La tergiversación de la narrativa histórica en Guatemala
Cómo se creó una historia oficial favorable a la guerrilla


The misrepresentation of the historical narrative in Guatemala
How an official history favorable to the guerrillas was created

Carlos Sabino

Universidad Francisco Marroquín

[email protected]

Resumen: El artículo describe la forma en que dos importantes instituciones elaboraron una especie de «historia oficial» sobre el conflicto armado interno que sufrió Guatemala en la segunda mitad del siglo XX. Después de exponer las principales características que tuvo dicho enfrentamiento se pasa a describir, en detalle, la forma en que fue presentado por la Comisión del Esclarecimiento Histórico de la ONU y la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala para construir un relato totalmente favorable a la guerrilla. Se concluye resumiendo las consecuencias políticas y jurídicas que tal tergiversación ha tenido en años posteriores.

Palabras clave: historia, guerrilla, derechos humanos, Guatemala.

Abstract: The article describes the way in which two important institutions elaborated a kind of «official history» about the internal armed conflict that Guatemala suffered in the second half of the 20th century. After exposing the main characteristics of this confrontation, it goes on to describe, in detail, the way in which it was presented by the UN Historical Clarification Commission and the Human Rights Office of the Archdiocese of Guatemala in order to build a story totally favorable to The guerrilla. It concludes by summarizing the political and legal consequences that such misrepresentation has had in later years.

Keywords: history, guerrilla, human rights, Guatemala.

Introducción

El propósito de este artículo es mostrar cómo se ha ido cambiando la narración histórica del conflicto armado interno que sufrió Guatemala durante más de tres décadas. En los relatos hoy más frecuentes se suelen silenciar importantes hechos y se ofrece una lectura unilateral de las circunstancias que entonces se vivieron. Tal tergiversación se inició aún antes de que se firmara la paz, pues narraciones, informes y estudios de muy diverso tipo se empeñaron en dar versiones que favorecían claramente a cada uno de los bandos en pugna. Esta tendencia a presentar los acontecimientos desde el punto de vista comprometido de cada uno de los actores no tiene nada de sorprendente y, podemos decir, es consustancial a la propia lógica de toda lucha. Pero lo que llama la atención y lo que en buena medida motiva estas reflexiones es que, acabado el conflicto, ha prevalecido de un modo casi total una sola de estas dos versiones: la de quienes fueron derrotados militarmente en la contienda.

En efecto, después de la firma de los acuerdos de paz, en 1996, la versión que resultaba favorable al bando insurgente fue adquiriendo con rapidez el carácter de una especie de historia oficial, en el planteamiento «políticamente correcto» que hoy asumen muchos políticos, periodistas y académicos sin mayor análisis y se difunde ampliamente en los diversos niveles del sistema escolar y en el extranjero. Se trata de una historia en buena medida mutilada, cargada de interpretaciones sociológicas esquemáticas y debatibles, que apela al sentimiento para proyectarse sobre la política del presente proponiendo acciones que van desde las medidas de resarcimiento para las víctimas del conflicto hasta los procesos penales contra los actores militares que en él intervinieron.

Pero es importante acotar, para evitar confusiones, que no estamos frente a un esfuerzo historiográfico que parta del mundo académico y se atenga a una metodología rigurosa: poca historia, en realidad, se ha escrito sobre el conflicto armado interno que sufrió Guatemala, al menos en el sentido de obras que traten de dar una visión general, sistemática y objetiva de todo lo acontecido. Lo que predomina ampliamente es otro tipo de material: una clase de textos que no pueden considerarse, en sí, como obras de historia. Abundan las memorias, las reflexiones, los testimonios y las interpretaciones de quienes estuvieron comprometidos, más o menos directamente, en la lucha de la que nos ocupamos. Son por lo general dirigentes guerrilleros, políticos cercanos a esa tendencia y, más recientemente, algunos militares que tratan de dejar por escrito sus recuerdos, interpretaciones y puntos de vista sobre el tema.

Aparte de estos testimonios, han circulado innumerables textos de decidida vocación política: desde panfletos y ensayos hasta estudios de tipo sociológico o económico que, casi indefectiblemente, se han lanzado al ruedo para condicionar la opinión pública a revalorizar las proposiciones de izquierda, atacar frontalmente al Ejército o estudiar ciertos problemas desde una óptica y un método que presentan fuertes reminiscencias marxistas.

Para que el lector pueda situarse de un modo adecuado ante el problema, presentaremos primeramente una breve descripción de lo acontecido, que se ciñe a los datos concretos disponibles para tratar de hacerla lo más objetiva posible. Luego analizaremos las dos versiones semioficiales que se han elaborado al respecto. Son ellas la de la Comisión del Esclarecimiento Histórico (CEH) y la de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala (ODHAG). En los acuerdos de paz, firmados en 1996, se incluyó una cláusula que creaba una comisión encargada de hacer un relato objetivo y completo de lo sucedido en aquellos años. La CEH entregó su informe, Guatemala: Memoria del silencio, en 12 tomos, en 1999. Ya un año antes se había publicado Guatemala: Nunca más, Informe del Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica (REMHI), de la ODHAG, en 4 tomos.

Finalizamos este artículo con el análisis y la crítica de lo que consideramos como los mitos y las falsedades más comunes que se han difundido en las últimas dos décadas y las graves consecuencias que ha tenido esa visión distorsionada de la historia reciente.

El conflicto armado interno en Guatemala

Suele repetirse, sin mayor análisis, que el conflicto armado interno que vivió Guatemala en el siglo pasado se desarrolló entre los años de 1960 y 1996, fecha esta última en que se firmaron los Acuerdos de Paz. La afirmación es en parte discutible, pues en 1960 hubo solo un intento de golpe de estado y las primeras acciones guerrilleras se efectuaron apenas en 1962. Debe tomarse en cuenta además que durante gran parte de ese período, solo se realizaron acciones muy limitadas y que, en todo caso, el conflicto nunca se extendió a todo el país, pues en los años sesenta solo existió una guerrilla de escasas dimensiones en el oriente de Guatemala y luego, durante casi diez años, la violencia se concentró en la ciudad capital. Vale la pena apuntar también que la guerrilla nunca logró crear lo que se ha dado en llamar una «zona liberada» y que tampoco se produjo, en todo ese tiempo, ningún combate de mediana envergadura, pues jamás hubo siquiera cien efectivos por cada bando en ninguno de los muchos encuentros armados que se produjeron. El conflicto —que por eso no alcanza a llamarse guerra— se hilvanó a través de una larga serie de escaramuzas, asesinatos políticos, secuestros, atentados terroristas, masacres en aldeas y tomas de fincas y pequeñas poblaciones (Sabino, 2018; 2020).

La izquierda guatemalteca, hasta entonces muy disminuida, adquirió nuevo ímpetu luego del triunfo de la Revolución cubana, a comienzos de 1959. Cuando se produjo el intento de golpe de estado del 13 de noviembre de 1960 que dirigían oficiales jóvenes descontentos con el gobierno del presidente Ydígoras, la izquierda revolucionaria encontró una oportunidad favorable para comenzar la lucha guerrillera en el país. Varios de los cabecillas de la asonada fueron cooptados por dirigentes juveniles comunistas, viajaron a Cuba y emprendieron, a partir de 1962, las primeras acciones guerrilleras. No actuaron de un modo unificado sino reunidos en varias organizaciones pequeñas que muchas veces se disputaban el liderazgo entre sí. Ninguna logró crecer de manera significativa ni expandirse más allá de un área bastante reducida.

Es importante recalcar que la gran mayoría de los campesinos permaneció indiferente ante sus acciones o se manifestó decididamente en su contra. Varias razones permiten explicar esta conducta: existía en esos momentos un gobierno —el de Miguel Ydígoras Fuentes— que, aunque impopular, había surgido democráticamente; en la zona de implantación —la del supuesto «foco» guevarista— predominaban los agricultores independientes y no existían grandes latifundios. La mayoría de los habitantes, por otra parte, se inclinaban por la tradición hacia posiciones de derecha y no tenían mayores ilusiones o expectativas respecto al socialismo. No extrañaría entonces que surgieran, incluso, grupos paramilitares derechistas opuestos a los guerrilleros marxistas. En poco tiempo, con una acción del Ejército que se inició en firme en 1966, desapareció por completo el foco insurgente.

Diversos grupos y organizaciones marxistas vivieron un período de dispersión en el que se desenvolvieron encendidas discusiones sobre la táctica y la estrategia, mientras se dedicaban a reagrupar sus fuerzas y se concentraban, sobre todo, en la realización de secuestros con fines económicos y en la consumación de asesinatos políticos. Con estas acciones pretendían responder a la intensa acción represiva del Estado y de los grupos paramilitares mencionados, a la vez que mantenían la disciplina y la organización que requerían para emprender futuros intentos.

Hacia mediados de los años setenta surgieron dos nuevas organizaciones guerrilleras que se unieron a las FAR (Fuerzas Armadas Rebeldes), la principal fuerza insurgente de la época anterior. Después de abandonar el oriente del país, las FAR se concentraron en la norteña región selvática del Petén, mientras los nuevos grupos —el EGP (Ejército Guerrillero de los Pobres) y la ORPA (Organización Revolucionaria del Pueblo en Armas)— se instalaron en la zona de más densa población campesina indígena, en el occidente de Guatemala. Ambas, aunque con diferencias entre sí, estaban convencidas de que el papel subordinado que habían tenido esos grupos étnicos desde tiempos de la colonia haría fácil su incorporación a la revolución, que seguía ahora la estrategia de la «guerra popular prolongada» preconizada por chinos y vietnamitas.

La revolución, sin embargo, no se produjo. Si bien es verdad que ambos grupos lograron ciertos éxitos en zonas determinadas del altiplano guatemalteco y de la costa norte del Pacífico, nunca llegaron a producir el alzamiento generalizado que esperaban; nunca estuvieron siquiera cerca de la insurrección general que necesitaban para sus fines. La lucha se intensificó notablemente a partir de 1979, cuando los sandinistas tomaron el poder en Nicaragua y comenzaron a proveer armamento, vituallas y una nueva retaguardia segura para los alzados. El EGP, sobre todo, gracias a su política de incorporar a la lucha a familias y aldeas enteras, logró por momentos contar con un respaldo bastante amplio en algunas regiones: varias decenas de miles de colaboradores que apoyaban a un núcleo mucho más reducido de combatientes1. El EGP había creado, además, organizaciones legales dirigidas a obtener apoyo en sectores específicos de la población: estudiantes, campesinos, cristianos, pobladores de barrios marginales, mujeres y trabajadores.

Aun así ninguna organización guerrillera logró una base de sustentación que le permitiera establecer una «zona liberada», una región donde fuese la única autoridad política y militar. Para salir de esta situación las organizaciones guerrilleras —unidas formalmente en la URNG (Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca), aunque prácticamente actuando casi siempre de forma independiente— intentaron lanzar una ofensiva general a finales de 1981. El Ejército, sin embargo, no fue tomado por sorpresa. Su red de inteligencia detectó y permitió eliminar las llamadas «casas urbanas» de la ciudad de Guatemala —donde se reagrupaban los combatientes y se acumulaban abastecimientos— y luego desarrollar una amplia actividad de contrainsurgencia que, en los dos o tres años siguientes, logró arrinconar a la guerrilla en unas pocas zonas rurales bastante remotas por lo general.

El período de mayor actividad fue el comprendido entre 1979 y 1983: en estos años creció la guerrilla e intentó dar golpes cada vez más audaces, pero fue derrotada en lo esencial, particularmente porque la población campesina se volcó finalmente en su contra. Hasta 1982 los habitantes de las aldeas y de las zonas rurales habían quedado atrapados «entre dos fuegos», sometidos a las constantes exigencias de la guerrilla y las brutales represalias del Ejército (Le Bot, 1992/1997; Stoll, 1993). Pero hacia finales de 1981 muchos pobladores organizados trataron de llegar a acuerdos con el Ejército que les permitiera recibir su protección a cambio de colaborar con sus acciones. Estas iniciativas locales fueron convertidas en una política de alcance nacional por el nuevo gobierno del general Efraín Ríos Montt, quien creó las PAC (Patrullas de Autodefensa Civil) a mediados del año siguiente. Las PAC, que llegaron a contar con 900.000 hombres organizados —aunque parcialmente armados— quitaron por completo la capacidad de acción política de los guerrilleros, quienes no podían ya llegar a las aldeas y pueblos, organizar mítines y reclutar combatientes y colaboradores entre los campesinos.

Hacia 1986, cuando el país retornó plenamente a la democracia luego de un interludio de casi cuatro años, la guerrilla había perdido por completo la batalla política: le era imposible ampliarse, conquistar adeptos o realizar acciones de envergadura, estaba diezmada en sus cuadros y no aparecía como una alternativa política en el nuevo contexto en que tenía que desenvolverse. Solo le quedó replegarse a las pocas zonas remotas en que podía recibir algo de apoyo y prepararse para obtener buenas condiciones en la mesa de negociación. Las conversaciones para arribar a la paz comenzaron a finales de esa década, aunque se prolongaron por un tiempo más largo de lo usual.

Los acuerdos de paz

Mucho mejor que en el campo de batalla les fue a los insurrectos en la arena internacional. Lo que habían perdido en Guatemala lo compensaron en parte con el apoyo recibido por varias organizaciones internacionales que legitimaron, de algún modo, su intento de apoderarse del país por la violencia. Las conversaciones de paz fueron ampliando su contenido en un ambiente que, poco a poco, fue cambiando la percepción del conflicto: de un enfrentamiento entre el Estado y organizaciones subversivas que habían tratado de imponer —de manera infructuosa— una solución por la vía armada a los problemas del país, se pasó a enfatizar las supuestas causas del enfrentamiento y sus posibles soluciones.

Al enfocar las conversaciones de este modo, cediendo en última instancia a los planteamientos políticos de la guerrilla, los acuerdos de paz fueron ampliando su contenido. Funcionarios internacionales —que no tenían un conocimiento detallado del país— insistieron en incorporar a los acuerdos lo que se entendía como las posibles soluciones a las causas del conflicto: la pobreza, la desigualdad, la discriminación, la falta de acceso a la tierra. Si es verdad que estos, en mayor o menor medida, eran problemas que aquejaban a Guatemala, también es cierto que no habían sido las motivaciones concretas de los grupos alzados en armas. Se pasaba por alto, además, que no era el pueblo el que se había lanzado a la insurrección por tales causas, sino que la guerrilla actuaba como una especie de «vanguardia» que intentaba derrocar al poder constituido esgrimiendo tales males, en buena medida, como un pretexto para justificar su ruptura con el orden existente.

Como consecuencia de esta actitud y de la falta de una oposición clara a este enfoque, los acuerdos resultantes constituyeron una especie de programa general de gobierno que, además de tratar los temas específicos de la desmovilización y la incorporación de los guerrilleros a la vida política, abarcaba también todas las posibles áreas de la acción pública: de la educación al crecimiento económico, desde los temas agrarios hasta la reforma de las instituciones del país. De este modo se pretendía ejercer una especie de tutela supraconstitucional sobre los futuros gobiernos, obligándolos a adoptar políticas determinadas y encajonando el debate político dentro de límites estrechos y muy poco flexibles. La firma final de la paz se hizo, solemnemente, el 29 de diciembre de 1996 y entre los puntos acordados se creó una comisión de alto nivel para el esclarecimiento de lo sucedido en los años del conflicto, la mencionada CEH.

El objetivo, sin embargo, no se logró. Por la misma ambición de modificarlo todo, de construir desde unas simples conversaciones de paz un nuevo proyecto de país, los acuerdos perdieron parte de su legitimidad. La ciudadanía rechazó en un referéndum, pocos años después, varias modificaciones que se pretendían hacer a la Constitución para alinearla con el texto de los acuerdos, aunque los sucesivos gobiernos y decenas de organizaciones no gubernamentales, sobre todo durante los primeros diez años, siguieron exigiendo su cumplimiento o mencionándolos como puntos de referencia en lo ideológico y lo político.

Interpretaciones semioficiales: el REMHI y la CEH

Desde la segunda mitad de la década de los setenta, el ambiente internacional, el clima de la opinión pública en Europa y los Estados Unidos, comenzó a cambiar de un modo bastante perceptible: un creciente énfasis en la protección de los llamados «derechos humanos» se combinó con un rechazo a las políticas más duras de la Guerra Fría, dando como resultado una especie de giro a la izquierda en muchos sectores. Dicho movimiento ya había comenzado antes, con la actitud contraria a la guerra de Vietnam que se había manifestado en los Estados Unidos y las repercusiones mundiales del «mayo francés» de 1968. Con el derrumbe del sistema comunista se profundizó este estado de ánimo: parecía no tener sentido ya la lucha contra los movimientos procomunistas que todavía existían en algunas partes del mundo, como por ejemplo en Guatemala. Un símbolo de este viraje fue el otorgamiento, en 1992, del Premio Nobel de la Paz a una indígena guatemalteca, Rigoberta Menchú, que formaba parte del aparato de propaganda de una organización guerrillera, el ya mencionado EGP.

Los acuerdos de paz, como dijimos, crearon una comisión especial para redactar un informe sobre lo acontecido durante el enfrentamiento armado. El informe se publicó en 1999, pero ya en el año anterior la Iglesia católica había dado a conocer el resultado de otra investigación que tenía el mismo cometido. La Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala (ODHAG) llevó a cabo el extenso Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica, conocido como el REMHI, cuyo informe publicó en cuatro tomos en abril de 1998. El escrito muestra el peculiar sesgo ideológico que dio la Iglesia a la interpretación de lo sucedido durante el conflicto: una orientación tal que, de algún modo, convenía a sus propósitos de explicar —y sin duda justificar— la participación de muchos de sus miembros en favor de la guerrilla. Obsérvese, en tal sentido, la última oración del párrafo que transcribimos a continuación, extraído de las sugestivas «Palabras preliminares» con que monseñor Próspero Penados del Barrio, arzobispo primado de Guatemala en esos momentos, abre el informe de la ODHAG (1998):

¿Qué fue lo que originó este conflicto? Si reflexionamos sobre las condiciones en que vivía un altísimo porcentaje de la población, marginada en cuanto a carencia de sus más elementales necesidades (acceso al alimento, a la salud, a la educación, a la vivienda, al salario digno, al derecho de organización, al respeto de su pensamiento político, etc.) que no le permitía desarrollarse en condiciones a que tenían derecho como seres humanos; si reflexionamos en la anarquía que vivía en ese momento nuestro país y que persistía aún el ramalazo, las secuelas de una reciente intervención armada en donde se comenzó a evidenciar la capacidad destructiva que se esconde en los seres humanos; si pensamos que se consideró por algunos grupos que los espacios políticos estaban cerrados, podremos entender que la guerra iniciada por jóvenes civiles y jóvenes oficiales del Ejército era algo que ya no se podía detener. El deseo de cambio por una sociedad más justa y la imposibilidad de llevarlo a cabo a través de los estamentos establecidos, provocó la incorporación a la insurgencia no sólo de quienes pretendían un cambio al socialismo sino de muchos —que no siendo marxistas y no teniendo una posición política comprometida— se convencieron y se vieron compelidos a apoyar un movimiento que parecía ser la única vía posible: la lucha armada. (pp. IX-X)

En las palabras del arzobispo, los orígenes del conflicto se sitúan, antes que nada, en las condiciones estructurales del país: la existencia de una población «marginada» que sufría toda clase de carencias, la «anarquía que vivía en esos momentos» Guatemala, la convicción de «algunos grupos que los espacios políticos estaban cerrados» y no quedaba más remedio que acudir a la lucha armada para lograr los cambios que consideraban necesarios para arribar a una «sociedad más justa». De este modo se avala, sin mayor discusión, que se recurriera a la violencia para obtener resultados políticos: ¿es que la existencia de una población marginada y el deseo de cambio pueden justificar que se rompan las normas y se pase por encima de las instituciones? De la misma manera podemos recusar el término de «anarquía» con que el prelado define la situación existente en la Guatemala de comienzos de los años sesenta y el hecho de que no existiese espacio para la lucha pacífica: es verdad que el gobierno de Miguel Ydígoras Fuentes estaba cuestionado en esos momentos por su errática política y por algunos casos de corrupción que conmovía a la opinión pública, pero esto no alcanza para definir la situación de Guatemala como anárquica. El presidente había sido elegido libremente en elecciones limpias, funcionaban el Congreso y los tribunales de justicia, existían partidos políticos de diversa orientación, se realizaban elecciones y, aunque había restricciones para la participación del comunismo en la vida política, no puede decirse que no hubiese más camino que el de la violencia para promover cambios de fondo.

Si aceptáramos este razonamiento, no solo propio del REMHI sino de una parte importante de la academia y de los medios del país, podría concluirse entonces que siempre habría justificación para ejercer la violencia y, así, la vida política se hundiría en una sucesión de conflictos armados casi perpetuos. Más claro se aprecia este punto si, en vez de hablar de marginación, mencionamos otros dos conceptos, desigualdad y pobreza, elementos que no han podido desterrarse de las sociedades humanas y que de un modo u otro aparecen siempre en ellas: habría así justificados motivos para que cualquier grupo se lanzase a perseguir el objetivo de una «sociedad más justa» por la vía de la violencia.

Pero aquí no acaba el sesgo ideológico que asume la interpretación del conflicto armado, pues en el mismo texto encontramos una apreciación por completo diferente de la violencia. En la misma página citada, se apunta que el Ejército

fue sacado de los espacios que le determinan claramente las leyes de la República, como es el de ser garante de la integridad territorial y de la soberanía nacional... que lo convirtieron en una policía política y un instrumento de persecución, acoso y muerte de sus enemigos. (ODHAG, 1998, pp. IX-X)

Este punto, a nuestro juicio, resulta fundamental: se suele criticar acerbamente una llamada doctrina de la seguridad nacional, que instaba a los ejércitos del continente a combatir la subversión, pero ¿qué se pretendía?, ¿que los ejércitos se limitasen a vigilar las fronteras mientras en el interior del país se desarrollaba y expandía la violencia? ¿O es que acaso no había también «persecución, acoso y muerte» por parte de los grupos insurgentes? Es en esta dual apreciación de la violencia, que horroriza en unos pero en cambio se justifica en otros, donde encontramos una indudable tergiversación de la verdad que se hace con el objeto de excusar a un bando y juzgar implacablemente al contrario. Lo mismo sucede —puede decirse— cuando se indica que la «Iglesia jerárquica» ha debido pedir perdón «por no haber sabido defender debidamente a los golpeados por la injusticia» (ODHAG, 1998, pp. IX-X), como si hubiese sido deseable una actitud aún más comprometida de su parte.

Mientras la Iglesia recogía testimonios en comunidades indígenas para elaborar el REMHI, funcionaba también la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) que las Naciones Unidas habían nombrado para escribir el informe que se le había encomendado como parte de los acuerdos de paz (Guatemala: Memoria del silencio, en 12 tomos). La composición de la comisión —Christian Tomuschat, Otilia Lux de Cotí y Alfredo Balsells Tojo— no se caracterizó por su equilibrio, ya que sus tres miembros tenían simpatías obvias y evidentes hacia el bando insurgente. Del mismo modo, la CEH tomó y descartó testimonios de un modo bastante arbitrario, sin aceptar todas las denuncias que se le presentaron, sino casi exclusivamente las que acusaban a las fuerzas militares y describían sus acciones de fuerza y sus violaciones a los derechos humanos.

Estos sesgos en el procedimiento de trabajo se vieron reflejados en la exposición general del informe que se presenta en el primer tomo, así como en las conclusiones, que aparecen en el tomo V. El tratamiento de la violencia es, aún más que en el caso anterior, por completo diferente para cada uno de los bandos del conflicto. La violencia de quienes se alzaron en armas es justificada del siguiente modo:

Nuevos fenómenos sociales y políticos que se produjeron hacia fines de los años cincuenta y principios de los sesenta, en una coyuntura especial, que hizo pensar a parte de los sectores excluidos de la sociedad en la vía armada como la mejor opción política a su alcance, si no la única. (CEH, 1999, Vol. I, p.83)

Y luego de una presentación histórica fuertemente influida por conceptos marxistas —lucha de clases, clases dominantes, etc.— se arriba a una generalización dudosa: «de esa forma, histórica y políticamente la violencia en el país se ha dirigido desde el Estado sobre todo en contra de los pobres, los excluidos y los indígenas» (pp. 82-83). Se concluyó que «la rebelión de la izquierda echó raíces sociales y se tornó en alzamiento armado debido a la exclusión económica y social y a la ausencia de un espacio democrático», hubo «violencia terrorista» por parte «del Estado» (CEH, 1999, Vol. I, p. 123, p. 150).

Es en las conclusiones, sin embargo, donde la posición política de la comisión se expresa más claramente: en la sección denominada «Las raíces históricas del enfrentamiento armado», se afirma que

las relaciones económicas, culturales y sociales en Guatemala han sido profundamente excluyentes, antagónicas y conflictivas, reflejo de su historia colonial. . . .Por su propio carácter excluyente el Estado fue incapaz de lograr un consenso social. . . .En este sentido la violencia política fue una expresión directa de la violencia estructural de la sociedad. (CEH, 1999, Vol. V, p. 21)

Hablar de «violencia estructural», a nuestro juicio, es dejar la puerta abierta para cualquier interpretación de los hechos, aun las más antojadizas, pues se trata de términos tan poco precisos, tan vagos, que podrían aplicarse casi sin restricción a cualquier sociedad, y sin duda a todas las de Latinoamérica. Se convalidan así, de hecho, las expresiones de violencia política que se han dado —y residualmente aún se dan— en nuestro continente y acciones violentas de todo tipo, incluyendo las de la delincuencia común. Esto significaba sustentar una posición política extrema, favorable a toda acción armada, imposible de compatibilizar con la prédica en favor de los derechos humanos, el imperio de la ley y otros principios que la Comisión y las Naciones Unidas decían defender.

Para proseguir este examen del documento, apuntaremos que hay una contradicción también entre la afirmación de que la guerrilla era una expresión de violencia que respondía a la exclusión y la violencia de los sectores dominantes con la aseveración de que «la capacidad militar de la insurgencia no representaba una amenaza concreta para el orden político guatemalteco» (CEH, 1999, Vol. V, p. 27). ¿De qué se trataba entonces? Cuesta imaginar un alzamiento armado, del tipo que sea, que no represente una amenaza para el orden constituido. Para hacer más patente esta contradicción deberíamos añadir que este informe de la CEH realiza un cálculo de las víctimas fatales del conflicto que, por su magnitud, hace imposible pensar en un conflicto de baja intensidad y que da pie para magnificar de un modo realmente exagerado la extensión de lo acontecido. Sobre el punto, sin embargo, habremos de referirnos en la sección siguiente de este ensayo.

Finalmente, resulta de interés señalar que, ya a fines del siglo pasado, la CEH apuntaba a culpabilizar al Ejército de Guatemala por el delito de genocidio:

...el Ejército identificó a los mayas como grupo afín a la guerrilla . . . [y] apoyándose en tradicionales prejuicios racistas, se sirvió de esa identificación para eliminar las posibilidades presentes y futuras para que la población prestara ayuda o se incorporara a cualquier proyecto insurgente. (CEH, 1999, Vol. V, p. 29)

Esta posición coincide con la de la ODHAG, pues en el REMHI también se califica de genocidas a actos cometidos por el Ejército, aunque se distingue tales actos de una política genocida. La definición de tales actos es tan amplia que, si se desea, puede aplicarse a cualquier matanza que se cometa. En tal sentido expresa el REMHI que

existen actos genocidas cuando el objetivo final no es el exterminio del grupo sino otros fines políticos, económicos, militares o de cualquier otra índole, pero los medios que se utilizan para alcanzar ese objetivo final contemplan el exterminio total o parcial del grupo. (ODHAG, 1998, Vol. III, p. 316)2

La mención de un exterminio «parcial» es tan ambigua que permite incluir casi cualquier acción imaginable. Es digno de destacar, además, que la calificación en estos casos solo se ha aplicado a las acciones del Ejército o de los grupos de campesinos que lo apoyaban —las mencionadas patrullas de autodefensa civil— y para nada a la guerrilla o sus organizaciones asociadas.

La visión distorsionada que aún predomina

Estos dos informes que, por su carácter, hemos llamado semioficiales, dieron la pauta de un tratamiento sobre el conflicto armado que se hizo siempre desde el ángulo de la visión de la guerrilla y silenció aspectos verdaderamente decisivos del largo enfrentamiento interno. A esta circunstancia debe agregarse que la mayoría de los autores que han tratado el tema pertenecen, más o menos abiertamente, a uno de los bandos en pugna: el de la izquierda.

Naturalmente, esta desproporción ha dado por resultado que el tema se trate por lo general de un modo bastante unilateral, con omisiones de consideración y marcos de referencia que reflejan la impronta del marxismo. De tal circunstancia surge una visión distorsionada del conflicto que ha creado mitos o fábulas difundidas hoy, todavía, de un modo bastante amplio. Para un mejor análisis de una realidad tan extensa y compleja, dividiremos el tema en puntos específicos donde se expresan de una manera más clara las afirmaciones que acabamos de hacer.

1. Sobre las causas del conflicto: ya hemos tratado con cierto detalle, en la sección precedente, el modo en que se ha presentado el tema en los dos informes que hemos analizado. La tergiversación, en este sentido, parte de destacar los problemas estructurales de la sociedad guatemalteca y, de inmediato, situarlos como las «causas» del conflicto. Se señala así la presencia histórica de la discriminación, el hambre, la desigualdad y la falta de apertura política como generadores directos de un alzamiento armado que surgiría, entonces, de la justa lucha de los excluidos y los más pobres para hacer valer su voz y remediar su situación de desventaja.

Este tipo de presentación silencia por completo que la guerrilla no comenzó en las zonas indígenas del país, sino en las regiones de oriente, durante los años sesenta, donde la población es mestiza y no se identifica —salvo algunas excepciones menores— con ninguna de las etnias indígenas. Se pasa por alto también que la insurgencia fue encabezada por grupos pequeños de militares que habían salido del Ejército después de su intentona golpista; estaban apoyados por organizaciones estudiantiles de izquierda de la ciudad capital y habían recibido entrenamiento en Cuba poco después del triunfo de la revolución que hubo en esa isla. En esta primera fase de la lucha, y en las acciones posteriores de lo que suele denominarse la «guerrilla urbana» de los años setenta, no hay ninguna referencia a la discriminación étnica, no hay participación de los indígenas en la lucha y tampoco se registra una incorporación del campesinado oriental a las filas de la insurgencia.

Es verdad que, en la fase final de la lucha, la guerrilla actuó en zonas de alta densidad de población indígena, pero debe apuntarse que ninguna organización autónoma indigenista o campesina se volcó a la contienda: los guerrilleros fueron siempre elementos externos a las comunidades y, aunque en ocasiones y en zonas específicas lograron cierto apoyo local, a veces no desdeñable, los grupos indígenas nunca actuaron como tales en favor del alzamiento.

Respecto a la pobreza y la desigualdad es de hacer notar, en primer lugar, que esas condiciones se encuentran presentes en muchísimas partes del mundo y en la propia Guatemala desde tiempos inmemoriales. Considerarlas como causas de un alzamiento específico implica dar un salto de lo general a lo particular que, de ningún modo, tiene validez metodológica explicativa. Pero, aún más, estudios hechos a mediados de los años setenta muestran con claridad una rápida disminución de la pobreza extrema en algunas de las zonas rurales que más padecieron el conflicto, indicando el modo en que se hizo más rica la alimentación de poblaciones rurales indígenas y en que esta fue mejorando sus condiciones materiales de vida (Falla, 1980). No hubo entonces un proceso de empobrecimiento que llevara a amplios grupos humanos hacia posturas de rebeldía o al desconocimiento del orden existente sino, más bien, una incorporación gradual del indígena a la sociedad guatemalteca como un todo, una reducción del aislamiento y, si se quiere, de la exclusión o la marginación. El hecho de que ninguno de los cuadros importantes de cada una de las organizaciones guerrilleras haya pertenecido a una etnia indígena refuerza nuestro punto de vista y hace más endeble aún la conexión entre esas supuestas causas estructurales y lo efectivamente acontecido en el terreno.

2. Sobre la falta de opciones políticas: en el mismo sentido de lo anterior hay que apuntar algunos hechos que no suelen mencionarse. El alzamiento del 13 de noviembre de 1960 fue un intento de golpe militar contra un gobierno legalmente constituido, surgido de elecciones libres que no fueron cuestionadas y que llevó a la presidencia a un general hacía mucho tiempo retirado del Ejército, Miguel Ydígoras Fuentes. El suyo para nada fue un gobierno «militar»: sus ministros —menos el de defensa, según una tradición bastante común entonces— fueron todos civiles hasta 1962. Pueden hacerse, y se han hecho muchas, severas críticas al gobierno de Ydígoras, pero no hay ningún elemento de juicio que permita calificarlo como una dictadura. El alzamiento guerrillero comenzó durante su gestión.

Es cierto que había limitaciones para la participación de los comunistas en la política nacional, pero esas restricciones eran constitucionales y, en todo caso, no impedían la participación de fuerzas de izquierda en los procesos electorales. El Partido Revolucionario —de izquierda no insurreccional— ganó, por ejemplo, limpiamente las elecciones de 1966, llevando a un civil a la presidencia: el conocido abogado Julio César Méndez Montenegro. La guerrilla siguió su accionar armado durante todo su gobierno y hasta lo intensificó durante sus primeros años. El siguiente gobierno, de un militar retirado, Carlos Arana Osorio, también surgió de elecciones libres. Hablar, en este contexto, de que «todos los caminos estaban cerrados» es simplemente una exageración políticamente intencionada, una apreciación no convalidada por los hechos. La izquierda no insurreccional tuvo, hasta 1980 por lo menos, el sendero abierto para participar en la política del país. Solo luego, cuando ya la guerrilla se extendió y recibió el impulso que le daba el triunfo del sandinismo en Nicaragua, fue que se hizo más difícil su participación.

Cuando se califica de gobiernos militares a los que hubo en Guatemala en las décadas de los sesenta y setenta, se comete una distorsión de no poca entidad: fueron gobiernos civiles, cuatro de ellos encabezados por militares retirados, pero surgidos de elecciones y conformados por ministros civiles. Si bien el Ejército aumentó su peso político de una manera evidente entre 1970 y 1982, se trata de un proceso gradual, estimulado en parte, es obvio, por la misma creciente presencia guerrillera.

El hecho de que la guerrilla haya continuado sus acciones militares a partir de 1986, cuando el país retornó a la democracia y comenzó la serie de gobiernos constitucionales que continúa hasta hoy, indica con nitidez que para la dirigencia de la subversión no había mayor diferencia entre gobiernos civiles o «militares», surgidos de elecciones o de golpes de estado (como los de 1963-66 o 1982-85): la estrategia era tomar el poder por las armas pues a todos se los calificó, en su momento, de gobiernos «burgueses», «títeres del imperialismo» y represores de los movimientos populares.

3. Sobre el carácter del conflicto armado: algunos autores, como Gustavo Porras, han tratado de presentar la acción de la guerrilla como una insurrección popular que fue brutalmente aplastada por los militares. Esta visión adolece de dos debilidades fundamentales: en primer lugar, porque no fue el Ejército como institución el que se enfrentó a la guerrilla, sino el Estado guatemalteco como entidad política; el Ejército, como depositario de la violencia legítima de la sociedad, combatió a la guerrilla no motu proprio, sino por un mandato político. En segundo lugar, porque parece una total exageración decir que

entre 1980 y 1982, centenares de miles de indígenas se alzaron en contra del Estado, y un hecho como éste no se repite fácilmente en la vida de los pueblos, y menos cuando se ha pagado el costo que se pagó. Fue un aplastamiento hecho con una crueldad inaudita. (Porras, 2009, p. 88)

Si bien en este párrafo Porras acepta que la lucha era contra el estado de Guatemala, no contra el Ejército solamente, se presenta en sus líneas la afirmación de que hubo un verdadero alzamiento indígena en esas fechas determinadas. Ningún dato hay, sin embargo, que avale tal conclusión: no hubo batallas masivas, no se registra la presencia de líderes comunitarios que dirigieran esa insurrección y, aunque asumamos que la represión del Ejército haya sido cruel y despiadada, llama la atención la facilidad con que el esfuerzo contrainsurgente prosperó y cosechó enseguida éxitos notables. Gustavo Porras, como uno de los dirigentes medios e intelectuales de una de las organizaciones armadas —el EGP— obviamente está comprometido con una visión de los hechos que se empeña por resaltar la amplitud y la popularidad de la insurgencia. Pero los hechos muestran, por el contrario, que en la mayoría de los casos el conflicto se desarrolló por líneas muy diferentes a las que él, y otros autores, presentan como reales.

No se trató de una insurrección indígena brutalmente reprimida sino, como ya en parte hemos visto, de la acción de grupos insurgentes que, desde fuera de las comunidades rurales y guiados por una ideología revolucionaria, trataron de obtener el apoyo de campesinos y colonos. Es cierto que, en algunos casos, esos grupos guerrilleros consiguieron cierto respaldo entre la población. Sin embargo, ese apoyo fue muy parcial, muy limitado, y solo se produjo durante algunos períodos relativamente breves, como lo confirman investigaciones realizadas independientemente (Le Bot, 1992/1997; Sabino, 2018).

Cuando comenzó en firme la acción contrainsurgente —y eso solo ocurrió después de algún tiempo, en la segunda mitad de la década de los setenta— las comunidades campesinas, indígenas en su mayor parte, quedaron atrapadas virtualmente entre dos fuegos: la guerrilla les exigía su apoyo, generalmente mediante la coacción y la amenaza, y el Ejército reprimía sin piedad y casi siempre de un modo bastante indiscriminado. Los habitantes de las aldeas, inermes, afrontaban las represalias de ambos bandos y, finalmente, de un modo gradual hasta 1982, decidieron cobijarse en el bando más fuerte y cooperar con él. Poco atractivo resultó, por otra parte, el mensaje de una guerrilla que propugnaba el socialismo y que de algún modo prometía un manejo de la cuestión agraria que no respetaba la propiedad privada de minifundistas y pequeños agricultores. Esta visión de los hechos no es caprichosa y se basa, por el contrario, en trabajos de campo realizados durante los años finales del conflicto armado y con posterioridad a la firma de los acuerdos de paz3.

Pero la visión distorsionada que se difundió luego simplifica todos estos hechos y se empeña en destacar solo un aspecto de la lucha: el de la violencia, el terror y la violación de los derechos humanos que realizó el Ejército o, en todo caso, el estado guatemalteco. «Rechazamos cualquier intento de equiparar las ocasionales violaciones de los derechos humanos que hizo la insurgencia con el uso del sostenido y deliberado terror extrajudicial por parte del estado»4 (Ball et al., 1999, p. 8), se ha dicho, como si no fuese la presencia y el accionar de la guerrilla la causa que desató ese terror en el combate contra su propio terror: ¿es que acaso la colocación de bombas, los secuestros, los asesinatos o «ajusticiamientos», las emboscadas y otros métodos de lucha no implican actos de terror? ¿Hay alguna diferencia conceptual entre matar soldados indígenas o campesinos indígenas? La represión estatal se presenta de tal modo que parecería que esta se hubiese desarrollado en el vacío, no como respuesta a actos insurreccionales y, por eso, aparece entonces no solo como brutal, sino como injustificable, producto de una visión racista y excluyente. Pero, si hubo actos de barbarie estatal —y eso no lo negamos—, no debe perderse de vista que tales violaciones se produjeron en el contexto de un enfrentamiento que, como toda lucha armada, lleva por su misma lógica a la brutalidad y a la violencia extremas.

Más sutil es a veces la forma de describir lo ocurrido. Así, Ricardo Falla, un sacerdote jesuita que trabajó en estrecho contacto con el EGP en las últimas zonas en que esta organización mantuvo algún control —la región del Ixcán grande fronteriza con México—, se ocupa de describir solamente los actos de violencia del Ejército y excluye deliberadamente toda mención a actos similares de la guerrilla, aun su misma presencia o sus abiertas provocaciones, como la ocurrida en una población llamada Cuarto Pueblo (Falla, 1992). El panorama que así se dibuja es no solo sesgado, sino también de alguna manera incomprensible: por una parte se apela a los sentimientos del lector que, naturalmente, siente empatía por las víctimas inocentes que perecen sin posibilidad de defensa; por otro lado, no se acierta a entender cómo es que de pronto se desata tan grande violencia sin causa aparente que la justifique. El Ejército queda así involucrado en actos gratuitos de lo que algunos llaman genocidio: acciones arbitrarias guiadas por una visión racista y brutal. Quienes así presentan los hechos olvidan que los soldados y oficiales de ese Ejército pertenecían, en su gran mayoría, a los mismos grupos étnicos de las víctimas y que las motivaciones —en ambos bandos, por supuesto— fueron aquí siempre políticas, no raciales.

4. Sobre el número de víctimas fatales: en la visión que aún predomina sobre el pasado conflicto armado el número de víctimas se eleva a una cifra inmensa de 200.000 o más personas. A quien esto escribe —sociólogo— le llamó la atención desde un primer momento que el número de víctimas fatales fuese tan alto, teniendo en cuenta la población que el país poseía en esos tiempos, la ausencia de repercusiones de una matanza de tal magnitud en el registro censal y la comparación con el número de muertos en otros conflictos armados, como la guerra civil estadounidense o la guerra civil española. Un trabajo sistemático de investigación nos llevó a determinar en Guatemala, la Historia Silenciada, tomo II, dentro del capítulo 25, el cual se encuentra dedicado exclusivamente a este tema:

Lo que nos llama poderosamente la atención es que nadie ha examinado las cifras proporcionadas por la Comisión —aceptándolas sin mayor discusión como las correctas— y que, después de publicado nuestro trabajo, hace ya unos quince años, nadie haya salido al paso de nuestras afirmaciones para revisarlas, rebatirlas o desmentirlas. Estas circunstancias nos hacen suponer que a muchos conviene mantener esta visión distorsionada de lo acontecido por razones bastante ajenas a lo que podríamos llamar la búsqueda de la verdad histórica.

En efecto, un número de cientos de miles de muertos resulta apropiado para quienes, a través de organizaciones no gubernamentales o desde el propio estado guatemalteco, desean disponer de fondos cuantiosos para llevar adelante diversas políticas: labores de promoción en zonas rurales, programas de resarcimiento, políticas sociales específicas o, en otros casos, juicios penales a los supuestos responsables de tan extendidas matanzas. Hablar de 200 000 víctimas sugiere una lucha en gran escala —que no hubo en Guatemala— y predispone a la ayuda internacional por una parte y, por la otra, a la dureza con que se juzgue a los presuntos responsables de las violaciones a los derechos humanos.

Las consecuencias de la tergiversación

Decíamos, al comienzo de este trabajo, que la distorsión del pasado histórico reciente aparece más como una labor de propagandistas, divulgadores y actores del pasado que como resultado de investigaciones históricas de un mínimo de seriedad. Lo característico de la situación guatemalteca es que la tergiversación del pasado surge de verdaderas campañas publicitarias más que del trabajo de historiadores o estudiosos del pasado.

El proceso ha funcionado de la siguiente manera: determinadas personas —como la señora Menchú, ya mencionada— exponen su visión del conflicto desde una perspectiva que, naturalmente, es la del bando al que pertenecieron. Lo hacen para exigir ciertas acciones que figuran como puntos importantes de su agenda política: castigo a algunos de los actores del conflicto, promoción de ciertas políticas, obtención de fondos públicos para sus organizaciones y sus proyectos, etc. Tal visión es asumida, sin mayor crítica, por comunicadores y analistas que la consideran como políticamente correcta, es decir, como la lectura que debe hacerse de los hechos. Por eso la difunden sin mayor examen, condicionando de este modo a una opinión pública para que acepte sus relatos. Cabe destacar que, en este sentido, la labor resulta facilitada por varias circunstancias: en primer lugar, por la naturaleza que tuvo el enfrentamiento, producido sobre todo en zonas rurales bastante apartadas, confuso como toda lucha guerrillera que no tiene un «frente» definido ni acciones de gran envergadura; en segundo lugar, porque la etapa más dura del conflicto se dio, sin lugar a dudas, entre 1979 y 1983, de modo que la generación de los más jóvenes —que constituyen una buena parte de la población total en un país de alta natalidad como lo es Guatemala— no tienen puntos de referencia concretos para verificarlas o discutir su veracidad.

Algunas de las acciones que se derivan de esta forma de presentar los hechos del pasado han sido:

1. La recuperación de restos de las víctimas del conflicto. Resulta completamente lógico y comprensible que familiares y allegados a las víctimas deseen identificar y recuperar sus restos. En este sentido se ha hecho una intensa labor, nada desdeñable, que ha arrojado resultados valiosos para quienes, de esta manera, están en condiciones de cerrar su etapa de duelo y acabar con la incertidumbre. Pero estos resultados han sido, además, manipulados a través de una publicidad que los ha usado para desprestigiar al Ejército e insistir en la visión de que dicha institución es la única culpable de las violaciones a los derechos humanos producidas durante la lucha. Cabe acotar que, por otra parte, los resultados cuantitativos de tales recuperaciones han sido magros: muy pocos miles de cadáveres han sido encontrados —y no todos ellos claramente definibles como víctimas del conflicto—, lo cual contradice la abultada cifra que, como vimos, se propaga como supuesto resultado del enfrentamiento.

2. La ayuda a los refugiados para su reinserción en la sociedad guatemalteca. Sobre el tema no ha habido mayor influencia de las versiones históricas distorsionadas que hemos discutido en este documento, aunque hay que anotar que los traslados, ya hace tiempo concluidos, han sido el punto de partida para la reorganización política de la guerrilla y han comprometido fondos importantes, nacionales e internacionales.

3. El resarcimiento a las víctimas. El tema es complejo, y por eso abundan las denuncias por corrupción en el manejo de los dineros que se han destinado al efecto. Cabe destacar que el concepto se ha manejado de un modo abiertamente sesgado y politizado: ninguna partida se ha destinado para compensar a las familias de miembros del Ejército y de otros organismos de seguridad que perdieron la vida o resultaron seriamente heridos durante el conflicto; mientras, se destinan grandes sumas a algunas personas que han resultado víctimas de las fuerzas armadas nacionales. En esta evidente discriminación puede apreciarse con toda claridad el efecto de los relatos históricos que tienden a demonizar al Ejército y presentar a las guerrillas como organizaciones idealistas, aplicando un doble criterio para calificar actos violentos de similar naturaleza y, en consecuencia, a compensar a quienes fueron víctimas de ellos.

Solo las familias de las víctimas civiles de las campañas de contrainsurgencia se han considerado aptas para recibir compensaciones monetarias, aunque se ha procedido de un modo bastante discrecional al respecto. No podía ser de otra manera: «afectadas» directa o indirectamente por el conflicto fueron cientos de miles de personas y hasta serían millones si se tomaran como ciertas las abultadas cifras que hemos discutido. ¿Cómo podría compensarse a todos? Y, dado que esto obviamente no es posible, ¿con qué criterio seleccionar a las personas calificadas para recibir dichas compensaciones? La idea de otorgar dinero a las víctimas o a los familiares de quienes fueron golpeados de un modo u otro por la violencia parece razonable solo en muy pocos y específicos casos, como por ejemplo en cuanto a devolver tierras a quienes les fueron arrebatadas o destinar fondos para quienes quedaron lisiados y necesitan prótesis o tratamientos médicos especiales. Más allá de casos de este tipo, nos parece que una política general resultaría a todas luces imposible, sumamente costosa y, por su propia naturaleza, se prestaría a toda clase de manipulaciones e injusticias.

4. El juicio penal a los responsables de violaciones a los derechos humanos. Desde hace algunos años se han entablado juicios penales contra miembros del Ejército de distintos grados, que van desde generales que asumieron la presidencia de la república —constitucionalmente, o por golpes de estado— hasta soldados comprometidos presuntamente en masacres de poblaciones civiles. Estos procesos penales, a nuestro entender, contradicen el espíritu de los acuerdos de paz de 1996, que se suscribieron incluyendo una amnistía total para los responsables de violaciones de derechos humanos durante el conflicto. De este modo, los responsables del alzamiento —quienes actuaron como combatientes y, sobre todo, los dirigentes de las organizaciones armadas— pudieron integrarse sin restricciones a la vida política del país, ocupando cargos de importancia en el ejecutivo y algunas bancas en el parlamento. De igual modo, los jefes del Ejército quedaron al margen, por algunos años, de todo tipo de acusación penal.

Para abrir las causas a las que nos referimos, la acusación ha sostenido que algunos oficiales de las fuerzas armadas cometieron actos genocidas o de «lesa humanidad» que, según el derecho internacional actual, no tienen fecha alguna de prescripción. Esta posición se basa en una interpretación muy elástica del concepto de genocidio, en el que se incluye actos brutales, propios de la lucha, y en responsabilizar a quienes tenían cargos políticos de acciones específicas que se produjeron durante el enfrentamiento, aunque no hayan participado de ningún modo en ellas. Se ha creado así una matriz de opinión que, nos parece, desmiente el espíritu de reconciliación que de un modo insistente no cesa de proclamarse: se juzga a los miembros de un bando del conflicto pero no se afecta para nada a los miembros responsables del otro bando que, en mayor o menor medida, también cometieron actos deleznables. Solo mediante una sistemática manipulación de la historia reciente es posible sostener este tipo de acusaciones, por supuesto, y nos atrevemos a decir que la historia se ha manipulado, precisamente, para poder llevarlas a cabo.

5. La promoción de ciertas políticas públicas. Si el conflicto interno surgió de la pobreza, la desigualdad y la exclusión, lo que se impone —sin duda— es concentrarse en «combatir las causas» que lo generaron. Para tales fines se proponen políticas públicas determinadas que, en general, van en la línea de las que impulsaron en su momento los guerrilleros: reparto de la tierra mediante algún tipo de reforma agraria que afecte las propiedades rurales, promoción de las lenguas indígenas, restricciones al libre comercio, ampliación del sector estatal, leyes contra el racismo y la discriminación, etc. No abundaremos en la consideración de este punto, aunque apuntaremos que poco han avanzado en este sentido los promotores de estas leyes y medidas concretas. Esto ha sucedido en buena medida porque el electorado, en sucesivas elecciones llevadas a cabo en los últimos veinte años, no ha respaldado a las diversas organizaciones políticas que surgieron desde el bando guerrillero, que no han obtenido más que magros resultados tanto para la presidencia como para las bancas en el congreso.

Conclusiones

Las distorsiones de la historia reciente que hemos analizado en estas páginas no surgen gratuitamente, por falta de método en el manejo de los datos o por simples errores de interpretación, sino como consecuencia de un designio político bastante claro de quienes participaron en el alzamiento y de los grupos e instituciones que, de un modo u otro, lo apoyaron o lo consideraron legítimo. Para decirlo en sus propias palabras, se trata de «continuar la lucha» por medio de otras estrategias y de otros métodos, ahora no violentos —es cierto— pero tan conflictivos como los de antaño.

Arma fundamental en esta estrategia es presentar al pasado de tal modo que arroje una imagen favorable a sus proyectos: por eso se empeñan en construir relatos donde los actores se dividen en «malos» que persiguen fines perversos y utilizan los métodos de lucha más abominables, y «buenos», preocupados por crear un futuro mejor, aunque ocasionalmente recurran a la violencia o la coerción, que en todo caso siempre son justificadas.

En Guatemala, este tipo de relato se ha organizado omitiendo el proceso real de la lucha, su génesis concreta y algunas características de su desarrollo. Cosa semejante ha sucedido en otros países de Latinoamérica, como Argentina, Colombia o Chile, por ejemplo. Se mencionan fenómenos de naturaleza estructural como si fueran las reales y eficientes causas de los intentos de subvertir el orden existente que realizaron organizaciones armadas —que por su propia naturaleza debían apelar a la violencia— aunque solo se menciona su sed de justicia social y no los actos que cometieron. Se demoniza al Ejército como una institución brutal al servicio de los intereses de una oligarquía aliada siempre a potencias extranjeras, que explota y excluye sin misericordia a mayorías indígenas indefensas. Al omitir —o presentar en un discreto segundo plano— a las organizaciones revolucionarias armadas, se ha construido una narración casi mítica en la que el Ejército combate a campesinos inermes, casi sin motivación, como si quisiera realizar una «limpieza étnica» que para nada ocurrió en estas latitudes. Un Ejército, hay que recordarlo, de naturaleza plebeya, de mayoría indígena, que no tenía el poder político en sus manos aunque fuese en ocasiones un actor de importancia en el plano institucional.

La profunda contradicción que así se plantea surge entonces de la prédica por la defensa de los derechos humanos, la reconciliación y la paz, mientras se insiste en un discurso en el que se afirma que «no puede haber paz sin justicia», y se utiliza a la justicia para perseguir a unos y absolver a otros. Se trata, pues, de una ideologización de la historia y una politización de la reconciliación, una posición que de algún modo perpetúa la lucha e impide cerrar las heridas de un pasado que a tantas personas ha afectado.

Pensamos que el historiador, frente a estas circunstancias, debe ponerse al servicio de la objetividad. Aunque sabemos que es imposible ser totalmente objetivos y reconocemos que todo relato se hace siempre desde algún punto de vista particular y determinado, creemos también que es posible hacer una historia donde no se oculten o soslayen los hechos de mayor importancia, en la que aparezcan y se analicen todos los puntos de vista sin recurrir a teorías sociológicas o económicas para justificar ciertas acciones y condenar otras. Sea esta apelación a una historia seria, metodológicamente bien fundamentada y lo más equilibrada posible, la conclusión positiva de este ensayo que ofrecemos al lector para su serena reflexión.

Referencias

Ball, P., Kobrak, P. y Spirer, H.F. (1999). State Violence in Guatemala, 1960-1999: A Quantitative Reflection. American Association for the Advancement of Science.

Comisión para el Esclarecimiento Histórico. (1999). Guatemala: Memoria del silencio. Oficina de las Naciones Unidas de Servicios para Proyectos.

Falla, R. (1980). Quiché Rebelde. Editorial Universitaria de Guatemala.

Falla, R. (1992). Masacres de la selva, Ixcán, Guatemala (1975-1982). Editorial Universitaria de Guatemala.

Le Bot, Y. (1997). La guerra en tierras mayas. Fondo de Cultura Económica. (Obra original publicada en 1992)

Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala. (1998). Informe del Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica, Guatemala: Nunca más, (REMHI). ODHAG.

Porras, G. (2009). Las Huellas de Guatemala. F y G Editores.

Sabino, C. (2018). Guatemala, la historia silenciada (Vol. I). Editorial SET.

Sabino, C. (2020). Guatemala, la historia silenciada (Vol. II). Editorial SET.

Stoll, V.D. (1993). Between Two Armies in the Ixil Towns of Guatemala. Columbia University Press.

Derechos de Autor (c) 2022 Carlos Sabino

Este texto está protegido por una licencia Creative Commons 4.0.

Usted es libre para compartir —copiar y redistribuir el material en cualquier medio o formato — y adaptar el documento —remezclar, transformar y crear a partir del material— para cualquier propósito, incluso para fines comerciales, siempre que cumpla la condición de:

Atribución: Usted debe dar crédito a la obra original de manera adecuada, proporcionar un enlace a la licencia, e indicar si se han realizado cambios. Puede hacerlo en cualquier forma razonable, pero no de forma tal que sugiera que tiene el apoyo del licenciante o lo recibe por el uso que hace de la obra.

Resumen de licencia - Texto completo de la licencia

Declaración de conflicto de intereses

El autor de este artículo declara que no tiene vínculos con actividades o relaciones que pudieran haber influido su juicio de forma inapropiada, como relaciones financieras, lazos familiares, relaciones personales o rivalidad académica.

Financiamiento

El autor no recibió financiamiento para escribir este artículo.


1 Es difícil evaluar el número real de combatientes que llegó a tener la guerrilla, no solo porque esta nunca publicó cifras confiables sino porque el número de alzados fluctuaba constantemente. Había quienes llevaban una existencia aparentemente inocente pero se incorporaban a veces a los combates; adicionalmente, a ambos bandos, guerrilla y Ejército, les convenía por diversos motivos aumentar las cifras. Estimaciones prudentes van desde algo más de medio millar de hombres en armas hasta una cifra diez veces mayor.

2 La definición de genocidio de la ONU, por cierto, excluye de este delito a las matanzas que se hayan realizado por causas políticas o militares.

3 V., además de los textos incluidos en la cita anterior, a Stoll, 1993.

4 El original en inglés expresa: «we reject any attempt to equate occasional rights violations by the insurgency with the State’s use of sustained and deliberate extra-judicial terror».