Identidad y relación
Identity and Relationship
Antonio Porras Miron
Universidad del Istmo de Guatemala
Resumen: Identidad y relacionalidad se exigen mutuamente. La identidad diferencia a la persona de todas los demás, y conocer la propia identidad permite a la persona relacionarse. El modo de vivir las relaciones refuerza la identidad personal. La identidad personal se refuerza en la medida en que la persona pueda comportarse según las exigencias de las relaciones primordiales. La familia y la fe son las relaciones donde se configura la identidad y permiten asumir los roles que edifican la sociedad civil.
Palabras clave: identidad, relación, sociedad, familia, religión.
Abstract: Identity and relationality require each other. Identity differentiates the person from all others and knowing his/her own identity enables the person to relate. The way of living relationships reinforces personal identity. Personal identity is strengthened to the extent that the person can behave according to the demands of primary relationships. Family and faith are the relationships where identity is configured and where it is possible to assume the roles that build civil society.
Keywords: identity, relationship, society, family, religion.
La identidad del ser humano
En el Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española se define la identidad como: el «conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás»; otra acepción dice: «conciencia que una persona o colectividad tiene de ser ella misma y distinta a las demás». La palabra deriva del latín tardío identĭtas, -ātis, que a su vez deriva del término idem que significa «el mismo» o «lo mismo». Se podría decir que la identidad son los rasgos que alguien (o algo) posee y que caracterizan lo que es, y no es otro u otra cosa. La primera de las acepciones citadas se refiere al aspecto objetivo de la identidad, es decir, los rasgos que diferencian con respecto a los demás; la segunda se refiere al aspecto subjetivo: el conocimiento que tiene la persona sobre sí misma, sobre lo que la hace singular y distinta a los demás. Ambas acepciones exigen la alteridad. La persona no puede conocer su identidad sin la relación. Es más, entre los rasgos propios que definen a alguien están las relaciones.
El conocimiento de la propia identidad es indispensable para el desarrollo de la persona. Solo quien se conoce puede asumir los roles propios que afirman su identidad1. Estos roles asumidos libremente configuran las relaciones con los demás y el mundo. Pero ¿cómo se puede conocer la propia identidad sin perderse en una percepción accidental o pasajera? Existe el peligro de definir las relaciones, aquellas que configuran la propia identidad, según su manifestación temporal o circunstancial. Esto implicaría que nuestra identidad sería variable o sujeta a los cambios que puede haber en una relación. Las relaciones que configuran la identidad del hombre son ontológicas. Son relaciones que se dan por el hecho de ser persona humana, sin importar la modalidad que asumen en un tiempo concreto. La realización de la persona y su felicidad dependen del adecuado desarrollo de sus relaciones ontológicas.
Todas las personas profesan una fe2, forman parte de una familia y viven en un Estado, y de cada una de estas relaciones se configura su identidad. No sorprende que en todas las civilizaciones se encuentre una organización social, un modo de relacionarse con la divinidad o las divinidades y una estructura familiar reconocida. Estas tres relaciones ontológicas integran la sociabilidad de la persona y requieren ser armonizadas. En cada cultura, la sociedad civil reconoce como especiales la religión y la familia, procurando regularlas de alguna forma dentro de la convivencia civil. El modo de hacerlo no es indiferente, es un componente muy importante para el desarrollo de la sociedad misma y de sus integrantes. La tarea de establecer el recto equilibrio entre la sociedad civil, la familia y la religión no es fácil, las tres pertenecen al hombre en cuanto ser social, pero difieren entre sí, porque corresponden a diversas dimensiones de la sociabilidad humana.
Para llevar a cabo esta tarea, es necesario conocer la esencia, la finalidad propia y la relación que existe entre cada una de estas dimensiones de la sociabilidad. La sociedad doméstica tiene una posición singular entre ellas3. Al estudiar la familia se descubre que, por un lado, en todas las civilizaciones, las relaciones familiares tienen un fuerte carácter religioso y, por otro lado, se expresan y se desarrollan según la cultura de la sociedad civil. La familia como pequeña comunidad de personas podría ser considerada una pequeña parte de la sociedad civil, pero hay algo en ella que trasciende la esfera social. La familia tiene una naturaleza distinta a la de la sociedad civil: esta diferencia es la base de los sistemas de parentesco de las distintas culturas y la distinción que hay en las leyes entre las relaciones familiares y el resto de las relaciones sociales4. Para comprender mejor la importancia de la familia en la constitución de la propia identidad queremos ofrecer algunas reflexiones sobre la sociabilidad humana que ayuden a comprender lo específico de la sociedad doméstica respecto a las relaciones del hombre con Dios y a la sociedad civil. Este conocimiento, esperamos, que pueda contribuir al fortalecimiento de la identidad de las personas y puedan realizarse plenamente.
La sociabilidad humana
La recta comprensión de la sociabilidad humana permite comprender mejor la esencia de estas sociedades naturales y, por ende, aquello que las distingue entre sí. Cuando se afirma que el hombre es social por naturaleza, porque necesita de la sociedad para desarrollarse, se tiene en cuenta que la sociabilidad humana no solo se funda en la utilidad5, sino principalmente en la apertura irrestricta de la persona por la que se autotrasciende y se pone en relación con un «tú», que en cierto modo le ayuda a comprender su identidad.
Los relatos bíblicos que narran la creación del hombre ofrecen una buena guía para comprender la sociabilidad humana. El capítulo segundo del Génesis subraya la relativa continuidad entre el hombre y el mundo, así como su diferencia: «Dios formó al hombre (’adam) del polvo (‘afar) de la tierra (’adamah), insufló en sus narices un aliento de vida (nišmat hayah) y el hombre se convirtió en un ser vivo (nefeš hayah)» (Gen 2,7)6. El texto juega con las palabras ’adam (hombre) y ’adamah (suelo o tierra), y, sin duda, destaca la condición terrena y frágil de la humanidad, por la que el hombre tiene una cierta afinidad con las demás criaturas, sin olvidar que, por razón de su espíritu, es heterogéneo respecto al mundo y guarda una relación con Dios (Cfr. Lorda, 2005, p. 42; Casciaro, 1991, pp. 410-418). Ambas dimensiones de la existencia humana —espíritu y cuerpo—, inseparables en el ’adam formado, son necesarias para una adecuada comprensión de las relaciones de la persona con Dios, con el mundo y con los demás hombres7.
En la perspectiva del relato, el hombre está constituido en ser personal. Ello se refleja «en que ’adam es el interlocutor de Dios, al recibir un mandamiento divino»; también «en la percepción de su “soledad”, que no se satisface con el resto de los animales creados […]. Frente a ellos destaca la capacidad de “interioridad” del hombre, reflejada en la “soledad”» (Aranda, 1991, pp. 29-30). Más sorprendente aún, respecto a la soledad originaria, es que la «ayuda no le viene a ’adam del mundo creado, de los animales que Yahweh forma de la tierra, como había hecho con él » (Gen 2,19), sino de «la mujer que Dios construye a partir del mismo ’adam. Este, que por su corporeidad podría conformarse [identificarse con] al animal, encuentra precisamente en su misma corporeidad la radical diferencia que le separa de ellos» (Aranda, 1991,, p. 33)8, y en la misma corporeidad reconoce a la mujer como de su misma naturaleza. Al ver a la mujer exclama: «ésta [sic] sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gen 2, 23)9. Con la creación de la mujer, el «ser humano, el ’adam se da ahora en bipolaridad sexual respondiendo al designio divino de que no esté solo, es decir, se realiza como tal ser humano en una estructura de comunión arraigada en su propia naturaleza. Si la autoconciencia de su corporeidad lleva al hombre, como ser personal, a sentirse solo, la autoconciencia de la sexualidad le lleva a sentirse llamado a comunión. Esa comunión se fundamenta en el reconocimiento de la mujer como de la misma naturaleza que el varón» (Aranda, 1991, pp. 29-30)10.
La complejidad del ser humano, presentada en los relatos genesíacos, estriba «en la articulación entre intimidad, originación y comunicación» (Zubiri, 1955, p. 355). La identidad de la persona humana comprenderse aisladamente como un mero individuo, porque es un ser en relación. Por su origen está en relación con Dios y con sus padres, y por lo común puede establecer una comunicación con otros seres: en su materialidad11 descubre su relación con el mundo visible; en su espíritu —el aliento divino—, con Dios12; y en su naturaleza racional, con los demás hombres.
Por su carácter relacional, la persona humana conoce mejor el ser de sí misma, su identidad, en sus relaciones con los demás, porque descubre lo común y lo que la distingue de ellos: lo propio de sí misma13. Es importante recordar que la persona no es causa del ser en común que le permite comunicarse, sino que, se identifica en el ser en común, y es libre de establecer una comunicación conforme a la naturaleza de lo común14. Por esto, no todas las relaciones tienen el mismo valor para la persona, su valor depende de la medida en que la relación —lo común— con otro, se articula con su intimidad15.
La relación más profunda la establece el origen, que conforma una relación constitutiva de la persona, ya que el ser de sí mismo recibe de su causa el sentido de su ser. La persona no es origen de su existir, su ser es recibido, aquí radica la dificultad de la persona en poder definir su identidad; y solo comprende el sentido del ser de sí misma, su identidad, en relación con quien le ha donado el ser. En el nivel ontológico, el origen pone al hombre en relación con Dios. Solamente quien le ha otorgado el ser puede mostrarle el sentido último del ser sí mismo: la razón y finalidad de su existencia, lo cual comporta un proyecto, una llamada de destino. Esta relación constitutiva de la persona conforma una dimensión de la sociabilidad humana específica: la religión16. En otro nivel, el ser originado es la base de la relación filial. El origen de la persona se refiere siempre a dos personas: al padre y a la madre17. Entre padres e hijo se funda una relación específica que resalta lo propio de cada uno con respecto al otro18: el hombre es hijo de dos personas concretas, no es hijo en modo genérico, su identidad de filiación está vinculada a la identidad de su padre y de su madre. Las relaciones familiares son principios de individuación fundadas en la corporeidad humana, que estructuran el ser de sí mismo de la persona, y conforman una dimensión de la sociabilidad humana específica: la familia.
En atención al fundamento de las dimensión religiosa y familiar de la persona se comprende por qué las relaciones familiares han tenido un carácter sagrado o religioso en las culturas. Los padres participan con Dios en el origen de una persona humana (cfr. Ef 3,15), son procreadores19. El ser recibido del hijo instaura una relación íntima entre él y sus padres, y, de modo radical, con Dios. La filiación, a su vez, permite abrirse a la fraternidad: reconocer como algo de sí mismo en las personas que tienen en común haber recibido la vida de sus padres.
A través de lo común con los otros seres humanos la persona descubre otra dimensión de su sociabilidad: la sociedad civil. Es distinta a la dimensión familiar: las relaciones familiares vinculan a las personas en su singularidad, mientras que la sociedad civil vincula en la colectividad, en el tener en común la naturaleza humana. La sociedad reconoce a cada persona por igual, mientras que la familia reconoce a cada persona en aquello que la singulariza del resto.
Exigencias de las relaciones interpersonales
Todas las relaciones personales están mediadas por la libertad. La persona decide el modo de relacionarse con el otro, de asumir las exigencias intrínsecas de la relación. Toda relación interpersonal tiene una exigencia de naturaleza jurídica, y está abierta una dimensión comunional.
Antes de abordar las exigencias de las relaciones interpersonales, es importante precisar el sentido de los términos «comunidad» y «comunión». La comunidad se refiere a una pluralidad de sujetos relacionados entre sí, que conforman una unidad basada en alguna característica que les acomuna y define. Los sujetos de la comunidad pueden rechazar o reconocer esta característica común y así reafirmar su (identidad) pertenencia a ella a través del pronombre «nosotros», que les constituiría en unidad respecto a los terceros. La comunidad en sí no comporta una comunión de personas: dos personas aficionadas al mismo equipo de fútbol tienen en común la afición al equipo, pero entre ellas no se establece ninguna relación personal. Es más, no todas las comunidades tienen como finalidad propia la comunión personal (piénsese en una asociación de consumidores). Existe una gran diversidad en el tipo de comunidades que las personas pueden formar. Todos los hombres pueden entrar en comunión entre sí, por el simple hecho de tener en común la misma naturaleza humana, esta comunión elemental es la base de la comunicación entre las personas que les permite crear otros tipos de comunidades basadas en bienes de diversa índole: estas comunidades pueden ser de tipo afectivo, económico, laboral, etc. Los bienes comunes que están en la base de estas comunidades son los que determinarán el tipo de comportamiento necesario para que las personas acrecienten la comunión.
Las relaciones interpersonales se apoyan sobre vínculos objetivos que tienen un orden inherente. Este orden objetivo es el que permite determinar exigencias de justicia entre las personas que forman una comunidad. La comunidad elemental, es decir, aquella basada en la naturaleza humana exige a cada persona el respeto a la vida de los demás, el respeto a su libertad, de la fama, el honor, etc. Una relación de compraventa comporta derechos y deberes que son distintos a los de una relación entre los miembros de una asociación deportiva o las partes de un contrato laboral.
La comunidad establece un orden objetivo, que permite determinar los comportamientos debidos entre las personas que conforman dicha comunidad. Este orden objetivo es la regla primera y fundamental del trato mutuo, es el punto de partida para fundar una verdadera comunión de personas. El grado mínimo de la comunión es el reconocimiento y el respeto de los derechos de la otra persona. A partir de aquí, la comunidad, si está finalizada a la comunión personal, podrá crecer a través del amor personal. El amor
va más allá de la justicia, porque amar es dar, ofrecer de lo «mío» al otro; pero nunca carece de justicia, la cual lleva a dar al otro lo que es «suyo», lo que le corresponde en virtud de su ser y de su obrar. No puedo «dar» al otro de lo mío sin haberle dado en primer lugar lo que en justicia le corresponde. (Benedicto XVI, 2009, n.° 6)
La aceptación y donación requiere como primer paso el respeto de la persona y de todos sus derechos; es más, el amor verdadero comprende que estas exigencias derivan de la dignidad de la persona, por lo cual las asume y las perfecciona. Yerra quien bajo la bandera del amor piensa poder incumplir con sus deberes respecto a la persona amada: el amor sobrepasa las leyes, no incumpliéndolas, sino cumpliéndolas sobreabundantemente.
El carácter jurídico de las relaciones interpersonales ayuda a comprender un punto más sobre el amor. En algunas relaciones, como una amistad en la que las personas libremente se donan de manera recíproca sus bienes, la comunión se funda en el amor de las personas, pero no por ello se puede decir que la relación no tenga un orden objetivo de justicia. Los bienes que los amigos se donan entre sí, los cuales fundan la comunidad, exigen ciertos comportamientos por parte de los amigos, de modo que la falta de reciprocidad puede menguar la amistad o incluso romperla. No hay que olvidar tampoco que la amistad puede nacer, porque entre las personas se respeta un orden objetivo, que precede la amistad, que custodia los bienes y derechos del prójimo. A diferencia de las relaciones de amistad, hay otras relaciones interpersonales cuyo vínculo no es fruto del amor. Las relaciones familiares, aunque exigen el amor, no nacen directamente del amor,
«no es el amor el que constituye a alguien en padre o madre naturales de su hijo, sino el hecho de la generación. Tampoco es el amor el que da origen al deber de criar y educar a los hijos, ni al deber de respeto y obediencia de los hijos a sus padres, sino es la generación» (Hervada, 2000, p. 532).
La relación conyugal nace del amor de las personas, pero no está radicada solamente en el amor, sino que es un tipo de amor de amistad que tiene unas exigencias intrínsecas que nacen de la sexualidad humana como veremos más adelante.
La comunión es el modo en que las personas asumen los vínculos que las unen a otras personas y establecen relaciones personales. Una relación personal se establece libremente a través de un acto bilateral de donación y aceptación, basado en aquello que acomuna. La comunión, a diferencia de la comunidad, es dinámica, acepta una graduación: se puede ser mejor amigo o peor amigo, buen padre o mal padre, buen o mal empleado. En cambio, la comunidad no acepta grados, es estática: se es o no se es amigo, padre, empleado; no depende de la calidad de la relación entre amigos, padre e hijo, o jefe y empleado. La gradualidad de la comunión va del reconocimiento y del respeto del otro al amor personal. El rechazo no crea comunión, pero, dependiendo de los bienes comunes, no siempre anula la comunidad. Es el caso de las sociedades naturales. En cambio, en varios tipos de amistad o relaciones afectivas, el rechazo muchas veces conlleva la desaparición del bien que los vinculaba. En la relación laboral el empleado puede mantener una relación distante del jefe, y mantener a la vez su puesto de trabajo; sigue existiendo una comunidad laboral, aunque no exista una comunión entre las personas que forman la comunidad, pero, si rechaza el empleo, desaparece la comunidad. No todas las relaciones configuran la identidad ontológica de la persona.
La comunión es libre, pero su orden y su medida están fijados por la comunidad. La libertad humana no es absoluta, supone un sustrato; la persona no puede «hacerse» hijo de cualquier persona; puede tratar a alguien como padre, pero su amor filial a esta persona no lo convierte a él en hijo y a la persona amada, en padre20. El contenido de la relación determina la naturaleza de la comunión entre las personas. Por este motivo la aceptación y donación, que son necesarias para establecer la comunión, deben basarse en la naturaleza del vínculo que une a las personas. Dos hermanos no pueden amarse como esposos, deben amarse como lo que son. La aceptación de la persona conlleva aceptar su identidad propia. El hijo acepta a quien le ha dado la vida como su padre comportándose con él como hijo. Si lo tratara como un simple amigo, no establecería una relación familiar, porque no aceptaría aquello que define su relación de parentesco: el ser «su» padre. Formar una comunión de personas requiere, por tanto, reconocer y aceptar que la comunidad conlleva unas exigencias de justicia propias con respecto a las personas con las que se vincula.
Articulación de las tres sociedades naturales
Las tres dimensiones de la sociabilidad son distintas entre sí, pero no independientes, están articuladas entre sí. La relación con Dios da sentido a las relaciones familiares y a las sociales; a las primeras en cuanto los padres participan de la paternidad de Dios, son procreadores, donan la vida a una persona; y a las otras, fundando la radical igualdad y dignidad de todos los seres humanos en cuanto son creados y queridos en sí mismos por Dios. Las relaciones familiares tienen un carácter primario y originario a nivel existencial con respecto a la relación con Dios y las relaciones sociales. En la familia, la persona es reconocida y aceptada por aquello que le es propio, el ser de sí misma; de este modo se conoce a sí misma y desarrolla su identidad, a la vez que aprende a conocer a otras personas, a reconocer aquello que les es propio, a aceptarlas como son y a entrar en comunión con ellas. A través de la vivencia de sus vínculos familiares el hombre aprende a relacionarse con Dios y a entablar relaciones más intensas con los demás hombres. Los vínculos familiares son insustituibles: el conocimiento del ser de sí mismo está enraizado en la relación con quienes le han dado la vida. Su ser de un modo concreto tiene sentido en esa relación, y el modo en que ha sido reconocido y aceptado influye en cómo la persona se conoce a sí misma y aprende a amar a otros como bienes en sí mismos. La sociedad civil tiene un fuerte influjo en el modo en que los hombres se conocen en cuanto personas humanas, iguales en dignidad sin distinción de ningún tipo. En cierto modo, la sociedad y la familia son complementarias en la formación de la identidad personal la sociedad enfatiza lo común, lo que identifica a la persona con los demás, y la familia le ayuda a conocer lo que la singulariza respecto a los demás. El conocimiento de su ser en común es importante para el propio conocimiento del sí mismo.
Estas tres sociedades naturales no compiten entre sí, son complementarias en la identidad de la persona. El conflicto entre ellas significaría un conflicto en la identidad personal. Desde un planteamiento abstracto es fácil conciliarlas, es en la vida diaria, donde puede haber conflicto. Comprender la naturaleza de cada una de estas relaciones y sus exigencias permitirá a la persona y a la sociedad armonizarlas.
El modo concreto en que una sociedad se organiza para alcanzar el bien común21 contiene en sí un modo concreto de concebir la persona y su sociabilidad. No hay leyes neutras. La finalidad de cada una de ellas contiene una idea sobre el bien por tutelar o el mal por evitar. En concreto, las leyes sobre el matrimonio y la familia presentan el modo en que las relaciones familiares son concebidas y valoradas por la sociedad civil. Estas leyes, además, por el carácter singular de los vínculos familiares —ligado al origen de la persona—, influyen en la vivencia histórica de la fe.
Desafortunadamente, distintas intervenciones en el campo del derecho familiar, bajo la bandera del respeto de las libertades individuales, y de que el Estado no puede imponer una creencia o unos principios morales sobre el matrimonio y la familia22, han ido en detrimento de la verdad sobre la persona humana, sobre su identidad. La aprobación del divorcio, el reconocimiento de parejas de hecho, la equiparación de uniones entre personas del mismo sexo al matrimonio, etc. reducen las relaciones familiares a meras relaciones jurídicas, en las que cada parte busca su propio bienestar, y son valoradas desde una «racionalidad instrumental» (Taylor, 1994, pp. 38-45) en la que la relación no tiene valor en sí, sino que depende del beneficio que produce al individuo. Las relaciones familiares pierden su especificidad, porque la sociabilidad humana se reduce a un mero comercio de intereses de personas individuales23. En esta situación, el Estado debería limitarse a velar por el recto cumplimiento de los compromisos libremente asumidos por las partes y abstenerse de imponer deberes de justicia a priori.
Como se ha señalado más arriba, por la semejanza que hay entre las dimensiones de la sociabilidad que fundamentan la familia y la religión, la familia tiene un papel pedagógico-existencial por el cual, dentro de la vida de familia, crecería y maduraría para cada individuo el modo de relacionarse con Dios. Es por ello que, cuando el carácter específico de las relaciones familiares no es bien expresado con las leyes y son reducidas a relaciones que son valoradas según la utilidad que reportan al individuo, es difícil que la relación con Dios no quede también marcada con este valor de utilidad.
La fe y la familia garantes de la identidad personal
Por la íntima articulación de las tres dimensiones de la sociabilidad humana, la relación del hombre con Dios ejerce una influencia positiva en la sociedad a través del modo en que informa y da sentido a las relaciones familiares. Las enseñanzas de la Iglesia sobre la familia han facilitado superar injusticias en la sociedad civil y promover el bien común político: la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer; la defensa de la vida del niño concebido y la subsiguiente responsabilidad de los padres para educarlos; la promoción de la estabilidad matrimonial, etc. El influjo de la fe sobre la sociedad a través de la familia también se realiza por la dimensión moral que contienen las distintas imágenes familiares ofrecidas por la Revelación, con las que se presenta el amor gratuito de Dios por los hombres, iluminando el modo en que han de ser plasmadas las relaciones familiares24. La práctica de la religión es un factor que ayuda a vivir mejor las exigencias intrínsecas de las relaciones familiares: fomenta la estabilidad matrimonial, que los padres se involucren más en la educación de los hijos y que las familias sean más numerosas25. Este influjo no es por una imposición de deberes, sino porque la religión enseña a vivir de modo más profundo la sociabilidad humana, la capacidad de donarse y de asumir el bien de aquellos con los que está vinculado.
La razón de esta aportación es que la antropología en la que se apoyan dichas enseñanzas permite reconocer lo propio de las relaciones familiares, su carácter intrapersonal, que comporta exigencias de justicias concretas. Como hemos visto antes, la relación familiar se diferencia de otras relaciones interpersonales como la amistad, las relaciones laborales, etc., porque une, precisamente en virtud de alguna de las líneas originales y primordiales de identidad personal. Posee una dimensión intrapersonal, porque incide «en el nivel más íntimo del ser personal, hasta el punto de constituir una dimensión de su “yo”, un elemento esencial del sujeto familiar y social» (Franceschi y Carreras, 2000, p. 110). Son fuente de identidad para el sujeto, puesto «que en los extremos o términos de la relación se encuentran personas que reciben un nombre común precisamente por estar vinculados por aquella relación» (Franceschi y Carreras, 2000, p. 110). Este nombre común define a la persona dentro de un sistema de relaciones y le otorga una función propia. Así, la persona engendrada recibe el nombre de hijo y esta identidad define la relación específica que ha de tener con sus padres y el resto de las personas que componen la familia. La relación tiene un sentido y un significado que es inseparable de la persona. Un hijo no puede dejar de ser hijo, puede, en cambio, ser un buen o un mal hijo. La bondad o maldad depende de la congruencia del modo de actuar de la persona respecto a la relación.
Solamente el reconocimiento de este carácter intrapersonal puede hacer crecer y madurar, en cada individuo singular, la conciencia de un vínculo de una más universal relación familiar (en definitiva, una relación de fraternidad), que lo une a cualquier otro ser humano (D’Agostino, 2003, pp. 19-20). La sociabilidad no se reduce a una agrupación de seres de la misma especie, sino que presupone la capacidad del hombre de crear una comunión de personas, en la que se asumen compromisos de solidaridad con los demás. Las personas que han aprendido a amar a aquellos con quienes están vinculados por el parentesco, son más propensas a reconocer no solo exigencias de justicia con respecto a los demás, sino vínculos que los unen a los demás que exigen una mayor colaboración. Esta vinculación no puede ser fruto de acuerdos políticos o de equilibrios económico-sociales, solamente puede serlo como consecuencia de conocer la propia identidad y de asumir libremente las modalidades naturales de coexistencia propia de las relaciones familiares.
Las relaciones sociales reciben de las relaciones familiares un modelo para una mayor cohesión social, una mayor solidaridad entre sus ciudadanos, una mayor participación en la obtención del bien común como algo propio.
El intento de promover la identidad personal, acentuando la individualidad de la persona y negando las relaciones originarias o constitutivas de la persona, termina por dejar a la persona sin identidad. En cambio, el reconocimiento de las relaciones naturales y su adecuada promoción en la sociedad civil, a través del derecho, es el camino más adecuado para reafirmar la identidad.
Referencias
Aranda, G. (1991). Corporeidad y sexualidad humanas en los relatos bíblicos de la creación, en Escrivá-Ivars, J. , Viladrich, P. J. (eds.), Teología del cuerpo y de la sexualidad. Estudios exegéticos para una teología bíblica del cuerpo y de la sexualidad de la persona humana. Rialp, pp. 29-30.
Arellano, J. (1995). La familia, sociedad perfecta, en Cruz Cruz, J. (ed.), Metafísica de la familia. EUNSA, pp. 25-68.
Benedicto XVI. (2009). Carta Encíclica Caritas in veritate, 29 de junio de 2009.
Caffarra, C. (1994). Sessualità alla luce dell’antropologia e della Bibbia. Cinisello Balsamo.
Casciaro, J. M. (1992). Dios, el mundo y el hombre en el mensaje de la Biblia. EUNSA.
Colom, E., Rodríguez Luño, A. (2003). Scelti in Cristo per essere santi. Elementi di teologia morale fondamentale, I. EDUSC.
Concilio Vaticano II. (1965). Const. Past. Gaudium et spes, 7 de diciembre de 1965.
D’Agostino, F. (2003). Filosofía della famiglia. Giuffré.
De Aquino, T. In decem libros Ethicorum Aristotelis ad Nicomacum
expositio.
Falgueras, I. (1995). Persona, sexualidad y familia, en Cruz Cruz, J.(ed.), Metafísica de la familia. EUNSA, pp. 145-175.
Franceschi, H., Carreras, J. (2000). Antropología jurídica de la sexualidad. Fundamentos para un derecho de familia. SEA.
García López, J. (1995). La genealogía de la persona, en J. Cruz Cruz (ed.), Metafísica de la familia. EUNSA, pp. 251-273.
Hervada, J. (2000). Una caro. Escritos sobre el matrimonio. EUNSA.
Jenni, E., Westermann, C. (eds.). (1985). Diccionario teológico manual del Antiguo Testamento, vol. II. Cristiandad.
Lorda, J. L. (2005). Antropología bíblica. De Adán a Cristo. Palabra.
Malo, A. (2004). Antropología de la afectividad. EUNSA.
Moreno, A. (1994). Sangre y libertad. Sistemas de parentesco, diversidad cultural y modos de reconocimiento personal. Rialp.
Rhonheimer, M. (1997). Lo Stato costituzionale democratico e il bene comune, «Con-tratto» VI, pp. 116-122.
Taylor, Ch. (1994). La ética de la autenticidad. Paidos.
Zubiri, X. (1955). El ser sobrenatural. Dios y deificación en la teología paulina, en ÍDEM, Naturaleza, historia, Dios. Editora Nacional.
Zubiri, X. (1989). Estructura dinámica de la realidad. Alianza.
Derechos de Autor (c) 2022 Antonio Porras
Este texto está protegido por una licencia Creative Commons 4.0.
Usted es libre para compartir —copiar y redistribuir el material en cualquier medio o formato — y adaptar el documento —remezclar, transformar y crear a partir del material— para cualquier propósito, incluso para fines comerciales, siempre que cumpla la condición de:
Atribución: Usted debe dar crédito a la obra original de manera adecuada, proporcionar un enlace a la licencia, e indicar si se han realizado cambios. Puede hacerlo en cualquier forma razonable, pero no de forma tal que sugiera que tiene el apoyo del licenciante o lo recibe por el uso que hace de la obra.
Resumen de licencia - Texto completo de la licencia
Declaración de conflicto de intereses
El autor de este artículo declara que no tiene vínculos con actividades o relaciones que pudieran haber influido su juicio de forma inapropiada, como relaciones financieras, lazos familiares, relaciones personales o rivalidad académica.
Financiamiento
El autor no recibió financiamiento para escribir este artículo.
1 Es interesante la reflexión de Jesús Arellano (1995) sobre la necesidad fundarse libremente en el sentido del propio ser para afirmarse a uno mismo. (Cfr. p. 38).
2 Es verdad que las personas ateas no profesan una fe, pero la posición del ateo hace referencia a la relación del hombre con Dios. El ateísmo se cierra a la relación con Dios, negando su existencia.
3 Tomás de Aquino la coloca como una vía intermedia. Cfr. Tomás de Aquino: In decem libros Ethicorum Aristotelis ad Nicomacum expositio, lib. VI, lect. 7, n.° 2.
4 Para una mayor profundización sobre los sistemas de parentesco véase: Franceschi y Carreras (2000) y Moreno (1994).
5 La visión «utilitarista» de la sociedad dificulta comprender la comunicación o la coexistencia como un aspecto de la identidad del ser personal, porque entiende las relaciones interpersonales como algo externo al hombre y las mide de acuerdo con el bien que proporcionan a las personas. Hacer y deshacer relaciones interpersonales no tendría ninguna importancia en la persona, el único criterio para valorar una relación sería el bienestar del individuo.
6 Aquí el significado de nefeš hayah guarda relación con el «aliento vital» que Dios ha puesto en el hombre, y denota, por tanto, al hombre como «ser viviente». Pero, a diferencia del relato sacerdotal que usa esa misma expresión para designar a los animales (cfr. Gen 1,20.21.24), el yahvista solo lo emplea en Gen 2,7 para indicar el ser del hombre, connotando la idea más general de «hombre, persona, individuo, sujeto, alguien». (Cfr. Westermann [DTMAT II], 1985, p. 124).
7 Puede ser interesante al respecto las consideraciones de Falgueras (1995) sobre la necesidad de integrar el sentido de la corporeidad para el adecuado desarrollo de la persona (cfr. pp. 157-164).
8 Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general 24 oct 1979, en Insegnamenti di Giovanni Paolo II, II/2 (1979) 841-842.
9 Con la expresión «hueso de mis huesos, carne de mi carne» se hace referencia, en la Biblia, a una relación familiar por lazos de sangre. (Cfr. DTMAT II, 542).
10 Es significativo que la primera comunidad presentada por el Génesis sea el matrimonio, relación familiar que se fundamenta en la complementariedad del hombre y la mujer, que es el origen del resto de relaciones familiares. No hay que olvidar, sin embargo, que la sociabilidad humana radica en el reconocimiento de otro «yo» y no se reduce a la bipolaridad sexual. La comunión a la que se sienten llamados el hombre y la mujer por la bipolaridad sexual es un tipo, muy específico, de vivir la sociabilidad humana.
11 Preferimos hablar de materialidad y no de corporeidad, ya que la corporeidad del hombre es hilemórfica, pues es una materia informada por un alma espiritual.
12 La relación con Dios por su origen y por lo común, se distinguen en cuanto la primera se refiere a la causalidad (los demás seres creados por el hecho de ser originados también tienen esta relación), y la segunda a la comunicabilidad, a la posibilidad de que el hombre entre en comunión con Dios. Lo común funda la diferencia entre el ser originado de la persona humana y la de los demás seres, confiriéndole un sentido distinto: el hombre puede entrar en diálogo con su Creador. Con esto no se quiere decir que el hombre tenga dos relaciones con Dios, más bien, ambos sentidos —el origen y lo común— articulan la relación de Dios con el hombre.
13 «Cada hombre tiene en sí mismo, en su propio “sí mismo”, y por razón de sí mismo, algo que concierne a los demás hombres. Y este “algo” es un momento estructural de mí mismo. Aquí los demás no funcionan como algo con lo que hago mi vida, sino como algo que en alguna medida soy yo mismo. Y sólo [sic] porque esto es así a radice, sólo [sic] por esto puede el hombre después hacer su vida “con” los demás hombres. El mí mismo “desde” el cual hago mi vida es estructural y formalmente un mí mismo respecto de los demás» (Zubiri, 1989, p. 251).
14 Nos movemos aquí en el plano ontológico. El ser del hombre es primeramente «ser recibido», la persona no es causa de su ser. Para crear el ser en común, el hombre tendría que modificar el ser de sí mismo. El hombre no puede hacerse amigo de un animal o de una planta, porque falta un sustrato común que lo permita. Es sobre esta base que la libertad humana puede buscar y tener cosas en común con otras personas, crear lazos de amistad interesándose por el bien del otro y por tanto modificándose a sí mismo a través de su obrar, pero no depende de la libertad establecer el ser en común.
15 Aristóteles en la ética a Nicómaco señala que el modo para distinguir las diversas comunidades entre las personas, hay que atender a lo común. Y subraya que el amor de las relaciones familiares se acerca al amor de sí mismo, porque estas se fundamentan en el origen de la persona. Cfr. Aristóteles, Ética Nicomáquea, 8, 9, 1159 31-35 y 8, 12, 1161 b 11-23; Tomás de Aquino: In decem libros Ethicorum Aristotelis ad Nicomacum expositio, lib. VIII, lect. 9, nn. 4-7 y lib. VIII, lect. 12, n.° 2.
16 El hombre es un ser religioso: capaz de entrar en comunión con Dios. En esta relación el hombre encuentra el fundamento de su identidad ontológica y da sentido a todas las dimensiones de su vida, sus relaciones con los demás hombres, con el mundo creado, etc. Si bien es cierto que la persona se desarrolla y crece, y es capaz de realizar la llamada de destino gracias a la sociedad civil, esto no quiere decir que la sociedad puede suplantar la relación del hombre con Dios, porque no puede dar razón del ser de la persona y tampoco es fin de la persona. Es más, el sentido del ser del hombre informa el bien común: fin propio de la sociedad. Por esta razón forman parte del bien común aquellas condiciones sociales que permiten a cada persona vivir su relación con Dios de un modo pleno y verdadero.
17 Es importante notar que la relación familiar más importante no es la filial, sino la conyugal, la cual es la fuente y origen de las relaciones familiares (cfr. Juan Pablo II, Ex. ap. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n.° 19). La misma relación conyugal se funda en una diferencia constitutiva de la persona: el ser hombre o mujer. Los esposos son tales con respecto al otro cónyuge. No existe el marido o la esposa genéricos, se es marido de una mujer concreta, que a su vez es mujer de ese marido. La identidad de marido viene dada al hombre por ser marido de una mujer concreta, no por el hecho de ser hombre. Sobre este tema véase Franceschi y Carreras (2000, pp. 85-88; 226-229).
18 En la relación con Dios se puede hablar de una relación ontológica, no así en la relación con los padres. Los padres no pueden dar sentido al ser del hijo (cfr. Gen 4,1). Ellos son cooperadores de Dios en la transmisión de la vida, son el origen de su cuerpo, que es condición de posibilidad de la manifestación de la intimidad de la persona.
Sobre el sentido de la procreación son interesantes las reflexiones de Caffarra (1994), y García López (1995, pp. 251-273).
19 Sobre el sentido de la procreación son interesantes las reflexiones de Caffarra (1994), y García López (1995, pp. 251-273).
20 Si una persona de 40 años amara filialmente a un niño de 10 años, no parece razonable afirmar que por este hecho el niño es su padre, y menos aún, que es injusto que no lo sea.
21 Entendemos bien común como «el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección» (Concilio Vaticano II, 1965, n.° 26). Sobre el bien común son interesantes las observaciones de Rhonheimer (1997, pp. 116-122).
22 La visión del hombre y la sociedad que contienen las leyes no puede ser neutra, ha de estar cimentada en la verdad objetiva sobre el hombre y la sociedad. Si fundarse en una verdad antropológica objetiva se considera una imposición intolerable por parte del Estado «neutro», el no fundarse sobre la verdad objetiva es también una imposición por parte del Estado y es más intolerable aún, por dejar el bien común político a la arbitrariedad.
23 El papa advierte que esta racionalidad instrumental no permite comprender la lógica del don y el principio de gratuidad que están a la base de la sociabilidad humana. «La caridad en la verdad pone al hombre ante la sorprendente experiencia del don. La gratuidad está en su vida de muchas maneras, aunque frecuentemente pasa desapercibida debido a una visión de la existencia que antepone a todo la productividad y la utilidad» (Benedicto XVI, 2009, n.° 31).
24 Cfr. Juan Pablo II, Ex. ap. Familiaris consortio, 22-XI-1981, nn. 12-13; S. Cipriani, Matrimonio en P. Rossano, G. Ravasi, A. Girlanda, Nuovo Dizionario di Teologia Biblica, Paoline, Milano 1988, p. 922.
25 V. Call, T. Heaton, Religious Influence on Marital Stability, «Journal for the Scientific Study of Religion» 36 (1997), 382-392; C. Lehman Scassi-Buffa, Chile: ¿Un País Católico?, Centro de Estudios Publicos, «Puntos de Referencia» No. 249, 2001; A. Adsera, Marital Fertility and Religion: Recent Changes in Spain, IZA Discussion Paper 1399, University of Chicago: Population Research Center, 2004; B. Wilcox, S. Nock, What’s Love Got to Do with It? Ideology, Equity, Gender, and Women’s Marital Happiness, «Social Forces» 84 (2006), 1321-1345; E. Kaufmann, Shall the Religious Inherit the Earth? Demography and Politics in the Twenty-First Century, Profile Books, London 2010; E. Kaufmann, Sacralization by Stealth? The Religious Consequences of Low Fertility in Europe, en W. Bradford Wilcox, E. Kaufmann, Whither the Child? Causes, Consequences & Responses to Low Fertility, Paradigm Press, Colorado (En imprenta).