El léxico de la realidad social guatemalteca en
tiempos de los acuerdos de paz


The Lexicon of Guatemalan Social Reality in Times of the Peace Treaties

Guillermina Herrera Peña

Academia Guatemalteca de la Lengua

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Resumen: El ensayo analiza el léxico relacionado con la realidad social de Guatemala en el contexto de la firma de los acuerdos de paz, tal como aparece en la obra dramática El jurado de las cuatro grandes, de Eugenia Gallardo, estrenada en 1999, el mismo año en el que se efectuó la consulta popular para aprobar o rechazar los cambios promovidos por los acuerdos. El análisis refleja una sociedad fragmentada en la que son frecuentes la autofobia y una suerte de esquizofrenia social. Retrata descarnadamente, por medio del habla de los personajes, las dinámicas sociales que se dieron en aquellos tiempos, cuando los sectores firmantes de los acuerdos proponían el establecimiento de un nuevo pacto social para la Guatemala de la posguerra.

Palabras clave: lengua, identidad, parresía, racismo, clasismo, democracia, estereotipos y prejuicios, ladino, indígena.

Abstract: The essay analyzes the lexicon related to the social reality of Guatemala in the context of the signing of the Peace Accords, as it appears in the dramatic work El jurado de las cuatro grandes, by Eugenia Gallardo, premiered in 1999, the same year in which the Popular Consultation was held to approve or reject the changes promoted by the Agreements. The analysis reflects a fragmented society, in which autophobia and a kind of social schizophrenia are frequent. Through the speech of the characters, it starkly portrays the social dynamics that occurred in those times, when the sectors that signed the Agreements proposed the establishment of a new social pact for post-war Guatemala.

Keywords: language, identity, parresia, racism, classism, democracy, stereotypes and prejudices, ladino, indigenous.

Introducción

Nuestra personal visión de la vida y del mundo se manifiestan de manera evidente en la lengua que hablamos. Usamos palabras y expresiones por medio de las cuales esta visión personal y social aparece, en definitiva, reflejando cómo pensamos, qué valoramos, cómo nos relacionamos con los demás y qué opinamos de quienes son diferentes a nosotros. Por medio de la lengua —y demás lenguajes relacionados, como los gestos y las expresiones artísticas, entre otros—, captamos y representamos el mundo exterior, le damos significado, lo interpretamos, al mismo tiempo que lo transmitimos, lo comunicamos, matizado por el bagaje de vivencias que han quedado en nuestra memoria.

El uso particular que damos a la lengua permite que seamos o no aceptados por una comunidad, un grupo, un sector de la sociedad o una persona en particular. Permite complicidad, empatía, solidaridad y simpatía con determinadas formas de pensar, ver y evaluar el entorno, y las circunstancias en los que nos desenvolvemos.

Esta situación se da tanto a nivel personal como a nivel social. Cuando nos referimos al último, basta recordar cómo los relatos permitieron, desde los tiempos más lejanos, que las sociedades fueran estableciendo culturas. Un ejemplo ilustrativo son los mitos, que alentaban conductas aprobadas por la sociedad y prevenían contra las rechazadas socialmente.

No es posible olvidar que «la realidad», percibida e interpretada por un determinado grupo, ha sido construida socialmente (en palabras de Berger y Luckmann (1967, p. 61): «La sociedad es un producto humano. La sociedad es una realidad objetiva y el hombre es un producto social»), y que los aparatos discursivos desempeñan en esta tarea un papel fundamental. Así, cuando ocurren transformaciones, sean políticas, culturales o sociales de diversos tipos, estas se reflejan en lengua: traen consigo su propia carga semántica ya sea por medio de léxico nuevo o por resignificaciones del existente. Los hablantes reciben este caudal léxico, lo interpretan y lo replican en sus comunicaciones. Necesariamente, la apropiación y difusión van matizadas por las propias experiencias, a partir de la base de conocimientos previos, sobre la cual se edifican los nuevos aprendizajes, pero, de nuevo, estos han llegado al grupo social por medio de la lengua y otros lenguajes.

Pensemos, por ejemplo, en casos poderosamente ilustrativos como la Revolución francesa, la conformación de nuestra república en el siglo XIX, o la Guerra Fría del siglo XX. En estos y en todos los casos de transformaciones sociales, las novedades se tradujeron en nuevas expresiones y en un caudal léxico renovado, cuya interpretación y posterior difusión dieron resultados en los que, a veces, no es posible reconocer del todo las propuestas originales. Lo fundamental es que los aparatos discursivos que acabaron estableciéndose incidieron en el sello que dejó el acontecimiento o el tiempo, crearon opinión pública e impulsaron el surgimiento de nuevas realidades sociales.

En el momento de una transformación, la sociedad echa mano de diversos recursos para asimilar las nuevas significaciones. El mayor o menor grado de asimilación va de la mano con la naturaleza del cambio, con su origen y con las consecuencias que acarrea. Algunas transformaciones tienen origen endógeno y otras, exógeno. Entre las endógenas, algunas se sitúan en el interés y deseo de la sociedad en su conjunto o, al menos, en los de buena parte de ella. En estas circunstancias, la asimilación del léxico que las acompaña se consigue y el hablante se apropia sin dificultades de los nuevos términos y significados.

Si, por el contrario, la transformación encuentra sus orígenes solamente en parte de la sociedad, sobre todo si la reivindica un sector no poderoso, o si proviene del exterior de modo que la sociedad la intuye como imposición, será más difícil que el conjunto de los hablantes asimile y se apropie del léxico nuevo o resignificado.

El proceso de apropiación de este tipo de léxico sigue varias etapas. Cabe destacar entre ellas la que retrata reserva por las novedades y se expresa por medio del lenguaje de «lo políticamente correcto», establecido para quedar bien o conseguir aprobación social, pero en el que el hablante esconde su verdadera posición y visión de la realidad, una práctica que usa los procedimientos artificiales de la retórica.

En el extremo opuesto está la parresía, que, en su sentido original (del griego παρρησία) significa literalmente «decirlo todo» y, por extensión, «hablar libremente», «hablar atrevidamente» o «atrevimiento», e implica no solo la libertad de expresión, sino la obligación de hablar con la verdad para contribuir al bien común. En la parresía, lo que se dice es coherente con la conducta de quien la usa, por lo que no hay vacilaciones en su sistema de aversiones, de inclinaciones ni de juicio. Arrastra consigo, obviamente, un peligro personal, pues expone frecuentemente cuestiones que pueden parecer peyorativas o escandalosas.

El análisis del recorrido que sigue la lengua para construir identidad social, ya sea recurriendo a la retórica o a la parresía, es sumamente interesante. Refleja cómo va modelándose la visión del mundo y de la vida, y cómo va configurándose en el imaginario colectivo la misma sociedad, incluidas, desde luego, las categorizaciones sociales que la componen y sus interrelaciones.

Este recorrido muestra muchas cuestiones importantes, desde estrategias de la lengua usadas para el control y la manipulación, hasta su uso para propiciar solidaridad en un conjunto de hablantes que se ve cohesionado para imaginar un futuro compartido.

En esencia, la realidad social es un constructo discursivo que, entre otros medios, utiliza los de comunicación social. Es evidente, también, que las industrias culturales, entre ellas las editoriales o el teatro, por ejemplo, actúan como canales de difusión masiva para que la sociedad se apropie de las realidades construidas por medio del discurso, en una dinámica compleja que se origina ciertamente en propuestas de cambio social, pero que no pueden ser sino expresadas por medio de los lenguajes. Los canales de difusión masiva actúan para que estas «realidades» se socialicen extensamente y se institucionalicen en la opinión pública.

La comunicación permite que se desarrollen las relaciones de producción de sentido, que al final de cuentas, van a contribuir a modelar la sociedad, pues es por medio de la comunicación que se moviliza la ideología. Bien señala Hall (2014) en referencia al papel que desempeñan los medios de comunicación en esta tarea: «La legitimación de este proceso de construcción y deconstrucción ideológica que estructura los procesos de codificación y decodificación es apuntalada por la posición de los medios de comunicación, como aparato ideológico de Estado» (Hall, 2014, p. 282).

Obviamente, no se reducen al Estado, y usan, como recursos privilegiados, mecanismos como la repetición de expresiones y fórmulas. Enviadas masivamente, pueden acabar convirtiéndose en discursos que distorsionan las visiones personales e impiden el aporte particular de las vivencias individuales.

Searle (2004, p. 17) nos recuerda cómo por medio de la lengua, las personas pueden compartir los mismos estados mentales que llevan la misma intencionalidad comunicativa, la cual define como «la propiedad de muchos estados y eventos mentales en virtud de la cual estos se dirigen a, o son sobre o de, objetos y estados de cosas del mundo». Así, la lengua permite, por ejemplo, la polarización de argumentos sobre un hecho y, también, el manejo de opiniones sobre, por ejemplo, declaraciones de actores políticos o sociales. Posibilita la expresión de exageraciones por medio de comentarios, la prevaricación, el perjurio, la falta de fundamento, la manipulación y la desinformación, entre otros. Evidentemente, juega un papel importantísimo tanto como canal, cuanto como protagonista de las interacciones sociales.

Moscovici (1979) señala al respecto de los medios de comunicación, que estos elaboran «representaciones sociales», destinadas a promover comportamientos y formas de interactuar:

La representación es un corpus organizado de conocimientos y una de las actividades psicológicas y cognitivas gracias a las cuales los hombres hacen inteligible la realidad física y social, se integran en un grupo o en una relación cotidiana de intercambios, en la que liberan los poderes de su imaginación. (Moscovici, 1979, pp. 17-18)

El código que se establece para el intercambio social y para denominar lo que Farr (1983, p. 665) llama «los diversos aspectos de su mundo y de su historia individual y grupal» también se refuerza por medio de medios como el teatro, que puede llegar a ser articulador de procesos de opinión pública, instrumentos de su configuración y difusor de la imagen colectiva que un grupo social pueda tener de sí mismo y de los que considera diferentes. Como señala Habermas (1998, p. 440), las opiniones y los flujos de comunicación acaban «sintetizados de tal suerte que se condensan en opiniones públicas agavilladas en torno a temas específicos».

Por supuesto que en la construcción de esta opinión pública que alimenta la identidad, entran otros lenguajes, además de la lengua. Por poner un ejemplo ilustrativamente poderoso, traemos a cuenta lo que dice Foster (1980) de la arqueología:

Graham Clark señala la relación entre el nacionalismo y la arqueología cuando habla de la capacidad de esta última para fomentar los sentimientos necesarios para la estabilidad y existencia de una sociedad. La arqueología, dice, «multiplica y fortalece los nexos que nos unen con el pasado, y proporciona enormes símbolos materiales del desarrollo social a través del tiempo, símbolos que son muy efectivos porque son visibles y tangibles» (G. Clark, 1947: 191). Por lo tanto, no es únicamente por amor a la ciencia que los museos nacionales de arqueología, antropología e historia ocupan un lugar tan elevado en la lista de prioridades de muchos países. (Forster, 1980, p. 88)

Otro ejemplo ilustrativamente poderoso es el de la creación de símbolos para distinguir y destacar una idea. Pensemos en la esvástica nazi, pero también en las banderas, los escudos, los himnos y otros símbolos nacionales.

Propósitos del ensayo

Este ensayo se propone analizar la lengua usada por los personajes de una obra dramática —de hecho, una comedia— de la escritora guatemalteca Eugenia Gallardo. Se trata de una obra en un acto titulada El jurado de las cuatro grandes, que se da a pocos años de la firma de la paz (1996), en tiempos en que algunos sectores buscaron transformaciones sociales que, entre otros conceptos, privilegiaban para Guatemala el de multi- e interculturalidad, así como el rechazo al racismo y nuevos posicionamientos de los indígenas como actores en importantes escenarios políticos. Se trataba de la propuesta de un nuevo pacto político para sustentar el Estado de la posguerra.

El desarrollo del ensayo acaba conduciendo a una reflexión sobre las actitudes cínicas que pueblan el habla de los personajes de la obra, a tono con un modo de ser y un estilo de formularlo —mordaz y burlesco—, que ocurre con frecuencia en las interrelaciones entre los guatemaltecos y que muestra cuánto puede el cinismo desplazarse hacia lo absurdo en las disputas por la hegemonía étnica, cultural y social.

El cinismo de que se trata no es el de Antístenes y Diógenes de Sinope, quienes desarrollaron un estilo de vida basado en la animalidad, el escándalo, la ofensa y la insolencia. Tampoco el de sus seguidores de la escuela cínica griega. Como señala Onfray, (2002):

Antístenes y Diógenes hablan en una Atenas considerada democrática, donde la palabra ha adquirido un rango fundamental: con frecuencia el discurso es la vía de acceso a la eficacia, las palabras preceden a las cosas, el saber conduce al poder. Los retóricos y oradores enseñan las técnicas del lenguaje más persuasivo, los artificios con los cuales se logra la convicción, aunque sea al precio de la mentira. (Onfray, 2002, p. 99)

El cinismo del que aquí se habla está asociado con la inclinación a no creer en la bondad y sinceridad del ser humano. Se expresa por medio del sarcasmo, la ironía y la burla, y cae en los campos de la retórica, como intención de captar la atención y generar creencias en quien escucha. Cabe recordar a Onfray (2002, p. 100), que ilustra cómo la retórica se propone promover en el otro el engaño y la ilusión, en una definición que se ha impuesto, y que es diferente de la de Platón, que consideraba que la verdadera retórica tenía como fin persuadir al otro de la verdad.

En este sentido, el ensayo recorre la línea del pensamiento cínico que han seguido por mucho tiempo los guatemaltecos en la descripción de su sociedad, y que se mantiene vigente. La identificación de esta línea de pensamiento no es tarea difícil, pues aparece a menudo en las interacciones entre los guatemaltecos, así como en expresiones literarias y periodísticas, entre otras.

No se trata de una práctica de parresía, en la que se asuma el valor de la verdad para «decir todo» lo que tenga que decirse a quien fuere, sin callarse nada, porque quien practica la parresía no responde a un modelo, aunque su vida siga unos principios y su actitud se corresponda con ellos. Su habla es la expresión más fiel de sí mismo. Ciertamente, en muchas ocasiones su tono acaba siendo incómodo y quienes lo escuchan pueden horrorizarse ante sus palabras, pero habla la verdad. De este modo asume, como dice Foucault (2010, p. 41) «la posibilidad del odio y el desgarramiento».

Este no es el caso de los personajes de la obra analizada, que representan a la convulsa y fragmentada sociedad guatemalteca. Sus discursos esconden intenciones, muestran miedos atávicos, grados alarmantes de autofobia y una suerte de esquizofrenia social. Aunque también asuman la posibilidad del odio y el desgarramiento, su particular cinismo revela graves consecuencias, porque, como señala Foucault (2010, p. 33), «la parresía supone ejercer un papel que se hace necesario para la estructura de la ciudad, de la democracia», pero el tipo de cinismo representado en el interactuar y hablar de los personajes no aporta nada al respecto, sino todo lo contrario: imposibilita cualquier pacto social para la paz.

En la obra están presentes contrastes y contradicciones que agudizan el conflicto en las interrelaciones de los guatemaltecos, entre los cuales están los criterios biológicos para la caracterización de los grupos étnicos, al mismo tiempo que ironiza sobre las interpretaciones polarizadas y reduccionistas de la realidad social y cultural guatemalteca que sostienen diferentes sectores.

El jurado de las cuatro grandes

La obra se da en el decorado de los acuerdos de paz, que trajo un caudal léxico específico. Retrata, por una parte, el hecho de que la sociedad en su conjunto no consiguió asumir muchas de las propuestas de transformación —lo cual quedó demostrado en la consulta popular para aprobación de las reformas—, y, por otra, la experiencia de quienes sí las asumieron y les dieron, tal vez, más crédito del que lograrían finalmente.

Como consecuencia obvia de las propuestas de transformación de la sociedad, aquellos fueron tiempos en los que, por ejemplo, los partidos políticos proponían candidatos —con frecuencia, candidatas— indígenas para cargos de elección popular. También, tiempos en los que se trató de resignificar muchos términos, incluidos los que se refieren a las categorizaciones étnicas. Abundó la práctica de expresarse de manera «políticamente correcta», así como reacciones de sorpresa, y hasta ira y sentimientos de ultraje, del conglomerado no indígena y urbano ante, por ejemplo, los nuevos roles políticos que asumían los indígenas.

La obra sigue una tradición de años de producciones dramáticas guatemaltecas escritas para denunciar las injusticias y exageraciones de represión o vulneración. Puede inscribirse en la línea de teatro de, por ejemplo, La Chalana (inspirada en Viernes de Dolores de Miguel Ángel Asturias), creación de Hugo Carrillo; Delito, condena y ejecución de una gallina, de Manuel José Arce; El pescado indigesto, de Manuel Galich; y Un niño llamado Paz, de Enrique Campag, entre otras muchas.

El jurado de las cuatro grandes se estrenó el 7 de mayo de 1999 en el Centro Cultural Universitario de la Universidad de San Carlos (Antiguo Paraninfo de la Facultad de Medicina). La dirección estuvo a cargo de Consuelo Miranda, y el grupo teatral fue la Cooperativa Experimental de Teatro Alternativo Urbano (CETAU). A esta primera presentación, siguieron muchas, a petición del público. La obra fue también publicada en el año 2000 y se vende impresa en forma de libro (Gallardo, 2000).

El argumento es el siguiente: Serafina Mishán de Toc —doña Fina—, activista política indígena, que llegó a ser electa diputada, es acusada por su costumbre de amamantar a su hijo durante las sesiones del Congreso, delante, para mayor escarnio en el mundo no indígena y urbano, de periodistas nacionales y extranjeros. Esta costumbre la ha hecho cobrar mucha notoriedad y la ha convertido en sujeto de crítica y en motivo de burla. Ella no lo comprende, porque solamente sigue una práctica normal de su cultura indígena, para la cual amamantar al hijo en espacios públicos es natural. También, porque se ha creído el discurso del respeto a las diferentes culturas guatemaltecas, la participación política de los indígenas y el lugar de estos en puestos importantes de gobierno, de acuerdo con los acuerdos de paz. Ahora, en el juicio que se lleva a cabo, doña Fina enfrenta la posibilidad de ser condenada, porque, dice la acusación, ha quebrantado los códigos legales, de salud y laborales.

En la escena política del momento, es fácil reconocer a doña Fina como la diputada kaqchikel Rosalina Tuyuc, que acostumbraba, como la protagonista, amamantar a su hijo durante las sesiones del legislativo. El público está al tanto de lo que la diputada Tuyuc hace en el Congreso y no tiene dudas para identificar a la protagonista de la obra de ficción con el conocido personaje político.

Tanto la acusación como la sentencia son absurdas, lo cual refleja la intención de la autora. Efectivamente, Eugenia Gallardo aprovecha la trama, los personajes y el escenario para hacer una sátira amarga del racismo y del clasismo, así como de la falta de comprensión y acogida de las novedades derivadas de la firma de la paz. Desde una perspectiva escéptica, a tono con la posición tradicional del guatemalteco medio, denuncia por medio de la ironía extrema y, en casos, de una mordacidad brutal, a quienes pertenecen a su mismo grupo social y con los cuales comparte antecedentes étnicos y culturales.

En la corte que se monta en el escenario, predominan el absurdo y el cinismo ante una realidad que mantiene vigentes sus lacerantes estereotipos y prejuicios negativos, pero también ante una ley que se asume desde la palabra y no desde el espíritu. De hecho, aunque, como dice uno de los personajes, en Guatemala no hay jurados en los tribunales, esta realidad no importa: «las cuatro grandes», mujeres de clase privilegiada, actúan en esta ocasión como jurado, respaldadas por sus anónimos «patrocinadores».

Los personajes asumen sus papeles en cercanía con lo que estaba sucediendo en la realidad: la acusadora expone con contundencia su visión del «delito», procurando mostrar que «cree» en él. Como el defensor de oficio, «sabe» su discurso y ambos se comportan de manera vulgar. Su habla está plagada de racismo y de estulticia. El juez es legalista y, también, racista
—aunque su apellido sea indígena—, y aquel jurado —«las cuatro grandes»— sabe de antemano cuál será su veredicto, pues está dispuesto a seguir lo que le ha ordenado quien lo envió al juicio. Sin embargo, ante una amenaza real de la acusada, «las cuatro grandes» acabarán ayudándola.

Deberían haber sido cinco quienes conformaran el disparatado jurado, pero una faltó por despistada. Dicen las presentes: «¡Qué bueno que el juez no se dio cuenta! Porque dijeron que teníamos que ser un grupo impar, para ser imparciales». Ellas dicen hacer «obra social» en su tiempo libre, aunque no sepan a ciencia cierta qué significa ni quiénes son los beneficiarios de aquellas «obras». Acostumbran a viajar a Miami y hacen alarde de sus posesiones y dinero. Responden, como ha quedado dicho, a sus «patrocinadores», quienes les han pedido que condenen a la acusada, pues «mientras más gente se condene, mejor, porque se les envía el mensaje a todos los delincuentes». Las cuatro decidieron participar como jurado, porque actualmente asisten a unas jornadas proconstrucción del estado de derecho, aunque no tengan idea de qué significa aquello.

Por su parte, doña Fina se siente insegura: se ha creído el discurso de los acuerdos de paz y del respeto a la multi- e interculturalidad, pero no sabe a dónde va a ir a parar la acusación. Sigue sintiéndose en el aire, fuera de lugar en aquella corte en la que «lo políticamente correcto» se estrella y anula cuando se encuentra con los sempiternos racismo y clasismo guatemaltecos.

Doña Fina cuestiona las categorizaciones sociales —para ella, trasnochadas— de los otros personajes, cuestiona también los roles que, según su criterio, deben desempeñar y respetar los otros, así como los códigos usados para las interrelaciones. Sus cuestionamientos, como era obvio de suponer, hacen que los demás personajes se sientan a la vez impactados y ultrajados. Al final, tuerce la situación a su favor, usando el único lenguaje al que, le parece, puede recurrir: el chantaje, acompañado, además, de la amenaza de un arma.

En efecto, llega un momento en la acción en que «las cuatro grandes» y la acusada crean una suerte de vínculo de complicidad. Doña Fina les reclama, en un extenso discurso, la situación de los indígenas en el país y les expone las novedades de los acuerdos de paz. Esto no las conmueve, como tampoco conmovió al defensor cuando la acusada compartió con él su visión de las cosas. No las afecta que se trate de una mujer, como ellas, víctima también del machismo, pues, como dice la acusada, ha sido abandonada por sus correligionarios políticos, porque «en el partido» se han creído que su caso es simplemente «cosa de mujeres».

La sensibilidad de «las cuatro grandes» aflora cuando la acusada, mostrando una pistola que llevaba escondida, las amenaza de contar lo que ellas mismas se han dicho unas a otras.

[... si no me ayudan —les dice— cuento todo lo que se dijeron… de averiguar tengo quién es el marido, quién es el amante, quiénes son los amigos de sus hijos adolescentes, en qué motel se meten a las diez de la mañana… hay gente que desde la cárcel tiene más poder1.

Las «cuatro grandes» acabarán ayudándola por temor. Cuando la acusada las amenaza, Grande 4 responde: «Pero si hablando se entiende la gente, nosotros la vamos a ayudar, ¿verdad?». Las otras grandes exclaman: «Sííí».

La acusada muestra a «las cuatro grandes» el documento en el que la citaron a juicio y donde está escrito el delito del que la acusan. La ortografía es incorrecta, porque han escrito Hamamantamiento con hache. Esta situación desencadena finalmente el dictamen, el caso se desmorona y la acusada queda en libertad.

Para terminar la obra, el edecán expresa su opinión: la acusada se ha librado de la larga y severa condena que le hubiera traído la palabra «amamantamiento» escrita correctamente, pues, de esta palabra se deriva «mamáronla», que significa «tragar el anzuelo, ser engañado con un ardid o artificio».

Acaba, pues, la comedia con la particular interpretación de todos los personajes, excepto la acusada, sobre las novedades que traían los acuerdos de paz. Estas novedades están simbólicamente representadas por el amamantamiento de la diputada indígena a su hijo en las sesiones del legislativo, y son interpretadas por los otros personajes como un engaño provocado por un ardid o un artificio. El que crea en ellas, es reo de delito.

Como señala Ritzer (2000, p. 83-84), el análisis de las obras dramáticas es coherente con sus raíces en el interaccionismo simbólico. Se fija en los actores, la acción y la interacción. En el caso de El jurado de las cuatro grandes, las interacciones se llevan a cabo entre personajes que son retratos exagerados de los diversos tipos del panteón guatemalteco de caracterizaciones étnicas y sociales, situados e interactuando en el contexto que se ha descrito. Son coherentes con sus raíces simbólicas y con la realidad; es más, llevan a la escena un hecho que estaba siendo noticia y levantando revuelo, con un simbolismo también muy concreto: una diputada indígena, que, además, manifiesta públicamente, durante las sesiones del Congreso, costumbres propias de su cultura.

También guardan coherencia con la realidad, y son simbólicos los discursos de la acusadora y del defensor; el formalismo excesivo —e ignorante— del edecán; la frivolidad, la ignorancia y la autosuficiencia del jurado —«las cuatro grandes»—; el legalismo del juez. Y, en esta muestra de interaccionismo simbólico, la lengua desempeña, sin duda, un papel estelar, sobre todo cuando se refiere a la etnicidad y a las categorías sociales.

El léxico para la descripción de la sociedad guatemalteca

Señalan Wilmsen y McAllister (1996, p. viii) que:

La etnicidad siempre está construida políticamente y puede surgir en cualquier lugar y momento, no solo cuando es erigida por un régimen opresor para sus propios propósitos, sino cuando los individuos perciben la necesidad de unirse para la consolidación de su seguridad en torno a una identidad compartida frente a otras fuerzas sociales, económicas o políticas (…) [En la actualidad] existen diferentes procesos de etnización en diferentes partes del mundo, bajo diversas formas de ímpetus con trayectorias subsecuentes que no son uniformes. (p. viii)

Un breve recorrido histórico sobre estas cuestiones en Guatemala se hace necesario. Después de la independencia política de España, las nuevas repúblicas hispanoamericanas se convirtieron en una suerte de contextos nacional-liberales hegemónicos, en los que el Estado actuaba obviando las diferencias étnicas, culturales y lingüísticas de las poblaciones. Baste recordar el principio imperante de «igualdad ante la ley» liberal, que no reconocía que pudiera haber miembros de la sociedad que no compartieran la cultura que se asumía como de todos, la que se denominaba «cultura nacional».

Predominó por mucho tiempo la idea de «nación homogénea», la cual imponía rasgos distintivos únicos en la definición del guatemalteco. Necesariamente, desde esta perspectiva, este tenía «una misma historia» y una «misma identidad étnica»: era guatemalteco. Es decir, se trataba de la asignación e imposición de rasgos definitorios únicos de identidad sobre un conjunto de ciudadanos étnica, cultural y lingüísticamente diversos. La propuesta se caracterizaba por la ausencia de un reconocimiento oficial de la diversidad, que, sin embargo, era evidente.

Desde finales del siglo XIX hasta muy entrado el XX, la definición de la composición demográfica de la sociedad guatemalteca se había consolidado en dos categorías: ladinos e indígenas. Esta clasificación superaba la hipercategorización demográfica de la época virreinal que, basada componentes biológicos (y sociales), había clasificado a los miembros de la sociedad en múltiples grupos: a los españoles peninsulares y americanos (o criollos), se sumaban los indígenas, los negros y un sinnúmero de grupos dependientes de su grado de participación en los diferentes mestizajes, que se englobaba en categorías mayores, como la de castas. Todas las categorías, excepto la indígena, tenía un común denominador: hablaban español.

El término ladino comenzó a aparecer en el vocabulario empleado en la legislación como una clasificación que formaba parte del sistema ideológico. Se convirtió en una categoría que gozaba de posiciones aventajadas dentro de las instituciones del Estado, especialmente cuando fue dejándose de lado a los cabildos indígenas como interlocutores oficiales. Es el término que ocupa la posición central en la construcción de la idea de nación y de la «identidad nacional». (Para profundizar en el tema, puede verse Rodas [2006]).

A principios del siglo XX, la clasificación de la sociedad en ladinos e indígenas era la usual. Tenía la ventaja de desestimar la base biológica, que sustituía por la adscripción cultural; de ese modo, ladinos eran quienes se adscribían a la cultura occidental: hablaban español, se vestían según los parámetros occidentales y practicaban la cultura hispanoamericana, por llamarla de alguna manera.

De acuerdo con el Instituto Indigenista Nacional (IIN), la categorización «indígena» no se sustentaba tampoco en bases biológicas, ya que hacerlo era ir en «contra la realidad social guatemalteca».

De cualquier manera, este avance en los criterios de categorización de la sociedad se vio enrarecido seriamente por el racismo, porque se consideraba la categoría ladina como superior, de manera que, como requisito sine qua non para mejorar sus condiciones de vida (en última instancia, «para civilizarse», según las concepciones del momento) el indígena debía cruzar la puerta que se dejaba abierta: la ladinización; es decir, la opción de renunciar a su cultura y adoptar la ladina, lo cual se entendía como su integración a la «cultura nacional». El proyecto nacional partía, entonces, de la propuesta de la ladinización.

Era normal hablar en aquellos tiempos del llamado «problema indígena». Las consideraciones en torno a este dominaban la interpretación de la composición demográfica de Guatemala en relación con el progreso y el desarrollo del país, que se entendían dependientes del fortalecimiento de una «cultura nacional» homogénea cultural y lingüísticamente. La apuesta era contraria al mantenimiento y promoción de las culturas indígenas; más aún, estas eran consideradas parte del problema.

Para el tratamiento del «problema indígena», el Estado creó el Instituto Indigenista Nacional (IIN) en 1945, y su sucedáneo Seminario de Integración Social, encargados de llevar a cabo la política del indigenismo, es decir, de integración y asimilación del indígena. Tras 43 años de funcionamiento, en 1988, dejaron de existir. Los orígenes del IIN se encuentran en el movimiento indigenista interamericano, que surgió a principios del siglo pasado en el seno de los estados americanos, con el propósito de incluir a la población indígena de sus respectivos países en la vida productiva y el desarrollo económico.

Es decir, la idea central del movimiento era la construcción de un proyecto continental. La cultura occidental se veía como lo moderno, frente a lo primitivo, que se atribuía a la indígena. Lo urbano representaba el progreso; lo rural, el atraso. Se deseaba una estabilidad que solo podría encontrarse en la conformación de una «cultura nacional» fuerte que requería la integración del indígena. La homogeneidad cultural de la sociedad se entendía como prerrequisito para el desarrollo y el progreso, de ahí que el «problema indígena» se solucionaría con la integración, a la cual se llegaría por medio de políticas públicas asimilistas.

El primer director del IIN fue el antropólogo social Antonio Goubaud Carrera, para quien la doctrina del indigenismo venía a llenar el vacío de la protección del indígena que había conocido la época virreinal. La institución estuvo a cargo de académicos relevantes de la época, entre ellos Joaquín Noval Fuentes, Epaminondas Quintana y David Vela. Nombres como los de Vicente Díaz Samayoa, Adolfo Molina Orantes, José Rolz Bennet, Jorge Skinner-Klée, Ernesto Chinchilla Aguilar y Hugo Cerezo Dardón aparecen en el Consejo Consultivo del Seminario de Integración Social. Es decir, el IIN no fue una institución a cargo de los indígenas ni en la que ellos participaran en situación de equidad. No tenían voz ni voto en relación con las «soluciones» que el instituto planteaba; debían ser simplemente recipiendarios.

El énfasis del trabajo del IIN estuvo más bien en sus monografías sobre diferentes comunidades, así como en su archivo de datos culturales con base en la Guía Murdock. CIRMA guarda en sus archivos una importante colección de documentos producidos por y sobre el IIN.

Puede ser que la falta de políticas públicas efectivas para la integración/asimilación haya permitido a los indígenas evadir los propósitos del indigenismo, continuar con sus formas de vida y seguir hablando sus lenguas, pero es innegable que pagaron por ello un alto precio en cuotas de abandono y exclusión de parte del Estado guatemalteco.

A pesar del poco éxito del IIN, la concepción integracionista/asimilista permeó las políticas públicas, con mucha relevancia en el campo de la educación. En otros ámbitos, las cuestiones culturales, étnicas y lingüísticas se mantuvieron ancladas en aquella visión.

Hacia la década de 1970, los indígenas de ascendencia maya comenzaron a reivindicar para sí el nombre de «mayas». Esta situación desplazó la denominación «ladino», que desde finales del siglo XIX reunía al conglomerado no indígena de la sociedad, incluido el compuesto por el indígena «ladinizado». Aquellos que se consideraban descendientes de españoles, reivindicaron para sí la denominación «criollos» y, por lo general, los que no se identificaban como indígenas se comenzaron a definirse como «blancos», un concepto que no necesariamente se refiere al color de la piel. El término «ladino» se asoció con «mestizo», con lo cual se reintrodujeron elementos biológicos en su definición, y se contaminó de connotaciones negativas.

La descripción social vigente en la presentación de El jurado de las cuatro grandes

Aunque se ha recorrido un interesante camino desde el indigenismo hacia la multiculturalidad y la interculturalidad, el cual tuvo un momento de apogeo con los acuerdos de paz, es indudable que el pensamiento integracionista y la clasificación demográfica de la sociedad guatemalteca impregnó de tal manera el imaginario colectivo, que su vigencia se mantiene.

Es el pensamiento que aparece cuestionado en la obra de Gallardo, porque, cuando la dramaturga escribe El jurado de las cuatro grandes, los conceptos imperantes comenzaban a entrar en conflicto con las novedades de la multi- e interculturalidad y las nuevas propuestas de posición social y política de actores indígenas. Aplicando lo dicho por Edwin E. Wilmsen y Patrick McAllister (1996, p. viii), el sector «no indígena urbano» (en la obra, el juez, la acusadora, el defensor y «las cuatro grandes») aparece turbado y expectante, renuente, porque las propuestas de cambio afectaban «la consolidación de su seguridad en torno a una identidad compartida frente a otras fuerzas sociales, económicas o políticas».

En este sector se había dado la introyección de lo maya de manera que no afectara sus posiciones tradicionales, pero las novedades lo dejaban en una situación inédita, que no estaba dispuesto a aceptar, aunque expresarlo de manera tajante se contradecía con lo «políticamente correcto». Como dice Cuevas (2001):

La idea de mayanidad se convierte en el argumento necesario que satisface el encuentro actual con el pasado grandioso y que, a la vez, permite impugnar el presente y construir la hipótesis de un porvenir en el cual se puedan ejercer los derechos negados. (p. 4)

Ante la situación que planteaban las nuevas propuestas, vale recordar que, en 1994, el desarrollo del proceso de paz obligó a las organizaciones mayas de todas las tendencias a juntarse en lo que se llamó la Coordinadora de Organizaciones del Pueblo Maya de Guatemala (COPMAGUA).

Esta coordinadora fue la encargada de redactar una propuesta conjunta de lo que los acuerdos de paz llamarían «los derechos de los pueblos indígenas». El resultado fue una ideología a partir de la idea de un pueblo que reclamaba reconocimiento y goce de sus derechos culturales, y que también incluía demandas de un grado de autogobierno o de autonomía. A partir de ese momento, se dan movimientos con el fin de alcanzar puestos dirigentes en la sociedad, diputaciones y ministerios. Los políticos aprovechan la ocasión y se multiplican sus candidatos indígenas.

Cuando, en marzo de 1995, la URNG y el gobierno de Guatemala firman en México el Acuerdo de Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas (AIDPI), se define Guatemala como un país multicultural. Los indígenas aparecen categorizados en mayas, xincas y garífunas. Se destierra la idea de «cultura nacional» y se define Guatemala como nación multicultural, pluriétnica y multilingüe. Se proponen algunos cambios legales para hacer efectiva la nueva definición. Los dirigentes indígenas hablan, entonces, de una consolidación política de su identidad y de lo que aquello conllevaba.

Este es el decorado donde encuentra lugar la obra de teatro analizada, en la que se enfrentan las dos posiciones. Por un lado, la tradicional, que sigue el pensamiento integracionista/asimilista; la que ha hecho propia la categorización social que se establece después de la Independencia y recorre los doscientos años de gobiernos republicanos —federales y de la propia república de Guatemala—; la que sigue empeñada en la construcción de la llamada «cultura nacional». En la obra la representan todos los personajes, excepto la acusada. Por el otro, la novedosa, que representa la acusada. Esta posición parte de la ideología desarrollada por el sector indígena acompañado de fuerzas externas de índole progresista aglutinadas en el conjunto de actores involucrados en la firma de la paz, particularmente las Naciones Unidas y los diversos acompañantes que promueven la idea de un pueblo maya en una Guatemala multicultural, como parte de la sociedad de la posguerra.

Ya en 1999, cuando se estrena El jurado de las cuatro grandes, las propuestas estaban siendo reforzadas por medio de un financiamiento generoso de las agencias internacionales. La dinámica accidentada que siguieron los acuerdos de paz y el origen de las propuestas, que llegaban al conjunto de la sociedad desde un sector con escaso poder acompañado por fuerzas exógenas, despiertan nuevas sensibilidades de unos y otros, que acaban manifestándose, como siempre sucede, en la lengua.

En aquel contexto, lo étnico —particularmente lo maya— pasa a formar parte del discurso político de la Guatemala de la paz, siguiendo el Acuerdo sobre Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas. Se dan diversas interpretaciones en las que la sociedad busca situar lo indígena-maya en las nuevas circunstancias; el concepto se desplaza, buscando, de alguna manera, abandonar las ideas tradicionales.

La pregunta que no aparece explícita, pero que está inmersa en El jurado de las cuatro grandes, es si, para buena parte del conglomerado no indígena y urbano, se trataba de un desplazamiento real o si era asumido por este sector de la sociedad como un acomodo formal a la situación que se vivía. La respuesta desde la obra es compleja, pero priva el escepticismo y el cinismo de parte de los personajes —y, tal vez, también desde el público—. Como dice Bastos (2007) sobre aquellas interpretaciones y sus resultados ya en nuestros tiempos:

Cada uno de los actores involucrados en el proceso construirá su propia versión de lo que significa una Guatemala «multiétnica, pluricultural y multilingüe», y el papel y los derechos de los mayas y otros pueblos indígenas en ella. Cada uno, según sus propios intereses, participará en la creación de ese mito y sus implicaciones.

(…) en este cambio de milenio, lo maya forma ya parte del paisaje cotidiano en ciertos niveles de la actuación política y a poca gente parece llamarle ya la atención. Pero esto también parece haber multiplicado los sentidos y las formas de hacer política multicultural. Además de la ideología que sostiene las demandas mayas, se puede hablar sin duda de un «multiculturalismo cosmético» (Bastos y Camus, 2004), promovido desde agencias estatales e internacionales, que vacía de contenido las demandas y solo es utilizado en el marco de un discurso políticamente correcto. También se puede hablar de una publicidad multicultural, en la que lo maya y las formas nuevas de ver la diferencia se reflejan en nuevas estrategias de venta. (p. 205)

Justamente, en 1999, cuando se estrena la obra, se lleva a cabo la consulta popular, en la que participan escasos votantes. Los resultados deciden el futuro: se rechazan las reformas constitucionales necesarias para la redefinición étnica de Guatemala. La alegoría que es esta comedia de humor negro predecía aquellas decisiones, pues en la realidad predominaron las ideas tradicionales que se exponen en la obra.

El léxico en El jurado de las cuatro grandes

Por lo general, la lengua que aparece en la obra está llena de lugares comunes, tanto para retratar la realidad social y étnica, como en relación con la forma como se interpreta la impartición de la justicia en el país. En muchos casos, las frases hechas formulan categorizaciones sociales y étnicas, y muestran las interrelaciones entre grupos étnicos y sociales.

Los lugares comunes decoran el legalismo imperante, donde priva lo escrito sobre el espíritu de la ley. Acarrean una sensación de vacuidad al discurso. Las ideas parecen sobrepuestas, desarraigadas, en un escenario de lo absurdo. Como dice la acusada: «no nos dejar decir “esta boca es mía”. Y, también, cuando dice al defensor: Somos víctimas (los indígenas), pero usted también es víctima y ni cuenta se da».

En palabras del edecán, las elecciones recientes fueron «gran fiesta patriótica cuyos ecos aún resuenan en la mente y el corazón de los ciudadanos del mundo. El juez es Honorabilísimo Juez Magnífico Byron Caal, padre de familia». Para pedir silencio, el edecán dice: «Silencio en el sagrado recinto de la Justicia y la Equidad. A doña Fina la llaman Madre de la Patria» por ser diputada, aunque se toman a broma el cargo que ostenta. El delito se define como «Amamantamiento materno en lugar y hora de trabajo contraviniendo las leyes laborales y las ordenanzas de sanidad».

Los diálogos recurren también a refranes, como cuando «las cuatro grandes» dicen, una tras la otra, en expresiones veladas que se refieren a las propuestas de la paz y al papel del indígena: «No hay peor ciego que el que no quiere ver. Ni peor cuña que la del mismo palo. Árbol que crece torcido, jamás su tronco endereza. Y de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno».

Aparecen guatemaltequismos, como shute por ‘entrometido’; camioneta por ‘autobús’, compermisito por ‘con permiso’, canchito por ‘rubiecito’, ishto por ‘niño’, chiche por ‘pecho’, etcétera. También, rasgos de la variante guatemalteca del español, como el uso de la construcción artículo indeterminado + posesivo + sustantivo. Por ejemplo, la acusadora dice: «vieran qué pena daba, hasta le tuve que dar un su quetzal, y también (…) Hasta un su ministro tuvieron y de ¡¡¡educación!!! ¡Ja, ja, ja!».

A tono con la alegoría, los personajes se distancian rápidamente de un lenguaje «políticamente correcto» y desvelan sus verdaderas posiciones. Las interacciones entre ellos son mordaces. Se percibe una gran carga de hostilidad, sobre todo, hacia la acusada (que simboliza lo indígena), pero también de unos a otros.

Las pocas excepciones a este común denominador acaban siendo complicidades que se afianzan sobre un mismo aspecto: el rechazo a lo indígena, manifestado, generalmente, por medio de burla. Así, hay un vínculo entre el juez, el edecán y el defensor, que hacen bromas de los indígenas y repiten las que se contaban en aquellos tiempos sobre Rigoberta Menchú y la diputada Tuyuc.

De acuerdo con el discurso de los acuerdos de paz, abundan términos como patria, patriota, el pueblo, el clamor popular, democracia, constitución, elección. También aparecen amnistiar, reconciliar, reinsertar.

La acusada recuerda a los demás la descripción de Guatemala como sociedad diversa. Le dice al defensor: «¿Usted no sabía que somos un país multiétnico, multilingüe y pluricultural reconocido por Naciones Unidas?».

Por otro lado, recuerda a todos los 500 años de la llegada de Cristóbal Colón a América, tema que fue común en el momento, cercano a 1992, cuando se conmemoró este acontecimiento. En contraste, revive la amenaza, siempre latente y, hasta, atávica, del miedo que el conglomerado no indígena tiene al indígena.

En los diálogos se distinguen dos categorías étnicas: ladino e indio. Relacionado con este último término, aparecen étnico, autóctono, típico. Indio y étnico son sinónimos. Autóctono, también, pero solo aparece en el habla de «las cuatro grandes». Por ejemplo, la acusada reclama a los demás: «Y entre tanta marimba y tanto chunche típico se les olvida que somos gente». Grande 1 le dice a las otras grandes: «Y ustedes así como muy autóctonas no se ven, pero viéndolas bien, algo de choleritas tienen». Con esto las distingue de la acusada, pero aflora el clasismo que va a mantener sus fueros a lo largo de la obra.

En la definición de indio se incluyen elementos culturales, pero también biológicos, pues en el discurso está vigente el concepto de raza como subespecie. Por ejemplo, cuando Grande 2 dice: «Por supuesto, la ley es ciega, no respeta nada, ni raza, ni color, ni edad ni sexo». Grande 3 completa: «Lo dice la constitución».

Dice la acusada refiriéndose a elementos culturales indígenas: «Si nosotros no somos agresivos, si hablamos suavecito, no es porque tengamos miedo, es que así somos, suavecitos. ¡Y por suavecitos es que nos sigue llevando la gran puta!»2.

Los elementos biológicos aparecen con referencia a la «mancha mongólica» (la llamada «rabadilla verde»), que distingue a los indígenas. Les dice la acusada a «las grandes»: «Y ustedes agradezcan que no las obligo a que me muestren la rabadilla. ¿Ya se les borró su manchita? ¿Ah? ¿Ya se les borró?».

«Las cuatro grandes» califican a la acusada de ser «muy negativa, muy exagerada y llena de cuentos». También el defensor la llama exagerada y le recrimina que los indígenas se hagan las víctimas:

¡Huy, cómo habla! Al fin, política y diputada para más fregar. Pero, no me reclame a mí. ¿Yo qué tengo que ver? (Inseguro) Yo estoy aquí para defenderla. (Queda pensativo y cambia de tono). Bueno y, en resumidas cuentas, yo soy soltero y en la colonia casi no nos conocemos, y si nos conociéramos no hubiéramos andando ayudando guerrilleros. Para hacerse las víctimas son buenos, pero…3

La acusada se llama india a sí misma, cuando se enfrenta a los demás:

Al fin de cuentas una india más en la cárcel, ¿qué más da? Unos ishtos más sin nana, ¿qué? Un tiernito sin su chiche, ahí que vea cómo se las arregla, no será el primero ni el último, ya está grandecito, ¡ya tiene tres meses! Y, también: (…) si nosotros ya estamos acostumbrados, ya esto de sufrir forma parte de nuestras costumbres, de nuestra «bendita herencia». (…) ¡Apriétense el mecapal, indios malditos que esto va para largo!4

Se usa el término indio(a) como insulto y como equivalente de terco. Por ejemplo, en una airada discusión entre el defensor de oficio y la acusada, este le espeta los insultos tradicionales al indígena: «India jodida. India relamida. Y agradezca que no le diga “son of a bitch!” ¡India, india, re india [sic]!». Apoyándose en los acuerdos de paz, la acusada defiende que el término indio(a) no es insulto: «según el acuerdo de identidad de los pueblos indígenas todas las etnias somos iguales». El defensor le responde: «Eso es para los étnicos» (nueva designación para indio, cargada de las mismas connotaciones negativas y que acaba siendo insulto).

Los personajes tratan de desvincularse del término ladino. Ninguno se identifica con esta categoría, aunque los indígenas sigan usándola para definir a quien no lo es. Por ejemplo, la acusada le dice al defensor: «Ustedes los ladinos no entienden». El defensor le responde: «Y ustedes los indios no se explican. Además, yo no soy ladino, soy Licenciado». Le dice la acusada: «Pues por su manera de ser más parece cholero» (es decir, de clase social muy baja).

Como en este diálogo, las categorizaciones étnicas se combinan con frecuencia con las sociales. Por ejemplo, «las cuatro grandes» acaban insultándose entre sí, tanto desde las concepciones de «raza», como desde las de clase social. Grande 4 le dice a Grande 1: «¡Ay, cómo no, la gringa!» Grande 3 añade: «Gringa de raza aria. ¡Oh!». Grande 2 completa la burla a Grande 1: «Made in USA».

Entre las clasificaciones sociales aparecen urbano, shuma, shumita, cholero, cholerita (los cuatro últimos términos tienen un significado semejante, se refieren a una persona de clase baja). Por ejemplo, Grande 1 dice a las otras «grandes»: «Y ustedes así como muy autóctonas no se ven, aunque viéndolas bien, algo de choleritas tienen». Grande 3 le responde: «Y vos de shuma, shumita».

Grande 3 añade elementos biológicos para describir a su compañera: «Revueltita con chino». Y añade refiriéndose al color de piel de su compañera: «Vos no tenés la culpa de haberte pasado de tueste, como dice tu papá». Grande 1 se defiende: «Pero no vivo en la zona 7» (zona popular). Grande 4 se adhiere a Grande 1 y aclara: «Pues sí, nosotras somos de Vista Hermosa, ¿verdad vos?». Pero Grande 2 se burla: «¿Y desde cuándo la Colonia del Maestro se volvió Vista Hermosa? Cuando estábamos en el Sagrado [institución educativa de clase media] ustedes presumían de tener tatas maestros» (Colonia del Maestro, de rango popular; Vista Hermosa, que colinda con ella, zona residencial de clase alta).

Siguen «las grandes» insultándose entre sí. Dice Grande 4: «Pues dicen que por la zona 7 todos son hijos de maestros… de obra». Se cansa de la discusión Grande 2 y exclama: «¡Y dale con la zona 7! Yo vivo en la zona 4». Pero Grande 4 le aclara: «¡De Mixco, chula!» (los pobladores de la zona 4 del municipio de Mixco, colindante con el de Guatemala, son, por lo general, de extracción popular).

El clasismo aflora también en el habla de otros personajes. Refiriéndose al defensor, el juez se expresa con desprecio de los abogados graduados en universidades privadas: «¡Ah! ¡Abogaditos, los que están comprando el título en las privadas!». La acusadora le responde: «¡Qué privadas! Ese más parece empleado de finanza». La acusada compara a «las cuatro grandes» con el defensor y ellas se horrorizan: Grande 3: «¿Y esta, qué?», Grande 4: «¿Y a usted qué mosco le picó para estar haciendo comparaciones tan desagradables?».

También se distinguen los orígenes urbano y rural. El defensor le dice a la acusada: «¡Momento, momento! Yo no soy de pueblo, soy de la capital». La acusada le responde: «¿Así que por ser de pueblo no son gente, chuchos fueron los muertos, verdad, Licenciado?».

La introyección de lo maya en el imaginario no indígena y urbano está representada por «las cuatro grandes», como puede observarse en el siguiente diálogo:

ACUSADA.— Quiere decir que lo que las molesta es que sea india.

GRANDE 3.— No, no, de ninguna manera.

GRANDE 4.— Todo lo contrario. Es un orgullo para los guatemaltecos tener quién represente al pueblo maya.

GRANDE 1.— Nuestros ancestros.

GRANDE 2.— Con mucho orgullo

GRANDE 3.— Sí, que nos heredaron el cero y todos esos puntos turísticos tan lindos.

GRANDE 4.— Hasta los alemanes vienen a verlos.

GRANDE 1.— Dejándonos orgullosos.

GRANDE 2.— De nuestros orígenes.

GRANDE 3.— De nuestra nacionalidad.

GRANDE 4.— De nuestras divisas.

GRANDES.— ¡Orgullosos de ser guatemaltecos!

Además de la manifiesta hostilidad, las interrelaciones entre los personajes expresan ira. Unos y otros se sienten ultrajados, ya sea por cuestiones étnicas o sociales. En un momento, parece que puede crearse un vínculo de género entre la acusada y «las cuatro grandes», pero, rápidamente, se aborta lo que hubiera sido una suerte de complicidad femenina:

Grande 2 dice a la acusada: «Cosas veredes, Sancho amigo. Pero vamos a ver qué hacemos por usted, que no se diga que no hay solidaridad entre hermanas».

Grande 3 completa la idea a su manera: «Hermanas de sangre».

Grande 4 continúa: «Hermanas de raza».

Pero, ante esto, Grande 1 exclama: «¡Tampoco!».

Grande 4 la ataja: «¡Ay, cómo no, la gringa!».

Grande 3: «Gringa de raza aria. ¡Oh!».

Grande 2: «Made in USA».

El indígena que se ha ladinizado aparece representado por el juez: su apellido es Caal (maya) y su nombre Byron. Definitivamente, se deslinda de lo indígena, se une al coro que ataca a la acusada por cuestiones étnicas y crea una complicidad con otros personajes por medio de chistes que denigran al indígena.

En relación con lo «extranjero» hay posiciones contradictorias en los mismos personajes. Por ejemplo, hablando de las lenguas indígenas, dice la acusadora, despreciativa: «Yo creo que los gringos de Panajachel sí les entienden» (los «gringos» de Panajachel se consideran hippies). El edecán formula el desacuerdo con la participación de extranjeros en el proceso de la paz: «Ese ha sido el problema. Los extranjeros de allende los mares han venido a cambiarlo todo. Del país de antes ya no queda nada. Infortunado… infortunado…».

Cuando los personajes se adentran en el tema de los derechos humanos, culpan a los extranjeros de venir a imponer su visión a Guatemala. Dice la acusadora:

Pues sí, con ese su discursito de los derechos humanos ya los metieron de diputados [a los indígenas]. Hasta un su ministro tuvieron y de ¡¡¡educación!!! ¡Ja, ja, ja! Pero, no, ya en serio, estos de los derechos humanos se andan metiendo hasta con la constitución5.

En contraste, «las cuatro grandes» se enorgullecen de que aún alemanes vengan a admirar los sitios arqueológicos. Por otro lado, la acusadora y el defensor recurren en algunos momentos al inglés: Acusadora: «¡Come here!». Defensor: «¡Just a moment!».

Uno de los aspectos que muy presente en las burlas de los personajes no indígenas es el de la lengua de los indígenas. Acusadora « ¿qué les parece que ahora tenemos veintitantas lenguas? La misma lengua es, digo yo». Defensor: «Pues sí, antes se decía “hablan en lengua” y ya». Juez: «Y ni antes, ni ahora, se les entiende nada». Acusadora: «Yo creo que los gringos de Panajachel sí les entienden».

En otro momento el juez, el edecán y el defensor se burlan de cómo hablan español los indígenas contando un chiste en el que hay una confusión, porque les entienden «misiles», cuando están diciendo «mis hiles» (mis hilos).

Ante las novedades, hay quejas también de los abogados. Por ejemplo, el juez dice: «Y el trabajo que le dan a uno que tiene que estar actualizándose. Antes sí teníamos leyes puramente nacionales, uno se basaba en el derecho romano y ya. Era más ordenado, tal vez más papeleo, pero más ordenado». El defensor está de acuerdo: «Uno no perdía el tiempo con estos juicios orales. Un regalito por aquí y otro por allá y todo se resolvía en santa paz» (le guiña el ojo al juez).

Conclusiones

En un ambiente en el que las bromas son incapaces de aliviar la tensión, la obra muestra una sociedad fragmentada y polarizada. Los personajes, provenientes de diferentes estratos étnico-culturales y sociales, tratan afanosamente de autodefinir su identidad en cruda oposición a la de los « otros», aunque, en muchos casos, no están totalmente seguros o convencidos de la propia. Priva la autofobia y la esquizofrenia, a pesar de que se establecen marcadas divisiones entre los no indígenas y los indígenas, entre clases sociales y lugares de procedencia u origen. Están presentes fenómenos sociales que retratan crudamente la realidad guatemalteca, como el racismo, el clasismo y el machismo.

La superestructura identitaria« guatemalteco» (o« chapín», como también se le llama en la obra) es interpretada y asumida de diferente manera por cada quien. No se reflejan en los diálogos elementos que vinculen de manera positiva a los personajes (y, por extensión, a la sociedad). Las interrelaciones están cargadas de ira y amargura, que se manifiesta, ya sea abiertamente o en forma de ironía, por medio del reclamo de una larga lista de agravios mutuos, en un escenario despiadado.

El conglomerado no indígena y urbano, representado por todos los personajes, excepto la acusada, no acepta los cambios propuestos por los acuerdos de paz. Para quien crea en ellos y los asuma, está la advertencia final del edecán. Su juego de palabras entre« mamar» y su derivado« mamáronla», manifiesta el rechazo a las propuestas, que se interpretan como imposiciones que llegan del extranjero y son fruto de un artificio.

Para este sector, los« extranjeros» son los autores de las propuestas; es decir, no acepta que estas puedan venir de los indígenas. Aborrece y desprecia lo indígena, que tacha de ignorante, causa del subdesarrollo e impedimento al« progreso», en concepciones trasnochadas que se remiten a las cultivadas a finales del siglo XIX. No está de acuerdo con la idea de una Guatemala multi- e intercultural. Admira, sin embargo, a los antiguos mayas, idealizados y, en realidad, desconocidos.

Admira también, y, al mismo tiempo, aborrece lo« extranjero», una contradicción más de las muchas que se evidencian en la obra. Este aborrecimiento se origina por lo que percibe como injerencia de« los de afuera», sobre todo, en relación con las propuestas de nuevos roles sociopolíticos para los indígenas, y, también, por el tema de la promoción de los derechos humanos, concepto al que el sector asigna connotaciones negativas.

Desde la identidad cristiana, la obra puede identificarse con el Salmo 1:1: la trama es la reunión de los cínicos o de los burlones, en la que no participa el justo, o, según otras traducciones, la silla de los escarnecedores, que no ocupa el bienaventurado.

La reunión de los cínicos es el espacio del agravio, un escenario donde ninguno (tal vez con excepción de la acusada) cree en nada ni en nadie, donde todos desconfían de todos, se hostilizan crudamente entre sí y se burlan sin piedad de aquellos que consideran diferentes.

Los personajes escarnecedores hablan sin aparente careta, pero su franqueza no es parresía, emana de sus pasiones e intereses, que acaban definiéndolos y determinándolos. Las complicidades que se tejen entre ellos se asientan en el escarnio, la burla o el chantaje.

Si la reunión de los cínicos es la sociedad, el comportamiento de los escarnecedores es la forma de interrelacionarse de los diferentes sectores que la componen. No hay duda de que la enorme carga significativa, la extraordinaria belleza literaria y el poder de las palabras que contiene el Salmo 1:1 ofrecen vívidamente la posibilidad de esta interpretación.

Por medio de la alegoría que construye, la autora de esta peculiar comedia hace, además, aflorar sensibilidades, a veces veladas y secretas, de buena parte de la sociedad, sobre todo porque los temas que trata arrastran un denominador común enormemente sensible en muchos: la inseguridad identitaria, marcada por la autofobia y la esquizofrenia social, que llena y agudiza las contradicciones en materia de íntima autodefinición de muchos guatemaltecos.

La reacción de los personajes —y, por extensión, de la sociedad— es subir a la silla de los escarnecedores, participar en la reunión de los cínicos, donde no habrá lugar para un nuevo pacto social. Las transformaciones sociales quedan descartadas, porque estas, siguiendo a Edwin E. Wilmsen y Patrick McAllister (1996, p. viii), afectan «la consolidación de su seguridad en torno a una identidad compartida frente a otras fuerzas sociales, económicas o políticas».

Es preciso insistir, sin embargo, que, en el caso que nos ocupa, tal identidad compartida está prendida con alfileres, de ahí que, frente a las transformaciones, se remueva irremediablemente, pierda norte, se cuestione con profunda angustia. La reacción resulta en una suerte de exageraciones de los rasgos que cada quien considera distintivos de «su identidad» —no del todo asumida, abrumadoramente perturbadora—, y en un posicionamiento de radical oposición frente a la que asigna a los « otros». La lengua es el instrumento de la reacción y, si bien hay enfrentamientos directos, la burla es el principal recurso del que se echa mano, tal como sucede con frecuencia en la realidad comunicativa de los guatemaltecos.

La autora deja claro que las reformas que se estaban planteando chocaban con un muro poderoso, porque la sociedad no estaba dispuesta a reconciliarse con su ser eminentemente diverso. A diferencia de sus personajes, ella practica la parresía. Su discurso llena los requisitos que señala Foucault (2010, p. 29): dice la verdad sin disimulo, lo dice todo, sin ocultar nada, y es coherente con principios de racionalidad. Como se dirige a un público familiar —su propio grupo cultural y social no indígena y urbano— su papel recuerda lo dicho por Foucault (2010, p. 56):

El discurso veraz solo puede pasar por una operación de desafío planteado como chantaje: voy a decirles la verdad, y me arriesgo así a que ustedes me castiguen; pero si les digo de antemano que corro ese riesgo, es probable que la actitud les impida castigarme y me permita decir la verdad.

La filosofía antigua, nos recuerda este pensador (Foucault, 2010, p. 21), sigue la forma de preguntarse por sí mismo. Es el principio griego de «hay que decir la verdad sobre uno mismo, que se fundamenta en el conócete a ti mismo». Paradójicamente, este principio se concreta cuando se apela al otro, el interlocutor, quien escucha e interpela. Este se convierte en el que valida.

Posiblemente, fue la apuesta que hizo la autora: crear opinión pública y aportar elementos discursivos para la crítica y el modelaje de la sociedad, retratada en la obra como la mala ciudad, que se desarrolla en La Política de Platón, donde todos dicen lo que se les ocurre y donde no hay articulación entre las voces.

El análisis del léxico de El jurado de las cuatro grandes retrata el habla de los guatemaltecos no indígenas y urbanos, y de los activistas indígenas agriamente enzarzados en la discusión de la nueva realidad social que los actores del proceso de paz planteaban y trataban de implementar. Y refleja, a la vez, cómo se iba modelando la visión de una Guatemala de posguerra en el imaginario colectivo, incluidas las categorizaciones sociales, sus roles y sus interrelaciones.

Los temas más importantes están presentes en la obra. La lengua juega sus cartas para el control y la manipulación sociales. Paradójicamente, pareciera propiciar solidaridad en un conjunto de hablantes que se cohesiona para imaginar un futuro compartido, aunque el futuro ideal que subyace sea contrario al evidente a primera vista.

En esencia, la comedia muestra cómo la realidad social es un constructo discursivo en el que la lengua actúa como poderoso medio para crear opinión pública y difundir masivamente realidades que acabarán o no estableciéndose. No es lo mismo que el discurso aparezca en las comunicaciones privadas, porque, al elevarlo a un escenario público, en este caso el teatro, actúa fortalecido, legitimado —digamos—, al ser expuesto en un escenario que atrae a una significativa audiencia.

Nuestra hipótesis es que el fin último de esta comedia de humor negro fue que la sociedad se apropiara de las realidades construidas discursivamente y reaccionara con rechazo y desaprobación; que la obra pretendía socializar extensamente las ideas que expresan los personajes por medio de un discurso descarnado, burlesco y brutal, de modo que la desaprobación llegara a institucionalizarse en la opinión pública.

El éxito de la apuesta en las interpretaciones que pudo hacerse el público es una incógnita: ¿Aplaudió la obra, porque se identificó con los personajes? ¿Captó el andamiaje simbólico-discursivo de la autora? ¿Reclamó presentaciones, una y otra vez, en una suerte de catarsis colectiva?

No podemos saberlo, pero, si la balanza se detiene en la segunda pregunta, se habrán logrado los objetivos de la parresía que muestra la autora. Su afán de crear opinión pública por medio de un habla tan provocadora como escandalosa, de la elaboración dramática de estereotipos desagradables, pero familiares, y de la exposición en el escenario de hechos que eran noticia pública, podría, en este supuesto caso, haberse logrado, al menos en algún sector de la audiencia. El aparato discursivo con el que construyó su obra habría, entonces, desempeñado un papel interesante en la tarea que tenía ocupada a la Guatemala de aquellos tiempos: la creación de nuevas realidades sociales.

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Derechos de Autor (c) 2022 Guillermina Herrera Peña

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Declaración de conflicto de intereses

El autor de este artículo declara que no tiene vínculos con actividades o relaciones que pudieran haber influido su juicio de forma inapropiada, como relaciones financieras, lazos familiares, relaciones personales o rivalidad académica.

Financiamiento

El autor no recibió financiamiento para escribir este artículo.


1 Para el análisis se trabajó en la edición de la obra publicada en 2000 por la editorial F&G Editores.

2 Todo el análisis se basó en la edición de la obra publicada en 2000

3 Ibídem

4 Ibídem

5 Ibídem