En busca de una identidad: la gestión de
la propia extrañeza


In Search of Identity: Dealing with One’s Own Strangeness

Javier Pérez Wever

Universidad del Istmo de Guatemala

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Resumen: Este artículo centra la mirada en el análisis sociológico que hace Zygmunt Bauman de la ausencia de identidad que experimentan las personas en la vida actual debido al cambio de condiciones sociales que se han experimentado en lo que ha llamado la «modernidad líquida». Esa falta de identidad tiene ya una tradición de análisis sociológico bajo la categoría del «extranjero» o el «extraño» empezada por Georg Simmel. Bauman toma esta tradición y explica qué conlleva la condición de extraño en la actualidad y cómo se busca una identidad con las herramientas y medios disponibles por los individuos.

Palabras clave: Zygmunt Bauman, identidad, extraño, modernidad líquida.

Abstract: This article focuses on Zygmunt Bauman’s sociological analysis of the absence of identity experienced by people in today’s life due to the changing social conditions experienced in what he has called “liquid modernity”. This lack of identity already has a tradition of sociological analysis under the category of the “foreigner” or the “stranger” begun by Georg Simmel. Bauman takes this tradition and explains what the condition of the stranger entails today and how an identity is sought with the tools and means available to individuals.

Keywords: Zygmunt Bauman, identity, stranger, liquid modernity.

El concepto de extraño en Bauman

Zygmunt Bauman fue profesor y un estudioso de la teoría sociológica durante muchos años. Su labor no se centró únicamente en comprender y estudiar lo que otros habían escrito, ya que, además de comprender conceptos tradicionales, los ha utilizado para analizar la sociedad en la que vivimos. Uno de esos conceptos es el del «extraño» o del «extranjero».

Georg Simmel fue el primero en tratar al extranjero como forma sociológica. Simmel dice que el extranjero es la ambivalencia entre lo próximo y lo lejano; alguien de fuera que está dentro de una comunidad. Los miembros de la comunidad no saben cuándo se irá o si se quedará para siempre. El extranjero «es, por decirlo así, el emigrante en potencia que, aunque se haya detenido, no se ha asentado completamente» (Simmel, 1977, p. 716).

El tema del extranjero está presente a lo largo de toda la obra de Bauman. Esto se debe a que él fue extranjero la mayor parte de su vida. En su juventud estuvo en Rusia al huir de la invasión nazi (J. Bauman, 1988, p. 50). Luego, tras regresar a Polonia, de donde es originario, tuvo que renunciar a su nacionalidad y abandonar el país (J. Bauman, 1988, p. 195). Vivió un tiempo en Israel. Luego, viajó por varios países hasta asentarse en Inglaterra, donde murió (Tester y Jacobsen, 2005, p. 17).

Conceptualmente, Bauman presenta a los extraños como una ambivalencia: «Hay amigos y enemigos. Y también extraños» (Z. Bauman, 2005b, p. 84). Estos últimos tienen características tanto de los amigos como de los enemigos, son la ambivalencia que se produce a partir de la construcción de la vida social mediante la oposición de amigos y enemigos, «dentro» y «fuera», «nosotros» y «ellos» (Z. Bauman, 1990, p. 57).

Los extraños son la encarnación del extranjero de Simmel, con la ambivalencia de las categorías de proximidad y lejanía. Son sujetos que no se muestran con claridad ni encajan del todo en ninguna categoría existente. En este sentido representan una fuente de desconcierto (uncertainty), pues minan las divisiones cognoscitivas que permiten saber con seguridad con quién se trata y cómo tratarlo. En otras palabras, el extraño es el tercio excluso que no debería existir.

Innombrables son todos los ni esto ni aquello (…). Su indeterminación es su potencia: ya que no son nada, pueden ser todo. (…) Las oposiciones proporcionan conocimiento y acción; los innombrables las paralizan. Los innombrables exponen brutalmente el artificio, la fragilidad, lo postizo de las separaciones más vitales. Llevan el exterior al interior y corrompen el sosiego del orden con la sospecha del caos. De este modo actúan los extraños. (Z. Bauman, 2005b, p. 88)

La condición de extrañeza de una persona consiste en la incapacidad de ser insertada dentro de una de las categorías cognoscitivas existentes. Los extraños son seres ambiguos y «los seres ambiguos son “monstruos”, a diferencia de los demás seres cuyo trato no causa confusión ni vacilaciones» (Z. Bauman y Tester, 2002, p. 112). Los extraños suponen un reto para los miembros de una comunidad, pues muestran la insuficiencia de las categorías relacionales con las que dividen al mundo. En este sentido, los extraños son peores que los enemigos, ya que los enemigos no suponen un problema al sistema, pues la comunidad, al identificarlos como tales, es capaz de actuar conforme a esa identidad conocida o adscrita. Precisamente, el sistema se basa en la oposición de amigos y enemigos, por eso los extraños son una fuente de incertidumbre muy grande, pues ponen en jaque a la oposición básica que permite las relaciones y la construcción de un orden social.

a) La modernidad y el extraño

«Los extraños no son una invención moderna, pero sí lo son los extraños durante mucho tiempo, tal vez para siempre» (Z. Bauman, 2005a, p. 139). En la premodernidad1, el extranjero era un caso poco habitual y su condición tenía una duración limitada (Månsson en Jacobsen y Poder, 2008, p. 164). La comunidad sufría la presencia del extraño de forma esporádica y por poco tiempo, ya que pocas personas viajaban y las comunidades tenían la capacidad de lidiar con ellas: con el tiempo se convertían en amigos o enemigos. El trato con extraños no era un problema cotidiano y permanente.

Las comunidades, tal como las describe Tonnies (1979), tienen un tamaño pequeño. Ahora bien, en las condiciones sociales modernas, en donde las ciudades se convirtieron en grandes aglomeraciones de personas, la condición del tamaño de la comunidad se rompió. La transición de la premodernidad a la modernidad está marcada por un aumento de la densidad poblacional y por la incapacidad de los sistemas sociales hasta entonces existentes para absorber una cantidad de personas tan numerosa. Así, surgió la posibilidad de que personas permanecieran como extrañas: no había mecanismos sociales que las transformaran en miembros de la comunidad, pues eran muchos. Como apunta Månsson: «la sociedad moderna, tal como la describe Bauman, es en gran medida un mundo de extraños» (en Jacobsen y Poder, 2008, p. 160).

Para Bauman, la extrañeza en la modernidad es la ambivalencia que produce el nuevo orden social moderno. Como toda ambivalencia, surge después y no antes de que se haya creado y proyectado un orden sobre la realidad. Los extraños «son un reto cognitivo, moral y estético» (Smith, 2000, p. 162) para toda la visión social moderna del mundo.

b) El extraño en la modernidad líquida

En la modernidad líquida, se perdió la ilusión por alcanzar el orden definitivo, la construcción de una estructura sociocultural que eliminara todo tipo de ambivalencia del mundo2. El fracaso de los sistemas de ingeniería social3, especialmente el comunismo y el nazismo, generaron la desconfianza en la razón humana para implantar un orden definitivo y humano. Se extendió la idea de que no hay tal cosa como un orden necesario y universal que dote al mundo de total certeza y a los individuos de una seguridad absoluta. Por eso, en la modernidad líquida se relativiza el orden existente y todo orden que vaya a venir. La ambivalencia se establece como lo único permanente y como aquello de lo que no se puede huir.

La fase líquida de la modernidad comienza con «la aceptación de la pluralidad inerradicable del mundo; pluralidad que no es una estación temporal en el camino a la perfección aún no lograda» (Z. Bauman, 2005b, p. 140), sino un estado permanente. Por tanto, «significa la emancipación resuelta del impulso característicamente moderno [sólido] por sobreponerse a la ambivalencia y por promover la claridad monosémica de la mismidad» (Z. Bauman, 2005b, p. 140). Se invierten los significados de los valores de la modernidad sólida como homogeneidad y universalidad por el de diversidad y particularidad, de modo que la variedad deja de ser un valor negativo para convertirse en uno positivo. El orden que perseguía estructurar el mundo ha perdido su atractivo, porque hay una conciencia de su imposibilidad.

La tarea de construir un nuevo orden mejor para reemplazar al viejo y defectuoso no forma parte de ninguna agenda actual —al menos no de la agenda donde supuestamente se sitúa la acción política—. La «disolución de sólidos», el rasgo permanente de la modernidad, ha adquirido por lo tanto un nuevo significado, y, sobre todo, ha sido redirigida hacia un nuevo blanco: uno de los efectos más importantes de ese cambio de dirección ha sido la disolución de las fuerzas que podían mantener el tema del orden y del sistema dentro de la agenda política. (Z. Bauman, 2006c, p. 11)

Además de la conciencia de que la actividad ordenadora nunca alcanzará su meta, en la modernidad líquida se fue haciendo más difícil establecer la distinción básica entre «dentro» y «fuera», que tuvo tanta importancia en la fase precedente y que podía sostenerse por el control del territorio, debido a los avances tecnológicos. El Estado nación, que promovió la homogeneidad y la claridad dentro de sus fronteras, perdió la capacidad de controlar la diversidad. Ha desaparecido la distancia que antes funcionaba como defensa de lo comunal, de lo de «dentro».

La aparición de la informática fue, sin embargo, lo que asestó el golpe mortal a la «naturalidad» del entendimiento comunal: la emancipación del flujo de información respecto al transporte de los cuerpos. Una vez que la información pudo viajar con independencia de sus portadores, y a una velocidad muy superior a la de los más avanzados medios de transporte (como en el tipo de sociedad en la que vivimos todos hoy en día), ya no podía trazarse, y mucho menos sostenerse, la frontera entre «interior» y «exterior». (Z. Bauman, 2009, p. 7)

Las sociedades se han abierto, pues ya no puede controlarse el flujo entre el «dentro» y «fuera», tanto intelectual, ya que la información fluye por las «autopistas de la información», como materialmente, por la libre circulación del capital y las mercancías. «Lo que ocurre en un lugar influye en las vidas y las oportunidades vitales de personas de todos los lugares» (Z. Bauman, 2010, p. 44). Bauman señala que esta apertura de las sociedades tiene un matiz que el autor que acuñó la expresión, Karl Popper (1971), no previó y es que una sociedad abierta es «una sociedad impotente para decidir su curso con un mínimo de certeza, y para mantener el rumbo escogido una vez tomada la decisión» (Z. Bauman, 2007a, p. 15). La globalización cambia los poderes efectivos basados en el espacio físico que ostentaba el Estado soberano, por unos poderes extraterritoriales y móviles. El Estado nación abierto y crecientemente indefenso pierde fuerza en el espacio global, ya que «los verdaderos poderes que determinan las condiciones en las que todos actuamos en estos tiempos se mueven en el espacio global, mientras que nuestras instituciones de acción política siguen, en gran medida, amarradas al suelo; son, como antes, locales» (Z. Bauman, 2007a, p. 117).

De modo que tanto por la pérdida de la ilusión de un orden definitivo, como por la de los poderes para definir, es decir, excluir e incluir, a los individuos, la ambivalencia se ha quedado de manera permanente en la modernidad líquida. Ya no existe la capacidad de percibir una estructura sociocultural como si fuera la única y la propia. La modernidad líquida conlleva la pérdida del mundo por parte de cualquier individuo, dejando a este último en una condición precaria de la que se le invita a salir por sus propias fuerzas y de la que nunca consigue deshacerse del todo. La intención ordenadora continúa presente, pues es un rasgo esencial de la modernidad, pero de modo individualizado. Hay una privatización del problema del orden, es decir, que ya no habrá unos diseñadores que planteen una estructura que organice la vida social en su totalidad, sino que cada individuo se ve como responsable de organizar su propia vida; por tanto, cada uno debe diseñar su proyecto de vida. «La responsabilidad por aclarar las dudas generadas por circunstancias insoportablemente volátiles y siempre cambiantes recae sobre las espaldas de los individuos, de quienes se espera ahora que sean “electores libres” y que soporten las consecuencias de sus elecciones» (Z. Bauman, 2007a, p. 10). De modo que en esta fase sigue existiendo tanto la necesidad de ordenar la característica de la modernidad como la ambivalencia que genera, pero a diferencia de antes, la tarea de ordenar y de lidiar con la ambivalencia recae ahora sobre el individuo.

La privatización y universalización de la extrañeza

Así, pues, ahora se da por hecha la diversidad del mundo y no se busca imponer un orden rígido y total, ya que no hay certeza de que alguno sea mejor o peor más que por el hecho de ser elegido.

No hubo poder terrenal que erradicara la ambivalencia, [ni] su desplazamiento desde la esfera pública hacia la privada para tratarse, en general, como una cuestión privada. De modo similar a tantos otros problemas societales (de alcance global), el asunto de la ambivalencia debe pelearse individualmente, y de ser posible con medios privados. Conseguir claridad de propósitos y de significado es una labor del individuo y una responsabilidad personal. El esfuerzo es de la persona. Y también lo es el fracaso en los esfuerzos. Y la culpa de fracasar. Y el sentimiento de culpabilidad que el reprochárselo deja tras de sí. (Z. Bauman, 2005b, p. 262)

Al no poder desterrar del todo la ambivalencia, tampoco se pudo desterrar a los extraños, a «los otros de dentro», «los que están dentro, pero no son de» (Z. Bauman y Tester, 2001, p. 82). La extrañeza como condición ambivalente también se privatiza. Así, es el individuo, cada uno de los individuos, el que debe hacer frente a la condición de extraño, tanto la propia, pues cada uno se convierte en extraño, pues no está dentro de un mundo que lo dote de significado pleno; como la de los demás, ya que este proceso afecta a todos. En esta fase de la modernidad, la extrañeza ya no es un fenómeno singular, sino que se ha generalizado y alcanzado a cada uno de los individuos. «La extranjería no es sólo [sic] un desafío al aquí y ahora, sino que ella misma se ha convertido en cotidianeidad» (Waldman, 2017, p. 364).

Un corolario paradójico de la privatización es la universalidad de la extrañeidad: el modo de ser extraño se experimenta, en grados variantes, por todos y cada uno de los miembros de la sociedad contemporánea, con su división extrema del trabajo y la separación de esferas apartadas funcionalmente. (Z. Bauman, 2005b, p. 136)

Las dos causas que enumera Bauman en este texto de la privatización de la condición del extraño y su consecuente universalización son a) la excesiva división del trabajo, y b) la separación funcional que experimentan las personas en las diversas esferas que componen su vida. El extraño en la modernidad líquida no viene de fuera y se queda, como señalaba Simmel del extranjero, sino que surge en el interior de las fronteras. El afán por separar para esclarecer terminó separando demasiado como para poder dotar de significado completo a cada individuo mediante una sola estructura. La superposición de diversas estructuras ha provocado que la extrañeza se haya convertido en una experiencia cotidiana y en un asunto de gestión ordinaria para cada uno. La complejidad y la imbricación de mundos en los que se ve inmersa cada persona afecta a la comprensión: la autocomprensión y comprensión ajena.

En relación con cada uno de los subsistemas, el individuo es una unidad con varios significados, un compuesto ambivalente —siempre un extraño parcial—. Para ninguno de los sistemas es un nativo por completo. (…) El resultado es su «desarraigo» en cada uno de ellos, y no estar en casa en ninguno. Puede decirse que es el extraño universal. (Z. Bauman, 2005b, p. 137)

El individuo ya no puede huir de su extrañeza, aunque esta solo sea parcial. Siempre tendrá alguna forma de ambivalencia, porque ha perdido una referencia o comunidad en la cual encuentre su sentido pleno. Su sí mismo no llega a ser reconocido plenamente en ninguno de los sistemas o subsistemas en los que su vida se desarrolla. El marco de interpretación se ha fragmentado o difuminado de tal manera que la misma identidad del individuo está irremediablemente fragmentada y difuminada. El individuo se convierte así en una persona desplazada.

El individuo no tiene un hogar, habita en diversos mundos, de hecho, «se ve tentado a decir que “solo está en casa” consigo mismo» (Z. Bauman, 2005b, p. 137). El entorno ha perdido la autoridad para definir y dotar de significado. O, mejor dicho, ya no hay una sola autoridad, sino una multitud de autoridades que lo definen en cada subsistema. Lo curioso de este caso de carencia de plena significación del individuo es que se deriva de una sobredefinición o superabundancia de significado, esto es, que el individuo no es extraño porque le haga falta un mundo, como le ocurría al extranjero, sino que su extrañeza es consecuencia de la pertenencia a muchos mundos. Si antes el extraño era el carente de mundo, ahora es el que posee sobreabundancia y superposición de mundos. Hay una heterogeneidad que provoca que el individuo se experimente como la resistencia a la integración plena en alguno de los subsistemas. Esto se debe a que «la pertenencia a una entidad puede ser compartida y practicada simultáneamente junto con la pertenencia a otras entidades en casi cualquier combinación (…). Los apegos han perdido buena parte de su intensidad pasada» (Z. Bauman, 2010, p. 41).

En esta fase de la modernidad prima la libertad y eso conlleva la capacidad de movimiento. Los mundos a los que pertenece el individuo son fruto de sus elecciones: no hay vínculos significativos que no se hayan elegido, que estén por encima de la libertad, que definan a la persona independientemente de lo que haga. Se ha invertido la primacía del ser sobre el obrar: se es lo que se elige, en lugar de elegir según lo que se es. El extraño es precisamente el que potencialmente puede ser cualquier cosa.

De modo que al perder fuerza los vínculos por depender de elecciones individuales, ya no se tiene una garantía de la lealtad a los distintos grupos y, así, los sistemas a los que pertenece el individuo son percibidos y experimentados como efímeros. Los vínculos en la modernidad líquida no se establecen para toda la vida. La pertenencia a un sistema, comunidad o mundo siempre es hasta nuevo aviso. De hecho, cada vez es más adecuado hablar de redes en lugar de sistemas o estructuras, según Bauman, ya que en la actualidad «las totalidades sociales tienen perfiles borrosos, se mantienen en un estado de flujo constante, no son, sino que están siempre volviéndose algo, y rara vez se pretende que duren siempre» (Z. Bauman, 2010, p. 25). Así, la identidad del individuo está cada vez más alejada de los grupos a los que pertenece o los círculos en los que se mueve.

El individuo, como extraño universal, asume la tarea de adquirir una identidad, y tiene la libertad para hacerlo, pero pierde la ayuda y la autoridad de la comunidad. La «apertura» del mundo y, por tanto, de la comunidad, que trajeron los avances tecnológicos influyó en el balance entre la libertad y la seguridad. La seguridad del sí mismo ya no se puede alcanzar a través de la comunidad, pues esta se ha difuminado, provocando que los individuos queden libres de los lazos comunitarios, pero también expuestos a los peligros en solitario.

Esto, sin duda, otorga más carga a la persona y, sin embargo, se puede experimentar con menor intensidad porque «hay una diferencia sustantiva entre ser un extraño en un mundo nativo bien establecido, y ser un extraño en un mundo en movimiento» (Z. Bauman, 2005b, p. 138) y es que, a diferencia del mundo nativo o comunitario, el mundo en movimiento da cierta homogeneidad a los individuos, porque ya no son unos pocos los extraños, sino que todos son extraños. Nadie tiene un puerto seguro al cual acudir. La extrañeza es una carga común, aunque no compartida, porque cada uno la lleva en solitario. Así, ya no se ve como culpa y, por tanto, tampoco hay tanta urgencia por salir de tal condición. La clave de la igualdad entre los individuos líquidos es mantenerse en el desarraigo y en la diversidad; no en la homogeneidad o mismidad.

«La extrañeidad ha devenido universal. O, más bien, se ha disuelto, lo que después de todo, implica lo mismo. Si todos son un extraño, ya nadie es extraño» (Z. Bauman, 2005b, p. 139). Según Bauman, como no se podía eliminar la extrañeza, se ha procurado soportar elevándola al estatus de condición humana universal. La condición del extraño ya no se percibe como algo temporal, sino permanente.

Todo lo anterior plantea dos cuestiones nuevas respecto a la previa fase moderna: a) el cambio en el trato con los demás que se ve afectado por el nuevo panorama. En otras palabras, la gestión de la extrañeza del otro, y b) la búsqueda de la seguridad del sí mismo que ahora está expuesto y sin una forma «dada» de ser reconocido, es decir, la gestión de la propia extrañeza. Aquí nos centraremos únicamente en el segundo punto.

En busca de una identidad: la gestión de la propia extrañeza

Según Bauman, el ideal emancipador que buscaba no tener ninguna atadura4 se experimenta como alcanzado, pero esto repercute en el nivel de libertad y seguridad que poseen los individuos. El individuo, al no tener raíces, está sobre suelo movedizo y poco seguro. Sin estabilidad, la seguridad es difícil de adquirir y, sin embargo, se presenta como una necesidad de todo individuo. Bauman repite continuamente una expresión de Ulrich Beck para describir la vida en las condiciones de la modernidad líquida: «Orientar la vida en estas condiciones se convierte en la solución biográfica de contradicciones del sistema» (Beck, 2001, p. 173). La falta de comunidad arroja al individuo a buscar la seguridad solo.

De aquí lo que apunta Béjar:

La individualización se basa en una ironía: la identidad aparece como una ficción pero se petrifica como un hecho. O, lo que es lo mismo, hace su aparición en la historia como una creencia, posterior a la del ciudadano —de raíz republicana—, que descansaba en la comunidad política (la polis aristotélica, la asamblea roussoniana, la revolución arendtiana) y acaba transformándose en un destino. Al tiempo, la identidad surge triunfante de las cenizas de la comunidad. (2007, p. 186).

En la modernidad líquida, se ha dado la «decadencia», «muerte» o «eclipse» de la comunidad, fuente de la seguridad, ya que no encontramos en ningún agregado de personas la experiencia propia de la comunidad (Z. Bauman, 2001, p. 65). La vida sin comunidad es una vida con Unsicherheit. El título del libro de Béjar, Identidades inciertas (2007), es una tautología, pues la identidad es el resultado de la pérdida de la comunidad. Sin comunidad no hay certeza.

De modo que los individuos han buscado una manera de adquirir seguridad, pero sin perder la libertad que poseen. Como antes, la búsqueda de seguridad sigue siendo esencial para el extraño. En la fase líquida se le presenta una diversidad de opciones, es decir, un mercado de «comunidades»5 donde puede elegir la que quiera y por el mero hecho de preferirla sobre el resto. El problema y fuente de miedo de los individuos es que «sueltos, deben conectarse… Sin embargo, ninguna clase de conexión que pueda llenar el vacío dejado por los antiguos vínculos ausentes tiene garantía de duración» (Z. Bauman, 2005a, p. 7).

El individuo se ve lanzado a construir una identidad como el refugio seguro; pero para ser seguro necesita de algo más que lo que el propio individuo puede aportar. Así, la identidad se convierte en un sucedáneo de la comunidad. La identidad se presenta para los individuos contemporáneos como el hogar donde se puede descansar.

El material que se quiere moldear como una obra de arte a la que llamamos identidad es la propia vida (Z. Bauman, 2008). Pero es una obra que debe hacerse constantemente porque «el tiempo percibido por la actual generación joven no es cíclico ni lineal, sino “puntillista”, como los cuadros de Seaurat, Signac o Sisley» (Z. Bauman y Dessal, 2014, p. 50), por tanto, cada suceso es un punto diferente que empieza y acaba en un instante. Y en una vida vista así, de forma episódica y no lineal, la tarea es continua, pues los episodios son esencialmente distintos, de modo que lo anterior no garantiza lo posterior: la identidad debe ser reafirmada o buscada constantemente. «La formación de identidades (o, más exactamente, su re-formación) deviene en una labor de toda la vida, nunca completa del todo; no hay momento alguno en el que la identidad sea “definitiva”» (Z. Bauman, 2010, p. 26). La identidad debe re-nacer continuamente, porque también muere con la misma frecuencia y, así, la tarea de su formación no admite descanso.

El individuo no puede fijarse a una identidad, porque eso conllevaría perder la libertad de elegir una nueva. Fijar la identidad sería lo mismo que adquirir el compromiso de mantenerla a lo largo del tiempo y en la modernidad líquida parece que los individuos no están dispuestos a comprometerse de tal manera, pues se expondrían a quedar arraigados. Así, pues, la identidad debe ser algo flexible, capaz de cambiarse según lo desee el individuo y cuando lo desee. Así, como destaca Blackshaw: «Bauman es consciente de que en la modernidad líquida la búsqueda de una identidad individual es una forma de soñar que es patéticamente absurda» (Blackshaw, 2005, p. 121).

El reconocimiento social

Ahora bien, la identidad debe mostrarse y

en tal momento, sin embargo, enfrentamos la paradoja sobre la que descansa la condición de la sociedad moderna. Por una parte, el individuo necesita establecer una diferencia firme y defendible entre su propia persona y el amplio mundo exterior, impersonal e impenetrable. Por otra parte, pese a todo, esa diferencia, precisamente para ser estable y confiable, necesita de una afirmación social y debe ser obtenida bajo una manera que goce de aprobación social. La individualidad depende de la conformidad con lo social: la lucha por la individualidad exige que los nexos sociales se fortalezcan y que se profundice la dependencia social. (Z. Bauman, 2005b, p. 268)

La paradoja es mantener la diferencia mediante la aprobación de los demás, y Bauman la llama la autonomía mediante la sumisión: «convertirse en individuo a través de la pertenencia y hacer una afirmación sobre la personalidad propia a través de medios impersonales» (Z. Bauman, 2005b, p. 263).

La identidad personal subjetiva necesita del apoyo o intercambio intersubjetivo para poder sostenerse. A este intercambio Niklas Luhmann (2008) lo llamó amor. Este autor se centra en la función comunicativa, de intercambio, es decir, en el sustrato funcional del amor. Sin embargo, el amor tiene una nota que en la actualidad supone una gran carga y que lo hace difícil de sostener: la reciprocidad. El intercambio en el amor debe ser recíproco, ya que el individuo busca la afirmación de su unicidad mediante la aprobación del otro y el otro, a su vez, espera lo mismo del primero. Bauman apunta que, para llevar una relación amorosa, hacen falta la negación y el compromiso, pero en la actualidad son notas de las relaciones que no se buscan ni se quieren; porque «después de todo, son dos proyecciones personales distintas, a menudo contradictorias, que deben aceptarse y afirmarse al mismo tiempo —trabajo siempre difícil y a veces imposible—» (Z. Bauman, 2005b, p. 272).

Así, pues, hace falta buscar un sustituto funcional del amor que los individuos estén dispuestos a aceptar, porque se sigue necesitando la aprobación social como sello de la unicidad. Ese sustituto no es otro que la compra, que es una manera de consumar un intercambio, pues permite obtener un servicio sin asumir el deber de la reciprocidad. «La compulsión a comprar convertida en adicción es una encarnizada lucha contra la aguda y angustiosa incertidumbre y contra el embrutecedor sentimiento de inseguridad» (Z. Bauman, 2006c, p. 87). En el fondo se busca ser amado sin amar, que reconozcan la propia identidad sin tener que reconocer las de los demás.

La particularidad del yo se debe expresar mediante un código supraindividual, compartido y autorizado para ser eficaz. De modo que la autocreación es una tarea obligada del individuo, pero la autoafirmación no es más que un producto de la imaginación. Lo único que puede ofrecer una confirmación capaz de completar la labor de autocreación es una autoridad. Ahora bien, estamos en un mundo multicultural, donde abundan las autoridades y ninguna parece estar por encima del resto.

En nuestra época, tras la devaluación de las opiniones locales y la lenta pero imparable extinción de los «líderes locales de opinión» (…), quedan dos y sólo [sic] dos autoridades capaces de dotar de un poder reconfortante a los juicios que pronuncian o evidencian a través de sus acciones: la autoridad de los expertos, la gente que «sabe de verdad» (cuya área de competencia es demasiado vasta para que los iniciados puedan explorarla y ponerla a prueba) y la autoridad del número (basada en el supuesto de que cuanto mayor sea el número, menos probable es que se equivoque. (Z. Bauman, 2009, p. 58)

«Etiquetas, logos y marcas son los términos del lenguaje del reconocimiento» (Z. Bauman, 2008, p. 23). El mercado es el gran mediador de la identidad, pues ofrece los términos que permiten al resto de individuos reconocer la propia identidad. Se supone que las mercancías en venta son productos creados por expertos y que gozan de un gran número de compradores, porque, si no, desaparecerían de los escaparates. «La virtud que encuentran [los individuos-consumidores] en los objetos cuando salen de compras es que en ellos (o así parece, al menos por un tiempo) hallan una promesa de certeza» (Z. Bauman, 2006c, p. 87). Sin embargo, esa promesa nunca se cumple. Los artículos que ofrece el mercado son caducos y volátiles, de modo que «la clase de certeza que se vende en los comercios no logra cortar las raíces de la inseguridad que instó al comprador a salir a comprar» (Z. Bauman, 2006c, p. 88). En todo caso, le pueden dar seguridad por un instante, pero únicamente en ese instante. Además, en el mercado hay demasiadas ofertas y como el sentido del sí mismo ya no es impuesto, sino que debe ser elegido, el peso de la elección recae únicamente sobre el individuo tanto si es un éxito como un fracaso. Así, las posibilidades de equivocarse aumentan por el hecho de que la identidad se está re-formando continuamente.

Vivir en un mundo moderno líquido del que se sabe que sólo [sic] se admite una certeza (la de que mañana no puede ser, no debe ser y no será como es hoy) supone un ensayo diario de desaparición, disipación, borrado y muerte, lo que indirectamente, significa también, por tanto, un ensayo de carácter «no definitivo» de la muerte, de resurrecciones recurrentes y reencarnaciones perpetuas… (Z. Bauman, 2006b, p. 15)

Así, el individuo se ve obligado a recurrir a las dos autoridades mencionadas anteriormente para reducir los riesgos de fracaso constantemente.

El sistema de expertos

El individuo acude a los expertos porque, aunque es capaz de comprender sus necesidades, no sabe cómo satisfacerlas. El conocimiento está a desmano, porque la ciencia tiene un lenguaje técnico y sofisticado que está solamente al alcance de algunos pocos. De modo que hace falta un mediador que funcione como voz autorizada entre la ciencia y el lego, que tiene un problema y no sabe cómo resolverlo. Ese mediador es el experto. Según Bauman, el mediador es una condensación de la necesidad de confiar en alguien6, fruto de la necesidad del reconocimiento supraindividual de la individualidad. Así, el sistema de expertos surge como la manera de calmar el ansia de reconocimiento. Los expertos se erigen como los grandes receptores de la individualidad, de lo más personal, y le ofrecen una salida reconocible por el resto de los individuos. De modo que el fundamento de este sistema no es otro que la idea de que la individualidad solo se puede construir socialmente, es decir, a través de la confirmación social.

Bauman destaca que la autoridad de los expertos descansa sobre el axioma de que los problemas son privados. Este axioma se desglosa en varias premisas: a) el individuo es un ser cerrado que controla su proyecto de vida, b) cualquier desasosiego que se experimenta personalmente es remediable, c) toda infelicidad tiene una causa específica y localizable y, por último, d) para cualquier caso hay un remedio. Así, si uno no está satisfecho o feliz, siempre tiene la esperanza de encontrar una salida a esa situación. Para todo problema personal hay alguien que sabe cómo solucionarlo, la destreza individual consiste en encontrar a ese experto y no en resolver el problema directamente.

En la modernidad, se da un cambio respecto a los conocimientos prácticos o «saber hacer» (know-how). Al enfrentar un problema, el individuo no sabe cómo resolverlo por sí mismo, por lo que busca el producto o la personas que sí saben. Esto tiene una consecuencia que afecta directamente a la vida de cada individuo, pues «los vivos no pueden sostener su propia vida. El proceso de la vida está mediado él mismo» (Z. Bauman, 2005b, p. 280). La vida y la acción están mediadas. Las habilidades personales para afrontar directamente la tarea ya no están disponibles, las soluciones aparecen únicamente en forma de productos mercantiles o asesoría de expertos.

Mediante la separación del saber y el hacer, y de los conocedores y los hacedores, el sistema experto mediador, con la tecnología que lo acompaña, hace del mundo de la vida de todos los miembros de la sociedad un territorio de ambivalencia e incertidumbre permanente y agudo (nadie es experto en la totalidad de las funciones del mundo de la vida). (Z. Bauman, 2005b, p. 282)

El sistema de expertos crea dos tipos de problemas. En primer lugar, la precisión, la resolución y la radicalidad con que los expertos son capaces de tratar una tarea, provoca un desequilibrio en otras áreas del mundo de la vida y estos efectos colaterales reclaman una especialización nueva (Z. Bauman, 1991, p. 214). En segundo lugar, el refinamiento de habilidades especializadas no conlleva la reducción del número de problemas, sino su multiplicación. La constante creación de nuevas habilidades busca aplicación, y la consiguen al disfrazar las habilidades como problemas que requieren una solución (Z. Bauman, 1991, p. 216). La especialización, la creación de nuevas y más específicas habilidades, se convierte así en su propia causa.

De modo que la búsqueda de seguridad en el sistema de expertos solo consigue aumentar la ambivalencia y la incertidumbre vital. En la medida en que se experimenta más ambivalencia personal, más se recurre a los expertos. Esto provoca desequilibrios en otras esferas vitales que antes no eran problemáticas, por lo que se necesitan nuevos expertos para esos nuevos problemas. Así, el sistema se autorreproduce.

La autoridad del número

La autoridad del número es una muestra más de que el hombre sigue buscando y necesitando de la comunidad. Hacer lo que hacen otros y estar con un gran número de personas permite al individuo sentirse acompañado y de alguna forma «dentro» de una comunidad. «No sorprende que la postmodernidad, la era de la contingencia para sí o de la contingencia autoconsciente, sea también la era de la comunidad: o del deseo de comunidad, búsqueda de la comunidad, invención de la comunidad, imaginar la comunidad» (Z. Bauman, 2005b, p. 325).

Estas «comunidades» no son estables, pues los vínculos son débiles. La flexibilidad tan deseada y valorada para la identidad, también debe ser una nota de las comunidades a las que se pertenece. Así, la comunidad debe ser fácilmente desmontable. Bauman apunta que estas comunidades en las que se refugia el individuo son como las que describe Kant como comunidades estéticas, en contraposición a las comunidades éticas, o a lo que Maffesoli (1996) llamó neotribus. Estas comunidades o tribus existen y desaparecen de la misma manera que como empezaron: por una experiencia estética o una decisión individual. Son maneras de considerar a los individuos, cada cual más distinto, como una igualdad ya sea con base en una experiencia, en un aspecto o en una acción.

Habría una manera fácil de que los muchos «yos» se convirtieran en el colectivo «nosotros», sólo [sic] si pudiéramos considerar todos los «yos» como idénticos, por lo menos con respecto a un atributo que asigna las unidades como miembros de un grupo (como «nosotros los rubios», o «nosotros los egresados de X universidad», o «nosotros los que vamos con el Leeds United») y, por consiguiente, fuesen intercambiables; «nosotros» se convierte en un plural de «yo» sólo [sic] a costa de disimular la multidimensionalidad del «yo». Entonces, «nosotros» es una suma, el resultado de contar; un agregado de números, no un todo orgánico. (Z. Bauman, 2006a, p. 58)

Esta agrupación con base en la cantidad no establece una relación insustituible ni asimétrica entre sus miembros. La relación entre ellos no es más que el tipo de relación que apuntó Simmel que pueden tener los extranjeros con los miembros orgánicos de una comunidad; por tanto, fruto de una abstracción. Estas relaciones conllevan la simplificación o la reducción de las múltiples dimensiones de la persona a una sola o a unas pocas. No son, en este sentido, omniabarcantes de la persona, ni pueden serlo.

Respecto a la similitud con las comunidades estéticas, Bauman apunta que las experiencias estéticas se concentran actualmente de modo especial en el entretenimiento. Por ejemplo, al ver una película en el cine o al asistir a un concierto, donde todos los espectadores están uno al lado del otro, pero el placer se disfruta individualmente y con independencia de los individuos presentes. En cuanto a las neotribus, se puede decir, por ejemplo, que se pertenece a la comunidad de una marca de ropa, pero se cambia de comunidad tan rápidamente como se cambia uno la camisa. Una vez más, conviene recordar que en esta fase de la modernidad los vínculos se establecen como conexiones en una red y el rasgo más esencial de esta «es la formidable flexibilidad de sus contenidos: la extraordinaria facilidad con la que puede (y tiende a) modificarse su composición (…). El “proceso de formación de identidad” se convierte, antes de nada, en una renegociación de redes permanente» (Z. Bauman, 2010, p. 26). La conexión es tan lícita como la desconexión, y estar o no conectado depende del individuo administrador de la red.

Se puede concluir que la identidad es una búsqueda de la seguridad perdida al renunciar a la pertenencia a una comunidad con lazos estrechamente entretejidos y de larga duración. Esta búsqueda no encuentra su fin nunca, porque fijar una identidad conlleva perder la libertad de elección. Además, aunque la identidad se entienda como un puro proyecto personal requiere del reconocimiento social y, por tanto, de la sumisión7 de alguna manera a una autoridad que no tienen los individuos. De esta manera se puede ver que la libertad o autonomía de jure no se posee de facto. Esta libertad no es completa, aunque así se pueda experimentar, porque «la libertad de consumo significa orientar la vida hacia bienes aprobados por el mercado y de ahí que excluya una libertad crucial: la libertad ante el mercado, libertad que significa algo más que elegir entre productos comerciales promediados» (Z. Bauman, 2005b, p. 344).

Bauman no da una solución al problema de la identidad mediada por el mercado. Quienes participan en él se encuentran en un juego que no tiene fin (Béjar, 2007, p. 187) y quienes no participan son los excluidos, los consumidores fallidos (flawed consumers) (Z. Bauman, 2007b, p. 45).

Y así, toda la línea de pensamiento de Bauman deja a los hombres y mujeres comunes y corrientes de la «modernidad líquida» en una especie de situación aporética; un dilema en el que no hay esperanza de alcanzar una solución. Si uno participa de la «libertad realmente existente» del mercado de consumo, se depende desesperadamente de una ilusión. Sin embargo, si se abandona el mercado y se busca un alternativo «horizonte de libertad» con la esperanza de un futuro mejor, se corre el riesgo de una exclusión permanente y se está condenado a una vida de infelicidad porque este futuro es irrealizable en cualquier caso. (Davis, 2008, p. 168)

Referencias

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1 Bauman es un teórico y analista de la modernidad. Por tanto, su punto de referencia siempre es la modernidad. De aquí que no hable de Edad Media, Antigua, etc., sino que solo diga «premodernidad». Su interés es destacar los rasgos de la modernidad y no profundizar en los tipos de relaciones sociales anteriores.

2 Este artículo solo se centra en la condición de extrañeza de la modernidad líquida. Hay que tener en cuenta que Bauman distingue dos fases de la modernidad: la sólida y la líquida. La actual fase de la modernidad es esta última.

3 Esta fue la gran meta de la modernidad sólida: establecer un orden social racional y definitivo.

4 Se podría entender por atadura el hecho de no tener un modo de ser adscrito.

5 Esta palabra aparece entre comillas, porque las comunidades que se forman en la modernidad líquida no son iguales a las de la modernidad sólida como se explicará más adelante.

6 Bauman apunta que el experto no hace falta que sea humano, pues lo esencial es la mediación. En este sentido, apunta que puede hacer las veces del experto un ordenador o una máquina que sea capaz de captar la información del individuo y dar una respuesta «científica» a su problema.

7 En la actualidad las autoridades no se imponen por medios coercitivos, sino que buscan seducir a los individuos-consumidores para que acepten sus consejos o compren sus productos.