Identidad, experiencia, verdad y relevancia: testimonio de fe en contacto con nuestra cultura
Identity, Experience, Truth and Relevance: Testimony of Faith in Contact with Our Culture
Mario Alberto Salvatierra Gamarro
Universidad Martin Luther King Jr.
Resumen: ¿Qué es lo cristiano del cristianismo? Podemos entender la esencia (ousia) como aquello que hace de algo o de alguien lo que es (acto), pero también muestra lo que puede llegar a ser (potencialidad). Nuestra identidad no está completamente entendida y desarrollada. Solo en la medida que crecemos y nos acercamos a Dios, la entenderemos y, por ende, la viviremos más intencionalmente. ¿Cómo la vivimos y entendemos en el diálogo con la cultura? Para responder esto debemos entender a Cristo como nuestra esencia, una relación filial con el Padre como experiencia, las vías que corresponden a la realidad como verdad y nuestro involucramiento en la cultura como relevancia.
Palabras clave: identidad, relevancia, experiencia, verdad, cristianismo, secularismo, cultura, testimonio.
Abstract: What is the Christian of Christianity? We can understand the essence (ousia) as what makes something or someone what it is (act), but also shows what it can become (potency). Our identity is not fully understood and developed. Only as we grow to get closer to God, will we understand it and, therefore, live it more intentionally. How do we live Christianity and understand to dialogue it with culture? To answer this, we must understand Christ as our essence, a filial relationship with the Father in experience, the paths that correspond to reality as truth, and our involvement in culture with relevance.
Keywords: identity, relevance, experience, truth, Christianity, secularism, culture, testimony.
La problemática
«El hombre llega a sí mismo en la medida en que diferencia los diversos pliegues, repliegues y despliegues de su existencia. Estas afirmaciones valen tanto para el filósofo como para el teólogo, para el creyente como para el increyente» (González de Cardedal, 2006).
A todo hombre y mujer le sorprenden las interrogantes existenciales «¿quién soy yo?», «¿quién eres tú?», entre otras. No nos basta con existir y saber que existimos, también deseamos saber quién y qué somos, deseamos comprendernos y deseamos comprender a los demás. La identidad no viene ya completamente entregada, cada ser humano la posee como una cualidad inherente, es decir, todo ser humano la posee, así como posee la capacidad de conocer, pero, en ambos casos, debe formarlos, hacerlos suyos y distinguirse de los demás en la medida que se conozca, que se ame, que se piense a sí mismo y comprenda lo que le rodea.
A lo largo del tiempo, en el cristianismo como en cualquier otra religión, creencia, cultura o sociedad, se entiende al individuo como aquel que posee ciertas características físicas, emocionales o psicológicas que lo hacen distinguible, pero también, lo hacen semejante o afín a otros dentro de los grupos o subgrupos a los que pertenecen. Cada uno de estos grupos y religiones aportan sentido acerca de la esencia.
Pero de forma muy astuta, Nietzsche nos embarcó en la puesta en duda de toda base o fundamento necesario para el ser. Con la muerte de Dios, coloca al ser humano en una encrucijada, ya que, al borrar el sol, el mar y el horizonte, ¿en qué suelo colocamos nuestros pies?, ¿de dónde obtendremos nuestra posibilidad de conocer, de ser y vivir, si los horizontes de nuestra realidad se han eliminado, y si los mares de donde bebemos nuestro significado se han secado? Según el alemán, no existe la necesidad o la realidad de un fundamento externo al ser humano, no necesitamos al ser para conocer al ser.
La problemática de este mundo y de la cristiandad secularizada de hoy día, es que, desconocen su identidad verdadera. Si se borran los horizontes que marcan las fronteras de nuestro ser, se confunde el «quién soy» por el «qué soy». Podemos concluir que tanto la cultura como la Iglesia, hoy día, beben de las ideologías que corren por los aires, se han dejado seducir por el progresismo y otros pensamientos extremos y dudosos que solo desean arrancar de las manos Dios el fundamento del ser como proponía Nietzsche y ponerla en manos nuestras, para luego abandonarnos a nuestra suerte existencial.
Querámoslo o no, la identidad cristiana siempre estará ligada a su relevancia en la sociedad, como bien señala el teólogo alemán:
La existencia cristiana de las teologías, la Iglesia y las personas padece hoy más que nunca una doble crisis: crisis de relevancia y crisis de identidad. Ambas están relacionadas. La teología y la Iglesia, cuanto más intentan ser relevantes en el contexto actual, tanto más profundamente se sumen en la crisis de su propia identidad cristiana. Cuanto más intentan reafirmar su identidad en dogmas, ritos y planteamiento tus Morales tradicionales, tanto más crece su irrelevancia y la falta de credibilidad. (Moltmann, 2009, p. 29)
En su ya conocida obra, El Dios crucificado, Jürgen Moltmann, nos abre a la problemática de la identidad del cristiano y relevancia de su fe. Veamos que la modernidad nos introdujo lo relevante en términos de «plausibilidad y verificabilidad», ya lo decía Pannenberg de manera enfática, el hombre contemporáneo tratará de superar la existencia con la fantasía, y para esto cambiará la confianza (fe) por la seguridad (ciencia, tecnología). Esto implica de cierta manera que el hombre dejara a un lado la experiencia religiosa y así su apertura hacia Dios. Por otro lado, nuestros tiempos desean poner nuevamente la experiencia como hito de lo relevante. Entonces, la problemática que existe en una cultura atrapada entre ideales es que tiende a convertirse en pluralista. También, podemos ver que, hoy día, el cristianismo en su relación con el mundo ha dejado de ser luz y ejemplo en términos de experiencia y verdad.
Elaboro un diálogo con cuatro aspectos, a saber, identidad, experiencia, verdad y relevancia, estos dirigen el presente artículo con las preguntas: ¿cómo es la identidad de un cristiano en este mundo secular?, ¿cómo es su experiencia en tanto religión, en tanto relación con Dios y con el mundo?, ¿la verdad del cristianismo es, como dicen muchos, una imposición o es una verdad que se corresponde en libertad, y, ¿qué de su pretensión de universalidad? Y ¿acaso la relevancia debe tener la primacía a tal punto de perder la identidad con tal de ser escuchados? El cristianismo en su relación con una cultura secularizada que carece de identidad enfrenta una doble crisis, crisis de identidad y de relevancia.
El camino: Recuperar lo esencial ante la crisis
«Estamos ante una auténtica crisis de fe que nos exige buscar una nueva gramática de dicha fe desde la recuperación de los elementos esenciales. En tiempos de crisis hay que volver a lo esencial» (Cordovilla, 2012).
Antes de iniciar con los cuatro aspectos antes mencionados, esta parte nos puede colocar en panorama acerca de lo que se busca al hablar de identidad. Para los cristianos, como para los creyentes de diversas religiones y, de igual manera, los que se sienten inasequibles de estas, existe un elemento que subyace bajo todo estilo de vida, este está conformado por un grupo creencias y convicciones, son un fundamento, y funcionan no solo como un eje, sino también como una fuente de principios y normas, necesarios para pensar y vivir. Son también un marco de referencia dentro del cual interpretamos todo a nuestro alrededor. Así, podríamos decir que, toda persona necesita de este grupo de creencias y convicciones que se dan por sentado, y son más que útiles para vivir en una apertura al mundo (Pannenberg) que le rodea. Todos tienen fe en algo o alguien.
No hay duda de que el cristianismo, hoy día, está en boca del conglomerado cultural, se busca encontrar en aquel los puntos más débiles, inconsistentes y volátiles con la intención de, a toda costa, recluirlo a lo privado. Una fe privada y escondida, que no tiene nada que decir ante el mundo, es en realidad, como dice Frabice Hadjadj, la «fe de los demonios», la fe que este mundo busca. No hay manera que una fe recluida conserve su brillantez y su salinidad.
La inquietud de Moltmann (identidad y relevancia) gira en torno a que el cristianismo se halla dentro de un «dilema de implicación de identidad», es decir, puede enfocarse en su identidad centrándose en la dogmatización y la moralización, al tiempo que pierde su relevancia; o puede enfocarse en su relevancia y su brillantez ante el mundo mientras sacrifica su identidad.
En la línea con aquel dilema, encontramos también una crisis de fe que desemboca en una crisis de Dios, es decir, una fe que tambalea ante la cultura actual que no puede más que presentar a un dios a medias tintas1. Por eso, será necesario que esa forma de expresar la fe ya sea por medio de lenguaje, de la liturgia o de nuestro testimonio, no esté desfasado, sino actualizado2, pero con la salvedad de mantener inalterable su esencia.
Lamentablemente, en los últimos tiempos de crisis, el cristianismo, en lugar de volver a su esencia, se escondió bajo las faldas del fundamentalismo, el dogmatismo y el conservadurismo, y de esto la consecuencia es que, para esta cultura, la verdad que presenta la religión no es una opción, sino una imposición. Si la identidad de un cristiano son sus dogmas, su esencia es dogmática.
Ser cristiano es recordar, narrar y agradecer una historia en la que Dios se ha revelado a la humanidad para su salvación. Recordar es importante, ya que no hay cristianismo verdadero sin referencia constante al acontecimiento originario y a los testigos que, desde el origen, lo siguen transmitiendo, esto nos ayuda a no perder de vista la naturaleza del cristianismo, la cual es vertical y descendente.
La esencia de nuestra identidad
«¿Dónde está, pues, el último secreto de mi identidad, de aquello que yo soy y de aquello que estoy llamado a ser?… No simplemente para saber qué es lo que somos (existencia), sino también quién somos (identidad)» (Gesché, 2016).
«El cristiano toma su nombre de Cristo. Su esencia depende en absoluto de la esencia de Cristo. Esto es claro. Pero asoma amenazadora la pregunta: ¿qué afinidad esencial, qué tipo de comunión puede haber entre Cristo y los cristianos?» (Von Balthasar, 2017).
La filosofía griega proponía entender al ser humano con base en su esencia; por su parte, la categoría metafísica que el cristianismo introduce es el de relación, nuestra experiencia en la historia de la salvación se da en esa realización relacional entre Dios y hombre, en esa llamada y respuesta entre estos, surge la categoría de persona. Esa relación que escucha y responde mutuamente es justo donde un «yo» y un «tú» se encuentran, donde el hombre se ha encontrado a sí mismo y se ha reconocido. Entender a Dios como persona es la categoría usada para pensar la trinidad y su relación con el hombre.
Para Von Balthasar, el testimonio es importante en la vida de un cristiano, entiende que este es el que da forma unitaria a nuestro ser cristiano, el testimonio de aquel que ha clamado y le han respondido, que se ha sentido perdido y han venido a su encuentro, que no recordaba quién era y le han hecho una nueva criatura.
La problemática no podría ser mayor que cuando se confunde o se usa de forma intercambiable e indiscriminada, la identidad con la fe (en su forma periférica), creencias, grupo de convicciones, etc., ya que cada una de estas acompañan la identidad, proporcionándole su marco de interpretación y acción; estas también nos instruyen sobre las diferencias entre las distintas propuestas y hacen distinguibles esos principios irrenunciables de las meras formas y complejidades adoptadas. Hablando sobre las realidades desde las que el cristianismo se comprende a sí mismo, González de Cardedal menciona: «Es una religión, se remite a una historia, tiene en la persona de Cristo su centro y cuenta con el futuro absoluto como anhelo y promesa» (2018, p. 84).
Algo inherente en el ser humano es que posee la capacidad para conocer, cuestionar y desarrollar su identidad. Estos tiempos, tomando de Sartre y de Feuerbach, han entendido que, al acercarse a la idea de Dios, la humanidad pierde su libertad y su identidad, ya que toma de lo que Dios dice que es y no de lo que la persona dice de sí. La cuestión es interesante, ya que esto muy bien podría estar mediado por una lucha de cosmovisiones tratando de responder primero, la cuestión de los orígenes.
No tenemos el espacio para desarrollar detalladamente lo anterior, pero, hilando las conclusiones de cada cosmovisión sobre sus orígenes, podemos decir lo siguiente. Primero, el hecho de todo ser humano es que posee una identidad y una libertad de las que echa mano día a día. Segundo, si fuésemos creados por la materia y químicos que bien hoy podríamos llamar código genético y epigenético, bajo el cronómetro del tiempo, dirigido por el azar y creyéramos que esta es la respuesta a la pregunta «¿por qué hay algo en lugar de nada?» (orígenes), entonces, debemos reconocer y aceptar que todo cuanto existe está dominado por las leyes de la física y de la química. Entonces, si somos materia, no podríamos negar que estamos mediados y dirigidos por dichas leyes de la naturaleza, y que estas son las que forman nuestra identidad, y si, de allí mismo, suponemos que es de donde proviene nuestra libertad y nuestra autonomía, estas no serían más que las leyes materiales que controlan nuestro cerebro y nuestros pensamientos, ¿no sería nuestra identidad y libertad una ilusión? ¡Todo sería un engaño!
La respuesta que el cristianismo, particularmente, proporciona a la pregunta sobre los orígenes tiene dos connotaciones elementales para entender nuestra identidad, a saber, amor y libertad. Ambos están presentes en la creación, así como en la redención. Para una creación corrompida no hay mejor noticia que la que anuncia la oportunidad de un nuevo inicio. El mensaje y la obra de Cristo es eso, un nuevo inicio, por medio de una nueva vida, así, entonces, la esencia (imago Dei) corrompida por el pecado ahora se recupera en Cristo.
Dios se acerca a nosotros y se relaciona para encaminarnos nuevamente, proporcionando la esencia y el camino para nuestra identidad en Cristo.
Una cultura sin identidad requerirá de mi identidad una capacidad relacional, esto quiere decir, abordar las problemáticas de hoy en diálogo con el pensamiento actual. No puede existir un vaciamiento de mí, sin yo saber qué estoy entregando, y si estoy dispuesto a ponerlo en juego cuando decido entregarme al otro en un choque de identidades.
Entonces, ¿qué voy a vaciar?, es decir, ¿cuál es mi identidad?
Si bien el cristianismo inicia con la acción histórica de Jesús, un cristiano inicia con la función del espíritu su vida, y le configura como hijo con el Hijo, al crear esta relación filial nos pone en perspectiva con la obra redentora y con el acontecimiento histórico. Para Moltmann, nuestra identidad no radica como miembro de una iglesia, ni la profesión de fe, tampoco a las experiencias de vocación, conversión y perdón en nuestra vida, más bien:
nuestra identidad cristiana únicamente puede comprenderse como acto de identificación con Cristo crucificado, porque y en la medida en que la predicación que lo ha alcanzado a uno tiene por objeto a aquel en quien Dios sea identificado con los sin Dios y con los por él abandonados, entre los que nos contamos. (Moltmann, 2009, p. 48)
La identidad de Dios se hace manifiesta a nosotros cuando se encarna, desde este momento iniciamos una nueva fase de comprensión de Dios y la nuestra. «¿Quiénes dicen ellos que soy?», pregunta Jesús; la respuesta por parte de muchos no se hace esperar, «¿quién dicen ustedes que soy?», vuelve a preguntar. Ahora todos guardan silencio, Pedro es el único que responde: «tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente»; Pedro declara la identidad de Jesús, paso seguido Jesús identifica a Pedro «tú eres Pedro» (Mt. 16:13-18). Aun después de esto, Pedro sigue con dudas sobre la identidad de Jesús y la suya, ya que, al momento de la crucifixión le preguntan «¿acaso no eres tú…?» (Mt. 26:69-75).Y Pedro no solo niega su contacto con el crucificado, sino que se niega a sí mismo. Solo con la aparición de Cristo resucitado, Pedro entiende la relevancia de la cruz y esta adquiere una dimensión y un significado diferente, ya que, aunque el crucificado fue otro yo me identifico con aquel que tomó mi lugar; primero, fue Jesús quien se identificó conmigo. A partir de ello, nuestra su relación con Jesús es cimentada, «Pedro, ¿me amas?» (Jn. 21:15-19)… la esencia del cristianismo es Cristo, es decir, sin él un cristiano no sería lo que es; al mismo tiempo, Cristo es nuestra identidad, es decir, somos formados a su imagen.
Dios se identifica con la humanidad encarnándose, nosotros nos identificamos con Dios en la cruz donde toma nuestro lugar, y en la resurrección donde se fundamenta nuestra esperanza y victoria. El bautismo y la comunión nos identifican ante el mundo, como participando de lo mismo que el crucificado-resucitado, de sus padecimientos y muerte, tanto así como de su resurrección y victoria sobre la muerte. De ahí que, relación es base de la identidad.
Para Tillich, podemos entender nuestra identidad acercándonos a los conceptos de ser esencial y ser existencial. Para este teólogo, existe en nosotros una tensión entre nuestro ser real y nuestro ser potencial que busca llegar a la esencia ideal, a la esencia que Dios ha planificado desde el inicio de los tiempos. Esto no está lejos de la realidad, cuando nos identificamos con Cristo, él es quien nos hace partícipes de una nueva vida (ser existencial) y mediante el poder transformador del Espíritu Santo en nosotros, cada día somos formados más y más a su semejanza (ser esencial).
Al conocer a Dios por medio de Jesucristo, estamos conociéndonos a nosotros mismos de cierta manera. Dios nos creó a su imagen, es decir, la esencia de nuestra identidad fue provista por nuestro creador y, somos formados a la imagen y semejanza de Jesús, así que su acto de amor y redención también es con miras al entendimiento y al desarrollo de nuestra identidad en libertad.
Paul Ricoeur bien pudo haber dicho, «la identidad invita a pensar», ya que, la identidad no es aquella que se retiene dentro de mi ser como un ideal (como algo a qué aferrarnos), sino también, aquella que se manifiesta ante el otro en una actitud relacional (tomando forma de siervo se despojó a sí mismo [Fil. 2])3.
La esencia de nuestra experiencia
Preguntarnos por nuestra identidad es, al mismo tiempo, indagar sobre nuestra posibilidad (lo que se puede llegar a ser dada la esencia). La experiencia es ese contacto entre lo real y el ser humano, pero no está condicionada solamente por lo externo material, sino que, al igual que la identidad, funde sus raíces en Dios. La nueva vida que surge por medio de la «renovación de nuestro entendimiento» abre los cauces de nuestra experiencia.
La verificación de nuestra identidad puede encontrarse en nuestra experiencia, es decir, acá no se trata solo decir quién somos, o saber qué somos, sino vivir de tal manera la experiencia de ser, o también, en palabras sencillas, vivir nuestra identidad. De esto trata la experiencia.
El triunfo del ego moderno consistía, como bien señalamos, en hacer a Dios a un lado, ya que un ser como este intimida e impide, según los maestros de la sospecha (Freud, Marx, Nietzsche), que seamos nosotros mismos y revelemos nuestra verdadera identidad. A estos les siguen, según Gesché, los maestros de «la sospecha de la sospecha» (Ricoeur, Levinas, Kristeva), quienes abren nuestros ojos nuevamente a la necesidad del contacto con el Dios trascendente que se ha revelado.
Lo experiencial, son las vivencias y los convencimientos que resultan de una transformación del sujeto, a cuenta y riesgo de tomar también su libertad y esperanza (no que le sean quitadas), y que, exponiéndolo a la realidad que ha sido abierta, lo forma y lo forja, haciendo de este sujeto «signo y testimonio» para los que le rodean.
La experiencia religiosa, según González de Cardedal conlleva este orden: «1. Surge de la fe vivida. 2. Se esclarece con el análisis racional; 3. lo trasciende, 4. llegando hasta el núcleo de la persona y 5. conformándola a la luz de Dios que se le ha manifestado» (González de Cardedal, 2018, p. 38).
De esto último encontramos que el ser divino, quien se relaciona con nosotros, no solo como Dios creador, sino también, como Padre amoroso, en un nivel de autoridad que resulta para nosotros benéfico, ya que la autoridad es el acto de otro que es más grande que yo, y cuanto más grande es, más y mejor me lleva de la mano por el camino de mi identidad.
Las escrituras atestiguan que el Padre envió al unigénito y este acto de encarnación, muerte y resurrección abriría las puertas a la posibilidad de que Dios nos tomara de la mano mientras nosotros nos aferramos a Él. Y al enviar a su Santo Espíritu (consolador), Dios realiza formalmente los trámites de adopción y de garantía de la promesa.
Nuestra experiencia requiere de una luz que le guíe en medio de las realidades cotidianas. Jean L. Chretien decía que: «la clave de nuestra identidad está en aquello que nos pone en relación con el otro». Y para González de Cardedal «La relación del hombre con Dios es cuestión de razón e inteligencia en un sentido, de corazón y querencia en otro, es decir, de decisión y amor» (González de Cardedal, 2018, p. 17). Ambos autores nos encaminan a la verdad, nuestra experiencia se vive en el día a día, en los deseos del alma y la interacción con otros y con el otro, y con este último, encontramos en la experiencia diaria nuestra esencia y la suya. Nos abre a la realidad de quienes somos y quien es Él, que nos obliga a colocarle como nuestro centro, como el objeto de nuestra búsqueda, realidad y experiencia.
El ser humano vive, en general, la experiencia de ser creación; el cristiano vive la experiencia de ser creación y adopción. Dios como nuestro Padre es la experiencia viva de todo cristiano, ya que Jesús es el hijo de Dios y el primogénito, de quien luego seguimos nosotros, como hermanos amados. El drama entre Dios y nosotros no solo es en tonos redentores4, sino también adoptivos, así, el elemento constitutivo de mi identidad, esencialmente, viene de mi imagen como creación y de mi adopción como hijo redimido.
La persona y el mensaje de Jesús se van diciendo a la vez que se van dando, de esto se comprende que el cristianismo no se reduzca ni a los textos, ni a las personas, ni a las ideas que estaban en su comienzo. Como toda realidad viva, crece con el tiempo y, como toda persona viviente, mantiene una continuidad entre nacimiento, niñez, juventud y madurez, y en esta experiencia es donde crece y se nutre nuestra identidad.
La esencia de nuestra verdad
«Narrar la historia para suscitar el amor»
Agustín
«¿Qué es la verdad?»
Pilato
La revelación de Dios se ha dado en la historia, se han entregado como mandato, como hecho y como promesa. Los profetas y apóstoles no eran filósofos de la metafísica, eran portadores y transmisores, o narradores de una verdad revelada, que expresaba, no solo la voluntad de Dios, sino su carácter, entonces, no se jactaban solo de la verdad interna de lo revelado, también de la autoridad de Dios y a la verdad de «la nube de testigos» que les precedieron.
De cara con los ideales modernos, lo primero que nos desafía es que, si bien, el cristianismo es una experiencia viva de memoria y relato, de recibir y dar testimonio, de recibir y creer promesa, entonces, ¿cómo vamos de los hechos históricos particulares de una verdad revelada a la verdad universal? Aunque, como bien lo han dicho varios autores, el relato histórico pone cara a cara, al ser humano y a los hechos, confrontando su razón, su libertad, su actuar.
Si para los cristianos Cristo es esencia y camino de descubrimiento hacia mi esencia, entonces, ¿por qué importa Jesús en cuanto a la verdad universal y no solo particular? ¿Qué hace que este judío trascienda de sus fronteras geográficas? ¿Será su doctrina, su moralidad, su persona y su destino las que elevan su mensaje a pretensiones de universalidad? Es claro que profetas y maestros morales han existido, y muchos han traído cierta luz a la humanidad, pero, una vez más, qué hace diferente a Cristo. Donde existen las preguntas «¿quién soy?», «¿qué es la verdad?», cabe preguntarnos «¿quién es Cristo?».
La Ilustración proponía regir a «la religión dentro de los límites de la razón», no pudiendo eliminarla, dado su valor, la relego al ámbito de los sentimientos, la ciencia para la verdad y la religión para la emoción, así se pretendía sectorizar.
Según Ratzinger, la religión existe principalmente como integrador del ser humano en la totalidad de su ser, vinculando el sentimiento, la razón y la voluntad. En este sentido, ser íntegro será esa comunicación entre estas facultades; sin esto, las preguntas sobre la verdad y el valor, la vida y la muerte quedan sin respuesta. Y cuando no hay comunicación entre lo subjetivo y lo objetivo, entre la razón y el sentimiento, entonces, llega la crisis.
Entonces, ¿cómo vamos de los hechos particulares al sentido universal? Aquí el salto parece largo de la significación ontológica y antropología hacia la manifestación del absoluto. Una cosa es partir de la creatividad del ser humano para encontrarnos con maravillas, pero también límites; otra, partir de la revelación que trasciende la capacidad del ser humano, revelación que trae luz a la razón, a la doctrina, a la información en gracia y amor, que amplían nuestra libertad, liberándola de pesos impuestos por las banalidades y pintando nuevos horizontes. «La verdad está siempre en camino y la encontramos caminando: ni solo el principio como sólida posesión, ni solo el final como definitiva conquista o don gratuito» (González de Cardedal, 2018, p. 24).
Este mismo autor se hace la pregunta después de analizar las cinco vías del Aquinate, ¿qué vías están abiertas, en nuestra época, para que el ser humano, con sinceridad intelectual busque a Dios? Y así propone: Vía metafísica, que parte del análisis de la realidad, que nos hace volver a la pregunta de Leibniz: ¿Por qué hay algo en lugar de nada? Hablar de metafísica es inmiscuirse en la realidad, analizarla desde su origen, preguntarse por el ser, la esencia, y todo cuanto existe, incluso lo que parece ser sobrenatural, el alma, el sentido, la existencia, las emociones. Existe en esta realidad algo más allá de lo que la física puede explicar, y para que exista una apertura a esta, se requiere que nuestras capacidades de percepción también la excedan, así que, si tanto la realidad como nuestra percepción exceden lo material y físico, debe existir un propósito, una intención que conecten lo sobrenatural con nuestras percepciones permitiéndonos conocer la verdad de la realidad.
Vía ética, cada día en cada decisión existe una confrontación con nuestra conciencia, ese llamado al deber, a servir a algo o a alguien. Una exigencia que se nos anticipa y una responsabilidad en que procedemos, ¿este absoluto moral nace meramente de un constructo social? La ética enlaza a todo ser humano, existe esta unidad de deber y responsabilidad objetiva, pero también nos distingue mostrando la autonomía, libertad y capacidad de actuar mostrando también ciertos valores subjetivos y necesarios.
Vía religiosa, esta experiencia religiosa que nos empuja a una constante búsqueda y adoración de lo eterno, de lo infinito, de lo majestuoso. Vivir y expresarse ante este ser eterno, poderoso, santo, personal, inmutable, amoroso, etc. Ya sea confirmando su existencia o negándola, eso ha sido el ir y venir de la humanidad. Como se responde desde el ateísmo a esta necesidad y búsqueda en cada uno de nosotros. Se parte de la negación del ser para encontrar el ser, ese es el triunfo del ego moderno.
Vía antropológica, las grandes preguntas existenciales se plantean en primera persona: «¿quién soy?», «¿de dónde vengo?», «¿a dónde voy?». La pregunta entonces es «¿de dónde obtiene el ser humano ese carácter personal?». No puede venir de la materia impersonal, sino más bien de algo (o alguien) que otorga la personalidad como característica intencional en acto y potencia.
El método en cuanto disciplina debe contar siempre con la disposición y voluntad de llegar a la verdad. Hoy, después de miles de años, la humanidad sigue en la búsqueda de respuestas a las preguntas, normas para las actitudes y señales para el camino que, entre razón y fe, invitan a preguntar por Dios; señalan la bondad y belleza humana, asombrada y abrumada cada día ante la realidad de existir y contra la posibilidad de no existir.
La esencia de nuestra relevancia
Nuestra época se caracteriza por correr hacia los fines pragmáticos en todo (o casi todo) lo que emprende, esto se convierte una tendencia y se fortalece a medida que avanzamos tecnológicamente, ya que la tecnología, uno de sus fines, es hacer las cosas, digámoslo así, más fáciles, más prácticas, menos esforzadas, y a esto se suma las tendencias de la inmediatez como el internet, la comida rápida etc., que nos dan todo en la palma de la mano. Entonces, en la velocidad que vivimos, si es que cabe hacerse unas preguntas, estas son: ¿para qué?, ¿para qué me sirve la verdad?, ¿para qué me sirve el cristianismo? Y tampoco se salva lo divino, ¿para qué me sirve Dios? Podemos observar que ya no se pregunta por la esencia, por el ser, sino más bien, por lo que puedo obtener y qué tanto tiempo me llevará.
Si contestamos a este mundo sus interrogantes y a sus inquietudes, debemos hacerlo de manera profunda, responder rápida y superficialmente en los «para qué» y los «qué tan rápido», solo nos meterá en ese mismo círculo del pragmatismo y seremos sus cómplices. Debemos, por tanto, hacer ver a nuestros contemporáneos seculares que existe otra clase de respuestas, pero, planteando otra clase de preguntas, y esto solo puede llegar si abrimos los ojos a la necesidad, y para ello, muchas veces, es necesario poner freno de mano a la velocidad con la que giran sus vidas.
De primas a primeras, descartamos relegar el cristianismo a la vida interior de las personas, aprisionando el mensaje del evangelio y su verdad, la fe no es ahí solo donde se interioriza los dogmas y las experiencias privadas, la fe nuestra es la que participa en los aires de la cultura, se expone ante ella, estos aires son como el oxígeno que intensifica la llama de nuestra fe. Las épocas donde el cristianismo ha resplandecido han sido aquellas en las que la predicación de la palabra junto a la reflexión filosófica, el comentario bíblico exegético esclarecedor y la discusión con la cultura, han estado unidas.
Una Iglesia incapaz de renovarse y que, en medio de las realidades cambiantes, no se ocupa de la dignidad humana, es una Iglesia que se petrifica y muere. Se convierte en una secta sin sentido al margen de una sociedad inmersa en cambios vertiginosos. La gente entonces se pregunta qué diferencia existe entre pertenecer o no a ella. (Moltmann, 2009, p. 34)
Lo que el teólogo alemán intenta hacernos ver es que el cristianismo debe estar en la montaña rusa de la vida, misma en la que se encuentra la cultura hoy día. Si no estamos en ella, las personas no nos verán, no estaremos presentes en el conflicto diario, ni en las tomas de decisiones sobre cuestiones importantes, o en los proyectos que busquen soluciones, o ahí donde alguien se detenga y se pregunte. Seremos obsoletos.
Mantener una actitud relacional quiere decir más bien vivir las situaciones concretas desde los propios planteamientos y en diálogo con los de los demás. La carencia de relación acarrearía la muerte. Esta relacionalidad puede superar tanto el absolutismo de la ideología de la unidad como el totalitarismo propio del relativismo. (Moltmann, 2009, p. 51)
El cristianismo es, sin lugar a duda, religión del logos, es kerigma, no puede encontrar nada mejor que la cultura para esparcir su mensaje, ya que la cultura, dirá Ruiz de la Peña, es «expendedora de la palabra, de toda palabra» (1997). Así que, el cristianismo, no es meditación silenciosa y privada, sino anuncio de la palabra encarnada, y solo es en la cultura donde esta encuentra el mejor mercado para anunciarle.
Nuestra identidad no puede endeudarse con la cultura actual, pero sí involucrarse en esta. Y, para que nuestro mensaje se mantenga en contacto con el escenario actual, será necesario estar presente y entregar el mensaje, no como quien lanza granadas de verdad, sino como quien siembra sintiendo la textura y la humedad del suelo, como quien se inclina y mete las manos en la tierra y coloca una a una la semilla. Esto requiere una flexibilidad y adaptabilidad a los cambios, pero, al mismo tiempo como bien lo anunciaba Moltmann, una fidelidad a mi identidad y a mi fe, ya que de esto último depende mi pretensión de que la propuesta sea significativa y no resulte en mi perdición.
La relevancia de la revelación estriba en que Dios no ha decidido imponer al hombre la fe, sino la ha llevado a su máxima expresión encarnando la buena noticia y el don divino, en la persona de Jesucristo. Por ello, la identidad del cristiano no se entiende solo en términos de esclavo (Pablo), sino también en términos de hijos adoptados (el mismo Pablo), que, naciendo en una nueva criatura, parten a vivir de otra forma la misma realidad (vista desde una nueva perspectiva y hacia una nueva esperanza). La relevancia es, entonces, que la revelación no es impuesta como muchos detractores de la fe señalan, sino que es anunciada, predicada y testimoniada por nosotros para la libre aceptación de «quien tenga oídos para oír». Ahora, está libre aceptación no debe entenderse como que si el mensaje revelado no tenga carácter de urgente, porque su negación o asentimiento tiene consecuencias inmediatas y mediatas; tampoco como pluralismo religioso, donde cada mensaje es el mismo, pero con diferentes orígenes, nombres, proponentes, caminos y significados, ya que la realidad sigue siendo un hecho, y la libertad sigue conllevando derecho de ejercer, pero también obligación de aceptar la consecuencia de mi elección, ¿no es esto lo que la sociedad y cultura actual busca, la libertad? Pues el mensaje proclamado de la fe eso es lo que refleja, y la identidad cristiana, que se desarrolla en libertad de hijos, es la que el mundo verá.
Para ser relevante, la fe debe ser vivida como testimonio en una relación filial. Debe evitarse la transmutación de la fe, y ser más que solo una fe en acto profesional y mera información intelectual sobre el contenido.
Vivir nuestra identidad experimentando una verdad relevante
«El testimonio da algo que interpretar».
Ricoeur, P.
Wittgenstein explicaba que, cuando se desea conocer la identidad religiosa de una persona, no se le pregunta por lo que cree, más bien, debe examinarse cómo vive. El amor de Dios que nos precede y que llega hasta nosotros por la revelación, encarnación y victoria es el fundamento de nuestro perdón, libertad, adopción, fruto y contenido de nuestra esperanza, y todo esto, el núcleo constituyente del cristianismo. Pero nuestro contenido de fe se expresa en dogmas, creencias y prácticas que surgen de la revelación dada y de las ordenanzas y de los mandatos instituidos en ella, y aunque estas contengan imposiciones como «amarás», también, como parte del fruto del Santo Espíritu obrando en nosotros, se espera que sea parte nuestro nuevo ser, todo esto es relación y confesión, sin lugar a dudas, por ello, el testimonio de fe conlleva enunciar (credos, prédicas, homilías, liturgias etc.), despejar (apologética), explicitar y experimentar ese núcleo originario (vivirlo). Para esto, se requiere que el que atestigua y testifica lo realice a medida de lo posible, desde una apertura a la catolicidad teologal y de fe, es decir, desde lo más amplio de la tradición y lo más íntimo de la experiencia, desde lo más profundo de la historia del pensamiento cristiano, y no solo de una de sus partes o uno solo de sus teólogos.
Experiencia y verdad son inseparables. Un cristianismo sin experiencia está vacío y un cristianismo sin verdad es ciego. los hombres necesitan no solo saberes positivos como propuestas históricas o utopías escatológicas, sino aquella experiencia que les haga posibles una vida en la paz, en el perdón, y en la esperanza. (González de Cardedal, 2018, p. 10)
A todo individuo le acompañan responsabilidades, exigencias fundamentales que no se deben pasar por alto. Primero, hay que recordar que la fe, al igual que el amor, existe en libertad. Dios decide revelarse, la humanidad decide creer, por lo tanto, el cristiano no busca imponer su fe, sino mostrarla; no busca imponer una verdad, sino señalarla; no busca obligar a creer en Dios, sino que busca el kerigma. Solo así, en esa libertad, podremos mostrar al mundo que lo nuestro no es una imposición doctrinal que restringe nuestro ser, sino que es una relación filial que desemboca en gratitud y que potencia nuestro ser, solo así daremos por gracia lo que por gracia hemos recibido. Segundo, no deja de existir la pregunta «¿le interesa a Dios mi vida?». Por lo que debemos mostrar que este Dios de amor gratuito no es indiferente, ni arbitrario (dilema de Eutifrón), sino que está comprometido a fondo con nuestra condición personal.
González de Cardedal se pregunta: ¿cómo pasamos de la fe a la fidelidad y de la palabra a la acción? Paul Ricoeur se pregunta: ¿cómo pasamos del texto a la acción? Y acá es donde todo cristiano debe entenderse como maestro y como testigo, el primero entiende el dogma, la doctrina de la fe que profesa y la enseña, la transmite narrándola, con palabras y con su vida; el segundo, requiere un involucramiento con lo que atestigua, es su ser puesto en juego y expuesto por su causa con miras a la redención de este mundo y la glorificación de su Señor.
Cada cristiano entendiendo su identidad dará testimonio de Dios y mostrará que solo en Él la humanidad encontrará la respuesta de su existencia y de su realidad; por tanto, si nuestra identidad se vive en una experiencia abundante pero orientada, la verdad que mostremos por medio de estas será contundente y relevante para una cultura y una sociedad necesitadas de una apertura al mundo, al otro, a lo eterno, al ser.
Así como es necesario el conocimiento histórico del cristianismo, la aceptación de sus proposiciones como fórmulas de fe también lo es, con el involucramiento con la realidad viva y personal de Cristo, en Él, nos abrimos al misterio de Dios y nos abre el sentido de nuestra vida. Quien lo conoce y ha reconocido el inmenso don que en Él Dios nos da, no puede más que transmitirlo a los demás, y es así, receptor consciente y agradecido, que participa de Él tanto en forma individual (creyente) como colectiva (Iglesia).
La aproximación del mensaje del evangelio como revelador del ser humano y como concientizador nos proporciona un reflejo del interior del ser humano en términos espirituales o almáticas; mientras que, al mismo tiempo, esta aproximación puede presentarse como proyecto, es decir, como la propuesta de Dios contra ese deterioro que muestra el reflejo interior en cada ser humano.
La propuesta del evangelio es encarnativa, en cuanto a que el kerigma, como eje y esencia, predica al Dios encarnado. Por lo que, el testimonio que muestra el cristiano es producto de una nueva vida, es decir, un fruto encarnado, así que los dogmas nos guían e iluminan, mientras las convicciones las formulamos proposicionalmente y las vivimos experiencialmente. La realización del ser humano consiste en vivir la vida que confiesa tener, mostrando su identidad. Por ello decimos que el evangelio no solo expone la voluntad de Dios para la humanidad, sino que la pone en marcha al responder a la necesidad que tiene esta de encontrar su verdadero ser, su esencia.
La vida del cristiano es la que muestra cómo este conoce su identidad en la experiencia con el Dios trinitario, y cómo esta experiencia (formadora de identidad) contiene una verdad que al transmitirse es relevante para esta cultura. Juan 1 es uno de los prólogos más bellos por su combinación de teología y filosofía, una fórmula hermosa: «En el principio…» (Jn. 1:1-13), aun así y en última instancia, ante los ojos de este mundo, muchas veces, no nos queda más que ser el Felipe de nuestra época diciendo «hemos encontrado a aquel…», esperando reacciones como las de Natanael (la cultura escéptica) quien pregunta «¿acaso algo bueno puede venir de Nazareth?», a lo que solo podremos responder… «Ven y ve» (Jn. 1:45-46). El Dios-dios5 con el que nos relacionamos es el que predica nuestra fe y el que refleja nuestra identidad.
Referencias
Cordovilla, Á. (2012). Crisis de Dios y crisis de fe: volver a lo esencial. Editorial Sal Terrae.
Cordovilla, Á. (2014). En defensa de la teología, una ciencia entre la razón y el exceso. Ediciones Sígueme.
Gesché, A. (2016). El sentido, Dios para pensar VII. Ediciones Sígueme.
González de Cardedal, O. (2006). Historia, hombres, Dios. Ediciones Cristiandad.
González de Cardedal, O. (2018). Invitación al cristianismo: experiencia y verdad. Ediciones Sígueme.
Moltmann, J. (2009). El Dios crucificado. Ediciones Sígueme.
Pannenberg, W. (1985). Ética y Eclesiología. Ediciones Sígueme.
Ratzinger, J. (2013). Fe, verdad y tolerancia: el cristianismo y las religiones. Ediciones Sígueme.
Ruiz de la Peña, J. L. (1997). Una fe que crea cultura. Caparrós Editores.
Tillich, P. (2009). Teología Sistemática Tomo I. Ediciones Sígueme.
Von Balthasar, H. U. (2017). ¿Quién es cristiano? Ediciones San Juan.
Derechos de Autor (c) 2022 Mario Alberto Salvatierra Gamarro
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1 Frase utilizada para expresiones, actitudes, etc., poco precisas o claras.
2 Con actualizado, me refiero a que no ha perdido su conexión con la realidad que le rodea, lo podemos ver en aspectos científicos, socioculturales, etc., y que sabe utilizar un lenguaje que se entienda en su contexto.
3 Qué es este despojo, sino una encarnación con miras a darse a sí mismo sin renunciar, claro está, a su identidad; tomar forma significa hacerse cercano al otro. Antes de entregarse a la cruz, Cristo se entregó a la humanidad, ahí donde la humanidad lo rechazó, la cruz lo recibió.
4 La redención es necesaria, por su puesto, pero no es lo único. En ella somos libres del pecado y de la maldad, nuestros y de este mundo, pero no para quedar huérfanos, sino para que, en esa libertad, podamos ser adoptados.
5 Todo depende de qué expresa nuestra fe y a quién refleja nuestra identidad, a un Dios o a un dios. En palabras de Moltmann: «al Dios de las Escrituras o al Baal de las naciones».