las organizaciones como en los órdenes, las reglas brindan estabilidad, previsibilidad y cohesión. Sin embargo, mientras en las primeras se enderezan apuntando a un resultado especifico y en común, en los segundos, solo pretenden asegurar la convivencia armoniosa entre infinitas y muy diversas finalidades grupales e individuales.

Las reglas de una familia —que de hecho se hallan representadas en los patrones comportamentales de sus jerarcas mayores— infunden en su seno, además de ciertas maneras de proceder frente a los diferentes desafíos, cierto criterio de lo que se considera bueno y útil para alcanzar el desarrollo de sus miembros inseparablemente del bienestar del conjunto. En una familia se expanden sentimientos de amor, de pertenencia y de solidaridad; se comparten principios y se afianza la sensación de ciertas seguridades contenedoras y tranquilizadoras.

Dentro de este ámbito íntimo de convivencia, en el que se refuerzan habitualmente los vínculos sanguíneos con lazos afectivos, resuena un llamamiento al bien común muy difícil de rehuir. En esos años más tiernos de los infantes, se graban en sus mentes y en sus corazones las vivencias que van moldeando sus caracteres y sus personalidades; los proveen de fortaleza, de espíritu emprendedor, de curiosidad, de alegría, de prudencia, quizás de benevolencia, o también de otros atributos menos deseables y hasta de vicios que operan entreverados con los primeros, pero en sentido contrario. Es claro que el florecimiento humano se favorece de la mano de los primeros y que se marchita por obra de los segundos, asunto sobre el que nos extendemos hacia el final de este ensayo.

Por otro lado, la escuela es otra organización dedicada a educar y a facilitar el proceso de socialización de los infantes. Fue pensada y diseñada desde antaño con el propósito expreso de favorecer sus florecimientos personales. En cierta forma, la escuela representa también una suerte de comunidad de la que nadie se olvida y de la que pocos reniegan, sin dejar pasar que su finalidad principal es impartir conocimientos útiles para el desenvolvimiento personal y ciertos valores elementales para la convivencia social. Es en la escuela donde el niño se aleja por primera vez del regazo materno, la maestra no es su mamá, y se apresta a intercambiar vivencias con sus pares, que no son sus hermanos. Entonces el niño deja de ser el centro del mundo y pasa a ser uno más en ese nuevo mundo, lo cual constituye una experiencia de crecimiento y de vida que al principio puede resultarle chocante. En adición, la escuela es una organización meritocrática con una cierta idea de lo bueno o de lo útil, con reglas, objetivos y metas prefijadas que establecen un orden de reconocimientos para quienes las alcanzan.

Un tercer tipo de organización, en algún sentido similar, es el club, con su equipo de futbol o de rugby, en el que una comunidad de jóvenes se entrena para disputar y ganar. Aunque, paradójicamente, la mayor enseñanza no se capitaliza sino hasta que aprenden a perder. Lo cierto es que el deporte promueve la competencia dentro de reglas de fair play, diseñadas con cuidado y sabiamente para garantir el divertimento y estimular el mérito y la corrección de los participantes en el juego.

Podríamos detenernos en otras organizaciones y describirlas empleando similares argumentos. Sin embargo, algo distinto caracteriza el funcionamiento de un orden social en el que los jóvenes se adentran con la intención de establecer relaciones que el derecho privado ha clasificado doctrinariamente en «civiles» y «comerciales». Nos referimos a esas relaciones que se suceden cotidianas e incontables entre personas localizadas a muy diversas distancias.

Aquí las reglas y las jerarquías también resultan cruciales para el desenvolvimiento del orden, aunque estemos hablando de reglas y de jerarquías que se emplazan en un sentido bien diferente al de las reglas y de las jerarquías que operan en las comunidades más pequeñas y cerradas. A medida que el orden social se va haciendo más abierto y por lo tanto más diverso, más inclusivo y más extenso, sus reglas de justicia oxigenan más grados de libertad al enunciarse paulatinamente menos provistas de la intención de promover alguna finalidad o alguna clase de bien común. Por el contrario, se presentan como garantes esenciales de una convivencia pacífica entre una heterogeneidad de objetivos individuales o grupales independientes que a veces compiten entre sí.

Justamente, un orden de libertad presenta esa disposición normativa que robustece los espacios de autonomía individual, protegidos jurídicamente para que cada persona, a su modo, sola o de manera asociativa, pueda ensayar su personal plan felicitario, siempre que no dañe a terceros. Un orden de estas características exige que la sociedad en su conjunto se adhiera a posiciones crecientemente tolerantes frente a las diversas formas felicitarias, individuales y personalísimas. En esos términos, las reglas morales de justicia de un orden abierto, diverso, inclusivo y extenso, habrían de reducirse a un conjunto de muy pocas prohibiciones universales de carácter moral, enunciadas de forma general y negativa tales como «no matar», «no estafar» y «no robar». Expresado de modo similar, no dañar a otras personas en sus vidas ni en sus bienes, ni coaccionar la voluntad de algunos en favor de los deseos de otros.

La segunda implicancia sería que, bajo la vigencia de este tipo de reglas de justicia conmutativas, se abre un ancho espacio para que prospere un orden cataláctico. Esta palabra griega rescatada por Friedrich Hayek (1976/1988) tiene dos acepciones. Una primera refiere a toda clase de intercambios libres y voluntarios, pero la segunda refiere a la capacidad de hacer amigos a los enemigos. Luego, el libre comercio de mercancías y el diálogo —entendido como un provechoso intercambio de ideas y saberes—, desarrollados en un ámbito de respeto, libertad y competencia fijan las condiciones para que florezca la innovación y la creatividad, aumenten los emprendimientos a riesgo y se multipliquen las oportunidades en términos absolutos.

En libertad, la interacción social se traduce de inmediato en una suerte de cooperación social, quizás inintencionada, potente y efectiva en el sentido que permite a todos los miembros de una sociedad gozar en general de más riqueza y de más conocimiento del que cada uno de ellos hubiera sido capaz de generar.

El segundo sentido del término «catalaxia» —i.e. reducir el conflicto haciendo amigos a los enemigos— es una alusión directa a la actitud de respeto y de tolerancia frente a los diferentes planes de vida de los demás. Nótese que el respeto y la reciprocidad asoman como dos elementos que se funden para aportar substancia a la regla de justicia del orden. Este intercambio de respetos recíprocos se observa en «no te mato y no me matas», «no te agredo y no me agredes», «no te estafo y no me estafas», «te saludo y me saludas», «te escucho y me escuchas». Esas reciprocidades se constituyen en el basamento moral y jurídico que sostiene una multitud de clases de intercambios, especialmente comerciales, que dan cuerpo al sistema capitalista. Intercambios libres y voluntarios, que se pactan en interés de las partes y que les proveen mutuos beneficios, sin desconocer que cada cual los negocia intentando mejorar su propia condición, pero sin hacer trampa.

El valor económico que generan estas prácticas proviene, en primer lugar, de la división del trabajo y de la especialización que cada uno debe hacer de sus mejores artes, obligado en el mercado a atender los deseos de sus contrapartes. Así funciona cualquier mercado libre y competitivo: el de frutas, el de electrodomésticos o el de obras de arte en los que todos los productores se esmeran en ofrecer mejores mercancías y servicios tratando de seducir a sus demandantes para obtener de ellos sus aprobaciones y contraprestaciones. Esta creciente interdependencia redirecciona de manera continua los incentivos del sistema; quienes desean prosperar quedan obligados a invertir y a ajustarse a lo que ofrecen y demandan sus competidores y sus consumidores. Ese proceso redunda en beneficio para el conjunto, porque permite alcanzar el máximo aprovechamiento de las distintas clases de recursos y de inteligencias individuales disponibles.

Sin embargo, el fundamento basal de un orden de mayor libertad no se explica por su capacidad de generar más riqueza, esa es solo una de sus felices consecuencias. La clave de semejante mejoría debiera rastrearse en el carácter más inclusivo de un orden social, porque en esa capacidad de extenderse y albergar mayor diversidad, proliferan nuevos elementos que motorizan el orden, generan innovación y descubrimiento, que de esa manera crean mayores oportunidades de florecimiento.

Lo que se considera en los párrafos previos es que un orden de libertad marginalmente creciente fertiliza el florecimiento de los individuos y de las minorías más invisibles, emplazadas siempre en el margen de la sociedad, a cierta distancia de lo que se considera el comportamiento promedio. En esos bordes, anidan las ideas más extravagantes, los fervientes deseos de inventar, de hacer o de proponer algo distinto, comenzando por descubrir otras formas personales de ser feliz, lo que además de ser nutritivo, concede al orden de la libertad una justificación ética más plausible.

4. Éxito y mérito

Pese a lo que en general algunos sostienen, Hayek (1960) afirma con realismo que el mercado no es ciento por ciento meritocrático, sino «exitocrático». Al margen del esfuerzo que realizan cada uno de sus oferentes y del empeño que ponen en desarrollar sus mayores ventajas, en última instancia, corresponde al mercado brindarles mayor o menor aprobación y determinar sus precios en función de sus escaseces relativas. De ese modo, el mercado, más que el mérito, premia el éxito de proveer en tiempo y forma lo que se demanda. Ello reconoce indudablemente la posibilidad de una cuota de oportunismo y azar.

Algo bien diferente ocurre con el reconocimiento de las acciones entre los miembros que conforman una comunidad o un pequeño grupo orientado en conjunto a conseguir un bien o un resultado en común, al cual todos contribuyen deliberadamente. En estos casos, la intención y el mérito juegan un rol preponderante ante la opinión y el juicio de los demás miembros del grupo. Por ejemplo, se premia en el cuartel al bombero más valeroso después de una misión. Ocurre igual con el mejor alumno o compañero en la escuela, o con el mejor deportista, que a veces es el más talentoso y otras el que más se entrega en beneficio de las conquistas del grupo.

Esta disparidad de sucesos y de reconocimientos invita a imaginar la existencia de dos diferentes pirámides sociales: una del mérito y otra del éxito. En la primera, la intención cuenta y se asciende premiado por el esfuerzo personal, por el intento de ser o de proceder mejor, por entregar lo máximo, quizás en función de un bien superior preestablecido. La pirámide del éxito, por su parte, es la de los logros y buenos resultados que consiguen la aprobación o el reconocimiento del mercado, tanto en un sentido material o en términos de prestigio.

Sobran las evidencias confirmatorias de la dualidad que existe entre intención y resultado. ¿No sucede acaso con frecuencia que un pequeño presente familiar o en reconocimiento de algún favor es tantas veces más valorado por la intención que por el objeto en sí? Mientras que, a la inversa, en el mundo del derecho o de la economía habrán de gravitar más los resultados que la intención.

En el mercado las cosas no valen por el mérito que llevan incorporado, entendiendo al mérito en el sentido de un esfuerzo constante y virtuoso protagonizado por alguien que desea superarse brindándose por encima de lo normal. Bastante lejos de esto, un comprador estará dispuesto a pagar como máximo en el mercado el valor que considera que un bien le aporta, o en función del beneficio futuro que le promete y ni un centavo más.

Algo parecido sucede en el derecho con el daño, que es un resultado concreto sobre el cual se reclama vindicación y resarcimiento, antes de indagar sobre la intencionalidad de su autor. En tal sentido, la disyuntiva clave pareciera ser entonces: intención y mérito versus oportunidad y resultado, elementos distintivos que se convierten en protagónicos para definir las jerarquías en ambas pirámides. La pirámide moral del mérito tomaría por pináculo la santidad o el heroísmo, mientras que la pirámide del éxito haría cumbre en la riqueza o en la fama. Por lo tanto, escalar por cualquiera de ellas supondría ascender por diferentes senderos representativos de dos distintas clases de virtudes. A las primeras se las puede llamar virtudes personales y a las segundas, sociales. El tratamiento de ambas virtudes se desarrolla a continuación.

5. Virtudes personales y virtudes sociales

Las virtudes personales están relacionadas con aquellas virtudes clásicas apuntadas al florecimiento espiritual, al crecimiento interior de una persona, en ocasiones reforzada por la aprobación de un pequeño círculo más cercano y muy selecto, en el compromiso de alcanzar una superación personal inspirada desde algún criterio de lo bueno. Pueden considerarse la fortaleza, la magnanimidad o la benevolencia, todas virtudes que se jactan de prescindir de cualquier retribución a cambio. Son virtudes que, cultivadas en el interior de grupos pequeños, se transforman en actitudes de solidaridad o de lealtad entre camaradas.

Por su parte, las virtudes sociales demandan el desarrollo de algunas otras habilidades encaminadas a germinar relaciones interpersonales de variada especie. Son aquellas virtudes como el respeto, la tolerancia y la justicia —que es la virtud social por antonomasia—, relacionadas con la capacidad de reconocer al otro en su diversidad como un semejante y extender los límites del orden hasta incluirlo. Esta posición moral subyace como el fundamento jurídico del principio de igualdad ante la ley y otorga vida a la extensión universal de los derechos humanos.

Otro conjunto de virtudes resulta indispensable para aceitar el funcionamiento económico del orden. Entre ellas la prudencia, la laboriosidad o la honorabilidad, virtudes que robustecen y extienden las relaciones comerciales y crediticias fomentando la cooperación y el sentimiento de confianza. Este conjunto de virtudes burguesas potencia el florecimiento de los talentos, habilidades y destrezas, llevando a los agentes a obtener legítimamente en el mercado competitivo un incremento de sus ingresos y riquezas, que favorecen sus ascensos en la escala social.

Para intentar alumbrar la diferencia esencial entre ambas pirámides sociales y entre los dos grupos de virtudes mencionados, parece oportuno recurrir a un conocido señalamiento de Adam Smith (1759/1977). El filósofo escocés enfatiza la diferencia que existe entre el deseo de ser aprobado con el de merecer la aprobación, es decir, con el deseo de ser aprobable. El primero de estos conceptos aplica perfectamente a quienes por sus acciones reciben aprobación social o retribución económica en el mercado. Pero conviene reservar el segundo exclusivamente para quienes merecen la aprobación ética, en otras palabras, para quienes actuando guiados por amor a lo honorable y noble escalan decididos la pendiente de su propia superación personal.

De lo expresado previamente se deduce la existencia de una medianera que separa conceptualmente ambas pirámides, estableciéndose la divisoria entre ambos tipos de virtudes en el criterio de reciprocidad. Nótese que las virtudes sociales se inspiran y revitalizan debido a una apropiada contraprestación; su reciprocidad representa el carácter justo de la conmutación, que además mantiene cierta vecindad con el principio de utilidad. Mientras que, lejos de cualquier cálculo de conveniencia, las virtudes personales se inspiran en cierto sentido del deber, en cierto amor por lo honorable y noble, alejadas de la idea de una eventual retribución o reconocimiento. Quienes las practican florecen movilizados por el deseo de ser mejores, que precede al de estar mejor. En tanto que quienes en mucho mayor número procuran mejorar su bienestar, dan más de sí, pero motivados por las retribuciones que desean lograr.

El cultivo de ambas clases de virtudes favorece el florecimiento de una persona. Pero, ¿serían unas virtudes mejores que las otras? No parece posible plantear este asunto como una cuestión de blanco o negro, porque se trata de dos diferentes formas de florecer, siendo la una de naturaleza más personal y la otra más interpersonal, probablemente la primera más introspectiva y seguramente la segunda más extrovertida.

6. El florecimiento personal y su relación con la felicidad

Si, como señalamos al comienzo de este trabajo, el florecimiento personal se halla relacionado con el plan felicitario que escoge cada persona, entonces las diferentes maneras de florecer han de vincularse con el sentido existencial o trascendente que cada uno adopte para su propia vida. Esta cuestión filosófica dista mucho de estar resuelta.

Puede sostenerse, como digresión de lo expuesto, que resulta más completo un plan felicitario amparado en un sentido trascendente porque el sentido de la trascendencia nos inclina a tratar de ser mejores personas, a dar más de uno en el intento de dejar el mundo al menos un poquito mejor de lo que lo recibimos, independientemente de lo que nos llevamos y pensando en quienes nos suceden. Pero, además, y para el caso en que ninguna trascendencia fuese posible dado el carácter infinitesimal y finito de cada ser humano, como segundo mejor, obrar bien al menos nos permite descansar tranquilos con nuestra conciencia, contentos de haber cumplido con un deber, cuya falta de sentido no nos consta.

Si a cualquier ser humano le azuza la idea de no poder ser feliz, acaso convenga tener mejores motivos para no ser infeliz. En este segundo sentido, puede sospecharse que un trascendentalismo pacífico sea mejor vía que un existencialismo. Con independencia de la posición que se acaba de esgrimir, sirve aclarar que la idea de florecimiento está siempre relacionada con la idea de la búsqueda de la felicidad, o con la de amortiguación de la infelicidad, que le confieren sentido. Porque alguien que se sintiera verdaderamente feliz, disfrutando de ese estadio espiritual de profundo regocijo a causa de su realización personal, que además irradia y se contagia a todos los demás movimientos de su vida, terminaría eximido naturalmente de la necesidad de pensar en la mejor manera de florecer.

Lamentablemente, para todos los demás mortales que no gozan de ese estado de alegría celestial, se les pasará la vida buscando su felicidad o mitigando su infelicidad. Lo que les exige plantear un buen argumento vital, aprender dónde pararse para poder enfrentar lo que les toca en suerte y disponerse a prolongar las aspiraciones en su imaginación luego de cada pequeña consecución. Todo ello exige saber quién es uno, con qué y con quién cuenta, descubrir el para qué vive y con quiénes se está dispuesto a compartir las penas y las alegrías. Pero florecer no es vivir, sino que antes que nada es desear vivir, buscar la propia identidad, reconocerla con honestidad, respetarla e intentar desde ella proyectarse forjando convicciones en procura de alcanzar los propios sueños.

Frente a semejante desafío felicitario, evidentemente no hay receta universal sino una a la medida de cada individuo, personalísima e intransferible. Con todo, allende la cuestión de los existencialismos y de los trascendentalismos, del mérito o del éxito que alguien hubiera realizado u obtenido, el destino siempre se reserva la potestad de poder derribar a discreción cualquier proyecto felicitario de un solo asesto. Porque, habiendo hecho todo bien, algo de lo que queda fuera de nuestro alcance podría salir mal, truncando cualquier florecimiento y haciendo escurrir la felicidad tan de golpe como se escurre el agua por una rejilla.

Sin embargo, siempre se puede volver a intentar y volver a empezar, sobreponerse y abrir las ventanas a una nueva aventura. De regreso de esta breve digresión, y ante la imposibilidad de dar definitiva respuesta al problema del mejor modo de florecer, se puede expresar algo respecto de lo que tenemos alguna certeza: de las razones que impiden o dificultan el florecimiento, ya sea de un orden social, como de una persona. En este sentido, parece oportuno repetir que, pese a estar relacionadas, las causas de lo uno no son el exacto reflejo de las causas de lo otro.

7. Sobre las razones que marchitan el florecimiento humano

Hasta aquí aludimos a ese natural recorrido o desplazamiento de la persona humana, desde sus ámbitos más íntimos y amorosos hacia la sociedad abierta donde se mueve más por su propio interés en un marco de reglas justas. Se consideró al individuo educado en la familia y trasplantado a la sociedad civil y comercial, mudándose de espacios finalistas reglados por algún criterio del bien, hacia otros en donde prima el criterio de justicia y de igualdad ante la ley. Nos hemos dedicado hasta aquí a explorar someramente el marco de condiciones en el que los individuos o el orden social florecen.

Observamos que todo individuo florece a partir de la tensión que se genera entre sus naturales limitaciones y sus propias aspiraciones. Tensión que lo moviliza y que intentará superar, ascendiendo por alguna de las pirámides sociales, sujeto a condicionamientos interiores o externos pero lanzado en busca de su felicidad, o de evitar su infelicidad. En cuanto al florecimiento del orden social, lo describimos asociado con una serie de posibles resultados, identificables con la reducción del conflicto, o con la generación de riquezas, o con la producción de más belleza artística, etc.

De pronto nos encontramos frente al problema de tener que seleccionar y consensuar los indicadores que confirmarían el florecimiento del orden. Y luego deberíamos discutir las razones que lo justifican moralmente. Pero esto resulta más difícil aún, si advertimos que estamos entrando en un territorio de cuestiones valorativas sobre un orden al que no le hemos reconocido finalidad propia.

Naturalmente, habrá quienes se animen a justificar su florecimiento debido a la utilidad para el mayor número y otros lo harán en función del reconocimiento de determinada virtud. Pero como el asunto no está filosóficamente saldado, señalamos nuestra preferencia por identificar el florecimiento de un orden social con sus mayores espacios de libertad individual, que permiten a cada ser buscar la felicidad a su manera sin dañar a terceros. Claro que, si como consecuencia de esa mayor libertad apareciera alguna excentricidad conflictiva y difícil de digerir, con realismo habrá que aceptar el conflicto, el riesgo y la tensión que produce hasta que se pudiera alcanzar una solución o un consenso en los términos de la segunda acepción del vocablo «catalaxia».

Este nuevo equilibrio social capaz de convivir con las diferencias vendría a representar el florecimiento de un orden que habría ganado en extensión. Como no somos optimistas respecto de poder aclarar más las razones que explican el florecimiento humano, pondremos a continuación nuestro mejor empeño para intentar al menos identificar cuáles serían las posibles razones que lo malogran.

7.1 Respecto de las causas que marchitan el florecimiento de un orden social

Extender la metáfora del florecimiento a los jardines, servirá para representar el modo como se aglutinan y relacionan los distintos elementos dentro del conjunto. Un jardín francés, en comparación con un jardín inglés, permite contrastar rápidamente sus diferencias. Los primeros son geométricamente diseñados, sus flores se agrupan y contrastan por especie y por color, y están organizados siguiendo una armónica composición ideal. El jardinero es un artista y el jardín es el resultado deliberado de su obra, de su imaginación, de su planificación y de su voluntad.

En cambio, los jardines ingleses gozan de una armonía tan salvaje como natural; se caracterizan por los distintos verdes de sus árboles y arbustos irregularmente emplazados en sus silvestres ubicaciones, diseminados por donde la naturaleza quiso, con senderos interiores que se demarcaron espontáneamente con el tiempo por el paso regular de quienes escogieron esos caminos, quizás por casualidad o por comodidad. En ellos, el jardinero no elige el color de las flores, ni las siembra ni las poda, ni las reemplaza respetando un formato preconcebido; solo se encarga de mantener el predio libre de malezas y de plagas para que cada individuo pueda adquirir su propia fisonomía.

El jardín francés alude a un ordenamiento; el inglés, a lo que dimos en llamar un orden. Se repite la dualidad que advertimos existiría entre comunidad y sociedad o entre algo artificial y algo natural. Si nos detenemos a observar el modo en que florecen sus plantas en cada uno de ellos, reconoceremos que la familia o la escuela, o un conservatorio siguen más el ejemplo del jardín francés, en tanto que un orden social por su dinámica y variación se asimilaría más con la idea de un jardín inglés, en el que nadie sabe qué tan verdes serán sus plantas ni cuánto ni por donde florecerán, tampoco si algunas de ellas desaparecerán u ocuparan más espacio que otras. En este orden se respira libertad y se ofrecen en acto y en potencia muchas formas posibles de crecimiento y relacionamiento entre sus individuos.

Reconocidas las características de ambos planteos, no pareciera evidente determinar cuándo convendrá cambiar de modo francés a inglés o a la inversa, a fin de favorecer el florecimiento humano. Como se expresa previamente, no se trata de una cuestión de blanco o negro. De todos modos, la idea de un jardín francés aplicaría al cultivo de un número de individuos limitado. Mientras que un jardín inglés pareciera capaz de albergar y permitir más extensamente la natural convivencia entre un universo de individuos más variados. Quizás un jardinero francés movilizado por un ideal de perfección podría planificar al detalle todas sus actividades e intentar tutelar sus resultados dentro de un espacio pequeño y para un pequeño número de individuos. Analogía procedente con la idea de modelar una organización para intentar regular su comportamiento hacia un horizonte próximo de cierto ideal común.

Semejante pretensión jamás podrá extenderse con éxito a un orden social, que por definición es variado y diverso, extenso e inclusivo, abierto y dinámico, espontáneo y sorprendente. Más aún, si alguien se empecinara en diseñarlo y planificarlo deliberadamente lo malograría; le quitaría parte de su energía y de su vitalidad, mucha de su diversidad, toda su dinámica y su continua adaptación, hasta convertirlo en algo uniforme, aburrido y previsible, en una realidad menguada y empobrecida. Este problema se identifica claramente con esa pretensión de trasladar el ethos o la finalidad de una comunidad transformándola en el criterio rector de toda la sociedad. En otros términos, cambiando sus regularidades sociales por regulaciones y designios bajo el pretexto de una utópica finalidad común, que privaría al orden social de libertad, le restaría diversidad y creatividad, socavaría decisivamente la iniciativa individual y lo despojaría de su carácter cataláctico.

Smith (1759/1977) reparó precisamente en esta cuestión y la designó como el problema del hombre de sistema, asunto que Hayek (1967/2007) retomaría bajo la premisa de la inviabilidad del constructivismo. La falta de libertad asfixia el desenvolvimiento del orden social y amenaza seriamente el florecimiento de los individuos que lo conforman. Aún así, esta pesada restricción no es ni absoluta ni definitiva, porque un individuo puede florecer en un contexto adverso, templando su espíritu y sin desfallecer en su iniciativa o en su creatividad.

7.2 Respecto de las causas que marchitan el florecimiento individual

Produce cierta extrañeza y llama poderosamente la atención, cómo es que en un orden de cierta libertad algunos individuos parecen impedidos de florecer. Exploremos esta interesante cuestión, y reflexionemos respecto de cuáles podrían ser sus principales razones. Rápidamente se identifican cuatro razones, y luego de cierta reflexión podría añadirse una quinta razón: el miedo, la envidia, el odio, la arrogancia y, finalmente, una educación deformada y consentida que no permita al joven asumir su responsabilidad personal.

Estos son los mayores enemigos interiores de la libertad. Porque no hablamos aquí del jardinero francés que vendría a domesticar y podar sus plantas; ni del jardinero inglés que olvida regarlas o cumplir con su tarea de limpiar y desmalezar el predio. Estamos hablando de limitaciones interiores, psicológicas o caracterológicas de los individuos, que les impiden florecer. Porque quien teme a lo que le puede pasar no se anima a soñar, menos a emprender, y carece de la actitud necesaria para tratar de ser feliz. Porque quien envidia solo mira el recorrido felicitario del otro y no se anima a protagonizar su propia historia, con lo que nunca será más que el actor de reparto de un guion ajeno que maldice por no ser el suyo. Porque quien odia está más empeñado en destruir que en construir su propio futuro, su propia identidad, y dilapida su tiempo, su ingenio y sus oportunidades para florecer y superarse. Por último, el arrogante que cree que todo lo sabe, desconoce lo esencial, que es escuchar y dialogar, con lo cual se pierde de aprender y crecer desde lo que cada otro podría enseñarle. Invadido por un egoísmo radical, cuando tuviese éxito en lo que emprende, habría de verse rodeado por adulones y pusilánimes dispuestos a comer de sus entrañas como parásitos, hasta el día en que decidan abandonarlo por causa de algún fracaso.

El quinto y último señalamiento acomete pensando en quienes, desgraciadamente, fueran prematuras víctimas de una educación consentida y sobreprotectora. A ellos se les oculta la relevancia de saber asumir individualmente su responsabilidad frente a lo que les sucede y frente a los terceros. Un niño así tiene muchas probabilidades de convertirse en un timorato, cuando no en un tonto irresponsable, incapaz de afrontar ningún desafío o, a la inversa, corre el riesgo de intentar pasarse de listo si advierte el modo de evitar el asumir responsabilidades cada vez que le toque afrontarlas.

8. Conclusión

El florecimiento humano es una de esas temáticas respecto de las cuales habría tanto para pensar y reflexionar que, al final, poco se podrá añadir. Por lo tanto, es preferible sumariar las conclusiones en derredor de un pequeño grupo de cuestiones que dificultan el florecimiento de un individuo y de un orden social.

Por comodidad, se enuncian las conclusiones de modo negativo, no solamente porque se refleja mejor la humildad necesaria para reflexionar sobre un asunto tan amplio y abierto como este. Además, un modo de enunciación como el propuesto, invita sostenidamente a pensar en lo poco que se puede hacer para promover intencionadamente el florecimiento de un individuo o de un orden, más allá de lo que significa en esencia acompañarlo con responsabilidad.

Por lo expresado, se intentará una síntesis y, con audacia, resumir todas las causales que operan como impedimento del florecimiento humano, concentrándolas bajo el paraguas de una sola apreciación. En sus muchas formas posibles, la principal razón que obstruye el florecimiento humano es el desamor. Porque el desamor por uno mismo deviene en la falta de autoestima, que aborta cualquier clase de florecimiento personal, deforma nuestros deseos y nos carga de temores e inseguridades que conducen a la victimización. El desamor por todos quienes forman parte de nuestro núcleo íntimo y por ende de nuestro personal proyecto felicitario los reduce a actores de reparto de una historia egoísta, al punto de impedir la felicidad de poder compartir plenamente con ellos. Además, el desamor por nuestros semejantes más distantes, podría invisibilizarlos hasta finalmente lastimarlos a consecuencia de nuestras faltas de respeto. Y conectado con esto último, finalmente, el desamor, el desinterés y el descuido por la justicia y la libertad como cuestiones de principios, tanto como por la responsabilidad individual, podrían amenazar la estabilidad y la armonía social.

Algunas razones invocadas en el apartado previo nos permiten deducir la existencia de seres que prefieren perder libertades antes de asumir individualmente sus responsabilidades. Y habrá otros que pretendan conservar sus personales privilegios trasladando sus costos sobre las espaldas de terceros, procurando colectivizarlos o intentando eximirse de pagarlos, convirtiéndose en verdaderos predadores del orden. Es cierto también que estas cuestiones se traducen inevitablemente en tensiones políticas al interior de cualquier orden social. Pero, en cualquier caso, el florecimiento humano se malograría si la resultante de todas ellas fueran reglas que afectaran negativamente a la libertad y a la propiedad de las personas, o si estuvieran asentadas sobre sentimientos de odio, de envidia, o convalidaran un trato desigual basado en la presunta superioridad de unos sobre otros, o a la inversa, en la invocación de una supuesta inferioridad que concede derechos al tiempo que desobliga. Lo mismo sucedería si la actitud individual frente a esta adversidad, o frente a cualquier otra, fuera la de ausentarse, arredrarse o rendirse.

En síntesis, ¿de qué dependería ese florecimiento? Esencialmente, de las reglas que guían el comportamiento de las personas, en su más íntimo proceder, o dentro de cada familia, o en las reglas de justicia del orden. Depende, además de sus pretensiones, de cómo se aplican y de los sentimientos morales sobre los que se asientan. En este sentido, no existen secretos y la solución no se aparta mucho de no matar, no robar, no estafar, no coaccionar la voluntad de una persona en favor de otra o, resumiendo, no dañar.

Estos preceptos tan sencillos de enunciar resultan tanto más difíciles de alcanzar cuanto más extenso sea un orden. Como una pequeña cerca que sirviera para señalizar un paso o como en el hecho de que un escuálido tutor evitara que un árbol se tuerza, algunas pocas reglas claras, firmes y, sobre todo, prudentes respecto de lo que universalmente se comparte como lo justo, a la par de otras que en ámbitos más pequeños y de vínculos más firmes se expiden con arreglo a lo que en ellos se considera bueno o malo, podrán ser simples guías para acompañar el pleno florecimiento de cada individuo y ayudarlo a mitigar las miserias que podrían dañar a otras personas.

El presente ensayo analiza un tema de alta complejidad. Se realizó el esfuerzo de extremar precauciones en la exposición de los problemas y se intentó ofrecer las respuestas más sencillas posibles. Quizás sirva de consuelo saber que el florecimiento humano procede con independencia de lo que expresan los cientistas sociales o los filósofos morales.

Enfrentados con la pregunta que inquiere persistentemente por el color, el tamaño o el perfume de la flor, y con la que interroga sobre cuándo y cómo habría de florecer ese jardín, apenas se puede aproximar una respuesta con resignación. Pese a que la filosofía, la religión y la ciencia nos han provisto por siglos de respuestas luminosas, será preferible aceptar que la complejidad del fenómeno lo vuelve casi un misterio. Y como tal, convendría contemplarlo y tratar de comprenderlo desde la posición de espectadores interesados por descubrir algo que se va revelando, antes de montarnos sobre la tentación de poder explicarlo y fundamentarlo de una manera definitiva.

Referencias

Hayek, F. (1960). The Constitution of Liberty. University of Chicago Press.

Hayek, F. (1988) Derecho, legislación y libertad, tomo II (2ª ed.). Unión Editorial. (Originalmente publicado en 1976).

Hayek, F. (2007). Clases de Racionalismo. En Estudios de filosofía, política y economía (pp. 135-151). Unión Editorial. (Originalmente publicado en 1967)

Ortega y Gasset, J. (1957). El hombre y la gente. Revista de Occidente.

Smith, A. (1977). The Theory of Moral Sentiments. Liberty Fund. (Originalmente publicado en 1759) https://doi.org/10.1093/oseo/instance.00042831

Derechos de Autor (c) 2023 Walter Castro

Este texto está protegido por una licencia Creative Commons 4.0.

Usted es libre para compartir —copiar y redistribuir el material en cualquier medio o formato — y adaptar el documento —remezclar, transformar y crear a partir del material— para cualquier propósito, incluso para fines comerciales, siempre que cumpla la condición de:

Atribución: Usted debe dar crédito a la obra original de manera adecuada, proporcionar un enlace a la licencia, e indicar si se han realizado cambios. Puede hacerlo en cualquier forma razonable, pero no de forma tal que sugiera que tiene el apoyo del licenciante o lo recibe por el uso que hace de la obra.

Resumen de licencia - Texto completo de la licencia

Declaración de conflicto de intereses

El autor de este artículo declara que no tiene vínculos con actividades o relaciones que pudieran haber influido su juicio de forma inapropiada, como relaciones financieras, lazos familiares, relaciones personales o rivalidad académica.

Financiamiento

El autor no recibió financiamiento para escribir este artículo.


1 Ortega y Gasset (1957) expresa: «mientras el tigre no puede dejar de ser tigre, no puede destigrarse, el hombre vive en riesgo permanente de deshumanizarse» (p. 11).