El liberalismo católico
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Catholic Liberalism

Gabriel J. Zanotti

Universidad Austral
Universidad del Cema
Instituto Acton

[email protected]

Resumen: el presente trabajo trata al liberalismo católico como posibilidades teóricas y como concreciones históricas. En las primeras ubicamos al liberalismo católico de fines del s. XIX y a sus continuadores en el s. XX, por un lado, y a Benedicto XVI por el otro. En sus concreciones históricas a mitad de camino nos referimos a los intentos de Rosmini y de Luigi Sturzo. Este artículo destaca la importancia del Magisterio de Benedicto XVI para estas cuestiones.

Palabras clave: liberalismo católico, libertad religiosa, libertades individuales, Magisterio.

Abstract: the present work treats catholic liberalism as theoretical possibilities and as historical concretions. In the first we locate the Catholic liberalism of the late 19th century and its followers in the 20th century, on the one hand, and Benedict XVI on the other. In its halfway historical concretions we refer to the attempts of Rosmini and Luigi Sturzo. This article highlights the importance of the Magisterium of Benedict XVI for these issues.

Keywords: Catholic liberalism, religious freedom, individual liberties, Teaching.

Introducción

En las actuales circunstancias de la Iglesia, hablar de «liberalismo católico» puede dar lugar a malentendidos. No se trata de la polémica entre conservadores y progresistas en materia doctrinal, se trata del liberalismo político europeo en sus diversas vertientes y de su compatibilidad o no con el catolicismo. Trataremos de hacer un análisis académico del tema y, a la vez, ir despejando confusiones.

1. El liberalismo católico como posibilidad teórica

Como posibilidad teórica, este liberalismo se refiere a un liberalismo institucional (repúblicas democráticas con división de poderes y control de constitucionalidad) y fue desarrollado por autores como Lord Acton2, Lacordaire, Montalembert, Ozanam3, Rosmini4, Luigi Sturzo5 y Jacques Maritain6. En estos momentos es continuado por autores como M. Novak7 o Sam Gregg8 en el plano político. Ha tenido cierto apoyo del Magisterio en los documentos de Pío XII sobre la sana democracia9, Juan XXIII en la Pacem in terris (1963), la Declaración de libertad religiosa del Vaticano II (1965) y sobre todo en los discursos de Benedicto XVI al Parlamento inglés (2010) y al Parlamento alemán (2011).

Este tipo de liberalismo, compatible con el catolicismo, se refiere más bien a la evolución anglosajona del liberalismo clásico. No se refiere a la Revolución francesa, que ha recibido importantes críticas por parte de E. Burke y F. Hayek (1981). Es por lo tanto una cuestión de limitación del poder y no tanto una cuestión de régimen. Es compatible tanto con una monarquía como con una república democrática, o con un sistema presidencialista o parlamentario. Lo básico es la limitación del poder para la protección de las libertades individuales. Es importante, por ello, el documento sobre la libertad religiosa del Vaticano II, como este importante párrafo del discurso de Benedicto XVI (2010) al parlamento británico:

Gran Bretaña se ha configurado como una democracia pluralista que valora enormemente la libertad de expresión, la libertad de afiliación política y el respeto por el papel de la ley, con un profundo sentido de los derechos y deberes individuales, y de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley [énfasis agregado]. Si bien con otro lenguaje, la Doctrina Social de la Iglesia tiene mucho en común con dicha perspectiva, en su preocupación primordial por la protección de la dignidad única de toda persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, y en su énfasis en los deberes de la autoridad civil para la promoción del bien común. (párr. 3)

2. El liberalismo como cuestión histórica

Pero desde un punto de vista histórico, se podría decir que esta modernidad católica como mundo posible fue absorbida, como dice Leocata, por el Iluminismo10, sobre todo en Europa si exceptuamos las instituciones inglesas y norteamericanas. Como hemos dicho, Hayek las ha distinguido claramente de la Revolución francesa y Benedicto XVI ha hecho esa misma distinción, aunque se discutirá ad infinitum la influencia del anglicanismo y el protestantismo en ambos casos.

Sin embargo, hubo dos ocasiones donde un liberalismo propiamente católico estuvo a punto de materializarse. Hoy casi no se recuerda que Pío IX estuvo a punto de nombrar a Antonio Rosmini su secretario de Estado (Muratore, 1998) antes de entrar en su período «antimoderno» y escribir sus famosas Quanta cura y Syllabus. Rosmini llegó a redactar un proyecto de una constitución para los nuevos estados italianos muy parecida a la de los EE. UU., con obvias adaptaciones para el caso italiano y un tratamiento de los estados pontificios que hubiera evitado toda la «cuestión romana» posterior. El ala no liberal del Vaticano reaccionó con toda su fuerza y lograron convencer a Pío IX que dejara de lado el proyecto, además de comenzar una serie de ataques doctrinales contra la teología rosminiana, las cuales lamentablemente prosperaron bajo el pontificado de León XIII con la acusación de «ontologismo» (Muratore, 1998). La condena fue levantada por Benedicto XVI en 2006 (Congregación para la doctrina de la fe, 2001), pero obviamente fue humanamente irremediable el daño producido. Un mundo paralelo totalmente distinto hubiera surgido. Políticamente hubiéramos tenido a un Vaticano integrado al mundo moderno con todo lo que ello implica. El Vaticano II en ese sentido se hubiera adelantado casi un siglo. Por lo demás, Rosmini hizo una filosofía integrada a lo mejor de las inquietudes filosóficas de la modernidad (Frank, 2006), que hubiera sido un contrapeso interesante a esa deformación de Santo Tomás donde se lo hizo quedar como un mero aristotélico y un «arma de combate» contra un «mundo moderno» condenado filosóficamente sin distinciones.

La segunda ocasión fue la de Luigi Sturzo. Con el pleno apoyo de Benedicto XV, a partir de 1914, el sacerdote Luigi Sturzo funda el Partido Popular, antecedente de la Democracia Cristiana, y comienza a ganarle las elecciones, sistemáticamente, a los movimientos políticos profascistas y promussolinianos. Benedicto XV levanta la interdicción establecida por Pío IX a los católicos italianos para participar en política. Hace enormes esfuerzos por la paz mundial y apoya la idea de Sturzo, que tomaba la legitimidad de la democracia como forma de gobierno ya defendida in abstracto por León XIII en su famosa Libertas (1888). Sin embargo, Benedicto XV muere en 1922 y Pío XI comienza negociaciones con Mussolini a fin de lograr el Pacto de Letrán de 1931. Como parte de esas negociaciones, Mussolini pide la cabeza de Sturzo y Pío XI se la entrega en bandeja de plata. Por medio de su secretario de estado «invita a retirarse» de Italia, en 1924,, a Sturzo, quien se exilia primero en Inglaterra y luego en los EE.UU. (Antisieri, 2005). Terminada la Segunda Guerra Mundial, Sturzo vuelve a Italia, es elegido senador vitalicio y muere en 1959, dejando profundos escritos en defensa de la democracia y la economía de mercado.

Este último episodio es especialmente lamentable. Primero, hubiéramos tenido una Italia democrática y cristiana, sin Mussolini, con todo lo que ello implica. Segundo, obsérvese que de este tema casi nadie habla, y es así porque, a pesar de toda la comprensión histórica que podemos tener con Pío XI, es, retrospectivamente, vergonzoso lo que sucedió. ¿Cómo pudo un pontífice romano hacer ese pacto con un dictador y echar a un demócrata genuino como Luigi Sturzo, con una visión cortoplacista absoluta? Se explica solamente por la falta de vacunas antiautoritarias que la mayor parte de los católicos —pontífices incluidos— padecían, y eso fruto de las «condenas al liberalismo» sin ningún tipo de distinciones, realizadas por Pío IX y por todos los católicos autoritarios de todos los tiempos.

Pero independientemente de esto, los dos casos aludidos muestran que el liberalismo católico, además de ser una posibilidad doctrinal, estuvo dos veces a punto de ser historia, quedando, en lenguaje tomista, en «estado de potencia próxima al acto». ¿Habrá una tercera oportunidad? Creo que ya la hubo, con el pontificado de Benedicto XVI.

3. Benedicto XVI

Con Benedicto XVI volvemos a la última, hasta ahora, concreción doctrinal del liberalismo católico. Que su pensamiento y su Magisterio estén ahora totalmente silenciados no es ninguna casualidad.

a. El Vaticano II

En primer lugar, en medio de los renovados debates sobre el Vaticano II, Benedicto XVI puso una interpretación que supera tanto la interpretación progresista del mismo como su negación por parte de Lefevbre. Pero, parafraseando a las Sagradas Escrituras, podríamos decir que «la luz brilló en las tinieblas pero los suyos no lo recibieron». Esto fue en el discurso del 22 de diciembre de 2005, conocido como la «hermenéutica de la reforma y continuidad» del Vaticano II.

Benedicto XVI (2005) va directamente al punto: «el Concilio debía determinar de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la edad moderna» (párr. 32). Y lo aclara:

Esta relación tuvo un inicio muy problemático con el proceso a Galileo. Luego se rompió totalmente cuando Kant definió la “religión dentro de la razón pura” y cuando, en la fase radical de la revolución francesa, se difundió una imagen del Estado y del hombre que prácticamente no quería conceder espacio alguno a la Iglesia y a la fe. El enfrentamiento de la fe de la Iglesia con un liberalismo radical y también con unas ciencias naturales que pretendían abarcar con sus conocimientos toda la realidad hasta sus confines, proponiéndose tercamente hacer superflua la “hipótesis Dios”, había provocado en el siglo XIX, bajo Pío IX, por parte de la Iglesia, ásperas y radicales condenas de ese espíritu de la edad moderna [énfasis agregado]. Así pues, aparentemente no había ningún ámbito abierto a un entendimiento positivo y fructuoso, y también eran drásticos los rechazos por parte de los que se sentían representantes de la edad moderna. (párr. 33)

Pero entonces comienza a distinguir entre Iluminismo y Modernidad: «sin embargo, mientras tanto, incluso la edad moderna había evolucionado» (Benedicto XVI, 2005, párr. 34). Además, reseña dos cuestiones que tienen todo que ver con la sana laicidad de los EE.UU., con una ciencia que no se ve como enemiga de la fe, y con la reconstrucción europea de la posguerra, animada por esa laicidad cristiana:

La gente se daba cuenta11 de que la revolución americana había ofrecido un modelo de Estado moderno diverso del que fomentaban las tendencias radicales surgidas en la segunda fase de la revolución francesa. Las ciencias naturales comenzaban a reflexionar, cada vez más claramente, sobre su propio límite12, impuesto por su mismo método que, aunque realizaba cosas grandiosas, no era capaz de comprender la totalidad de la realidad. Así, ambas partes comenzaron a abrirse progresivamente la una a la otra. En el período entre las dos guerras mundiales, y más aún después de la segunda guerra mundial, hombres de Estado católicos habían demostrado que puede existir un Estado moderno laico, que no es neutro con respecto a los valores, sino que vive tomando de las grandes fuentes éticas abiertas por el cristianismo [énfasis agregado]. (párr. 34)

Y sobre la condena al «liberalismo» en el Magisterio de fines del s. XIX:

en cambio, no son igualmente permanentes las formas concretas, que dependen de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios. Así, las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar [énfasis agregado]. (Benedicto XVI, 2005, párr. 41)

b. El discurso en La Sapienza

En este discurso, muy inadvertido en su momento, Benedicto XVI reconcilia con el catolicismo nada más ni nada menos que a la «razón pública» de J. Rawls. Para ello elabora la noción de razón pública cristiana. Esto es, ¿cómo puede el cristianismo colaborar con los debates públicos de una sociedad secular? Y responde:

¿Cómo puede una afirmación –sobre todo una norma moral– demostrarse “razonable”? En este punto, por el momento, sólo quiero poner de relieve brevemente que John Rawls, aun negando a doctrinas religiosas globales el carácter de la razón “pública”, ve sin embargo en su razón “no pública” al menos una razón que no podría, en nombre de una racionalidad endurecida desde el punto de vista secularista, ser simplemente desconocida por quienes la sostienen. (Benedicto XVI, 2008a, párr. 4)

Pero entonces, va respondiendo lentamente a la acusación de que las posiciones metafísicas y religiosas no podrían formar parte de una razón pública. O sea, de que no son «razones». Y para ello recuerda nuevamente los inicios del cristianismo y de la patrística, donde se da el diálogo entre razón y fe:

los cristianos de los primeros siglos … Acogieron su fe no de modo positivista, o como una vía de escape para deseos insatisfechos. La comprendieron como la disipación de la niebla de la religión mítica para dejar paso al descubrimiento de aquel Dios que es Razón creadora y al mismo tiempo Razón-Amor. Por eso, el interrogarse de la razón sobre el Dios más grande, así como sobre la verdadera naturaleza y el verdadero sentido del ser humano, no era para ellos una forma problemática de falta de religiosidad, sino que era parte esencial de su modo de ser religiosos. Por consiguiente, no necesitaban resolver o dejar a un lado el interrogante socrático, sino que podían, más aún, debían acogerlo y reconocer como parte de su propia identidad la búsqueda fatigosa de la razón para alcanzar el conocimiento de la verdad íntegra. Así, en el ámbito de la fe cristiana, en el mundo cristiano, podía, más aún, debía nacer la universidad. (Benedicto XVI, 2008a, párr. 6)

Y a continuación, Benedicto XVI hace algo que tampoco ningún «conservador» se habría atrevido a hacer: elogia a Jürgen Habermas.

Un salto al presente: es la cuestión de cómo se puede encontrar una normativa jurídica que constituya un ordenamiento de la libertad, de la dignidad humana y de los derechos del hombre. Es la cuestión que nos ocupa hoy en los procesos democráticos de formación de la opinión y que, al mismo tiempo, nos angustia como cuestión de la que depende el futuro de la humanidad. Jürgen Habermas expresa, a mi parecer, un amplio consenso del pensamiento actual cuando dice que la legitimidad de la Constitución de un país, como presupuesto de la legalidad, derivaría de dos fuentes: de la participación política igualitaria de todos los ciudadanos y de la forma razonable en que se resuelven las divergencias políticas. Con respecto a esta «forma razonable», afirma que no puede ser sólo una lucha por mayorías aritméticas, sino que debe caracterizarse como un «proceso de argumentación sensible a la verdad» (wahrheitssensibles Argumentationsverfahren)... Yo considero significativo el hecho de que Habermas hable de la sensibilidad por la verdad como un elemento necesario en el proceso de argumentación política, volviendo a insertar así el concepto de verdad en el debate filosófico y en el político. (Benedicto XVI, 2008a, párr. 8)

c. Los discursos ante Mary Ann Glendon

Como hemos dicho en este libro, la tradición norteamericana no se originó en el Iluminismo. En ese sentido, Benedicto XVI ha sido quien más ha comprendido la relación entre la tradición judeocristiana y el surgimiento de los EE.UU. sobre la base del reconocimiento de las libertades individuales y la libertad religiosa, como un buen ejemplo de lo que dicha tradición puede influir en el ámbito social sin absorber su esencial laicidad.

Comentemos con el discurso del 29 de febrero del 2008 a Mary Ann Glendon como nueva embajadora de los EE.UU. ante la Santa Sede. Allí hay un párrafo fundamental:

Desde el alba de la República, como usted ha observado, Estados Unidos ha sido una nación que valora el papel de las creencias religiosas para garantizar un orden democrático vibrante y éticamente sano. El ejemplo de su nación que reúne a personas de buena voluntad independientemente de la raza, la nacionalidad o el credo [énfasis agregado], en una visión compartida y en una búsqueda disciplinada del bien común, ha estimulado a muchas naciones más jóvenes en sus esfuerzos por crear un orden social armonioso, libre y justo. Esta tarea de conciliar unidad y diversidad, de perfilar un objetivo común y de hacer acopio de la energía moral necesaria para alcanzarlo, se ha convertido hoy en una tarea urgente para toda la familia humana, cada vez más consciente de su interdependencia y de la necesidad de una solidaridad efectiva para hacer frente a los desafíos mundiales y construir un futuro de paz para las futuras generaciones. (Benedicto XVI, 2008b, párr. 2)

Y casi hacia el final:

El aprecio histórico del pueblo estadounidense por el papel de la religión para forjar el debate público y para iluminar la dimensión moral intrínseca en las cuestiones sociales –un papel contestado a veces en nombre de una comprensión limitada de la vida política y del debate público– se refleja en los esfuerzos de muchos de sus compatriotas y líderes gubernamentales para asegurar la protección legal del don divino de la vida desde su concepción hasta su muerte natural y salvaguardar la institución del matrimonio, reconocido como unión estable entre un hombre y una mujer, así como de la familia. (Benedicto XVI, 2008b, párr. 8)

Destaquemos: «el aprecio histórico del pueblo estadounidense por el papel de la religión para forjar el debate público y para iluminar la dimensión moral intrínseca en las cuestiones sociales [énfasis agregado]». Esto es: esa religiosidad pública no estatal como mejor ejemplo de un estado laico vitalmente cristiano y de una confesionalidad sustancial como conformadora del ethos cultural de los pueblos13.

El segundo gran discurso ante Mary Ann Glendon fue del 29 de abril del 2011. Dice allí Benedicto XVI (2011b):

Como he observado en varias ocasiones, las raíces de la cultura cristiana occidental siguen siendo profundas; fue esta cultura la que dio vida y espacio a la libertad religiosa [énfasis agregado], y la que sigue alimentando la libertad de religión y la libertad de culto, garantizada constitucionalmente, de las que muchos pueblos disfrutan hoy. Debido sobre todo a su negación sistemática por parte de los regímenes ateos del siglo XX, estas libertades fueron reconocidas y consagradas por la comunidad internacional en la Declaración universal de derechos humanos de las Naciones Unidas. Hoy estos derechos humanos fundamentales de nuevo están amenazados por actitudes e ideologías que impedirían la libre expresión religiosa [énfasis agregado]. En consecuencia, en nuestros días se debe afrontar una vez más el desafío de defender y promover el derecho a la libertad de religión y a la libertad de culto. Por esta razón, doy las gracias a la Academia por su contribución a este debate. (párr. 2)

Observamos dos cosas clarísimas en esa cita: la libertad religiosa tiene origen en la cultura cristiana:

Como he observado en varias ocasiones, las raíces de la cultura cristiana occidental siguen siendo profundas; fue esta cultura la que dio vida y espacio a la libertad religiosa, y la que sigue alimentando la libertad de religión y la libertad de culto, garantizada constitucionalmente, de las que muchos pueblos disfrutan hoy.

Y más abajo, algo a lo que nos referiremos luego, esto es, el estatismo, autoritarismo y totalitarismo actual de grupos de presión anticristianos por los cuales se prohíbe la libertad de expresión a cristianos y católicos en naciones occidentales: «Hoy estos derechos humanos fundamentales de nuevo están amenazados por actitudes e ideologías que impedirían la libre expresión religiosa».

Y a continuación, algo fundamental sobre el derecho a la libertad religiosa:

Tertuliano acuñó la expresión libertas religionis (cf. Apologeticum, 24, 6). Subrayó que a Dios se le debe adorar libremente, y que en la naturaleza de la religión está el no admitir coerciones, «nec religionis est cogere religionem» (Ad Scapulam, 2, 2). Dado que el hombre goza de la capacidad de una elección libre y personal en la verdad, y dado que Dios espera del hombre una respuesta libre a su llamada, el derecho a la libertad religiosa debe considerarse como inherente a la dignidad fundamental de toda persona humana [énfasis agregado], en sintonía con la innata apertura del corazón humano a Dios. De hecho, la auténtica libertad de religión permitirá a la persona humana alcanzar su plenitud, contribuyendo así al bien común de la sociedad. El Concilio Vaticano II, consciente de la evolución de la cultura y de la sociedad [énfasis agregado], propuso un renovado fundamento antropológico de la libertad religiosa. Los padres conciliares afirmaron de que todos los hombres «se ven impulsados, por su misma naturaleza, a buscar la verdad y, además, tienen la obligación moral de hacerlo, sobre todo la verdad religiosa» (Dignitatis humanae, 2). La verdad nos hace libres (cf. Jn 8, 32) y esta misma verdad debe descubrirse y asumirse libremente. El Concilio tuvo el cuidado de aclarar que esta libertad es un derecho del que cada persona goza naturalmente, y que, por lo tanto, también debe ser protegido y fomentado por la legislación civil [énfasis agregado]. (Benedicto XVI, 2011b, párr. 3)

Es importante el párrafo donde afirma que el Vaticano II acompaña a las evoluciones históricas de Occidente, porque ello coincide con la noción de acompañamiento que hemos señalado, e importante es también la referencia implícita a la distinción de Juan XXIII entre las instituciones en sí mismas y las diversas ideologías que puedan haberlas impulsado. Y cuando concluye en que debe ser protegido por la legislación civil, creemos que está hablando de un punto de no retorno a aquella situación histórica donde «ciudadanía» era igual a «bautismo».

Por último, un párrafo más difícil de interpretar:

Por supuesto, cada Estado tiene el derecho soberano de promulgar su propia legislación y de expresar diferentes actitudes hacia la religión en la ley [énfasis agregado]. Por ello, hay algunos Estados que permiten una amplia libertad religiosa según nuestra interpretación de la palabra, mientras que otros la restringen por varias razones, entre ellas la desconfianza respecto a la propia religión. La Santa Sede sigue haciendo llamamientos para que todos los Estados reconozcan el derecho humano fundamental a la libertad religiosa, y los insta a respetar, y si fuera necesario, proteger a las minorías religiosas que, aunque vinculadas a una religión diferente de la de la mayoría que las rodea, aspiran a vivir con sus conciudadanos de modo pacífico y a participar plenamente en la vida civil y política de la nación, en beneficio de todos [énfasis agregado]. (Benedicto XVI, 2011b, párr. 4)

Al principio parece que Benedicto XVI vuelve (y está muy bien) al reconocimiento que Pío XII hizo de las diversas legislaciones a nivel de derecho internacional. Pero evidentemente lo está recordando en la situación actual, donde pide expresamente que, por más que un estado privilegie una determinada religión —opción que la declaración Dignitatis humanae no condenó— sin embargo el derecho a la libertad religiosa de los ciudadanos en minoría debe respetarse. Claro, seguro está pensando, en el 2011, en las naciones árabes donde el cristianismo es minoría, pero el párrafo vale para una confesionalidad formal en una nación con mayoría católica, donde también los no creyentes deben ser ciudadanos de pleno derecho con igualdad ante la ley.

d. Los discursos ante el parlamento británico y ante el parlamento alemán

Los discursos de Benedicto XVI de 2010 y 2011 ante el parlamento inglés y ante el parlamento alemán, son dos piezas doctrinales tan importantes que merecerían ser un clásico como la Rerum novarum o la Quadragesimo anno. Pero ahora, cuando los comentemos, se verá por qué ello no conviene para los católicos ideologizados de derecha y de izquierda, que los han sepultado en el olvido.

Comencemos con el discurso en el Westminster Hall, del 17 de Septiembre del 2010. Primero, un elogio a las instituciones británicas liberales, tan a tono con la distinción que, siguiendo a Hayek, hemos hecho entre el Iluminismo y el liberalismo clásico británico:

Permítanme expresar igualmente mi estima por el Parlamento, presente en este lugar desde hace siglos [énfasis agregado] y que ha tenido una profunda influencia en el desarrollo de los gobiernos democráticos entre las naciones, especialmente en la Commonwealth y en el mundo de habla inglesa en general. Vuestra tradición jurídica –“common law”– [énfasis agregado] sirve de base a los sistemas legales de muchos lugares del mundo, y vuestra visión particular de los respectivos derechos y deberes del Estado y de las personas, así como de la separación de poderes, siguen inspirando a muchos en todo el mundo . (Benedicto XVI, 2010, párr. 1)

Curiosamente, es casi lo mismo que dice Churchill (1958) en su Historia de Inglaterra:

A diferencia del resto de Europa Occidental, que retiene aún la impronta y tradición del derecho y sistema de gobierno romanos, los pueblos de habla inglesa ya han formado, al terminar el período al que se refiere este volumen, un cuerpo de principios legales y casi diríamos democráticos que sobrevivieron al surgimiento y acometidas de los imperios francés y español. El Parlamento, el juicio por jurados, el gobierno local por ciudadanos locales y hasta los comienzos de una prensa libre se divisan ya, siquiera en forma primitiva, en los tiempos en que Cristóbal Colón se hace a la vela rumbo al continente americano. (libro I, Prefacio)

Y es importante destacar que cuando dice «desde hace siglos», no dice dos o tres, sino desde antes de la reforma protestante (destaquemos esto para aquellos que siguen insistiendo en que las instituciones liberales dependieron del protestantismo). A continuación, un párrafo esencial para el tema de las libertades individuales, tema tan central a una modernidad católica que nada tiene que ver con las libertades del Iluminismo, distinción que no hicieron Gregorio XVI y Pío IX pero sí hicieron los católicos liberales del s. XIX, a quienes ellos ayudaron a sepultar. Veamos el párrafo:

Gran Bretaña se ha configurado como una democracia pluralista que valora enormemente la libertad de expresión, la libertad de afiliación política y el respeto por el papel de la ley, con un profundo sentido de los derechos y deberes individuales, y de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Si bien con otro lenguaje, la Doctrina Social de la Iglesia tiene mucho en común con dicha perspectiva, en su preocupación primordial por la protección de la dignidad única de toda persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, y en su énfasis en los deberes de la autoridad civil para la promoción del bien común. (Benedicto XVI, 2010, párr. 3)

Pero más adelante, Benedicto XVI se pregunta por el origen de la ética en el orden político y responde coherentemente con todo lo que hemos visto de él: la armonía entre la razón y la fe y esa razón pública cristiana como fundamento del ethos cristiano de una sociedad libre. Veamos:

¿Dónde se encuentra la fundamentación ética de las deliberaciones políticas? La tradición católica mantiene que las normas objetivas para una acción justa de gobierno son accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la revelación. En este sentido, el papel de la religión en el debate político no es tanto proporcionar dichas normas, como si no pudieran conocerlas los no creyentes. Menos aún proponer soluciones políticas concretas, algo que está totalmente fuera de la competencia de la religión. Su papel consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos. Este papel “corrector” de la religión respecto a la razón no siempre ha sido bienvenido, en parte debido a expresiones deformadas de la religión, tales como el sectarismo y el fundamentalismo, que pueden ser percibidas como generadoras de serios problemas sociales. Y a su vez, dichas distorsiones de la religión surgen cuando se presta una atención insuficiente al papel purificador y vertebrador de la razón respecto a la religión. Se trata de un proceso en doble sentido. Sin la ayuda correctora de la religión, la razón puede ser también presa de distorsiones, como cuando es manipulada por las ideologías o se aplica de forma parcial en detrimento de la consideración plena de la dignidad de la persona humana. Después de todo, dicho abuso de la razón fue lo que provocó la trata de esclavos en primer lugar y otros muchos males sociales, en particular la difusión de las ideologías totalitarias del siglo XX. Por eso deseo indicar que el mundo de la razón y el mundo de la fe –el mundo de la racionalidad secular y el mundo de las creencias religiosas– necesitan uno de otro y no deberían tener miedo de entablar un diálogo profundo y continuo, por el bien de nuestra civilización.

En otras palabras, la religión no es un problema que los legisladores deban solucionar, sino una contribución vital al debate nacional. Desde este punto de vista, no puedo menos que manifestar mi preocupación por la creciente marginación de la religión, especialmente del cristianismo, en algunas partes, incluso en naciones que otorgan un gran énfasis a la tolerancia. Hay algunos que desean que la voz de la religión se silencie, o al menos que se relegue a la esfera meramente privada. Hay quienes esgrimen que la celebración pública de fiestas como la Navidad deberían suprimirse según la discutible convicción de que esta ofende a los miembros de otras religiones o de ninguna. Y hay otros que sostienen —paradójicamente con la intención de suprimir la discriminación— que a los cristianos que desempeñan un papel público se les debería pedir a veces que actuaran contra su conciencia. Estos son signos preocupantes de un fracaso en el aprecio no solo de los derechos de los creyentes a la libertad de conciencia y a la libertad religiosa, sino también del legítimo papel de la religión en la vida pública. Quisiera invitar a todos ustedes, por tanto, en sus respectivos campos de influencia, a buscar medios de promoción y fomento del diálogo entre fe y razón en todos los ámbitos de la vida nacional [énfasis agregado]. (Benedicto XVI, 2010, párrs. 6-7)

Varias cosas a destacar: el catolicismo es sanamente secular. No proporciona directamente desde las Escrituras ni el orden jurídico ni menos aún un sistema político concreto: ello queda dentro de la sana laicidad. Pero la fe ayuda a la razón a purificarse a sí misma (lo dijimos desde el principio) de tal modo que pueda descubrir más fácilmente los principios morales de un orden temporal. Sin ese papel «corrector», y sin una razón que se deje ayudar de ese modo, el resultado es doble: a) una religión fundamentalista, que cree que ella directamente ordena el orden temporal (integrismo); b) una razón laicista, que desprecia toda ayuda de la fe. Esa razón no corregida por la fe implica distorsiones de la razón que producen ideologías autoritarias y totalitarias, que son religiones seculares. Todas ellas tienen que ver con lo que Hayek ha denunciado como el abuso de la razón, en el centro del Iluminismo, y que Benedicto XVI llama aquí del mismo modo.

La razón iluminista que no se deja ayudar por la fe, termina en un orden social donde la esta última no puede ejercer su influencia social. Ejerce esta influencia, propiamente, no a través de presiones o lobby de los católicos, sino a través de las libertades individuales que los católicos, como ciudadanos cualquiera de una modernidad católica secular, tienen derecho a ejercer. Pero entonces el Iluminismo restringe esas libertades con terrible coherencia, y así se dan hoy las deformaciones —peores ahora en el 2018 que en el 2010— según las cuales las tradiciones jurídicas y culturales del judeocristianismo, comenzando con la celebración de la Navidad, quieren ser suprimidas en nombre de una supuesta autonomía de lo secular que deriva finalmente en otro tipo de autoritarismo, igual que las ideologías autoritarias fascistas, nazis y soviéticas que «supuestamente» ya no rigen más.

Sigamos ahora con el discurso ante el parlamento alemán, el 22 de septiembre de 2011.

Comienza reflexionando sobre el Estado de derecho. Es interesante que la traducción española diga «estado liberal de derecho»: sobre ello ya hemos dicho otra vez que

según me señala Fr. Pablo Sicouly OP, experto en el pensamiento de Ratzinger, el original alemán dice «…des freiheitlichen Rechtsstaats», que según él debería traducirse como «… “del estado de derecho que respeta la libertad”; o “del estado de derecho basado en principios de libertad”. (Freiheit: libertad)»; mientras que para «liberal» podría haber dicho: «… des liberalen Rechtsstaats», que no usó. La traducción inglesa, a su vez, puso en el subtítulo «…Reflections on the Foundations of Law», y por «estado liberal de derecho», en la traducción española, en la inglesa aparece «…a free state of law»14. «Law», creemos, en la tradición anglosajona, se refiere al rule of law y también al common law, que son el «estado de derecho» de la tradición «classical liberal» anglosajona que rescata Hayek. Pero, en fin, dejamos a los expertos en la lengua de Goethe el debate… (Zanotti, 2011/2013, nota al pie n. 224, p. 247)

Al hablar de «Estado de derecho» recuerda una notable cita de San Agustín, indispensable para la legitimidad de la autoridad política: «…“Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?”, dijo en cierta ocasión San Agustín» (Benedicto XVI, 2011c, párr. 2). Y a renglón seguido recuerda algo terrible a sus compatriotas:

Nosotros, los alemanes, sabemos por experiencia que estas palabras no son una mera quimera [énfasis agregado]. Hemos experimentado cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó contra él; cómo se pisoteó el derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del derecho;El hombre tiene la capacidad de destruir el mundo [énfasis agregado], que podía amenazar el mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo. Servir al derecho y combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político. En un momento histórico, en el cual el hombre ha adquirido un poder hasta ahora inimaginable, este deber se convierte en algo particularmente urgente. El hombre tiene la capacidad de destruir el mundo [énfasis agregado]. Se puede manipular a sí mismo. Puede, por decirlo así, hacer seres humanos y privar de su humanidad a otros seres humanos. (Benedicto XVI, 2011c, párr. 2)

Hay que reconocer la humildad de Benedicto XVI al decir «nosotros los alemanes» cuando no hay pueblo en la historia que se salve de esa barbarie, que es precisamente lo contrario del Estado de derecho, el fruto más preciado del liberalismo clásico anglosajón. Si la frase comenzara «…nosotros los argentinos», podría seguir sencillamente igual. A continuación, se hace de vuelta la misma pregunta: «¿cómo podemos reconocer lo que es justo?». Y más adelante, explica de vuelta la evolución de un derecho sanamente secular derivado al mismo tiempo del judeocristianismo:

En la historia, los ordenamientos jurídicos han estado casi siempre motivados de modo religioso: sobre la base de una referencia a la voluntad divina, se decide aquello que es justo entre los hombres. Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios. Así, los teólogos cristianos se sumaron a un movimiento filosófico y jurídico que se había formado desde el siglo II a. C. En la primera mitad del siglo segundo precristiano, se produjo un encuentro entre el derecho natural social, desarrollado por los filósofos estoicos y notorios maestros del derecho romano. De este contacto, nació la cultura jurídica occidental, que ha sido y sigue siendo de una importancia determinante para la cultura jurídica de la humanidad. A partir de esta vinculación precristiana entre derecho y filosofía inicia el camino que lleva, a través de la Edad Media cristiana, al desarrollo jurídico de la Ilustración, hasta la Declaración de los derechos humanos y hasta nuestra Ley Fundamental Alemana, con la que nuestro pueblo reconoció en 1949 “los inviolables e inalienables derechos del hombre como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo”. (Benedicto XVI, 2011c, párr. 5)

Es importante destacar que, igual que Hayek, Benedicto XVI tiene una concepción evolutiva del Estado de derecho occidental. No juega —tampoco Hayek— con la dialéctica entre cristiandad y modernidad, sino que coloca a los derechos del hombre como una continuidad de la filosofía del derecho antigua y medieval. Pero ambas esferas, la naturaleza humana y la capacidad de la razón del hombre para conocerla, presuponen a la creación, el punto de quiebre fundamental —como hemos dicho en el capítulo 1— con las culturas panteístas anteriores, que dio origen a la distinción sin separación entre lo divino, la autoridad política y la ciencia.

Por lo demás, vuelve a citar a la Declaración de Derechos del Hombre y fíjense que incluso va más allá de las distinciones de este humilde comentarista cuando sin mayores aclaraciones se refiere a la Ilustración directamente. Pero entonces vuelve a afirmar al judeocristianismo, a su esencial laicidad y a la idea de derecho natural como fuentes de toda esta tradición:

Para el desarrollo del derecho, y para el desarrollo de la humanidad, ha sido decisivo que los teólogos cristianos hayan tomado posición contra el derecho religioso, requerido por la fe en la divinidad, y se hayan puesto de parte de la filosofía, reconociendo a la razón y la naturaleza, en su mutua relación, como fuente jurídica válida para todos. Esta opción la había tomado ya san Pablo cuando, en su Carta a los Romanos, afirma: “Cuando los paganos, que no tienen ley [la Torá de Israel], cumplen naturalmente las exigencias de la ley, ellos... son ley para sí mismos. Esos tales muestran que tienen escrita en su corazón las exigencias de la ley; contando con el testimonio de su conciencia…” (Rm 2,14s). Aquí aparecen los dos conceptos fundamentales de naturaleza y conciencia, en los que conciencia no es otra cosa que el “corazón dócil” de Salomón, la razón abierta al lenguaje del ser [énfasis agregado]. (Benedicto XVI, 2011c, párr. 6)

Esto es, el desarrollo del derecho «cristiano» no fue «religioso», si por eso se entiende clerical, integrista, directamente dictado de una autoridad eclesiástica desde las Escrituras. Su fuente fue la ley natural inspirada en el judeocristianismo, que tiene fe en la razón humana, a pesar del pecado, como se menciona en la cita anterior: «cuando los paganos, que no tienen ley [la Torá de Israel], cumplen naturalmente las exigencias de la ley, ellos... son ley para sí mismos». Y aparece entonces el tema de la naturaleza humana como fuente del derecho y en una conciencia humana abierta a lo que esa naturaleza (el ser) le pueda decir.

Pero entonces, Benedicto XVI (2011c) advierte el drama del divorcio entre razón y fe: «la idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término» (párr. 6).

Un perfecto diagnóstico de la situación. Lo que debería unir —una ley natural a todos los seres humanos—, divide. Se considera una cosa de los católicos solamente, porque la razón se ha encerrado en el solo cálculo, incapaz de reconocerse en el diálogo entre razón y fe:

Quisiera indicar brevemente cómo se llegó a esta situación. Es fundamental, sobre todo, la tesis según la cual entre ser y deber ser existe un abismo infranqueable. Del ser no se podría derivar un deber, porque se trataría de dos ámbitos absolutamente distintos. La base de dicha opinión es la concepción positivista de naturaleza adoptada hoy casi generalmente. (Benedicto XVI, 2011c, párr. 6)

Aquí hay un momento filosófico clave: «la tesis según la cual entre ser y deber ser existe un abismo infranqueable» (Benedicto XVI, 2011c, párr. 6). Esa famosa dicotomía se produce cuando la razón humana, desprovista de la síntesis de Santo Tomás de Aquino, la máxima síntesis entre razón y fe, es incapaz de reconocer al deber ser como un analogado del ser, esto es, como el mismo ser desplegado hacia su plenitud. Y por lo tanto solo queda el positivismo jurídico, esto es, llamar ley sólo a la ley humana, casi sin fundamento, ya sea en la voluntad de la mayoría, en un dictador que se cree la voz del pueblo o en un déspota que se cree enviado de Dios.

Entonces, es precisamente el Iluminismo entendido como ideología positivista —lo que la Escuela de Frankfurt llama razón instrumental, lo que Hayek llama constructivismo, lo que Feyerabend llama unión entre estado y ciencia— el responsable de una visión positivista de la naturaleza que luego se traslada a lo social:

Una concepción positivista de la naturaleza, que comprende la naturaleza de manera puramente funcional, como las ciencias naturales la entienden, no puede crear ningún puente hacia el ethos y el derecho, sino dar nuevamente sólo respuestas funcionales. Pero lo mismo vale también para la razón en una visión positivista, que muchos consideran como la única visión científica. En ella, aquello que no es verificable o falsable no entra en el ámbito de la razón en sentido estricto. Por eso, el ethos y la religión han de ser relegadas al ámbito de lo subjetivo y caen fuera del ámbito de la razón en el sentido estricto de la palabra. Donde rige el dominio exclusivo de la razón positivista –y este es en gran parte el caso de nuestra conciencia pública– las fuentes clásicas de conocimiento del ethos y del derecho quedan fuera de juego. Ésta es una situación dramática que afecta a todos y sobre la cual es necesaria una discusión pública; una intención esencial de este discurso es invitar urgentemente a ella [énfasis agregado]. (Benedicto XVI, 2011c, párr. 6)

Como vemos, el diagnóstico es claro: la concepción positivista de la naturaleza y el derecho corta la relación entre el judeocristianismo, un ethos cultural y por ende la necesaria condición cultural para un estado laico inspirado en el cristianismo. O sea (resaltando de la cita anterior), «las fuentes clásicas de conocimiento del ethos y del derecho quedan fuera de juego». Esa es la situación dramática que estamos viviendo hoy: «ésta es una situación dramática que afecta a todos y sobre la cual es necesaria una discusión pública».

Benedicto XVI (2011c) propone al mundo actual un modo de volver a ver la ley natural: «la importancia de la ecología es hoy indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de la naturaleza y responder a él coherentemente» (párr. 8). Hoy hay un consenso internacional sobre ello, aunque se discutan sus medios. Pero entonces, Benedicto XVI (2011c) trata de llevar la misma sensibilidad al ámbito humano:

Sin embargo, quisiera afrontar seriamente un punto que —me parece— se ha olvidado tanto hoy como ayer: hay también una ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana [énfasis agregado]. (párr. 8)

O sea, la ecología humana es hoy el redescubrimiento de la ley natural (que nosotros, como se ha visto, hemos ligado necesariamente con la intersubjetividad como lugar de redescubrimiento de la ley moral). Atención a ese «la escucha»; la inteligencia no positivista no es solo cálculo, dominio, sino «escuchar al ser»: ver, contemplar la naturaleza de las cosas, tener oído para la música según la cual Dios ha creado al hombre y al universo…

Por ello, Benedicto XVI (2011c) vuelve a referirse al Dios creador, noción esencial del judeocristianismo y con la cual hemos comenzado este libro. Lo hace con una pregunta retórica, luego de debatir con Kelsen: «¿carece verdaderamente [énfasis agregado] de sentido reflexionar sobre si la razón objetiva que se manifiesta en la naturaleza no presupone una razón creativa, un Creator Spiritus?» (párr. 9). Lo que está afirmando con esta pregunta retórica es que tiene plenamente sentido preguntar por la causa última del orden creado, como fuente última del derecho… Y responde:

A este punto, debería venir en nuestra ayuda el patrimonio cultural de Europa. Sobre la base de la convicción de la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta. Estos conocimientos de la razón constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla o considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría de su integridad. La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa. Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber en este momento histórico [énfasis agregado]. (Benedicto XVI, 2011c, párr. 10)

El párrafo citado anteriormente es de una riqueza inconmensurable. Primero, afirma prácticamente una síntesis de lo que ha sido y es la modernidad católica como producto de la fe en Dios creador:

Sobre la base de la convicción de la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta [énfasis agregado].

Luego afirma que ello es nuestra historicidad, esto es, el pasado que nos constituye en el presente, el pasado que vive en Occidente y lo hace ser Occidente:

la cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa [énfasis agregado]

Por ende, negar u olvidar eso es el suicidio de Occidente, de modo que, agregamos nosotros, la negación de la fuente cultural de la libertad para todos los seres humanos, sean occidentales o no: «estos conocimientos de la razón constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla o considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría de su integridad [énfasis agregado]» (Benedicto XVI, 2011c, párr. 10).

3.1. La palabra «liberalismo»

Coherentemente con lo anterior, y hechas ya todas las aclaraciones pertinentes, Benedicto XVI fue el primer pontífice que le perdió miedo a la obvia palabra «liberalismo» que designa a esa institucionalidad liberal que desde Pío XII en adelante, y con heroicos antecedentes en León XIII y en Benedicto XV, el magisterio ha acompañado.

El primer caso fue una carta dirigida a Marcello Pera, que aparece como introducción al libro de este último, Por qué tenemos que decirnos cristianos. El liberalismo, Europa, la ética (Perché dobbiamo dirci cristiani. Il liberalismo, l’Europa, l’etica, [Mondadori, Milano, 2008]). Allí dice directamente Benedicto XVI (2008c):

con un conocimiento estupendo de las fuentes y con una lógica coherente, analiza la esencia del liberalismo partiendo de sus fundamentos, mostrando que a la esencia del liberalismo pertenece su enraizamiento en la imagen cristiana de Dios: su relación con Dios, de quien el hombre es imagen y de quien hemos recibido el don de la libertad. . . . Muestra que el liberalismo, sin dejar de ser liberalismo sino, al contrario, para ser fiel a sí mismo, puede enlazarse con una doctrina del bien, en particular con la cristiana que le es congénere, ofreciendo así verdaderamente su contribución a la superación de la crisis [énfasis agregado]. (párrs. 1 y 3)

No haremos mayores comentarios triunfalistas. Solo diremos, a quienes aún siguen organizando seminarios sobre la base del famoso libelo de Félix Sardá y Salvany, lo que ya les dijimos:

Gente, sean coherentes. No pueden seguir organizando esas jornadas bajo la Iglesia Católica Romana. O se hacen sedevacantistas, o se reconocen sinceramente como seguidores de Mons. Lefebvre, o admiten alguna vez que el famoso librito de Félix Sardá y Salvany no cubre todas y cada una de las especies del liberalismo clásico. O hacen lo que ustedes dicen que nosotros no hacemos: escuchar al Magisterio. (Zanotti, 2018, p. 216)

El segundo caso es más importante históricamente: Benedicto XVI está recordando nada más ni nada menos que la cuestión romana, tan importante en el Magisterio del s. XIX. Y afirma:

Por razones históricas, culturales y políticas complejas, el Risorgimento ha pasado como un movimiento contrario a la Iglesia, al catolicismo, a veces incluso contrario a la religión en general. Sin negar el papel de tradiciones de pensamiento diferentes, algunas marcadas por trazos jurisdiccionalistas o laicistas, no se puede desconocer la aportación del pensamiento –e incluso de la acción– de los católicos en la formación del Estado unitario. Desde el punto de vista del pensamiento político bastaría recordar todas las vicisitudes del neogüelfismo, que tuvo en Vincenzo Gioberti un ilustre representante; o pensar en las orientaciones católico-liberales de Cesare Balbo, Massimo d’Azeglio y Raffaele Lambruschini. Por el pensamiento filosófico, político y también jurídico resalta la gran figura de Antonio Rosmini, cuya influencia se ha mantenido en el tiempo, hasta dar forma a puntos significativos de la Constitución italiana vigente. Y por la literatura que tanto contribuyó a «hacer a los italianos», es decir, a darles su sentido de pertenencia a la nueva comunidad política que el proceso del Risorgimento estaba plasmando, cómo no recordar a Alessandro Manzoni, fiel intérprete de la fe y de la moral católica; o a Silvio Pellico, que, con su obra autobiográfica sobre las dolorosas vicisitudes de un patriota, supo testimoniar la conciliabilidad del amor a la Patria con una fe inquebrantable. Y también figuras de santos, como san Juan Bosco, impulsado por la preocupación pedagógica a componer manuales de historia patria, que modeló la pertenencia al instituto por él fundado sobre un paradigma coherente con una sana concepción liberal: «ciudadanos ante el Estado y religiosos ante la Iglesia [énfasis agregado]. (Benedicto XVI, 2011a, párr. 3)

En un solo párrafo, que hubiera horrorizado a los ultramontanos que estaban a la derecha de Pío IX —lo cual es mucho decir—, Benedicto XVI reivindica a los católicos liberales del s. XIX en el caso italiano, especialmente Rosmini, y los coloca como ejemplo de una «sana concepción liberal».

La conclusión de todo esto es obvia: el terror con la palabra «liberalismo», en los contextos precisados, se acabó. Si a esto agregamos la utilización de «economía de mercado», por parte de Juan Pablo II15, entonces también por ese lado hubo un avance. Si bien todo esto, ahora, parece no haber existido, no creo que estos documentos hayan sido oficialmente abrogados.

4. Conclusión

Como vemos, desde el 2013 hasta la actualidad, todo esto ha sido totalmente olvidado, enterrado y sepultado. Sin embargo, la historia no se puede borrar y el magisterio de Benedicto XVI fue un punto de inflexión que como tal no se puede anular. Habrá que esperar.

Referencias

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El autor de este artículo declara que no tiene vínculos con actividades o relaciones que pudieran haber influido su juicio de forma inapropiada, como relaciones financieras, lazos familiares, relaciones personales o rivalidad académica.

Financiamiento

El autor no recibió financiamiento para escribir este artículo.


1 El presente artículo resume y reescribe el tema ya tratado en el artículo homónimo, (https://gzanotti.blogspot.com/2020/02/el-liberalismo-catolico.html) y en el libro JudeoCristianismo, Civilización Occidental y Libertad, Instituto Acton, Buenos Aires, 2018.

2 History of Freedom (1877), editado en español como Historia de la libertad en la Cristiandad (1984).

3 Ver El liberalismo católico en Francia en el siglo XIX y sus desafíos (Serrano Redonet, 2012)

4 Ver Antonio Rosmini (Muratore,1998).

5 Ver Cattolici a difesa dei mercato (Antisieri, 2005).

6 De Maritain en el plano político, ver: América (1958), Cristianismo y democracia (1971), El campesino del Garona (1967), El hombre y el Estado (1984), Filosofía de la historia (1985), Humanismo integral (1936), Los derechos del hombre y la ley natural (1982) y Primacía de lo espiritual (1982).

7 Ver Business as a calling (Novak, 1996) y El espíritu del capitalismo democrático (Novak, 1981).

8 Ver On Ordered Liberty (Gregg, 2003) y Challenging The Modern World (Gregg, 2002).

9 Ver «Summi pontificatus»; «Con sempre»; «Benignitas et humanitas»; «La Constitución, ley fundamental del Estado»; «Prensa Católica y opinión pública» y «Comunidad internacional y tolerancia», todos ellos en Doctrina Pontificia, libros II y III (Pío XII, 1958; 1964).

10 Sobre el Iluminismo y su diferencia con la Modernidad, ver Del Iluminismo a nuestros días (1979/2012) y La vertiente bifurcada (2013).

11 La verdad, no sabemos qué gente. Él, Benedicto XVI, sí se dio cuenta.

12 Evidentemente, Benedicto XVI está al tanto de los debates epistemológicos del s. XX posteriores al neopositivismo.

13 Como ya dijimos en nuestro artículo «Jacques Maritain: su pensamiento político y su relevancia actual» (Zanotti, 2012)

14 Para la versión en inglés, véase: https://www.vatican.va/content/benedict-xvi/en/speeches/2011/september/documents/hf_ben-xvi_spe_20110922_reichstag-berlin.html. Para la versión en alemán, véase: https://www.vatican.va/content/benedict-xvi/de/speeches/2011/september/documents/hf_ben-xvi_spe_20110922_reichstag-berlin.html.

15 Nos referimos al famoso párrafo 42 de la Centesimus annus (Juan Pablo II, 1984).