El hogar como el origen radical de la
identidad personal y social


The Home as a Radical Origin of Personal and Social Identity

Rafael Alvira Domínguez

Universidad de Navarra

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Rafael Hurtado Domínguez

Universidad Panamericana

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Resumen: El presente escrito reflexiona sobre la relevancia originaria del hogar familiar en la constricción de la identidad personal de todo ser humano. Para ello, se exalta en primer lugar la relevancia de la presencia del «otro» frente a quien comenzamos a construir nuestra personalidad. Posteriormente, se exalta el vínculo que se establece de modo natural entre el hogar y la ciudad, entre el individuo y la comunidad, cuyos principios de funcionamientos quedan fincados en la noción de «bien común», tanto físico como metafísico. Finalmente, se exponen las tres funciones principales de todo hogar familiar que promueven su buen funcionamiento (a saber, bienestar, educación, intimidad) y, por ende, la excelencia a nivel comunitario, social y cultural.

Palabras clave: familiar, hogar, identidad, relación, confianza.

Abstract: The following essay reflects on the original relevance of the family home in the constriction of the personal identity of every human being. The relevance of the presence of the “other” in front of whom we begin to build our personality is exalted in the first place. Subsequently, the link that is naturally established between the home and the city, between the individual and the community, whose operating principles are based on the notion of “common good”, both physical and metaphysical, is exalted. Finally, the three main functions of every family home that promote its proper functioning (namely, well-being, education, intimacy) and therefore excellence at a community, social and cultural level are to be considered.

Keywords: family, home, identity, relation, trust.

La identidad personal: ser frente a otro

Es sabido que el concepto de «identidad» es paradójico. Al señalar que algo es «idéntico», implica hacer un juicio de valor desde la exterioridad, desde un cierto «fuera» o punto de vista externo. También se puede afirmar que algo es «idéntico» a otro ser o a uno mismo. En el primer caso, la identidad es imposible porque —siguiendo a Leibniz— dos seres idénticos son uno y lo mismo. En el segundo caso, afirmar que un ser es idéntico a uno mismo tiene sentido si quien lo contempla se da cuenta de que, pasando el tiempo y cambiando las circunstancias, sigue siendo «el mismo», o bien sigue siendo «solo él mismo». Esto significaría que ese algo-alguien existe en un tiempo y en un contexto sin haber sido afectado por las relaciones que vivió. De ser así, la única posibilidad que haría posible este escenario es que el tiempo siga su curso, sin cambiar las circunstancias.

Bajo esta óptica, este mero «trascurrir» del tiempo sería idéntico a la pura «duración» o, mejor dicho, a una identidad posible en un mundo «eterno». En efecto, la idea o imagen común del «cielo», principalmente en la gran tradición cristiana, hace referencia a la llamada «comunión de los santos», en la cual cada santo está «fijado» en una duración permanente, dotado de relaciones «fijas» con los demás santos. Esta es una imagen sumamente profunda, aunque su traducción imaginativa habitual tienda a ser defectuosa. Incluso se puede caer en el error de visualizar una vida así, llena de paz y tranquilidad, pero hasta cierto punto sujeta al aburrimiento. Es entonces cuando este razonamiento reclama considerar que las relaciones en el cielo no cambiarán, pero sí aspirarán a crecer, pues de lo contrario no estarían «vivas».

Dejando a un lado la discusión de la posibilidad de lo «eterno» y volviendo al plano temporal en el que vive el ser humano, parece ser que las consideraciones anteriores apuntan a que la identidad personal, en este mundo, solo es posible a través del desarrollo de las relaciones que se van presentando en el curso de nuestras vidas. Estas pueden crecer y mantenerse «vivas», pero también puede pasar que se estanquen, que se queden cortas, y finalmente fallar o desaparecer.

«Ser» significa ser fuente de «energía» que constituye la propia identidad, estableciendo relaciones que tiendan a la excelencia. Este principio aplica para todos los seres posibles, pero muy en particular para los seres humanos. En efecto, la consistencia de una relación supone la presencia del «otro» con el que se interactúa. Por lo tanto, el intento de lograr una «identidad humana» a través de la construcción de una relación con «uno mismo» es imposible. En otras palabras, la persona humana se vuelve «idéntica» —el famoso «ser uno mimo»— solo a través de las relaciones con los demás.

Sin embargo, es importante señalar que no todo tipo de relación conduce al objetivo de consolidar la propia identidad. Todo ser humano nace habiendo recibido lo que solía llamarse una «naturaleza» —«algo» ya formado—, un cierto «pasado cristalizado» que conforma los cimientos de mi futuro desarrollo. Ante eso, es posible subrayar que 1) ninguna libertad, supuestamente total y absoluta, puede cambiar esencialmente dicha naturaleza recibida; 2) toda acción o ser que «participa» en la vida de una persona, siempre añade algo a su naturaleza, la cual no cambia esencialmente, pero puede «crecer» o «disminuir».

Ante esta afirmación, es evidente que cada segundo que transcurre en la vida de un ser humano, desde el sagrado momento de su concepción hasta su bendecido final, es relevante para conformar su propia identidad. En ese sentido, viene a cuento la famosa frase de Píndaro: «conviértete en lo que eres», pues en ella confluyen y cobran la relevancia específica de la propia naturaleza, la libertad y la providencia.

Ahora bien, pasando al estudio de la persona real, hecha de carne y espíritu, se puede observar que —a diferencia del resto de los seres de este mundo— los seres humanos estamos dotados de interioridad y exterioridad. Yendo un poco más lejos, se puede afirmar que la consistencia de «una» impacta directamente en la estabilidad de la «otra». Tarde o temprano, la más fuerte de las dos termina por cambiar la forma de la «otra», aunque dicha fuerza provenga en cierto sentido de esa «otra». Una persona con personalidad fuerte puede influir mucho en el ambiente que la circunda, así como una persona con una personalidad débil será cambiada por la influencia de dicho ambiente.

La personalidad de todo ser humano se muestra débil en su primera etapa. Ante esto, es importante resaltar la importancia del ambiente como factor determinante para su correcta educación. En efecto, el ambiente en cuanto humano puede definirse como una cierta «exterioridad» que ha de ir acorde con su correspondiente «interioridad». En ese sentido, la estructura de la interioridad humana está compuesta de tres elementos: bienestar, educación e intimidad (Alvira, 2010).

El bienestar hace referencia al impacto interior de nuestra relación básica con el entorno inmediato: vivimos en bienestar cuando conviene. La educación hace referencia al impacto interior de las relaciones amistosas con otras personas y sus realidades: somos educados aprendiendo de los demás. La intimidad hace referencia al impacto interior que tiene una relación profunda con otras personas; aquí se encuentra la verdadera felicidad.

Así lo afirmó García Morente en su famoso «Ensayo sobre la vida privada» que existen tres niveles de vida privada, los cuales pueden expresarse con tres verbos: confianza, confidencia, confesión. La confianza se identifica con el bienestar y presupone una «amistad» fundamental o respeto esencial entre las personas. La confidencia se identifica con la educación y presupone un grado más profundo de amistad en el que el «diálogo» ocupa un espacio central en la relación. La confesión se identifica con la intimidad y presupone el máximo grado de amistad: el amor verdadero. Es decir, confesamos las verdades más profundas de nuestra vida solo a las personas que amamos.

Se puede afirmar que estos tres niveles, ciertamente interconectados, funcionan de la siguiente manera: debe haber al menos un poco de amor, entendido como la afirmación y aceptación absoluta del «otro», para desarrollar una amistad en la que sea posible el diálogo. Del mismo modo, debe haber al menos un poco de esa amistad para desarrollar un respeto que genere confianza. Ahora bien, cronológicamente el respeto es condición, pero ontológicamente va primero el amor. El amor genera lo común (Alvira, 2020), que es lo que otorga la identidad «espacialmente» y la mismidad «temporalmente». La persona que ama se identifica con lo amado y es siempre «el mismo» en el tiempo con respecto a «él».

El amor es el milagro gracias al cual dos personas «son» a la vez, sin dejar de ser dos. El amor mismo los identifica en «lo común». Por esa razón, cuanto más profunda y verdadera es una relación amorosa, más «identificante» es, para ellos mismos y para la sociedad. En ese sentido, la identidad implica una relación constituyente y constitutiva en lo común, con el sentido de pertenencia. Se tiene una profunda comunidad con quieres consideramos de verdad nuestros padres, maestros y sacerdotes. Incluso por ello pertenecemos —con orgullo— a una familia (hogar), a una escuela (universidad) y a una religión (Iglesia). Identificarse, es decir, tener en común y sentirlo como propio son dimensiones de lo mismo.

Aprender es apropiarse, lo cual es posible de verdad si hay amor al saber, como Sócrates explica (y antes el pitagorismo indicaba). En otras palabras, solo te pertenece en realidad lo que amas de verdad. Por eso, el primer lugar de «apropiación», de aprendizaje es la familia, el hogar. Sin ella, la sabiduría universal, el magisterio y la Iglesia se quedan cojas. En su conjunto, estas tres instancias están llamadas por su esencia a dar identidad fundamental al mundo de los seres humanos.

Como es de esperarse, siempre que surge una comunidad «real», verdadera, aparece la identidad, incluso en cuestiones menos profundas. Por ejemplo, la pertenencia a un club deportivo del que se es «hincha», o bien en temas más profundos como la pertenencia a una empresa u organización. De ahí se deriva que el «estilo» de donde se trabaja «marca» de tal modo que incluso los directivos terminan siendo «educadores» de las personas a su cargo. En efecto, gobernar y educar son dos dimensiones de una misma actividad fundamental. De allí que la «filosofía de la empresa» busque hoy, sobre todo, desarrollar el sentido de pertenencia, tanto en sus clientes como en sus empleados. Curiosa situación, pues la empresa y el Estado se presentan como instancias más identitarias en nuestros días que la misma familia.

Es aquí el espacio en el cual emerge la gran paradoja del «en sí» y «fuera de sí». Se tiende a etiquetar de «loco» a aquel que está «fuera de sí», pues esa persona tiene el problema de estar cerrado en su propia individualidad, por lo cual no puede comunicar y comunicarse con facilidad. Por el contrario, todo el que no está «loco» se relaciona, y el conjunto de sus relaciones, en su tipología e intensidad, lo identifican.

Es relevante, a su vez, que el conjunto de esas relaciones esté bien ordenado, pues de lo contrario, esa persona se irá «enloqueciendo». Es la tesis implícita del cristianismo, la cual sostiene que al final se salva el que «sabe», y el que no se salva es el que «no sabe» nada, es decir no ha llegado a construir su identidad. Aquí se entiende mejor a Píndaro, aunque los especialistas lo entienden a veces de otra manera: «llega a ser el que eres». Todas las relaciones, según el cristianismo, se han de ordenar a la relación con Dios, a saber, identificarse con Cristo.

Ahora bien, hay una profunda conexión entre la relación de la identidad con el bien. El bien es todo aquello que contribuye al recto crecimiento y a la perfección del ser y que, por tanto, contribuye a darle, al final, su plena identidad. Por eso es preciso distinguir entre el bien común metafísico (espiritual) y el bien común sociológico (material). El primero lo consiguen quienes tienen algo en común que tiende a crecer en la medida que esa «comunidad» es más profunda y verdadera; el segundo consiste —como explica Antonio Millán-Puelles— en generar la paz social, la cual siempre va unida a los bienes económicos y culturales compartidos.

El uso actual predominante, incluso en los escritos propios de la llamada Doctrina Social de la Iglesia, es el meramente sociológico, lo cual, de suyo, tiende a quitar fuerza al propio espíritu de la sociología. En efecto, el «porqué» último de la defensa de las instituciones cristianas, muy en particular la familia, no se entiende bien fuera de su fundamentación metafísica. Ciertamente, este es un tema cada vez mejor estudiado por médicos, psicólogos y educadores, a saber, la relevancia de los primeros años de la vida para la formación de la personalidad, es decir, la identidad.

Por ello, es siempre necesario reiterar que la familia es la «cuna» en la que se forja cada persona y, en consecuencia, cada sociedad. El descuido de la familia, a partir de la política y la cultura individualistas introducidas de modo abrupto y contra toda tradición por la revolución democrática de finales del siglo XVIII, supone de modo implícito la destrucción del ser humano (Moreno, 2003).

En un mundo como el que vivimos, se desconoce que la democracia moderna fue introducida de modo explícito contra la familia, y que sus más puros portaestandartes nunca han cesado de luchar contra ella. Pensadores cristianos —como Jacques Maritain— han intentado una y otra vez salvar la propuesta democrática, dándole incluso la vuelta al problema, exaltando su valía como orden político, siempre y cuando se aplique en clave cristiana.

No es este el lugar para discutir este último punto, pero no es posible desconocer que los hechos han ido arrinconando las propuestas democráticas de inspiración católica de modo progresivo. Triunfa el intento de poner en práctica la libertad y la igualdad totales: en lo antropológico (divorcio, aborto, eutanasia, feminismo, LGBT), en lo empresarial (la autorregulación del trabajador); en lo político (gobernanza en vez de gobierno); en lo religioso (camino sinodal y democratización de la Iglesia); en la enseñanza (progresiva supresión de suspensos y disminución seria de la autoridad del profesor).

La libertad significa tres cosas: actividad, apertura, posesión, las cuales se entrelazan de modo armónico en la medida que se adquieren de verdad y se intensifican por medio del amor verdadero. Este es el nombre de la libertad en sentido clásico-cristiano, antitético, de la libertad moderna. Y el amor supone capacidad de dar y capacidad de servir. El amor genera una comunión en la que surge la identidad y que existe en la paradoja de que los que se quieren se sienten y son iguales, pero necesitan preservar la diferencia para crear esa igualdad. En otras palabras, la igualdad total impide la verdadera identidad. En relación con los niños y los jóvenes, la libertad solo existe en una verdadera familia. Por lo tanto, la ausencia de familias verdaderas tiene como consecuencia la relativa incapacidad del niño para comprender prácticamente lo que significa confiar y, por consiguiente, amar. La experiencia demuestra lo difícil que es para muchas personas incorporar y vivir estas realidades habiendo tenido carencias en su vida familiar.

Sin amor y confianza, la identidad del ser humano se convierte en un reto inalcanzable. Todas sus relaciones se vuelven superficiales, y no ancladas en la fuente de la unidad personal. Cuando una persona no es capaz de vincular sus acciones —sus relaciones— a su unidad originaria, entonces su vida se vuelve pura exterioridad, es decir, puro espectáculo. Amor, amistad, respeto: estas son las fuerzas para construir la unidad. Nuestro mundo individualista es un mundo de espectáculos, no de identidades sólidas y consistentes. El hogar es una palabra que se identifica con el espíritu de una familia verdadera. Una casa se convierte en hogar cuando es habitada —o «encendida», como diría el poeta Luis Rosales— por una verdadera familia. El hogar es el símbolo real —no la metáfora, como se suele pensar— de la vida humana, pues contiene los elementos fundamentales de esta vida. Por lo tanto, es imposible desarrollar una identidad humana fuera de un hogar auténtico, habitado por una familia verdadera.

El hogar y la ciudad: simbiosis creativa

El ser humano no es «puro» individuo, sino familiar, doméstico (Marcos y Bertolaso, 2018). Un error muy común que se suele cometer en este respecto es despreciar la fuerza de la costumbre. Se suele protestar cuando las cosas no funcionan bien, o cuando funcionan mejor de lo habitual, pero cuando hay normalidad esta se da por sentada. Ser miembro de una familia buena y tener la fortuna de establecerse en una ciudad próspera es un verdadero privilegio. Pero, con el tiempo, se puede correr el riesgo de acostumbrarnos a «lo bueno» y darlo por supuesto hasta el grado de no agradecerlo. Entonces, se tiende a cometer un error por demás grave: «dar por supuesto».

Esta es una actitud profundamente herrada, pues la ingratitud termina siendo una especie de enfermedad que impide ver de frente lo propio, lo que es tuyo, lo cual abarca desde las cosas más materiales hasta las personas con las que uno vive. Al mismo tiempo, al dejar de ser «agradecido», y por consiguiente «bueno», perdemos nuestra capacidad de ver la vida con ojos de verdad, por lo cual dejamos de aprender. Como ya se ha dicho, aprender significa incorporar algo nuevo a la propia vida, pero eso solo se hace cuando hay interés auténtico por ello, cuando hay aprecio y agradecimiento por la existencia.

El ojo humano da por supuestas tantas maravillas que hay en el mundo cuando se miran bajo la óptica utilitarista, la cual establece que la realidad sirve para generar riqueza, entretenimiento, o simple comparsa. Esto no basta para vivir bien, pues sin agradecer lo recibido vivimos nuestra vida perdiéndola. Hay quienes afirman que nadie se da cuenta de lo que tiene hasta que lo pierde. Esta expresión adquiere un significado más profundo cuando nos referimos a la triste realidad de perder a nuestra madre o a nuestro padre. Tomar conciencia, «darse cuenta», de la realidad de los propios padres de familia implica necesariamente aprender a agradecer su existencia. En la actualidad, es posible hablar de familias enteras que viven juntas, pero sin conocerse de verdad, dándose por supuestas, acostumbradas a vivir de modo paralelo, pero sin interactuar como una verdadera familia.

Hay dos realidades humanas, tan concretas y cercanas, que con frecuencia se dan por supuestas: la familia y la ciudad. Hasta hace relativamente poco tiempo, el concepto de familia se identificaba planamente con el hogar. En la sociedad actual, caracterizada por sus constantes cambios, aceleración de tiempos y movimientos, así como la supremacía del individuo, se ha perdido la singularidad de estos dos conceptos. Hoy en día es posible adquirir una vivienda sin necesidad de compartirla con una familia, o bien hay familias que se ven en la necesidad de habitar una o más casas, ambos casos por la ausencia de un auténtico hogar.

El fenómeno referido es posible, porque la estrecha relación que existe entre el concepto de familia y la realidad del hogar se ha desarticulado, quizás más que nunca en la historia. El hogar familiar está pensado no solo para tener un lugar dónde ser alimentado, cobijado, o bien resguardado de las intemperancias del clima. Todo esto lo puede brindar una cueva profunda, un árbol frondoso o incluso una choza resistente. La construcción verdadera del hogar no se puede improvisar o darse de modo accidental, sino que es gracias a que existe un «espíritu doméstico», mismo que llevamos dentro y que se nutre del amor de la familia. Solo entonces, el acarreo de materiales, la edificación de un estilo y un modo concreto de vivir, dan sentido al establecimiento rotundo del propio hogar.

Por eso, no ha de sorprender el drama que viven aquellas familias cuyos padres y madres son absorbidos por su desarrollo profesional. Esto ha llevado con el tiempo a que más hijos e hijas de este tipo de familias decidan no casarse o vivir solos, lo cual es perfectamente entendible y legítimo, pues nadie quiere dañar a nadie —al menos en principio— sobre todo a los más cercanos por razón de un exigente itinerario laboral. Sin embargo, un fenómeno que vemos con frecuencia y nunca dejará de ser dramático es encontrar a un auténtico «vagabundo»: aquel ser humano que ha optado por la soledad total, renunciando ciertamente a su condición de «persona». Es una figura dramática y trágica, pues el vagabundo no tiene casa, amigos habituales, ni un lugar de operación en una comunidad, pueblo o ciudad.

Ahora bien, no es lo mismo hablar de la imagen del vagabundo al del nómada, quien lleva sobre sus «hombros» —sobre su camello, caballo o carreta— a su familia entera. También se encuentra perfectamente incardinado en algún entorno sociopolítico, incluso cultural. Llama la atención, bajo esta misma óptica, que la imagen del vagabundo tiende a ser más masculina que femenina. La imagen de la «mujer vagabunda» es sumamente escasa, pues ellas entienden de modo más profundo el vivir humano, inseparable del habitar humano, quizás porque ellas mismas son hogar. En efecto, el primer hogar de todo ser humano es el vientre materno.

Todo ser humano aspira, o quisiera aspirar, a vivir una vida libre y pacífica, en otras palabras, ser feliz. La sumisión total y la guerra continúan, se oponen diametralmente a esta noción de felicidad. Sin embargo, libertad y paz quedan articuladas en el concepto de seguridad, que es lo que en principio hemos experimentado de modo radical y existencial en el seno materno y luego en el hogar familiar. En efecto, libertad y paz desde la seguridad del amor materno —y paterno— es lo que experimentamos en nuestros primeros nueve meses de vida sin reflexionarlo, pero sí hemos de gozar de los privilegios posteriores al día del «parto», a saber, la confianza.

Un ambiente de confianza permite que sus miembros aprendan a confiar y, con el tiempo, sentirse libres y en paz, y, por consiguiente, sentirse seguros. Esto es imposible sin el espíritu de una auténtica familia, en la que impera un clima de amor verdadero, responsable e incondicional, lo cual se nutre —más allá de las pasiones y los afectos, ambos muy necesarios— de la aceptación del otro, el ser amado, de modo absoluto e irrenunciable. Fuera del ámbito familiar, tendemos a ser aceptados por el valor que aporta alguna cualidad o modo de hacer las cosas. En la familia, así como en la «gran familia» que es la Iglesia, somos aceptados de modo absoluto por lo que somos, sin condiciones.

Habiendo dicho eso, recordemos que, si una persona no fue testigo de este ambiente, ya sea desde la niñez o bien desde su primera juventud, le resultará sumamente difícil evitar la sensación de sentirse un «vagabundo espiritual». Es tópico en nuestros días aceptar que vivimos en una sociedad que constantemente trata de organizar la vida con habitantes que experimentan este tipo de vacío. El ser humano experimenta la confianza desde la vida interior y, como no hay interioridad sin exterioridad (y viceversa), la misma confianza se ha de manifestar de modo «plástico» en la vida social. Si aprendemos a confiar en la familia, es de esperar que sigamos perfeccionando nuestro modo de confiar en el mundo circundante, el cual se nutre de la vida de personas concretas que serán testigos de nuestra confianza recíproca. Sin embargo, este diálogo no se da en automático ni es así de simple.

Ciertamente, al hablar del «mundo circundante» se está haciendo referencia de modo implícito a la relevancia de la relación entre ciudad y su organización política. Durante milenios, la cultura humana ha sabido identificar el concepto de hogar con el de la familia, pues la vida cotidiana de las personas se desenvolvía en un ámbito reducido, con su correspondiente expansión su propia ciudad y, por lo tanto, su realidad política. Sin embargo, desde hace relativamente poco, lo político se ha identificado con el concepto de «Estado». No olvidemos aquella sabiduría chestertoniana que afirma que la sociedad es una familia en grande o, mejor dicho, la organización política tiene sentido en la medida que pretende lograr en «grande» lo que la familia logra hacer en «pequeño», a saber, favorecer la libertad, la paz y así garantizar la seguridad de sus miembros, de sus habitantes.

En efecto, lo que la familia logra hacer en pequeño o en el ámbito «interior», la sociedad aspira a lograrlo en grande o en el ámbito «exterior». No es posible hablar de «interioridad» sin hablar de «exterioridad» y viceversa, pero aquí —muy al estilo anglosajón— se habla más de la distinción entre lo «público» y lo «privado», que no es lo mismo. Estos dos últimos términos hacen alusión al nivel de disponibilidad que se tiene de algo. Mientras que lo «público» implica que ese «algo» está disponible para muchos o todos, lo «privado» está disponible para pocos, a saber, parar los familiares. En cambio, hablar de «interioridad» y «exterioridad» es hablar de las dimensiones de la vida humana, por ejemplo, la propia experiencia del devenir de mi propia vida, rica en experiencias internas que tratamos de «exteriorizar» (o no), o bien experiencias externas que no quisiéramos conservar en nuestro interior (o sí).

Ahora bien, es muy interesante resaltar que esta distinción se logra comúnmente, pero con algunas limitaciones. De allí que la sabiduría cotidiana dicta que la cara es el espejo del alma, o, los ojos son la ventana del alma. Estos dichos guardan una gran verdad, así como una sublime profundidad (por eso se siguen diciendo). El ser humano es aquel ser que constantemente trata de «decir» quién es, de decir lo que ve, lo que siente o lo que piensa. La mayoría de las veces no son necesarias las palabras, pues somos más que simples voceros de nuestra vida íntima. Ser frente a otro implica un número infinito de mensajes explícitos e implícitos, que de algún modo marcan, dejan huella, en nuestra alma, aunque no siempre somos plenamente conscientes de ello.

Por su parte, lo «privado» y lo «público» son normalmente regulados por el derecho en cuanto tales, mientras que lo «interior» y lo «exterior» por la ética. Esta distinción es por demás real y necesaria, y su recta comprensión contribuiría a evitar muchas confusiones cuyos resultados han sido funestos para nuestra sociedad actual. El protagonismo del «estado» en la sociedad contemporánea, así como su centralidad en la regulación del derecho y la ética, no es mejor pero también se puede prestar a error. Un ejemplo sería la visión que considera que el Estado se ha de extralimitar en su quehacer político, invadiendo tanto el derecho como la ética. En la actualidad, las leyes cambian de interés de modo repentino y, con ello, ponen en entredicho lo «justo», lo cual deriva en una clara pérdida del sentido ético de la vida. Dicho en términos simples: prevalece lo público por encima de lo exterior, y lo privado por encima de lo interior. El resultado, tan evidente, es que ahora todo se ha tornado en «jurídico», y como el Estado es el que hace el derecho, todo se termina tornando en político.

Ahora bien, recordemos que lo propiamente «privado» se sostiene sobre la «confianza», a saber, la ética, la religión, la interioridad, pero lo propiamente «público» también, pero con algunos matices. La familia, por su parte, que no genera confianza deja de educar y con el tiempo se destruye. En Estado que no logran armonizar la exterioridad con la interioridad de su gente tampoco logran generar confianza, dando lugar a uno de los malestares más extendidos en nuestros días: la corrupción. En el caso de la sociedad occidental, fueron Nicolás Maquiavelo y Thomas Hobbes quienes introdujeron la idea de que la religión y la ética son asuntos meramente privados, que poco tiene que decir a la superior vida social y política. Resulta sorprendente el modo en que esta idea se extendió tan exitosamente y sin ser lo suficientemente retada, pues resulta evidente que, si lo propio del derecho es la justicia y el bien común de la política, se debe a la solidez que da una interioridad basada en la ética y en la religión. La ética no se genera a través de leyes o decretos que así lo pretendan. Es más bien lo contrario: las leyes y las políticas se cumplen cuando hay ética (Alvira, 1995).

La religión y la ética son el lugar de la verdad por excelencia, de lo absoluto. La familia, por su parte, es el único «lugar» en el que somos (o deberíamos ser) aceptados en cuanto personas de modo absoluto. Solo así es posible entender el valor absoluto de la persona, por lo cual una ciudad auténtica que aspira a perpetuarse en la existencia se ha de construir a partir de la familia. Contrario a lo que los sociólogos tienden a pensar, la familia no es la «célula» básica de la sociedad. Es mucho más: es el «alma» de la ciudad, es su principio vital. Como ya se ha dicho, la felicidad en la tierra se nutre de la libertad y la paz desde la óptica de la seguridad, cosa que hemos de experimentar, de vivir, primero en el interior para luego manifestarlo en el exterior, y así construir lo público. Sin familias que logren generar ese espíritu, es imposible esperar que algún miembro de la sociedad lo consiga generar desde el mundo institucional y civil. Muchos pensadores modernos han comentado que la política no se ha se encargar de la felicidad de sus ciudadanos (pensemos en los ejemplos que abundan en el mundo escandinavo), pero sí de generar paz y libertad. En realidad, la diferencia es inexistente, pues el Estado ha de velar por mantener vivas nuestra libertad y nuestra paz desde la exterioridad, cosas que nuestras familias (al menos en principio) han velado desde su lugar habitual, a saber, el lugar de la interioridad por excelencia: el hogar. Y, ante la insistencia actual de diferenciar lo privado y lo público en clave jurídico-política —haciendo referencia al mero individuo— es momento de aceptar que se ha ido dejando de lado a la familia y, por consiguiente, la ética. El precio que hemos de pagar por tal negligencia está resultando sumamente elevado: no vale la pena vivir en una ciudad así. Hay quienes piensan que luchar en favor de la familia no es más que un esfuerzo heroico por dar gusto a quienes aún creen en ella. Pero no, el intento de salvar a la familia es en realidad un intento de salvar la ciudad.

Volver la mirada a la familia, al hogar

¿Cómo poner a la familia en el «ojo del huracán», cuando se ha extendido la idea de presentar a la familia, al hogar, como un lugar oscuro, incluso comparable con algunos campos de concentración del 3.er Reich? (Hurtado, 2014). El pensador inglés G. K. Chesterton contesta de modo diametral: «el hogar es misterioso… es más grande por dentro que por fuera». Hemos dicho que no es posible una exterioridad sin una interioridad y viceversa, pero a esto se añade que la interioridad es más amplia y compleja que la «aparente» exterioridad. La casa, la construcción material, es menos que el «hogar», por lo que construir hogar es algo mucho más profundo y radical que la sumatoria de la vida interior y exterior de sus integrantes. La vida doméstica familiar, se puede afirmar, tiene su propia consistencia. En efecto, se puede hablar de una «vida interior familiar» de la que participamos todos los familiares: un «nosotros» radical e identitario, que integra algo más que la propia sangre, la etnia, o el espacio-tiempo: es un «nosotros» identitario familiar que se construye a partir de tres funciones básicas (ya mencionadas): bienestar, educación, intimidad.

En primer lugar, el bienestar familiar alude a la dimensión material de la vida doméstica, es decir, al modo en que la vida física se va actualizando en sus condiciones habituales. Esto implica entender lo que podríamos llamar la «ley del hogar»; en la familia todos hemos de tener lo necesario para nuestro bienestar. Para ello, los padres y los hijos de una familia han de estar dispuestos a realizar balances, ajustes, esfuerzos para que esa dotación de «bienestar» llegue a buen puerto, lo cual no es posible sin conocer a fondo a cada miembro de la familia. En efecto, padres, madres, hijos e hijas reclaman y ocupan un «espacio» concreto, tanto material como espiritual, que les permita florecer. En tiempos de dificultad, cuando los «recursos» en general comienzan a escasear, la familia se ha de plantear el llevar el espíritu doméstico hasta el grado más heroico. ¿Quién necesitará más alimento y cobijo? ¿Quién buscará los brazos de la madre con mayor fervor? ¿Quién externará su capacidad de escucha y atención personalizada? Solo a través del diálogo podrán los padres y las madres «meterse dentro» de la vida de sus hijos, y estos harán lo mismo desde su inocencia. Esta dinámica es —y siempre ha sido— lo que más nutre el espíritu humano o, mejor dicho, el que más educa.

La vida familiar doméstica es un espacio rico en humanidad, en el cual el concepto de educación encuentra su más genuina manifestación: el diálogo amoroso entre los que allí habitan. Por ello, educar en serio siempre implicará ir más allá de los objetivos «pedagógicos» preestablecidos. No, educar es principalmente saber transmitir un espíritu, lo cual implica ventajas y desventajas. En educación todo tiende a salir «mal» —en palabras de Juan Luis Lorda— pues decir lo que realmente sentimos y vivimos en un día común y corriente es de las actividades humanas más difíciles que hay. Pero, de todo lo que podemos decir, exteriorizar, frente a las personas que más queremos es importante resaltar que primero hemos de comenzar buscando «escribir» en el alma del educando. Esto se puede lograr si le decimos constantemente, al menos de diversas maneras (implícitas y explícitas) que siempre es bueno «tenerlo» aquí, frente a mí. La vida familiar doméstica debe estar llena de momentos y de espacios en los que los padres y las madres les digan constantemente a sus hijos: «tu presencia me importa mucho, es mejor que estés a que no estés». Si algo se le puede agradecer al nuevo espíritu tecnológico que se encuentra en boga en la sociedad occidental es que las familias comienzan poco a poco a aprender a trabajar juntas, según horarios flexibles en los que los padres se muestran frente a sus hijos como lo que son: trabajadores. Pero, incluso desde esta óptica, hemos sido testigos de que los hijos también son trabajadores, aunque por ahora ese «trabajo» consista principalmente en aprender todos los conocimientos básicos para algún día convertirse en ciudadanos de su entorno inmediato y lejano. Padres, madres, hijos e hijas, hombro con hombro haciendo lo posible por «sacarse adelante» como personas y como familia, es lo que hace posible que la confianza florezca, lo que es también propio de toda intimidad.

En efecto, el hogar familiar es el espacio por excelencia donde experimentamos la intimidad, y, por consiguiente, donde aprendemos a confiar en los demás. También es el lugar en el que la sexualidad humana alcanza su más brillante esplendor. Estamos hablando de ese momento sublime en el que los cónyuges, varón y mujer, se entregan sin reservas y de modo recíproco a nivel sexual, dando origen a la vida de sus propios hijos. En ese sentido, si el ideal educativo se traduce en un «es bueno que estés aquí» que se le ha de profesar al educando, la intimidad bien entendida es un modo de reiterar: «es bueno que vuelvas». Es lo que los padres de familia han de experimentar en su tercera edad, cuando sus hijos adultos vuelven al hogar familiar por propia convicción y de modo libre. Hay que recordar que «somos» frente a los «demás», lo cual indica que el acto de «salir» de uno mismo y «quedarse» dentro del otro, en completa confianza, implica el máximo estado de intimidad. En la sociedad contemporánea estamos siendo testigos de una diáspora de la vida doméstica, pues los hijos adultos vuelven al hogar de sus padres con poca frecuencia, a menos que sea por algún motivo festivo o excepcional. Es bueno aventurarse y conocer el mundo y procurar el bien para toda la humanidad. Sin embargo, después de tanto viaje y tanta farándula nos damos cuenta de que solamente estamos realmente de «vuelta» cuando nos encontramos en el espacio en el que somos (o deberíamos) ser aceptados de modo absoluto: nuestro hogar. La razón de ello es que en nuestro hogar habitan nuestros padres, pero de modo especial nuestras madres que, como es sabido, nos brindaron nuestro primer hogar: su vientre materno.

En efecto, el hogar familiar es una extensión del vientre materno (Von Hilebrand, 2022). Quizás por esta razón, el feminismo insiste en sacar a la mujer del hogar, pues ella «hace» hogar a donde quiera que vaya. Para muchos, el reto de tan excelsa realidad es buscar el modo de lograr la igualdad y la libertad absolutas de la mujer para ir y venir al hogar o a la empresa. Ante esta novedosa enunciación, es importante recordar que la mujer es primeramente madre de sus hijos, y hogar de su familia, aunque también lo pueda ser de modo «putativo» del resto del mundo y de sus instituciones. Lo mismo aplica para el varón, aunque quizás no de modo tan radical, pues el varón no se puede embarazar, ya que no ha sido dotado de vientre materno. Lo que sí puede hacer, en cuanto padre, es aprender a contemplar la belleza de la maternidad, rindiendo honores a aquella trilogía revolucionaria, a saber, libertad, igualdad y fraternidad, fórmula que Álvaro d’Ors replantea como responsabilidad, justicia y paternidad. Hasta hace relativamente poco tiempo, el padre de familia siempre estuvo cercano a la vida doméstica, pero ahora esa presencia se ha nublado. Recordemos que el hogar es una «casa encendida», y el «fuego del hogar» es la madre, pero la presencia del padre ha de «alimentar» ese fuego. Sin él, no tenemos hogares, no tenemos «casas encendidas», sino «casas apagadas».

Lo primero que todo padre y madre de familia debería considerar frente a sus hijos es el modo en que la vida familiar doméstica ha calado en ellos. Solo así, los hijos estarán dispuestos a formar, libremente, su propia familia y su propio hogar. Ya lo afirma la sabiduría bíblica: el varón dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y juntos se convertirán en una sola carne: una caro (Gn 2:24). A esto se le puede agregar: y juntos formarán su propio hogar, en el que la vida de sus propios hijos, y de ellos mismos en cuanto cónyuges, se convertirá en la promesa sublime de un nuevo mundo. Contrario a este pensamiento, el mundo contemporáneo no ha logrado transmitir dicho espíritu. Pero se siguen intentando desarrollar toda clase de «arreglos» socio-culturares y económicos para hacer más llevadero el sufrimiento que se detona a partir de la carencia de un hogar familiar sólido, pues el abandono que estamos viviendo en la actualidad, la soledad de nuestros hijos, no se ha logrado sanar desde la propuesta «liberal».

Pasarán algunos años para que el espíritu —de derechas o de izquierdas— contrario a la familia pierda vigencia. Sin embargo, es posible que en medio de tanta confusión y tanto abandono, la familia auténticamente familiar y doméstica resurja de sus cenizas como una luz sanadora que ilumine los corazones de tanta personas, varones y mujeres, padres y madres, que añoran ver de frente los ojos de sus seres amados. Hemos hablado de la importancia de la libertad y de la paz que el corazón añora en la seguridad que nace cuando se está «frente» a los que nos han dado la vida. Pues bien, será desde el hogar familiar que esta realidad contundente se vuelta a plantear, frente a un mundo que ha perdido la capacidad de confiar en el otro y, por ende, a tener esperanza en la humanidad y, claro está, fe en Dios.

Referencias

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https://doi.org/10.4337/9781786436573.00011

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Von Hildebrand, A. (2022). El privilegio de ser mujer (2.a ed.). EUNSA.

Derechos de Autor (c) 2022 Rafael Alvira Domínguez y Rafael Hurtado Domínguez

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