Presentación

Tras dos siglos de independencia, ¿en qué nos convertimos?

El bicentenario de la Independencia de las Provincias Unidas del Centro de América dio pie para proponer a investigadores y académicos el tema sobre el que giran los artículos de este número de nuestra revista: libertad e independencia.

Los países hispanoamericanos nacieron a la vida independiente cuando ya se habían producido dos importantes revoluciones: la americana y la francesa. Las circunstancias que rodearon los distintos procesos que culminaron en el surgimiento de las naciones-estado que hoy conocemos, aunque distintos en múltiples aspectos, comparten, sin embargo, una cultura y una forma de ver el mundo que adoptó los principios de la modernidad política con entusiasmo, pero un tanto precipitadamente.

El siglo XIX era la época de las grandes potencias europeas. Los nuevos Estados nacidos en las Américas, como se les llamó, querían unirse a la familia de naciones, pero no estaban dispuestos a renunciar a su autonomía. La idea de una revolución por la independencia forma parte de la mentalidad americana. Estados Unidos, el primer país en obtener su independencia, la vivió como una transición de una situación colonial a una nación.

El caso de los países hispanoamericanos era un tanto diferente al de los Estados Unidos. En primer lugar, no éramos colonias, sino provincias de un dilatado imperio; en segundo lugar, nuestros próceres tenían fuentes de inspiración propias para justificar la independencia: se trata de las obras de los autores escolásticos tardíos, que las órdenes religiosas (particularmente, los jesuitas, como nos recuerda León Gómez Rivas en su libro sobre escolástica e independencia) se encargaron de transmitir a las élites criollas; y, en tercer lugar, nuestros países se alimentaban del derecho romano, mientras que la tradición norteamericana seguía la del derecho consuetudinario inglés.

Coincidían ambos —norte y sudamericanos— en su admiración por la modernidad, encarnada en la Francia revolucionaria de aquel tiempo. Nuestros próceres albergaban la ilusión de que los ideales de igualdad, libertad y fraternidad pudieran, por fin, hacerse realidad. Estados Unidos nos llevaba la delantera en su puesta en práctica.

Una de las preguntas que se pueden hacer en relación con el surgimiento de los países latinoamericanos es hasta qué punto los líderes de aquel tiempo estaban conscientes de que los cambios políticos no eran solamente cambios en la forma de gobernarnos, sino que conllevaban un cambio de mentalidad, de hábitos, de valores. Un Bolívar, un Santander, un san Martín o un Del Valle, ¿eran conscientes de que los ideales que preconizaban tendrían que echar raíces y dar frutos en un humus distinto del que los vio nacer? Con otras palabras, ¿estaba lista la América semifeudal española para dar el salto al mundo moderno?

Doscientos años es un tiempo suficiente para hacer balances. Ahora que podría decirse que somos estados modernos, soplan vientos de cambio. Conviene enmarcar las reflexiones que en este número de la revista se hacen sobre la libertad y la independencia en el contexto de lo que estos procesos significan para la consolidación de nuestra identidad como pueblos y como personas. ¿Hasta qué punto afectaron los cambios sociales y políticos del s. XIX nuestra más profunda identidad? El fenómeno de la pervivencia de los ideales de tinte socialista, ¿no será un indicio de cosmovisiones fuertemente arraigadas en el alma latina?

Por otra parte, está claro que después de las independencias, España y los países hispanoamericanos decidieron ir por caminos distintos. España se cerró para vivir de sus pasadas glorias durante el s. XIX, pero la guerra del 98 la sacó de su sueño. Durante el s. XX, después de una horrenda guerra, luchó por recuperar el tiempo perdido. En 1992, tras la adopción del euro como moneda nacional, la ministra española de Hacienda anunciaba, con tono de «misión cumplida»: «¡Somos los primeros en Europa y los primeros con Europa!». Hispanoamérica era cosa del pasado, de un pasado que, aún hoy, intenta olvidar. ¿Ha olvidado también América a España? Es posible, al menos en lo que parece; pero las raíces son eso: el origen de lo que somos. No se cambia tan fácilmente la identidad cultural; no por volvernos anglófonos dejamos de pensar con categorías latinas. ¿O sí?

Lo cierto de todo esto es que las ansias de libertad son ahora mayores, si cabe, que hace dos siglos. Paralelamente a estos cuestionamientos desde la filosofía política, cabe hacerse planteamientos más radicales: ¿Por qué ansiamos ser libres? ¿Cuál es el sentido de esa libertad? Con otras palabras, ¿para qué queremos ser libres? ¿O es la libertad el valor supremo? Por otra parte, ¿en qué pensamos cuando oímos el término «libertad»? ¿En libertad política, económica o de pensamiento? O, a lo mejor, algunos, al escuchar la palabra «libertad» piensan, más bien, en la libertad interior, o en la libertad de hacer lo que nos da la gana.

Los autores reunidos en este número reflexionan —cada quien desde su perspectiva nacional y profesional— sobre los diversos interrogantes que estos dos conceptos provocan. Así, por ejemplo, para Alejandro Gómez (Argentina) el proceso de emancipación en América Latina comenzó mucho antes de los acontecimientos que tuvieron lugar en España con la invasión napoleónica. Este estudio intenta ofrecer una breve visión de los acontecimientos que prepararon el camino para los movimientos independentistas que se desarrollarían entre 1810 y 1825.

Jaime David Hernández Gutiérrez (España-Guatemala) coincide, en cierta forma, con Alejandro Gómez, al sostener que la tradición hispana sobre el acta centroamericana del 15 de septiembre de 1821 es una tradición que se funda en los principios cristianos de fe y libertad.

La historiadora venezolana Alejandra Martínez Cánchica analiza la dictadura de Bolívar en 1813-14 no como una forma de Estado y modo de gobierno (el entendimiento moderno de finales del siglo XIX), sino como una institución política para hacer frente a situaciones de emergencia. En su opinión, fue la connotación que tuvieron estas medidas durante la Segunda República: una manera de gobierno de crisis, no un ejercicio personal del poder.

Los artículos de Schwember, Reyes y Ábalos y Ogilvie Vega de Seoane se mueven más en el campo filosófico que en el de la historia o la política.

Will Ogilvie Vega de Seoane (España) trata de entender los argumentos de Platón contra la democracia, en particular cómo su crítica a la democracia sigue siendo válida para las democracias modernas.

Francisca Reyes y Giulia Ábalos, de la Universidad de los Andes (Chile), presentan la riqueza y relevancia del pensamiento de Max Scheler en el contexto del pensamiento fenomenológico. En particular, se centran en su interpretación del concepto de libertad, que consideran una propuesta interesante en comparación con las concepciones tradicionales.

El también chileno Felipe Schwember (Universidad Adolfo Ibáñez) aborda en su estudio la conjetura de Nozick de que el fundamento de los derechos individuales está conectado con el problema del sentido de la vida. Argumenta Schwember que esa conjetura significa que la libertad política es una condición necesaria, pero no suficiente para el sentido de la vida. El estrecho alcance de la conexión entre la libertad y el significado permite dos cosas: en primer lugar, sostener que la conjetura de Nozick podría estar sujeta a lo que Rawls llama un «consenso cruzado», y, en segundo lugar, imponer ciertas restricciones a las pretensiones políticas de las religiones u otras doctrinas integrales. En este contexto, el espacio de diálogo se sustenta en la razón y define una forma de naturalismo deontológico adecuada para una sociedad plural cuyos ciudadanos se reconocen como libres e iguales.

Para Marco Tulio Arévalo Morales (Guatemala), es preciso que superemos los antiguos esquemas y que nos encaminemos a los procesos de reconciliación con nuestro pasado, para dar lugar a una realidad social que ha superado las divisiones, basadas en los conceptos biológicos (raza) o económico-sociales (clases). Así, en lugar de «conquista» propone que hablemos de «fundación» («No fue “conquista” fue una “fundación” con todo lo que esto implica, por lo que puede decirse que se trata de una creación») y en lugar de «independencia», «maduración».

Lo que dice Arévalo Morales da pie para volver a una de las preguntas que planteábamos al comienzo, y que será el tema de nuestro siguiente número: «Identidad, fe y comunidad política». Es decir, ¿quiénes somos los latinoamericanos?, y (enlazando con el subsiguiente tema, «Narrativa histórica, libertad y derecho»), nos lleva a preguntarnos: ¿cuál es la historia que nos contamos a nosotros mismos, qué nos define frente al mundo? En suma, la reflexión sobre la libertad e independencia nos ha llevado como de la mano a preguntarnos quiénes somos.

Moris Polanco

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