La identidad de los primeros cristianos

The Identity of the First Christians

Prof. Dr. D. José Carlos Martín de la Hoz

Academia de Historia Eclesiástica de Madrid

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Resumen: Es un tema de actualidad señalar con precisión las señas de identidad de las corporaciones tanto civiles como eclesiásticas para poder coordinar sus trabajos en orden a la construcción de una sociedad humana y cristiana. La identidad de los primeros cristianos está esculpida en la «imitación de Jesucristo» que fue la señal de los primeros seguidores de Jesucristo.

Palabras clave: identidad, cristianos, Jesucristo.

Abstract: It is a current issue to pinpoint the signs of identity of both civil and ecclesiastical corporations in order to coordinate their work in order to build a human and Christian society. The identity of the first Christians is carved in the “imitation of Jesus Christ” that was the sign of the first followers of Jesus Christ.

Keywords: identity, christians, Jesus Christ.

En el reciente trabajo del profesor Kreider, sobre la paciencia de los primeros cristianos (Kreider, 2017) se resalta que una de las primeras manifestaciones de la sobrenaturalidad de la Iglesia es la respuesta paciente de los cristianos a las periódicas persecuciones a las que fueron sometidos durante 313 años.

Precisamente, ya nos hemos referido abundantemente a esta cuestión de las persecuciones a lo largo de la historia y, en concreto, durante los primeros siglos y remitimos al lector interesado (Martín de la Hoz, 2015).

Ahora deseamos detenernos en un concepto que aparece constantemente narrado en las Actas de los mártires que fueron recogidas pronto en la Iglesia y, posteriormente, glosadas desde los primeros historiadores como Eusebio de Cesarea, Paulus Orosio, Petrus Comestor y tantos otros.

En efecto nos referimos a esos intensos diálogos entre los perseguidores romanos y los perseguidos cristianos en los que todo culminaba cuando el cristiano manifestaba sencillamente su pertenencia a la Iglesia, al cristianismo y, una vez conminado a apostatar, respondía afirmando su fe cristiana y el nombre de Cristo ante la posibilidad real de ser martirizado: «Insistiendo el procónsul, le decía: “jura y te pongo en libertad; maldice a Cristo”. Policarpo respondió: “Ochenta y seis años le sirvo y nada malo me ha hecho, ¿cómo puedo blasfemar de mi rey, que me ha salvado”» (Obispo de Esmirna, 1992, X, 1).

Este es precisamente el tema que deseamos presentar sobre la «Identidad de los primeros cristianos» pues sencillamente es lo que manifestaban, que, por encima de todo y, ante todo, deseaban seguir siendo sencillamente cristianos, aunque hubiera sido prohibido por la ley romana o las ordenanzas de la civilización en la que vivían o no fuesen entendidos por la comunidad donde habitaban.

1. La identidad cristiana

Efectivamente, los primeros cristianos estaban conscientes de estar muy cerca del origen. Transformados por Jesucristo, comenzaron una nueva vida y un nuevo modo de vivir en la tierra. Del encuentro con Cristo (cfr., Lc 24, 13-35), procedía la centralidad de la vida en Él. Como dice el Prof. Vian, los Apóstoles: «a la luz de su muerte y resurrección repensaron toda su predicación basada en las Escrituras y releyeron esta última como un anuncio de Cristo» (Vian, 2006, p. 45).

El Evangelio era el mensaje de salvación que ellos habían oído de labios del Maestro. ¿Y el mundo? De él poco sabían aquellos pescadores de Galilea. Pero se lanzaron a trasmitir a todos los hombres la buena nueva, con la esperanza de la vivencia de Cristo y de su promesa: «sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

La fe en la divinidad de Jesucristo, el amor de Dios a los hombres y de los hombres a Dios, la caridad entre gentes de toda raza y condición no discriminaba. Era universal desde el inicio.

Esta era la identidad de los primeros cristianos: transformados por Jesucristo. Se sabían tocados por la gracia y, como muestran los Hechos de los Apóstoles, tenían una conciencia clara de estar sostenidos e impulsados por el Espíritu Santo. Seguramente vendría muchas veces a su memoria aquellas palabras de Jesús: «Os he hablado de todo esto estando con vosotros; pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho» (Io 14, 25-26).

La identificación con Cristo aparece en los primeros escritos de la vida de la Iglesia, unida a la vida sacramental, pues los cristianos se alimentaban de la misma eucaristía. Así lo expresa la Didajé: «Reunidos cada día del Señor, partid el pan y dad gracias, después de haber confesado vuestros pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea puro» (Obispo de Esmirna, 1992a, 1).

Asimismo, leían la misma Escritura en la misma tradición. Como dice el Prof. Vian:

La presencia textual y la vitalidad de la Biblia constituyen otra particularidad de los textos cristianos, que sin ella ni siquiera existirían. Interpretando las Escrituras hebreas nacen las cristianas, e interpretando las unas y las otras se desarrollan las literaturas cristianas (Vian, 2006, p. 33).

Desde las primeras páginas de los escritos de la primitiva comunidad cristiana, se introducen abundantes citas de la Sagrada Escritura, en las que muestran una estrecha conexión del Antiguo con el Nuevo Testamento. Esta es una señal del seguimiento de Cristo que dio cumplimiento a las Escrituras y abrió el nuevo Pueblo de Israel. Como expresa San Ignacio de Antioquia, al comparar el Antiguo y el Nuevo Testamento:

Mas el Evangelio tiene algo especial: la presencia del Salvador, nuestro Señor Jesucristo, su pasión y resurrección. Los amados profetas le habían anunciado, pero el evangelio es la consumación de la incorrupción. Todas las cosas son igualmente buenas, si creéis en la caridad. (1992, IX, 2)

Lo mismo se puede colegir de la epístola de S. Clemente Romano a los de Corinto. En ella ve a la Iglesia en continuidad con Israel y, por ello, cita abundantemente el Antiguo Testamento. Para el papa de finales del siglo I

no hay dos tiempos, ni un salto del Antiguo al Nuevo Testamento. El verdadero Israel (Romano, 1992, 29.1, 30.1) tiene su réplica en la comunidad cristiana, organizada y sometida a los presbíteros (De Antioquía, 1992b, 60.4). Los disidentes están ya en camino de ser cainitas, de pasar del lado de los idólatras y perseguidores de la Iglesia. (Trevijano Etcheverría, 1998, p. 22)

Por eso son de gran importancia los primeros escritos cristianos de los padres apostólicos, que, como afirma Quasten, «[s]e les puede considerar, como eslabones entre la época de la revelación y la de la tradición y como testigos de máxima importancia para la fe cristiana» (1968, p. 50).

Muestra de esa continuidad es la carta de san Ireneo de Lyón en el siglo II al presbítero romano Flouco, en la que recuerda a su maestro san Policarpo. Así lo recoge Eusebio de Cesarea:

Puedo decir el lugar donde el bienaventurado Policarpo solía estar sentado y disputaba, como entraba y salía, el carácter de su vida, el aspecto de su cuerpo, los discursos que hacía al pueblo, como contaba sus relaciones con Juan y con los otros que habían visto al Señor, cómo recordaba sus palabras y cuáles eran las cosas relativas al Señor que había oído de ellos, y sobre sus milagros, y sobre sus enseñanzas, y como Policarpo relataba todas las cosas de acuerdo con las Escrituras, como que las había aprendido de testigos oculares del Verbo de vida. Yo escuchaba ávidamente ya entonces, todas estas cosas por la misericordia del Señor sobre mí, y tomaba nota de ellas, no en papel, sino en mi corazón, y siempre, por la gracia de Dios, las voy meditando fielmente. (2007, 5, 20, 5-7)

Llegado a este punto, es obligado hacer una referencia al estado actual de la investigación pues, como es sabido, el intento de gran parte de la llamada «crítica textual» es desprestigiar, y arrojar dudas sobre la credibilidad y confianza de la tradición conservada y transmitida por la Iglesia y avalada por la historia acerca de los orígenes. De esa «crítica textual» habla la profesora Carmen Bernabé Ubieta: «ha pretendido desautorizar las versiones tradicionales y ofrecer una alternativa. Quizá no lo haya conseguido, pero si ha logrado, arrojar más dudas sobre la credibilidad y confianza de las interpretaciones eclesiásticas de los orígenes del cristianismo» ( 2008, p. 13).

En la historia de los textos antiguos, se han dado constantes tergiversaciones e ideologizaciones. Es difícil, pero importante, acudir a los textos sin ideas preconcebidas: por ejemplo, para Renán, los milagros eran imposibles, por eso negaba la divinidad de Jesucristo. Así lo ha recordado recientemente Benedicto XVI:

Hoy en día se somete la Biblia a la norma de la denominada visión moderna del mundo, cuyo dogma fundamental es que Dios no puede actuar en la historia y que, por tanto, todo lo que hace referencia a Dios debe estar circunscrito al ámbito de lo subjetivo. (2007, p. 60)

El objetivo final de esas falsas interpretaciones de la Escritura o de la negación de la historicidad de la Iglesia es vaciar de fundamento la propia Iglesia:

Estos nuevos significados plantean preguntas críticas sobre el desarrollo de las instituciones de la tradición cristiana y, especialmente, sobre las legitimaciones que estas instituciones históricas han tenido en el pasado y siguen teniendo ahora; es la cuestión relevante de estos estudios. (Bernabé Ubieta, 2008, p. 19)

El gran error de muchos de esos trabajos realizados bajo el título de «crítica textual», llenos de una pretendida ciencia objetiva, es que han caído muchas veces en el anacronismo, pues, al interpretar los textos de los primeros siglos sin entrar en la mentalidad de la época y con el prejuicio de la falta de fe, sencillamente juzgan los hechos y la vida de la primitiva comunidad cristiana con una mentalidad que les dificulta captar la vida real de aquellos hombres. El resultado que ofrecen es un fraude, porque construyen sus juicios desde una óptica falsa. Es interesante la afirmación de la profesora Carmen Bernabé Ubieta para descubrir cómo están haciendo la historia antigua y la exégesis hoy día muchos autores:

quienes imaginan los orígenes, primero eligen aquellos hechos del pasado que tienen algún sentido particular, y los recrean con su narración; de este modo, la elección de los orígenes y su narración constituyen dos puntos esenciales de esta tarea que no es individual, sino colectiva, porque se elabora a lo largo de generaciones imaginando y reimaginando. (2008, p. 10)

Es decir, ignoran las interpretaciones de los padres de la Iglesia y del magisterio. Como recuerda Benedicto XVI, es importante conocer los límites de la investigación: «a partir de resultados aparentes de la exégesis científica se han escrito los peores y más destructivos libros de la figura de Jesús que desmantelan la fe» (2007, p. 60).

Volvamos, por tanto, a los textos donde, por el contrario, todo se desarrolla con una gran naturalidad. Como decía Tertuliano, el argumento clave de la tradición es la unidad. El siguiente es la autoridad. Finalmente, la asistencia del Espíritu Santo. Así lo resume en su De praescriptione haereticorum:

Qué es lo que han predicado, es decir, qué es lo que Cristo les ha revelado —y aquí presento la prescripción—, no puede probarse sino por esas mismas iglesias que los mismos apóstoles fundaron al predicarles, tanto de viva voz, como se dice, como después por cartas. Si esto es así, queda claro que toda doctrina que concuerde con la de esas iglesias apostólicas, matrices originales de la fe, ha de considerarse verdadera. Pues conserva, sin duda, lo que las iglesias han recibido de los apóstoles, los apóstoles de Cristo y Cristo de Dios. (Tertuliano, s. f., 21, 1-4.)

2. Unidad y uniformidad

Con la identidad estaba la catolicidad:

En el esfuerzo por adquirir una identidad bien definida respecto a la matriz judía, la característica de la Iglesia cristiana a la aspiración universal —katholikos significa universal— y se aplica, quizás, en este sentido, a la Iglesia, ya desde los comienzos del siglo II (De Antioquía, 1992ª, 8,2), se contrapone, a menudo, al particularismo nacional judío (Vian, 2006, p. 23).

La consecuencia fue la solidez. Las investigaciones posteriores, recientemente relanzadas, van exponiendo, a través de las fuentes históricas del cristianismo y de fuentes judías o paganas, una visión muy distinta. La reciente reedición del libro de Hilaire Belloc recuerda ideas de una gran actualidad.

La Iglesia Católica no era una opinión, ni una moda, ni una filosofía; tampoco era una teoría ni un hábito; era un cuerpo social claramente delimitado y basado en muchas doctrinas exactas, celoso en extremo de su unidad y de la precisión de sus definiciones, e imbuido, como no lo estaba ninguna otra organización humana de la época, de una convicción apasionada. (Belloc, 2008, p. 49)

Pronto llegaron las persecuciones, que terminaron de fundamentar y sustanciar el mensaje con la prueba del martirio. Pues, como había predicho Jesucristo: «Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán» (Io 15,20). Pero el cristianismo superó al paganismo:

Se distinguió de todas esas entidades, y fue más fuerte que ellas, porque propuso la afirmación, en lugar de la hipótesis; porque afirmó hechos históricos concretos, en lugar de mitos sugestivos, y consideró su ritual de misterios como realidades y no como símbolos. (Belloc, 2008, p. 53)

Una de las características de los cristianos de los primeros siglos es que vivían con toda naturalidad la diferencia entre la unidad y la uniformidad. La unidad es útil y necesaria y la uniformidad ni es útil ni es necesaria.

Desde el principio, el cristianismo se distinguió por su pluralidad. La Iglesia albergaba gentes de toda clase y condición. Precisamente san Ireneo había dejado escritas estas significativas palabras:

Ciertamente son diversas las lenguas, según las diversas regiones, pero la fuerza de la tradición es una y la misma. Las iglesias de la Germanía no creen de diversa manera, ni trasmiten otra doctrina diferente de la que predican las de Iberia o las de los celtas, o las del Oriente, como las de Egipto o Libia, así como tampoco de las iglesias constituidas en el centro del mundo. (de Lyón, 1996, 1.10, 1-2)

También, hay que resaltar que la pluralidad de la Iglesia se manifestaba entre los santos y los pecadores:

Desde un principio hubo en el seno de la Iglesia movimientos elitistas, rigoristas, que pretendían hacer de ella una élite de santos y de doctores, excluyendo a los pecadores. El movimiento montanista, al que perteneció Tertuliano, fue uno de ellos. San Agustín, frente a los donatistas, que pretendían una Iglesia que tuviera sólo [sic] santos, rechazó semejante pretensión. (Sayés, 2003, p. 288)

La aparición de los padres apologistas es un claro indicio de la variedad y pluralidad del cristianismo, y de sus componentes:

La finalidad que perseguían con sus obras los Padres Apostólicos [sic] y los primeros escritores cristianos era guiar y edificar a los fieles. En cambio, con los apologistas la literatura de la Iglesia se dirige por primera vez al hombre exterior y entra en el dominio de la cultura y de la ciencia. (Quasten, 1968, p. 187)

También la Iglesia llegó a los intelectuales. Precisamente, la disputa con los helenistas es un síntoma de esa pluralidad. La figura de Clemente de Alejandría es clave para comprobar el asentamiento intelectual del cristianismo:

El interés de la figura de Clemente desde el punto de vista cultural reside también en el intento de no entrar en competencia con una cultura considerada alternativa y no aislarse de un mundo visto como enemigo, sino familiarizar la fe cristiana con el ambiente circundante. (Vian, 2006, p. 89)

En ese sentido, comenta Quasten que«[s]e puede hablar de una cristianización del helenismo, pero apenas de una helenización del cristianismo, sobre todo si se quiere dar una apreciación de conjunto de la obra intelectual de los apologistas» (Quasten, 1968, p. 199).

En Alejandría comenzaron las escuelas teológicas, cuna de la ciencia sagrada en un intento de dar a los catecúmenos una formación religiosa a la altura de sus necesidades. Así aparecieron figuras como orígenes, los Capadocios, etc. Hombres de gran brillantez teológica y literaria, como reconocía Psellas en el siglo XI, hablando de Gregorio Nacianceno:

Cada vez que lo leo, y lo hago a menudo, por sus enseñanzas, pero también por su fascinación literaria, me siento colmado de una belleza y de una gracia inexpresables. A menudo abandono mis intenciones y, dejado a un lado el significado teológico, paso el tiempo entre las flores de primavera de su estilo y siento que me arrebatan los sentidos. Tras darme cuenta de que he sido transportado lejos, amo y admiro al que me ha raptado.(Vian, 2006, p. 226)

En el siglo IV testimonia esto mismo san Juan Crisóstomo: en la Iglesia la proporción entre sabios e ignorantes estaba en las proporciones habituales de la sociedad: «No es posible que toda la asamblea esté formada de hombres ilustres; la mayor parte de la Iglesia se recluta entre los ignorantes» (Crisóstomo, 2002, V, 6, p. 143).

Es interesante subrayar la variedad de lenguas, pues ese hecho significaba que, para traducir el evangelio y el mensaje cristiano, debía haberse hecho vida propia y, solo así, podía traducirse con precisión, como señala Vian:

La pluralidad cultural del fenómeno cristiano es innegable si se mira a la evolución histórica de las diversas confesiones cristianas, a cuya separación han contribuido las diversidades lingüísticas y culturales, acentuadas entre Oriente y Occidente a partir de finales de la Edad tardo antigua. (2006, p. 29)

Precisamente en el siglo II, Celso negó la identidad cristiana en su famoso discurso Alethos logos:

había acusado a los cristianos de practicar una religión irracional y sin tradiciones (sin logos y sin nomos), degeneración del politeísmo pagano (dando así la vuelta a la teoría de los furta graecorum). A diferencia del judaísmo, el cristianismo carecía de raíces nacionales y se entregaba a un proselitismo indiscriminado (2006, p. 104).

Hoy día, en la línea del ataque de Celso, la cuestión de fondo que se plantea es que el cristianismo es un montaje, una síntesis de religiones ancestrales, eso sí, una religión sincrética que no se sabe por qué ha triunfado. También se añade la teoría de las falsificaciones. Como comenta Trevijano: «Presumir una falsificación obliga a consecuencias más problemáticas que la hipótesis de la autenticidad» (Trevijano Etcheverría, 1998, p. 35).

Esa teoría es un fraude histórico, pues, aunque los cristianos estuvieran equivocados, lo que no se puede negar históricamente es que su fe en Jesucristo no era una evolución de religiones anteriores ni un producto de un invento logrado. No eran un grupo de hombres y mujeres aislados y desorganizados. Las cartas de san Ignacio de Antioquia a las siete iglesias, escritas camino del martirio en Roma, traslucen una sociedad organizada: «Desde el año 30 surgió una sociedad definida, severamente regida, sumamente singular, con doctrinas fijas, misterios especiales y una fuerte disciplina propia, dotada de una personalidad muy rígida y distinta, inconfundible. Y esta sociedad era y se llama la Iglesia» (Belloc, 2008, p. 60).

3. Unidad en la fe en Cristo

Esta es la cuestión: está sólidamente demostrado que los primeros cristianos creían haber recibido una revelación de Dios a los hombres a través de Jesucristo. Una novedad radical que daba luz al Antiguo Testamento y que se contenía tanto en el Nuevo como en la tradición oral de los apóstoles, ambas entregadas a la Iglesia para su custodia.

Eusebio de Cesarea, en el siglo IV, narra en pocas líneas la historia de la Iglesia de los primeros siglos:

En aquel tiempo, muchos de los cristianos sentían sacudida su alma por el Verbo divino que los hacía experimentar un fuerte amor por la perfección. Comenzaban por cumplir el consejo del Salvador distribuyendo sus bienes entre los pobres. Después, abandonando su patria iban a cumplir la misión evangelizadora, con la ambición de predicar la palabra de la fe a aquellos que no habían oído nada todavía, y de transmitir los libros de los Evangelios divinos. Se contentaban con poner los cimientos de la fe en los pueblos extranjeros, después dejaban a otros pastores y les confiaban el cuidado de cultivar a aquellos que acababan de ser inducidos a creer. A continuación, partían de nuevo hacia otros países y otras naciones con la gracia y la ayuda de Dios. (2007, III, 37, 2-3)

Esa identidad fue puesta a prueba por el martirio. Desde los primeros siglos del cristianismo, el planteamiento de la santidad era martirial. La imago Christi se mostraba con gran frecuencia en la imitación de Cristo en el martirio. Baste recordar que en el horizonte de radicalidad de la vida cristiana estaba el martirio, como puede observarse en las catequesis bautismales de los primeros siglos.

La perspectiva martirial presente en el siglo XX y frecuentemente recordada por los abundantes procesos de beatificación y canonización llevados a cabo por Juan Pablo II ha servido para recordar a los cristianos que el martirio es un modo de vivir el sacerdocio común de los fieles: todos estamos llamados a la santidad, como mártires, o como confesores (Martín de la Hoz, 2006, p. 547).

La gran esperanza que en ellos se contiene lo resume bien la clásica expresión de Tertuliano en los albores de la Iglesia naciente y periódicamente perseguida: «la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos» (Tertuliano, 1992, LI, p. 106).

Como dice un historiador de la Iglesia de reconocido prestigio Vicente Cárcel Ortí:

Cuando la Iglesia concede el honor de los altares a sus mártires, no hace un proceso de los asesinos, ni los condena, sino que emite un juicio sobre las virtudes heroicas del mártir, que murió perdonando, como Cristo en la Cruz, y como ha hecho siempre la Iglesia con sus verdugos, porque predica la ley del amor y del perdón, y no la del odio y la venganza. (1990, p. 61)

Pluralidad y ortodoxia. ¿Cabía la pluralidad de ideas? Esta es la tercera cuestión que hemos de plantear. El evangelio era una revelación de Dios a los hombres. Por tanto, no podía tergiversarse.

En las cartas de San Pablo hay una constante llamada a la unidad de la fe: «Os pedimos, hermanos, por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo que afirméis todos esto mismo y que no haya cismas entre vosotros, pues estáis armonizados en el mismo sentido y en la misma opinión» (I Cor 1, 10). Y añadía a los de Éfeso: «Soportándoos mutuamente en el amor, haciendo lo necesario para conservar la unidad de espíritu en la conjunción de la paz» (Ef 4,2).

Precisamente, san Cipriano, respecto a la unidad del episcopado señalaba lo siguiente: «Mayormente, nosotros los obispos que presidimos la Iglesia, debemos mantener firmemente y reivindicar esta unidad, para probar que el episcopado es también uno e indivisible» (Cipriano, 1991, 5).

Y concluía el obispo africano, con una expresión que ha hecho fortuna: «No puede tener a Dios por padre, quien no tiene a la Iglesia por madre» (Cipriano, 1991, 6)1. Añadiendo el argumento clave:

Cristo traía la unidad que venía de arriba, esto es, del cielo, y del Padre, y que de ninguna manera podía ser dividida por el que la recibiera y poseyera, sino que obtenía inseparablemente de una vez toda su sólida firmeza. (Cipriano, 1991, 7)

Por tanto, la primera función episcopal era asegurar la unidad de la Iglesia: un solo pueblo con un solo pastor, sin banderías humanas, ni partidos. Así lo recordaba san Pablo a los de Corinto:

Os exhorto, pues, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que todos tengáis un mismo lenguaje, y no haya divisiones entre vosotros, sino que viváis unidos en un mismo pensar y en un mismo sentir. Pues he sabido acerca de vosotros, hermanos míos, por los de Cloe, que existen discordias entre vosotros; a saber, que cada uno de vosotros dice: Yo soy de Pablo. Yo de Apolo. Yo de Cefas. Yo de Cristo. (I Cor 1, 10-12)2

El mismo san Pablo, en su Carta a los Gálatas, señalaba cómo confrontó su predicación con la de los Apóstoles:

Luego, catorce años después, subí otra vez a Jerusalén con Bernabé, llevando conmigo también a Tito. Subí movido por una revelación y les expuse, especialmente a los que gozaban de autoridad, el Evangelio que predico entre los gentiles, no fuera que corriese o hubiese corrido en vano. (Gal 2, 1-2)

Por tanto, solo en la plena identidad con los apóstoles, es como se entraba en la corriente de la tradición.

Por eso, hermanos, manteneos firmes y observad las tradiciones que aprendisteis, tanto de palabra como por carta nuestra. Que nuestro Señor Jesucristo, y Dios nuestro Padre, que nos amó y gratuitamente nos concedió un consuelo eterno y una feliz esperanza, consuele vuestros corazones y los afiance en toda obra y palabra buena. (II Tes 2, 15-17)

También, san Ignacio de Antioquía, señalaba la obligación del obispo de velar por la fe: «Mas Onésimo alaba muy alto vuestro buen orden en Dios, porque todos vivís según la verdad y porque en vosotros no habita ninguna herejía. Pues a nadie escucháis más que a Jesucristo que habla en verdad» (De Antioquía, 1992c, VI, 2)3.

Y, unos años después, decía san Ireneo de Lyón:

La verdad está garantizada siempre que un obispo enlaza, mediante una serie ininterrumpida de obispos, con algún apóstol o discípulo de los apóstoles, conectando así con los orígenes y predicando lo mismo que predicaron todos sus predecesores en la sede que ocupa. (Brox, 1986, p. 190)

La unidad de la fe, para san Pablo, significaba esencialmente, conservar la fe en Jesucristo. Así les decía a los de Corinto:

En efecto, ya que, en la sabiduría de Dios, el mundo por medio de su sabiduría no conoció a Dios, quiso Dios salvar a los creyentes, por medio de la necedad de predicación. Pues los judíos piden signos, los griegos buscan sabiduría; nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, judíos y griegos, predicamos a Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. (I Cor 1, 21-24)4

Es más, el amor a Cristo es el motor de toda la evangelización:

Porque la caridad de Cristo nos urge, persuadidos de que si uno murió por todos, en consecuencia todos murieron, y murió por todos a fin de que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquél [sic] que murió y resucitó por ellos. (II Cor 5, 14-15)

Así pues, una vez confirmada la autoridad, viene el sometimiento del pueblo a esa autoridad. La literatura cristiana del siglo II subraya esa misma obediencia y fidelidad a los Pastores: «Designaos obispos y diáconos dignos del Señor, varones mansos y desinteresados y auténticos y probados; porque también ellos ejercen para vosotros el ministerio litúrgico de los profetas y maestros» (Obispo de Esmirna, 1992ª, XV, 1)5.

En todas las etapas de la historia ha habido crisis y herejías. Es un sino de la Iglesia. Como afirma Trevijano Etcheverría:

Hubo pues una línea de ruptura, que culminó a mediados del siglo II con la herejía de Marción (el Dios justo, el creador, revelado por el Antiguo Testamento, no tiene nada que ver con el Dios bueno, antes desconocido y manifestado por Jesucristo). Marción no hizo sino dar una impronta dualista tajante a las especulaciones gnósticas que contraponían el verdadero Dios, trascendente y desconocido, al Dios creador, el del Antiguo Testamento relegado a una derivación secundaria e ignorante de una caída en el mundo divino. (1998, p. 31)

En este sentido se fue dando una clara evolución, como dice Quasten,

Ireneo era el hombre de la tradición, que derivó su doctrina de la predicación apostólica y veía en la cultura y en la filosofía de su tiempo un peligro para la fe. Clemente de Alejandría fue el valiente y afortunado iniciador de una escuela que se proponía proteger y profundizar la fe mediante el uso de la filosofía. (1968, p. 334)

Llegados al final de estas líneas, recordemos que el Espíritu Santo ha estado presente y lo seguirá estando hasta el final de los tiempos, velando por la unidad en la variedad de los cristianos, pues como afirmaba el Concilio Vaticano II:

Es función del Espíritu Santo la conexión de cada Iglesia local con la de Roma. Y el Espíritu no sólo [sic] realiza la unidad, sino también su legitima diversidad, concediendo variedad de carismas y dones a los fieles y a las Iglesias particulares. (1964, n. 13)

Referencias

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El autor de este artículo declara que no tiene vínculos con actividades o relaciones que pudieran haber influido su juicio de forma inapropiada, como relaciones financieras, lazos familiares, relaciones personales o rivalidad académica.

Financiamiento

El autor no recibió financiamiento para escribir este artículo.


1 Más adelante añade: «No hay otro lugar para los creyentes, fuera de la única Iglesia» (Cipriano, 1991, 8).

2 «Siendo un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como habéis sido llamados a una sola esperanza, la de vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos: el que es sobre todos los seres, por todos y en todos» (Ef 4, 1-6).

3 Así lo subraya el pastor de Hermas: «Dirás a los que presiden la Iglesia que enderecen sus caminos en la justicia, para que recibas con creces las promesas con gran gloria» (Hermas, 1992, 6, 6).

4 «Nosotros anunciamos a Cristo, exhortando a todo hombre y enseñando a cada uno con la verdadera sabiduría, para hacer a todos perfectos en Cristo. Con este fin trabajo afanosamente con la fuerza de Cristo, que actúa poderosamente en mí» (Col 1, 28-29). «Pues no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor; y a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (II Cor 4, 5).

5 «Conviene, muy bienaventurado de Dios, Policarpo, convocar un consejo divinísimo y elegir uno a quien tengáis particular amor y que sea diligente, que podría ser llamado “correo divino”; este será diputado para que, una vez que vaya a Siria, ensalce vuestra diligente caridad para gloria de Dios» (De Antioquía, 1992d, VII, 2).