¿Dónde estás?
Notas para una teología económica del
siglo XXI


Where Are You?

Notes for an Economic Theology for the XXI Century


Manuel A. Jiménez-Castillo

Universidad Católica de Pereira

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Resumen: El mundo moderno no ha acabado con la religión; tan solo ha reconfigurado el ejercicio público de la fe. La dificultad para sostenerse como un hombre de fe viene determinada por una naturaleza humana interrumpida muy propia de nuestra nueva identidad antropológica. Dios no se aparece en aquellos actos que fijó la Iglesia durante siglos, sino en la sustancia social del individuo. El comercio, y por ende el desarrollo económico, es un estado donde la voluntad divina se recrea y en su ejercicio nos conecta con esa fe que creímos abandonada.

Palabras clave: ateísmo, desarrollo, espíritu, mesianismo.

Abstract: TThe modern world has not ended religion; it has only reconfigured the public exercise of faith. The difficulty of sustaining oneself as a man of faith is determined by an interrupted human nature very typical of our new anthropological identity. God does not appear in those acts that the Church fixed for centuries but in the social substance of the individual. Trade, and therefore economic development, is a state where the divine will is recreated and in its exercise connects us with that faith that we believed abandoned.

Keywords: atheism, development, spirit, messianism.

Dios al principio es solo una aspiración; y al perfeccionarnos por medio del comercio, una realidad fecunda.

1. El Dios que nos busca (…)

Los frondosos bosques que se agolpan entre los campos del eje cafetero sirven al culto del espíritu en esos momentos donde la oscuridad de la noche es solamente interrumpida por los artificiales destellos de la luna. Fue en una de esas noches en la que me adentré tras la espesa negrura que encierran los caminos para dirigirme a Él. Nada turba el ánimo, y el solo croar de los animales de charca acompaña al eco del crujir de mis pasos sobre la tierra. ¿Dónde estás?, te pregunto en voz alta. ¿Dónde estás? La falta de respuesta me hace vacilar en mi empeño. Pero toda confusión desaparece en un instante. Entiendo que es Él el que hace uso de mi voz y soy yo el que me mantengo en silencio en la respuesta. ¿Dónde estoy yo?, me digo. La pregunta relevante no descansa sobre la supuesta existencia de Dios, sino sobre la propia; he ahí la cuestión. Frente al culto de las religiones mistéricas en el cristianismo, no somos los fieles quienes buscamos a Dios, sino que es Dios quien nos busca. Encarnado en la figura del Mesías, su proyecto aspira al refinamiento del alma humana y a la reconciliación definitiva entre el mundo del ahora y del mañana. Su obra no acaba de realizarse, pues ha hecho uso de la falta de completud como la base desde la que construye su bóveda celeste. El tiempo del espíritu nunca fue el tiempo de la carne, y esto tiene consecuencias muy directas.

Desde finales del siglo XIX hasta mediados del siglo XX, no había casi ningún filósofo ilustrado en Europa que no garantizara el final de la religión para el siglo venidero. Ya el barón de Holbach (2009), en su Cristianismo al descubierto adelantaba, sin insinuarlas, las conclusiones con las que Nietzsche iba a resolver la muerte definitiva de Dios. La creencia de gente como Diderot, Voltaire y Shelley estaba sustentada en el poder de la razón muy capaz de desplazar el dogma y la superstición de una fe ciega impuesta durante siglos. La era del Entendimiento celebrada entre los círculos académicos colocó a la historia en el lugar privilegiado que había tenido hasta entonces la Revelación.

Y, sin embargo, siguiendo la tesis del genial Charles Taylor (2007/2014) contenida en su obra, La era secular, las premoniciones no han podido estar más equivocadas. La religión no solo ha logrado subsistir sino que se ha dilatado y extendido en colores y tonalidades. Nuevas creencias han emergido desde entonces y la vociferada crisis del catolicismo no ha venido provocada por la muerte anunciada del Redentor, sino por el advenimiento de nuevas opciones religiosas. La pérdida de su influencia (social y política) ha venido acompañada por un incremento de su presencia. La religión va perdiendo importancia a la vez que va ganando valor. Ha dejado de ser útil con la misma fuerza con la que se ha hecho rabiosamente necesaria. Sus escenarios ya no son los del mundo civil sino los que se forjan desde la más estricta intimidad. Ya no se reza hacia afuera sino hacia adentro. El tormento ha dejado de ser cualquier cosa que consumiera la tranquilidad de una familia o de un pueblo sometido a la ira de Dios. La angustia ha tomado el relevo al martirio. La fuerza de Dios no se resuelve en la naturaleza sino que reposa entre lo más recóndito de la conciencia humana. Las iglesias se han convertido en centros de recreación y ocio y los clérigos se han comprometido con una fe adormecida. Estas son algunas de las consecuencias que ha comportado el tránsito de la religión de la esfera política al reino de la intimidad.

Por eso mismo Dios no nos acaba de encontrar; tan solo nos intuye. El hombre moderno aspira a liberarse de cualquier rastro de autoridad. Suyo es ese arrogante orgullo de una conciencia que se cree feminista, animalista y ecologista. En el primero, desplaza la autoridad del hombre frente a la sociedad; en el segundo, lo hace frente al resto de las especies; y en el tercero, frente a la naturaleza. Al subvertir las relaciones de poder, la acción se diluye y se convierte en pura potencia. Su falta de realización procede de un miedo profundo no encarnado ya en la figura del emperador, del faraón, etcétera, sino en sí mismo. El hombre intuido solo se presenta en la realidad como posibilidad. Un hombre interrumpido es aquel que solo sabe prometer. Es un fantasma que se aparece a las cosas. Da la bienvenida a condición de que nadie llame a la puerta; lo tolera todo a condición de no tener nada que respetar. Suyo es, a fin de cuentas, esa pasión desenfrenada que le lleva a tolerar la tolerancia pero nunca las cosas que llevan a tolerar. No puede soportar la pesada carga que le supone la presencia de un tercero. Su existencia no viene reconocida por sí mismo sino que es intuida por otro (que «lo ha intuido»). Todo lo pospone: pospone los daños al medioambiente al consumir etiqueta verde; pospone los defectos del capitalismo programando una renta mínima universal; pospone la influencia del hombre sobre la mujer masculinizando al género femenino, etcétera. Su sustancia es fantasmagórica. Todo lo traspasa. La interrupción es su válvula de escape; una salida frente a su propia negación. No hay una conversación que no venga interrumpida por una llamada telefónica. El hombre de hoy ya no es el homo oeconomicus del siglo XIX, tampoco es el hombre rebelde del pasado siglo, ni tan siquiera el hombre light de los inicios del actual. El hombre de hoy es el hombre intuido.

Nuestra dificultad para encontrarnos con Dios no solo viene motivada por (a) nuestra realidad fantasmagórica (que dificulta cualquier diálogo), sino por (b) el hecho de haber subvertido las bases de nuestra fe. Es incapaz de soportar la presencia de otro cuanto más le supondrá pesada la carga de la fe. Su ateísmo, sin embargo, deja ver algo más allá que la simple negación a una entidad celestial en la conformación última de la naturaleza. El ateísmo contemporáneo se alimenta de la energía fecunda de lo religioso. Su no-fe en lo particular de un credo es una fe de inspiración universal. No hay mayor fe que la que profesa un ateo. Mientras que el creyente asume un sentimiento apocalíptico, el ateo sostiene una profunda visión mesiánica de la existencia. Al negar a Dios, lo multiplica. No lo ve en ningún sitio porque lo tiene por todas partes. San Agustín podría venir a su rescate «yo que te buscaba por fuera y te llevaba tan adentro». Pero el ateo, a diferencia de San Agustín, no es capaz de poner distancia frente a su mesianismo existencial. Su naturaleza fantasmagórica le impide reconocerse a sí mismo como una entidad religiosa plena. El capital de Karl Marx (1867/1975) está repleto, por ejemplo, de referencias mesiánicas y apocalípticas. Cuando hace referencia al fetiche de la mercancía (libro I), dota de un poder trascendental a los bienes producidos. «Fetiche» es una palabra que los portugueses han puesto en circulación y que procede de feitizo, «hechizo». El hechizo de la mercancía apela a los supuestos poderes de atracción que esta logra ejercer sobre la voluntad «libre» del consumidor. Queda aparcada cualquier facultad racional en el consumo que se vería extrañamente atrapado por fuerzas «exógenas» a las de su entera disposición. La dictadura del proletariado es, por otro lado, un canto apocalíptico que recuerda el dragón y el combate del Apocalipsis de Juan (Ap 12-20) en donde, tras la cruenta batalla del pueblo, se impone una paz perpetua (igualdad de clases) que asemejaría la llegada de la nueva Jerusalén (Ap 21-22). Hacer de la tierra el paraíso perdido a través de la violenta resolución de los conflictos de clases es para Marx la redención del mundo de los pecados y la expiación de la culpa originaria.

El mesianismo ateo contemporáneo palpita, con igual fuerza, cuando escarbamos el sentido teológico de la creencia ecologista. La preocupación por el medioambiente está directamente relacionada con el deseo de ser como Dios y no en un canto a la conservación de la naturaleza frente a las fuerzas destructivas del capitalismo. ¿No es acaso el verdadero temor de los ecologistas que el planeta sea indiferente hacia nosotros? A fin de cuentas, los cambios de temperatura en el planeta han sido constantes y radicales a lo largo de toda la evolución. No hay evolución que no haya seguido un ritmo natural de inestables alteraciones climatológicas. De hecho, esa misma alteración fue en un momento determinado la causa del origen de la humanidad. Como nos recuerda el filósofo esloveno Slavoj Žižek (1989/2019), las grandes concentraciones de minerales que hoy se utilizan para nuestras necesidades fueron originarias de cataclismos universales. Lo que nos lleva a lo siguiente: ¿no será que nuestra influencia sobre su subsistencia es absolutamente irrelevante? Solo así cobra sentido el contenido teológico del ecologista (ritos, convenciones, creencias…), donde una preocupación enfocada a creernos una mentira (podemos afectar el destino de la naturaleza) es más reconfortante que una dolorosa verdad (hagamos lo que hagamos el mundo nos trata con una profunda indiferencia).

Para el hombre intuido, los mandamientos que consagran la ley de Dios no se encuentran exentos de contradicciones. Solo un verdadero santo podría sostener el código cristiano de convivencia en paz y en amor sin violar ninguno de sus preceptos. El cumplimiento de los mismos lleva consecuentemente al pecado, pues no dar falsos testimonios ni mentiras se vuelve contradictorio con honrar a tu padre y a tu madre cuando proteger su dignidad exige adulterar la realidad. Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo es una contradicción desde la que gira Silencio, la novela del escritor japonés Shūsaku Endō (1966/2009). En ella, un grupo de jesuitas incitados por la liberación de su mentor (padre Ferreira) viajan al Japón durante la represión de los católicos japoneses por parte de la rebelión de Shimabara (1637). En un punto, uno de los jóvenes jesuitas, sacudido por una hiriente lucha moral, se ve obligado a negar a Dios con el fin de liberar del tormento a una familia de japoneses cristianos torturados. ¿Qué hacer ante esta situación sino la de asumir la responsabilidad de tu misma negación? Salvo la vida de mi prójimo a condición de aceptar la culpa de negar enteramente a Dios. Quizás sea esta una de las mayores enseñanzas que se desprenden de la novela; es decir, en ocasiones el hombre tiene que negar a Dios para salvarlo. La alternativa a ello solo hubiese evitado cobardemente el conflicto humano acechante y hundido en la mayor de las miserias a su protagonista (posiblemente el suicidio). Todo esto nos lleva a asumir que el pecado es consustancial al cumplimiento mismo de la ley de DIOS. Uno no se libera de la corrupción pecadora cuando se somete con sinceridad a los mandamientos, sino que se reconoce pecador precisamente porque tiene un firme propósito de someterse a ellos. «No soy yo el que peca sino el pecado el que peca en mí». No hay salvación que venga por un acto de la voluntad «no quiero pecar», sino por algo que está más allá de mí. ¿Y qué es ese algo? Precisamente aquí entra en juego la manifestación de Dios, su espíritu concreto entre nosotros. Por mucho se ha debatido acerca de las formas que Dios tiene de manifestarse ante el hombre. La voz de la conciencia, los milagros, han sido y siguen siendo elementos con los que el creyente alimenta su fe. Una fuerza irresistible acechó la conciencia de Abrahán cristalizada en la revelación angelical que le lleva a demostrar su inquebrantable fe y salvar la vida de su hijo Isaac. Sin embargo, hay otros modos de manifestación de los que no se ha reparado con atención.

2. Retazos para una teología económica

Pudiera ser que a Dios no se le reconozca desde lo que sabemos de Él (milagros, apariciones, testimonios, etcétera), sino desde lo que no sabemos que sabemos. Si no es desde la voluntad particular que ejerce a través de la revelación inmediata, ¿cuál es el mecanismo que utiliza para revelarse enteramente entre nosotros? Dios no nos habla desde el silencio sino a través de los intercambios voluntarios. El amor al prójimo no prevalece por sí mismo. El simple ofrecimiento involuntario de amor hacia los otros solo ha conseguido levantar opresiones y alimentar la violencia y la miseria de los pueblos en los que se ha instalado. La «economía del amor» —que funda las reacciones económicas en el noble sentimiento del aprecio incondicional—, es una economía del monopolio que usurpa las prósperas bases del interés personal y antepone un sentimiento de sublimación frente al objeto de deseo. El actor no actúa mediado por el trabajo que aflora de su propia satisfacción personal sino por la obligación que le impone el sentimiento de admiración. Con ello dilapida todo mecanismo de incentivos desmejorando la competencia y disolviendo cualquier sistema de precios y de eficiencias. Lo que desde el plano de la intimidad puede interpretarse como la más honorable de las conquistas humanas, se convierte en una pesadilla cuando transita al mundo de los intereses civiles. Por ejemplo, la economía del antiguo Egipto se edificó desde las bases del amor, en este sentido. Un ejército de trabajadores esclavos elevó las más excelsas pirámides y templos fúnebres desde ese sentimiento de sublimación que consagraba la figura del faraón. No hay en ello más que una admiración profunda hacia la unidad que encarna el mayor de los jefes y en consecuencia una negación a todo lo que sea la libertad individual y la voluntad de cada uno.

Solo en la actividad comercial dejamos de ser fantasmas para convertirnos en personas, pues solo allí nos abrimos al otro con una fuerza desmedida. Los hombres al satisfacer su interés personal producen algo más que está en lo que hacen, pero de lo que no son conscientes. La actividad que lo pone en marcha tiene que ver con las necesidades del hombre. Solo donde algo tiene interés para alguien el deseo se hace realidad. Como diría W. F. Hegel, el interés significa ser en la cosa, estar en ello. Cuando trabajamos no solo lo hacemos para nosotros sino que lo hacemos también para el mundo. El comercio no tiene que ver con el sujeto particular sino con un otro de naturaleza universal, es decir, un pueblo. El comercio es el camino que ha tomado el hombre para amar al prójimo. A partir de esta sustancia social, es decir, desde aquello con lo que el hombre contribuye inconscientemente al bienestar de los demás, la acción humana se reconcilia con los mandamientos y el interés particular resuelve el mejor bienestar de los otros.

Esto nos lleva a lo siguiente: Dios no nos habla por lo que nos diferencia los unos de los otros, sino por lo que nos hace iguales. Su función no descansa en atender nuestros deseos particulares; descansa en reconducir nuestro ánimo vital. No cura; salva. Él no remedia los estragos de una enfermedad, pero sí nos salva de ser un ser enfermizo. No evita que una persona cometa suicidio pero sí nos salva de permanecer con un espíritu atormentado e insatisfecho. De la misma manera hace el comercio. Este tampoco nos cura de la pobreza, la desigualdad, etcétera, pero sí nos salva de la mendicidad y la indolencia por medio del desarrollo (reproducción de las fuerzas morales y productivas). La fuerza de Dios viene empeñada a través de la energía que alienta en el hombre el anhelo de infinita libertad.

3. Desarrollo económico en perspectiva religiosa

Llegamos aquí a la parte clave del escrito. El comercio/desarrollo es la vía que nos acerca de forma decidida y progresiva al reencuentro con Dios. Y esto ocurre de dos maneras:

a) A mayor desarrollo mayor es la sincronía entre los intereses individuales y los colectivos. La figura del otro adquiere una importancia vital para la satisfacción de mis propios intereses. El comercio promueve el dinamismo profesional y con ello el ejercicio estoico de abrir nuestro entendimiento a la mejor satisfacción de las necesidades ajenas. Lejos de modelos gremiales donde la habilidad es heredada y la producción sometida a un sistema de rígidas costumbres, en el comercio el egoísmo personal pasa necesariamente por un ejercicio de altruismo universal. El amor hacia los otros ya no es una virtud sino una necesidad interiorizada por el sistema económico. La presencia del prójimo se hace igual a la de nosotros mismos. Ello se observa en la importante revolución que supuso la superación de la teoría del valor (económico) durante la segunda parte del siglo XIX. Del valor ajustado al esfuerzo concreto del productor se pasa a otro donde la importancia se asienta en el grado de satisfacción experimentado por el consumidor. Transitar del trabajo a la utilidad es un momento capital de la evolución de la conciencia económica y un destello de la fuerza divina aplicada por el Creador. El reconocimiento que en la disciplina económica pasa por un incremento sostenido de la renta bruta per cápita se ajusta ahora a la capacidad de cada uno de nosotros por mejorar las inclinaciones del prójimo. Mi esfuerzo no se enfoca en el sufrimiento padecido o las horas de esfuerzo aplicado a la producción de un bien sino en la facultad que atesoro para extender mi felicidad privada hacia cada uno. ¿No se parece este amor acaso al amor universal que profesamos al prójimo y que nos recuerda san Pablo en sus cartas? Véase sino en Lucas 6:29: «al que te hiera en una mejilla, preséntale la otra; y al que te quite la capa, ni aun la túnica le niegues», donde podemos diferenciar dos interpretaciones al hilo de la argumentación. La inmediata conecta con un ciego altruismo que aspira a convertirse en fin de sí mismo. Pase lo que pase, haz el bien, y esto pasa en última instancia por darte a los demás. Ahora bien, si profundizamos en el asunto veremos cómo este acto de donación es igualmente un acto de desprendimiento personal, una negación a lo particular de tu vida para abrirse al reconocimiento de lo universal. Hagas lo que hagas, recuerda que nada de ello vale si no le es útil a los otros. Solo aquello que pasa por ser provechoso a los demás («ni aún la túnica niegues») alimentará el amor hacia a ti mismo. No hay mejor prueba que esta para ver parcialmente reconciliados el amor cristiano que imprime en el prójimo.

b) En línea con lo anterior podemos sostener que una sociedad más desarrollada es sinónimo de una sociedad enteramente más espiritual. En países con mayor índice de desarrollo humano se tiende a disfrutar de bienes más espirituales e intangibles. La desigualdad no genera corrupción social, pues en el mutuo intercambio se generan responsabilidades entre las partes que alimentan el bienestar de cada uno. Las necesidades son más refinadas y aspiran a una satisfacción plena. Esto, por ejemplo, ocurre con una estructura económica de una sociedad madura más enfocada en el trabajo industrial y de servicios que en el agrario. Su producción cubre necesidades superiores (más allá de la alimentación) y fomentan la libertad individual y civil. Así, frente a un país en desarrollo solo capacitado para producir textiles, un país desarrollado crea una entidad intelectual a través de una marca. Aunque ambos hacen uso del tejido, en uno ocurre para empobrecerse (a través de unos precios inelásticos que tienden a la saturación) mientras que en el otro para emanciparse (rendimientos crecientes de escala). El primero protege el cuerpo de las enfermedades y del poder de la naturaleza mientras que el segundo lo protege frente a acontecimientos más elevados como la falta de reconocimiento, la inseguridad personal, la identidad colectiva, etcétera. El caso de los productos ecológicos es un ejemplo que se ajusta adecuadamente a la cuestión. Muchos de los problemas de los países pobres para exportar productos agrícolas al Norte tienen que ver con la dificultad para atender el sinfín de certificados, requisitos y delirante burocracia requeridas desde los países desarrollados. Desde el Sur se afirma que su falta de inversión en agroquímicos y una agroindustria rampante es la garantía perfecta de que tales productos son naturalmente ecológicos. Sin embargo, el problema reside en que los países del Norte no anhelan realmente aquello que afirman anhelar. Aunque exigen productos ecológicos, su demanda efectiva tiene que ver con una cierta «ideología» ecológica. Lo importante es consumir ideología y no un simple tomate producido sin bioquímicos. Está más allá del tomate el verdadero deseo que busca el consumidor del Norte. Mientras que los países en desarrollo producen un tomate, los países ricos hacen uso del tomate para producir nuevas fuentes simbólicas de riquezas (experiencias, ideologías, etcétera). Mientras que el primero se empobrece vendiendo tomates (elasticidad-precio negativa), el segundo se enriquece haciendo uso de él. Uno vende un bien físico; el otro, en cambio, uno espiritual.

4. Reconciliando pareceres (…)

Lo que en última instancia asumimos con este escrito tiene que ver con el resultado necesario que hace que el conocerse a uno mismo sea por necesidad el camino más inmediato para conocer a Dios. Solo cuando uno logra desplazar de sí cualquier obstáculo que dificulte el entendimiento profundo de lo que realmente es, se abre una fuerza que habita dentro de él pero que desconoce por completo y que lo conecta con un sentimiento universal hacia los otros. El comercio es el antídoto que se sobrepone a la omnipotencia de lo particular (yo, mí, me, conmigo) y riega con humildad cualquier acción que no vaya encaminada hacia el beneficio de un tercero. Es de él someter sus mejores disposiciones al bienestar activo de los demás. Su egoísmo es altruista, pues reconoce que sus utilidades son la recompensa por hacer bien las cosas. Al negarse se multiplica. Para ello ha debido superar el vértigo de ser simplemente un ser natural. Asumir la recomendación del oráculo de Delfos no solo alimenta nuestro amor propio al extenderlo hacia los límites más preclaros de la recta moral sino que nos pone en línea directa con el sentimiento más universal del espíritu divino.

Referencias

Endō, S. (2009). Silencio. Edhasa. (Originalmente publicado en 1966)

Holbach, D. (2009) Cristianismo al descubierto (J. Fortanet y R. Martínez, Trads.). Laetoli, (Originalmente publicado en 1766)

Marx, K. (1975). El capital. Crítica de la economía política (tomo I). Siglo XXI Editores. (Originalmente publicado en 1867)

Taylor, C. (2014). La era secular (tomo I). Gedisa. (Originalmente publicado en 2007)

Žižek, S. (2019). El sublime objeto de la ideología. Clave Intelectual. (Originalmente publicado en 1989)

Derechos de Autor (c) 2023 Manuel A. Jiménez-Castillo

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