Ciudadanía en la época independentista y en la historia constitucional de Guatemala
Citizenship in the era of independence and constitutional history of Guatemala
Juan Pablo Gramajo Castro
Universidad Francisco Marroquín
Universidad de San Carlos de Guatemala
Resumen: La ciudadanía guatemalteca en la etapa independentista se basó en la aplicación local de la Constitución de Cádiz de 1812, que consagró el sufragio más amplio de su época. La declaratoria de independencia buscó legitimar tal decisión convocando a una asamblea electa sobre esas bases incluyentes. Las experiencias electorales, desde entonces hasta ahora, señalan la importancia de que los diseños institucionales refuercen coherentemente, en lugar de limitar, las aspiraciones sustanciales de los derechos que se reconocen u otorgan a los habitantes.
Palabras clave: ciudadanía, sufragio, elecciones, constitución, democracia.
Abstract: Guatemalan citizenship in the age of independence was based on the local application of the Cadiz Constitution of 1812, which enshrined the widest suffrage of its time. The declaration of independence sought to legitimize such decision by summoning an assembly elected on that inclusive basis. Electoral experiences, from then until now, signal the importance of institutional designs coherently reinforcing, rather than limiting, the substantial aspirations of rights recognized or granted to inhabitants.
Keywords: citizenship, suffrage, elections, constitution, democracy.
El Acta de Independencia del 15 de septiembre de 1821 dispuso convocar a la elección de un congreso que decidiera sobre la independencia, forma de gobierno y ley fundamental. Las elecciones deberían hacerse por «las mismas Juntas Electorales de Provincia, que hicieron o debieron hacer las elecciones de los últimos diputados a Cortes . . . sin excluir de la ciudadanía a los originarios de África» (artículos 3 y 4).
Así, junto a la Instrucción electoral de 1812, el Acta diseñó la base de sufragio que expresó la soberanía originaria de los pueblos centroamericanos, conforme los modelos y conceptos políticos de la época. Esta convocatoria fue la base para integrar la Asamblea General de las Provincias Unidas del Centro de América, que declaró la independencia absoluta el 1 de julio de 1823.
Este trabajo expone las ideas fundamentales del pactismo hispánico, el diseño de la ciudadanía en la Constitución de Cádiz y su aplicación en Guatemala durante la época independentista, así como su evolución en la posterior historia constitucional del país. A partir de eso, se ofrece una reflexión crítica sobre lo que implica para el entendimiento histórico y jurídico de Guatemala, así como lo que revela en cuanto a la importancia del diseño institucional para la eficacia de los derechos sustantivos.
El pactismo hispánico
Hablar del constitucionalismo moderno es referirse, principalmente, a los procesos revolucionarios y constituyentes de los Estados Unidos de América y de Francia. Si bien estos tuvieron una importante influencia sobre los procesos independentistas en América Latina, la región tuvo otros referentes que le imprimieron características propias: la tradición política del pactismo hispánico —de origen medieval— y la Constitución de Cádiz de 1812. De ellas surgió una base electoral que fue única, radical y más democrática que las de otras constituciones de su época (Castillo Quintana, 2012, p. 60).
El pactismo nace de las prácticas políticas durante la Edad Media en la Península hispánica, y el pensamiento de Isidoro de Sevilla. Sus principios se formularon en el pensamiento teológico y filosófico de la segunda escolástica española, por autores como Francisco de Vitoria, Fernando Vázquez de Menchaca, Juan de Mariana y Francisco Suárez, entre otros. A partir de distintas fuentes consultadas (Carzolio, 2021, pp. 41-42; Gómez Rivas, 2021, p. 152; Hernández Gutiérrez, 2021, pp. 34-40; Prieto López, 2019, pp. 4-5), los enunciados de la doctrina pactista —que en algunos autores se halla bajo otros nombres, como «contractualismo medieval» o «populismo»— pueden resumirse así:
Durante el reinado de Carlos I, el pactismo fue cediendo ante ideas de soberanía real absoluta, con las que siempre había estado en tensión (Carzolio, 2021, p. 39). Las reformas borbónicas prohibieron la enseñanza de sus expositores, favoreciendo en su lugar el absolutismo y las doctrinas del derecho divino de los reyes (Prieto López, 2019, pp. 7 y 19). Sin embargo, las ideas pactistas persisten, habiéndose enseñado en las universidades y centros educativos de Hispanoamérica desde el siglo XVI (Hernández Gutiérrez, 2021, pp. 37-38; Gómez Rivas, 2021, p. 152).
Tales ideas renacen a finales del siglo XVIII al difundirse las de autores iusnaturalistas modernos como Grocio y Pufendorf, las teorías contractualistas de Locke y Rousseau y los postulados de la Ilustración y la Revolución francesa, que en el mundo hispano se interpretaron desde el cristianismo católico y la tradición pactista (Guerra, 2009, pp. 214-215; Hernández Gutiérrez, 2021, p. 47).
François-Xavier Guerra (2009) afirma que «los reinos de Indias son el último y más fuerte baluarte del pactismo y de la antigua estructura plural de la Monarquía» (p. 88), donde el discurso pactista fue base para la autonomía americana y el proyecto de fundar una nueva sociedad (p. 70). La crisis desatada por las abdicaciones de Carlos IV y de Fernando VII, así como por la invasión napoleónica, fue tomada como una de las circunstancias graves en que la soberanía revirtió al pueblo. Eso permitió la respuesta que se materializó en la convocatoria a las Cortes de Cádiz (Prieto López, 2019, pp. 2, 5, 10, 21).
El pactismo, como doctrina política, fue un elemento importante en la reconfiguración política del Reino de Guatemala en la segunda década del siglo XIX (Avendaño Rojas, 2001, p. 322), reconociéndose su influencia como ideología en los movimientos autonomistas e independentistas de Hispanoamérica, incluyendo Guatemala (Dym, 2007, pp. 197-198, 218-219). Fue uno de los apoyos del ayuntamiento de la Ciudad de Guatemala para fortalecer su poder local, tanto respecto del capitán general como de las otras ciudades y villas (Dym, 2007, pp. 200, 205-206).
El pensamiento escolástico fue una de las corrientes intelectuales que influyó sobre la generación independentista a finales del siglo XVIII, a través de la enseñanza en la Universidad de San Carlos de Guatemala y otras instituciones educativas (Gómez Rivas, 2021, pp. 132-133).
La ciudadanía en la Constitución de Cádiz
La Constitución de Cádiz es el punto de partida de la historia constitucional guatemalteca en sentido moderno. Se sigue citando, al menos incidentalmente o como referencia ilustrativa, en algunos casos en los que la regulación histórica de una figura jurídica es relevante a su entendimiento actual (Corte de Constitucionalidad, Expedientes 2810-2014, 537-2010, 538-2010; acumulados 909, 1008 y 1151-2006; acumulados 282 y 285-87; 519-94).
La ciudadanía bajo la Constitución de Cádiz fue de una amplitud singular para su época. Su acceso al sufragio era más amplio que el de «todos los gobiernos representativos de entonces, como los de la Gran Bretaña, los Estados Unidos y Francia» (Rodríguez, como se citó en Posada-Carbó, 2011, p. 37).
Declaró que «la soberanía reside esencialmente en la Nación» (Constitución de Cádiz, 1812/2001, artículo 3, p. 35), entendida como «la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios» (artículo 1, p. 35). Reconoció como españoles a todos los hombres libres nacidos y avecindados en dominios españoles y a los hijos de estos, a los extranjeros naturalizados y a los avecindados por más de diez años, así como a los libertos (Constitución de Cádiz, 1812/2001, artículo 5, p. 35).
La ciudadanía se otorgó a los «españoles que por ambas líneas traen su origen de los dominios españoles de ambos hemisferios y están avecindados en cualquier pueblo de los mismos dominios» (Constitución de Cádiz, 1812/2001, artículo 18, p. 37), pudiendo optar a ella los extranjeros cumpliendo ciertas condiciones (artículos 19 y 20, p. 38). En el caso de «los españoles que por cualquier línea son habidos y reputados por originarios del África», podían optar a la ciudadanía por servicios a la patria, distinción por talento, aplicación y conducta, cumpliendo otros requisitos de nacimiento, matrimonio, vecindad, ocupación y capital (Constitución de Cádiz, 1812/2001, artículo 22, p. 38).
La ciudadanía podía perderse o suspenderse por causas como pena impuesta en sentencia, incapacidad física o moral, quiebra o deuda tributaria, desempleo, proceso penal o ser sirviente doméstico, entre otras (Constitución de Cádiz, 1812, artículos 24 y 25, p. 38).
El requisito de saber leer y escribir para nuevos ciudadanos se previó con vigencia a partir de 1830 (Constitución de Cádiz, 1812/2001, artículo 25.6, p. 39), por lo que originalmente no fue exigencia de ciudadanía bajo la Constitución de Cádiz, ni en la Instrucción electoral guatemalteca desarrollada en 1812 (Posada-Carbó, 2011, p. 36).
La Constitución de Cádiz no siguió el modelo francés del voto censitario, y «entre las constituciones atlánticas que instauraron gobiernos representativos, Cádiz fue la única que adoptó un amplio sufragio masculino sin restricciones económicas» (Aguilar Rivera, 2014, p. 20; Posada-Carbó, 2011, pp. 37 y 42). En Francia, por ejemplo, la Constitución de 1791 había establecido como requisito para ser ciudadano activo (votante) el pago de una contribución directa equivalente a por lo menos tres jornales.
La vecindad, elemento esencial de la ciudadanía, tenía una connotación social en cuanto se vinculaba al honor, el prestigio y la riqueza; es decir, en la independencia económica: el ejercicio de los derechos de ciudadanía se suspendía «por no tener empleo, oficio o modo de vivir conocido» (Constitución de Cádiz, 1812/2001, artículo 25.4, p. 39), o por ser «deudos a los caudales públicos» (artículo 25.2, p. 39). Si bien la Constitución igualaba a peninsulares, criollos e indígenas, la concepción de vecino remitía al cabeza de familia con medios honestos de vivir (Pérez Castellanos, 2012, p. 49-50).
La ciudadanía en Guatemala durante la época independentista
La crisis provocada en la península por la invasión napoleónica y las abdicaciones fortaleció la autonomía de las ciudades en el Reino de Guatemala, que desde 1542 —con las Leyes Nuevas— se venía estructurando sobre «la transposición americana de uno de los aspectos más originales de la estructura política y territorial de Castilla: la de los grandes municipios, verdaderos señoríos colectivos, que dominan un conjunto muy vasto de villas, pueblos y aldeas dependientes» (Guerra, como se citó en Avendaño Rojas, 2001, p. 321).
El Reino de Guatemala se estructuró sobre la figura de los cabildos. No solo el cabildo hispánico sino también las comunidades indígenas, cuya forma jurídica y política no fue anulada sino incorporada en el sistema llamado «de las dos repúblicas». A su vez, las reformas borbónicas del siglo XVIII crearon las intendencias que, con el tiempo y la formación de diputaciones provinciales en el contexto de las Cortes de Cádiz, serían la base para los futuros estados de la época independiente (Avendaño Rojas, 2001, pp. 323 y 327). A criterio de Dym (2007),
En el reino de Guatemala la crisis napoleónica produjo una multiplicidad de soberanías e intereses que operaban simultáneamente. La soberanía del pueblo (ciudad), la de la junta revolucionaria y la de las clases populares. Aunque todos compartieron como punto de partida la idea pactista del origen de la soberanía en las comunidades políticas, difirieron en cómo definir estas comunidades. . . . en Guatemala lo que reveló la abdicación de Fernando VII no era un reino unido, sino una serie de pequeños pueblos organizados alrededor de su institución principal, el cabildo de españoles. ( p. 219)
Para 1808, el Reino de Guatemala era la parte más densamente poblada de Hispanoamérica, con cerca de un millón de habitantes: aproximadamente 40.000 blancos (peninsulares y criollos), 313.334 castas y 646.666 indígenas, en 15 ciudades y villas de españoles y más de 800 pueblos de indígenas y ladinos (Dym, 2007, p. 199). Un listado de los distritos electorales en la provincia de Guatemala puede verse, en Avendaño Rojas (1995, p. 188-197), detallando los lugares y parroquias en que se subdividían los partidos de Huehuetenango, Quetzaltenango, Totonicapán, Chimaltenango, Sololá, Atitlán, Sacatepéquez, Suchitepéquez, Escuintla, Chiquimula, Guazacapán, Acasaguastlán, Nueva Guatemala, Verapaz y Petén.
El Acta de Independencia de 1821 ha sido vista como el punto de partida de la historia constitucional de Guatemala, expresión de la soberanía popular como poder constituyente originario (León Archila, 2018). A juicio de Vásquez Martínez (1990, p. 19-23), el Acta puede considerarse la primera constitución de Guatemala, pues cumple los cinco elementos del «mínimo irreductible constitucional» (Loewenstein) y las funciones propias de toda constitución, aun cuando su organización del poder político fuera provisional y su garantía de derechos fuera por remisión a la Constitución de Cádiz.
En el Acta de Independencia «convergen el viejo horizonte político y el nuevo» (Avendaño Rojas, 2001, p. 330), otorgando el poder político decisorio a los ayuntamientos constitucionales. «La declaración independentista aceleró la organización de instancias del Estado moderno, pero desde perspectivas de las ideas políticas y jurídicas castellanas. Para observar el desarrollo institucional no se debe partir de la teoría liberal sino de la tradición hispánica» (Avendaño Rojas, 2001, p. 353). En ese sentido, los reglamentos electorales como la Instrucción de 1812, influidos por las ideas y prácticas políticas hispánicas, con frágil influencia del liberalismo, contribuyeron a que el sistema de elecciones indirectas absorbiera la sociedad tradicional: «las ideas y las instituciones liberales fueron limitadas por las antiguas» (Aguilar Rivera, 2014, p. 21-22; Avendaño Rojas, 1996, p. 27).
El diseño electoral para el congreso que habría de ratificar la independencia se hizo por remisión a las Juntas Electorales de Provincia de las últimas elecciones a Cortes. La Constitución de Cádiz, que establecía el sufragio más amplio de su época, había sido incluso superada en la práctica americana —«en las regiones donde se condujeron elecciones bajo sus disposiciones ..., las evidencias sugieren la presencia de un universo electoral que desbordó las restricciones constitucionales» (Posada-Carbó, 2011, p. 37)—, incluyendo en Guatemala, donde la interpretación laxa de las reglas había ya permitido el voto de castas y sectores populares (Posada-Carbó, 2011, p. 37-38). El Acta de Independencia, al disponer que no se excluyera de la ciudadanía a los originarios de África, sentó bases para una soberanía popular aún más amplia que la contemplada en Cádiz.
La elección de diputados a Cortes se había regulado por una Instrucción de 1812 emitida por una Junta Preparatoria, y redactada por su secretario José Cecilio del Valle. Esta concepción de ciudadanía se aplicó para las elecciones de diputados al congreso mexicano en 1822 y para la constituyente centroamericana de 1823 (Avendaño Rojas, 2011, p. 6, 7). La Instrucción de 1812 declaraba que:
El título de ciudadano, más honroso que el de español, debía concederse con más economía: exigir más requisitos, o calidades, y ser como un premio de la virtud, del talento, y de la industria: Un estímulo para avivar el patriotismo; y un medio eficaz para aumentar la población, promover los trabajos útiles; y desterrar la ociosidad. (Junta Preparatoria, 1812, artículo 2, p. 3)
Así, para ser ciudadano votante se requería ser varón, español, libre, católico y mayor de veinticinco años. Tanto la nacionalidad como la ciudadanía eran accesibles a los blancos americanos y europeos, a los indios y a los mestizos, así como a los hijos de unos y otros, legítimos o naturales. Se excluía de la ciudadanía: a los adulterinos, hijos de hombre casado con mujer viuda o soltera; a los sacrílegos, hijos de sacerdotes o religiosos; a los incestuosos, hijos de parientes sabiendo ambos el parentesco; a los mancillados, hijos de prostitutas; y a los de dañado y punible ayuntamiento, hijos de mujer casada con hombre distinto de su esposo. Las mujeres eran ciudadanas, pero no votaban, aunque se les tomaba en cuenta para la base de representación poblacional al igual que a los menores de veinticinco (Junta Preparatoria, 1812, pp. 3-11).
La práctica electoral
Como indica Posada-Carbó, la historia electoral hispanoamericana del siglo XIX suele identificarse con el fraude, la violencia o la manipulación del electorado. Sin embargo, estos fenómenos no fueron exclusivos de la región, sino que se dieron también en lugares como Estados Unidos e Inglaterra. Por otro lado, señala la relevancia de investigar cómo la precariedad institucional causó desorganización y dificultades. Apunta que, aunque no se debe sobredimensionar el significado de la Constitución de Cádiz, esta tuvo un profundo impacto sobre el desarrollo político de las nuevas naciones (Posada-Carbó, 2011, p. 40-43).
Otros autores también se han referido a limitaciones y defectos prácticos en los sistemas electorales de la época. Ya entonces se señalaron, por ejemplo, vicios como la coacción de votantes y la compra de votos (Filísola, como se citó en Luján Muñoz, 1982, p. 40).
Por otro lado, aunque la regulación implicaba que indígenas, blancos y mestizos podían aspirar a ser representantes, en la práctica la representación política correspondió principalmente a las redes familiares criollas que desde el siglo XVIII ascendían en el poder local (Avendaño Rojas, 2011, pp. 7-8).
Avendaño Rojas (2011) concluye que «los resultados electorales muestran a una sociedad desigual de tipo piramidal» (p. 11) en que, sobre los tres niveles de elección indirecta de la Constitución de Cádiz, se agregó un cuarto que fue incluyente respecto de indígenas y mestizos. Este nivel desapareció con la Constitución Federal de 1824, adquiriendo la ciudadanía rasgos más cercanos al sistema inglés o francés, donde se exigían requisitos de propiedad e instrucción.
Como ha señalado la misma autora para el caso de Nicaragua en la segunda mitad del siglo XIX, «el sufragio indirecto fortaleció el carácter notabiliar de las autoridades» e «inició una red clientelista entre electos y electores, entre ciudadanos y caudillos» donde «las lealtades personales prevalecieron por encima de una organización o programa» y de manera que «no se logró el paso a un partido político moderno» (Avendaño Rojas, 1996, p. 38).
Monsalvo Mendoza, en su revisión de la historiografía sobre ciudadanía y elecciones en el mundo hispánico, incluye el trabajo de Sonia Alda sobre la participación indígena en la construcción del sistema político guatemalteco durante el siglo XIX. Se subraya «la capacidad de los grupos étnicos para negociar con las élites a cambio de apoyo en las elecciones, adecuando tanto la constitución como el liberalismo a los proyectos locales» (Monsalvo Mendoza, 2009, p. 178), como vías de negociación con el poder central para el mantenimiento de jurisdicción indígena local.
Evolución de la ciudadanía en la historia constitucional de Guatemala
La Constitución Federal de 1824 (Constitución Federal de la República de Centro América, 1824/2001, artículo 14, p. 111) y la estatal guatemalteca de 1825 (Constitución Política del Estado de Guatemala, 1825/2001, artículo 5, p. 144) otorgaron la ciudadanía a los habitantes casados o mayores de dieciocho años, siempre que ejercieran una profesión útil o tuvieran medios conocidos de subsistencia. El Acta Constitutiva de 1851 la confirió a los guatemaltecos con profesión, oficio o propiedad que les proporcionara medios para subsistir independientemente (Asamblea Constituyente, 1851/2001, artículo 1, p. 232). La Constitución de 1879 dio ciudadanía a los mayores de veintiún años que tuvieran renta, oficio, industria o profesión que les proporcionara medios de subsistencia y a todos los que pertenecieran al ejército mayores de dieciocho (Asamblea Constituyente, 1879/2001, artículo 8, p. 250).
Las reformas de 1885 la ampliaron a los mayores de veintiuno que supieran leer y escribir, suprimiendo la norma especial para miembros del ejército (Asamblea Nacional Constituyente, 1885, artículo 8, p. 268). Esta norma fue reincorporada por las reformas de 1887, que además ampliaron la ciudadanía a los mayores de dieciocho con grado o título literario obtenido en los establecimientos nacionales (Asamblea Nacional Constituyente, 1887/2001, artículo 8, p. 275).
Para dar una idea de cómo operaba la ciudadanía en la práctica hacia finales del siglo XIX, obsérvese que el censo de 1893 mostró una población total de 1.354.678, de las cuales el 54.42 % (737.131) eran mayores de dieciocho años. Solamente el 9.1 % de la población total (124.586 personas) tenía instrucción, de las cuales 99 553 sabían leer y escribir y 25.033 solo sabían leer (Castellanos Rodríguez, 2017, p. 227-243). Si suponemos que entre las 99.553 personas que sabían leer y escribir había mujeres y menores de dieciocho, el total de votantes era menor al 7.35 % del total de población.
En 1891, un periódico propuso que la mujer tenía derecho a votar porque el Código Civil establecía que «las disposiciones de la ley abrazan los dos sexos, siempre que ella no lo distinga expresamente» (artículo 26), la Constitución no lo hacía y ninguna ley lo prohibía. Sin embargo, no fue este el entendimiento generalizado en la época (Castellanos Rodríguez, 2017, p. 109).
Las reformas de 1921 ampliaron la ciudadanía a los varones mayores de dieciocho que supieran leer y escribir o que desempeñen o hubieren desempeñado cargos concejiles (Asamblea Nacional Constituyente, 1921/2001, artículo 1, p. 284). Las de 1935 la modificaron nuevamente, otorgándosela a varones mayores de dieciocho que supieran leer y escribir o tuvieran renta, industria, oficio o profesión que les proporcionara medios de subsistencia (Asamblea Nacional Constituyente, 1935/2001, artículo 2, p. 379). El censo de 1921 mostró que, de una población total de 2.004.900 personas, solo el 5.63% eran varones alfabetos, de los cuales no todos eran mayores de dieciocho (Dirección General de Estadística, 1924, pp. 68 y 71).
La Constitución de 1945 confirió la ciudadanía a los varones mayores de dieciocho (incluyendo los analfabetos) y a las mujeres mayores de dieciocho que supieran leer y escribir (Constitución Política de la República de Guatemala, 1945/2001, artículo 9, p. 450). El censo de 1950 muestra 865.114 ciudadanos, que representa el 31 % de una población total de 2,790.868. Entre los ciudadanos, 81.2 % eran hombres y 18.8 % eran mujeres (Dirección General de Estadística, 1957, Cuadros 1, 17). Esto indica el impacto que tuvo la ampliación de la ciudadanía a los varones analfabetos y mujeres alfabetas.
La Constitución de 1956 no modificó la ciudadanía (Constitución Política de la República de Guatemala, 1956/2001, artículo 16, p. 512). Fue hasta en la de 1965 que se amplió la ciudadanía a todos los guatemaltecos, hombres y mujeres, mayores de dieciocho, sin distinción de alfabetización (Constitución de la República de Guatemala, 1965/2001, artículo 13, p. 579). En los mismos términos se mantiene en la Constitución de 1985 (artículo 147, p. 702). Al respecto, la Corte de Constitucionalidad ha considerado lo siguiente:
1. «La concepción básica de que la ciudadanía es atribución del individuo a participar en los asuntos públicos, que le pertenecen como patrimonio humano, debe prevalecer...» (Corte de Constitucionalidad, Expediente 96-86).
2. «Un sistema democrático debe posibilitar la participación de la ciudadanía y el fortalecimiento de los mecanismos existentes en cada Estado de manera que se permita la inclusión de su población en la toma de decisiones» (Corte de Constitucionalidad, Expediente 4528-2015).
3. Para el desarrollo efectivo del sistema representativo que rige en Guatemala, debe garantizarse la participación ciudadana mediante la celebración de elecciones libres y periódicas, en las que en forma transparente se respete la voluntad de la mayoría, apoyada en el principio de un voto por persona, y en las que, a la vez, se asegure el derecho a elegir sin más limitaciones que aquellas que racionalmente propendan al afianzamiento del régimen democrático, así como en la garantía del voto universal, libre, secreto, único, personal y no delegable, ello como derecho y deber inherente a la ciudadanía, como una forma de alcanzar la optimización de los valores libertad e igualdad como pilares del régimen democrático. Lo anterior, porque se ha de favorecer la equitativa participación de los ciudadanos, sin discriminaciones o privilegios de cualquier tipo, para lograr el ideal de igualdad en la participación política. (Corte de Constitucionalidad, Expediente 3087-2019)
Por su parte, la Carta Democrática Interamericana establece:
La participación de la ciudadanía en las decisiones relativas a su propio desarrollo es un derecho y una responsabilidad. Es también una condición necesaria para el pleno y efectivo ejercicio de la democracia. Promover y fomentar diversas formas de participación fortalece la democracia. (OEA, 2001, artículo 6)
La participación directa o representativa en la dirección de los asuntos públicos, así como el sufragio universal e igual y el voto secreto, que garanticen la libre expresión de la voluntad de los electores, se incluyen entre los derechos políticos garantizados por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Concretamente, en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (ONU, 1966, artículo 25) y la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José) (OEA, 1969, artículo 23).
Este reconocimiento implica que los Estados están obligados a garantizar el goce de los derechos políticos, regulándolos y aplicándolos conforme con el principio de igualdad y no discriminación, adoptando medidas que garanticen su pleno ejercicio. Estos derechos propician el fortalecimiento de la democracia y el pluralismo político como medios para garantizar los demás derechos humanos (Corte Interamericana de Derechos Humanos, 2010, n. 106-107).
La vecindad se define actualmente como la circunscripción municipal en que reside un individuo, siendo vecino quien haya residido continuamente por más de un año o tenga allí el asiento principal de sus negocios o intereses patrimoniales de cualquier naturaleza (Código Municipal, 2002, artículos 12 y 13). El Código Municipal (2002) también reconoce las comunidades indígenas como formas de cohesión social natural, con derecho al respeto de su organización y administración interna conforme sus normas, valores, procedimientos y autoridades tradicionales propios (artículo 20).
Reflexiones
La Constitución de Cádiz estableció una ciudadanía con el acceso al sufragio más amplio de su época. Guatemala lo aplicó con mayor extensión y el Acta de Independencia lo amplió aún más. Así, Guatemala nace a la vida independiente con aspiraciones que, en lenguaje actual, llamaríamos «de inclusión democrática», aunque dentro de otras limitaciones propias de la época y con tensión en las concepciones de soberanía, ciudadanía y representación entre la tradición hispánica y el liberalismo.
Desde una perspectiva contemporánea, se objetarían aspectos como que el voto estaba limitado a varones católicos y aun existía la esclavitud. Sin embargo, la Asamblea Constituyente Centroamericana abolió la esclavitud en 1824 y ya la Constitución de Cádiz otorgaba nacionalidad a los libertos y, aunque con restricciones, abría la puerta de la ciudadanía a los afrodescendientes. En Estados Unidos, por ejemplo, la esclavitud se abolió hasta en 1865 y en 1870 se extendió el sufragio a los varones afroamericanos. Por otro lado, la idea de «ciudadanía única» implicó cambios respecto del sistema de las «dos repúblicas», que prefiguran importantes debates de nuestros días sobre pluralismo jurídico y plurinacionalidad del Estado.
El bicentenario ha recordado la influencia de interpretaciones sobre la independencia como la ofrecida por Martínez Peláez (2018, p. 565), quien la entiende como la toma del poder por parte de una clase colonial dominante que pasó a explotar directamente a los indígenas y a las capas medias pobres, libres de la influencia extranjera de la metrópoli: «la Independencia suprimió el factor metropolitano de la estructura colonial . . . pero conservó los otros factores esenciales . . . : clase terrateniente dominante, acaparamiento de la tierra por dicha clase, y explotación servil de la masa india» (Martínez Peláez, 2018, p. 571).
Luján Muñoz (1994, p. 38), aunque admite que las clases altas capitalinas lograron sacar mejor provecho al incorporarse (tardíamente) al movimiento independentista, propone comprenderla desde la estratificación social. Esto revela una diversidad en los intereses, propósitos y resultados esperados, a partir de unos primeros estallidos de origen popular y medio que luego fueron marginados. Los pueblos indígenas, por su parte, tuvieron acciones propias no conectadas con el proceso urbano. Esto recuerda que en la época independentista existieron varios horizontes poscoloniales alternativos, de los cuales el proyecto liderado por las élites capitalinas —o, quizá más específicamente, su interiorización como narrativa nacionalista— supuso una «cancelación discursiva» (Vásquez Monterroso, 2021).
Estudiar la ciudadanía en la época independentista invita a cuestionar si Guatemala realmente fue, desde su independencia, un proyecto de élite excluyente. Al menos formalmente, no fue así. Pero tampoco se puede ignorar que, en la práctica, los sistemas electorales sí favorecieron a los notables y las élites, la desaparición del primer nivel inclusivo del sistema indirecto, o las prácticas clientelistas que impiden el desarrollo de un sólido sistema de partidos, como en cierta forma sigue sucediendo.
Esto apunta hacia la importancia que reviste el diseño del sistema electoral, como sugiere Posada-Carbó. En efecto, no basta otorgar un sufragio incluyente y extenso. También es necesario diseñar instituciones que permitan una política robusta y saludable mediante la eficacia del sistema de partidos, entre otros elementos, con capacidad de reflejar adecuadamente las opciones del electorado y responder a él. ¿Qué otras ideas de país podrían haberse articulado y puesto en práctica —en la época independentista o a lo largo de dos siglos— bajo esquemas institucionales diferentes?
La historia posterior del constitucionalismo guatemalteco también ofrece esa lección: la Constitución de 1965, aunque amplió el derecho de sufragio a toda la población adulta, sin distinción de sexo o alfabetismo, también instauró un sistema electoral controlado por el Ejecutivo en que diversos factores —incluyendo prohibiciones constitucionales, el contexto de la guerra fría y del conflicto armado interno, así como barreras de entrada para la creación de partidos— limitaron la libre participación democrática, acusándose de fraude electoral en varias ocasiones.
Esto es otra materia que ejemplifica cómo la parte orgánica de las constituciones debe complementar la parte dogmática de derechos, que pueden verse afectados o frustrados en la práctica por un diseño institucional que no garantice su observancia (Gargarella, 2018).
José Cecilio del Valle (2021) escribió que «un ciudadano no lo es sino cuando conoce la extensión de sus derechos» (p. 177). Podríamos acaso agregar: un derecho no lo es sino cuando su ejercicio está eficazmente garantizado por el marco institucional. También el prócer redactor del Acta de Independencia tuvo esta preocupación:
muchas veces existe una diferencia grande entre los derechos que la ley reconoce en los ciudadanos y los derechos que gozan positivamente; entre la igualdad establecida por las instituciones políticas y la que existe entre los individuos: . . . esta diferencia ha sido una de las causas principales de la destrucción de la libertad en las repúblicas antiguas, de las tempestades que las han turbado. . . . Estas diferencias tienen tres causas principales: la desigualdad de riqueza, la desigualdad de estado, y la desigualdad de instrucción. Estas tres especies de desigualdad deben disminuirse continuamente; pero . . . no podría ensayarse la destrucción total de sus efectos sin abrir fuentes más fecundas de desigualdad y atacar más directa y funestamente los derechos de los hombres. (Del Valle, 2021, p. 272)
El poder de la opinión hizo proclamar la independencia en paz y sosiego, sin sangre ni muertes. Que el mismo poder vaya haciendo lo que nos falte sin hostilidades, ni persecuciones. Dirijamos la opinión. Ella hará progresos; y su potencia será irresistible. El mundo está en movimiento; y no retrocederá. Difundamos luces útiles para que su marcha sea pacífica; y gozaremos entonces los bienes que promete la independencia. . . . (Del Valle, 2021, p. 289)
Al conmemorar los bicentenarios del 15 de septiembre de 1821 y del 1 de julio de 1823, Guatemala sigue necesitada de un derecho constitucional que haga eficaces los derechos y libertades de todos sus habitantes, sin distinción. En su historia puede encontrar tanto inspiración como advertencias.
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