Fe y libertad hispanas en el acta centroamericana
del 15 de septiembre de 1821


Hispanic Faith and Freedom in the Central American Act of September 15, 1821

David Jaime Hernández Gutiérrez

Universidad Francisco Marroquín

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Resumen: A la hora de analizar e interpretar el acta centroamericana del 15 de septiembre de 1821, se suele prestar poca atención a la tradición hispana sobre la que se originó dicho documento, tradición que hunde sus raíces en el pasado tardoantiguo de la península ibérica y que se fundamenta en los principios cristianos de fe y libertad. Sobre estos principios se edificó la monarquía hispánica, de la cual formó parte Guatemala desde el siglo XVI hasta principios del siglo XIX. Precisamente fueron estos principios hispanos y cristianos, de fe y libertad, los que encontramos en el acta del 15 de septiembre de 1821, principios que habían garantizado en la monarquía hispánica, y se esperaba que continuaran haciéndolo en Guatemala, libertades políticas y civiles junto a la defensa del pactismo, del rechazo al tirano y del origen democrático del poder.

Palabras clave: fe, libertad, tradición hispana, acta centroamericana, desvinculación, pactismo, rechazo al tirano, origen democrático del poder.

Abstract: When analyzing and interpreting the Central American act of September 15, 1821, little attention is usually paid to the Hispanic tradition on which said document originated, a tradition that has its roots in the late-ancient past of the Iberian Peninsula and which is based on the Christian principles of faith and freedom. On these principles the Hispanic Monarchy was built, of which Guatemala was part from the 16th century to the early 19th century. It was precisely these Hispanic and Christian principles, of Faith and Liberty, which we find in the act of September 15, 1821, principles that had been guaranteed in the Hispanic Monarchy, and it was expected that they would continue to do so in Guatemala, political and civil liberties along with the defense of pactism, the rejection of the tyrant and the democratic origin of power.

Keywords: Faith, liberty, Hispanic tradition, Central American act, disengagement, pactism, rejection of the tyrant, democratic origin of power.

1. Origen y fundamento de la tradición hispana: la iustitia y la pietas cristianas

En la búsqueda del origen y difusión de la tradición hispana una figura destaca por encima de todas las demás: Isidoro de Sevilla, quien fuera Obispo de Sevilla desde principios del siglo VII hasta su muerte en el año 636. En palabras de Everton Grein, Isidoro fue el «representante máximo de la vida política y cultural del reino hispano visigodo de Toledo y uno de los exponentes más destacados de la Antigüedad Tardía en el occidente latino» (Grein, 2010, p. 25).

Este período, en el que desarrolló su importantísima labor, Isidoro de Sevilla, estuvo caracterizado por dos hechos de transcendental importancia para el desarrollo histórico posterior de la península ibérica: por un lado, la caída de Roma en el año 476 y, con ella, la descomposición del Imperio romano de occidente, al que pertenecía la península ibérica o Hispania; y, por otro lado, la adopción del catolicismo niceno, en el año 589, por parte de la élite visigoda arriana que había asumido buena parte del vacío de poder dejado por el imperio romano en la península ibérica, en donde la mayoría de la población era hispanorromana y católica.

La obra más conocida e importante de Isidoro de Sevilla fue Etymologiarvm sive Originvm Libri XX, más conocida como «las Etimologías», en donde plasmó todo el conocimiento político, religioso, económico, social y cultural del período tardoantiguo de la península ibérica, el cual sirvió de base para el desarrollo posterior de los reinos cristianos peninsulares, durante la Edad Media, y para la formación, a principios del siglo XVI, de la monarquía hispánica, de la que formó parte el reino de Guatemala hasta principios del siglo XIX.

Entre los aspectos más interesantes de esta tradición hispana se encuentra la teoría sobre el ejercicio del poder político y el consiguiente concepto del pacto. Según Isidoro, el poder reside en la comunidad libre, cristiana y perfecta, origen de todo poder, siendo esta misma comunidad la que posee la potestad de delegar el ejercicio del poder político, mediante un pacto, en un gobernante. Dicho gobernante hispano debe ejercer esa facultad y ese poder concedido por el pueblo únicamente como administrador y en nombre de toda la comunidad cristiana. Esta fue la función principal de los reyes hispanos desde el período tardoantiguo hasta principios del siglo XIX.

Esta comunidad cristiana libre que se gobierna a sí misma y que posee la facultad de delegar el poder político, a través de un pacto primigenio con un gobernante cuyo fin siempre debe ser la recta razón y el bien común cristiano, tiene la facultad, al mismo tiempo, de deponer a dicho gobernante si no cumple con lo establecido en el pacto. Para Isidoro de Sevilla, el gobierno político se debe sustentar en la iustitia (justicia) y en la pietas (piedad) cristianas; estos son los límites y contrapesos cristianos al abuso del poder político y, al mismo tiempo, los garantes de la libertad del pueblo hispano, que siempre debía encontrar en el cristianismo un firme defensor de su libertad.

Esta fue la base filosófica, religiosa, política y jurídica del mundo hispano desde el período tardoantiguo hasta principios del siglo XIX, en la península ibérica, y desde el siglo XVI hasta principios del siglo XIX, en Hispanoamérica. En palabras del propio Isidoro de Sevilla:

Reges a regendo vocati. Sicut enim sacerdos a sacrificando, ita et rex a regendo. Non autem regit, qui non corrigit. Recte igitur faciendo regis nomen tenetur, peccando amittitur. Vnde et apud veteres tale erat preoverbium: ‘Rex eris, si recte facias: sin non facias, non eris’. (Oroz Reta y Marcos Casquero, 2004, p. 754)

El término «rey» deriva de «regir», como «sacerdote», de «sacrificar». No «rige» el que no «corrige». El nombre de «rey» se posee cuando se obra «rectamente»; y se pierde cuando se obra mal. De aquí aquel proverbio que corría entre los antiguos: «Serás rey si obras con rectitud; si no obras así, no lo serás». (Oroz Reta y Marcos Casquero, 2004, p. 754)

Llegamos así a otro elemento fundamental de la tradición hispana, la temporalidad o provisionalidad de todo gobernante, que está sometido a la iustitia y a la pietas cristianas. Si el gobernante hispano no cumple con estas condiciones, se convierte en tirano, legitimando al pueblo cristiano perfecto a deponerlo y a elegir a otro gobernante que considere más apto. Según la tradición hispana, es el pueblo cristiano perfecto el que recibe el poder directamente de Dios, no el gobernante, como fue interpretado más tarde en la tradición galicana y que derivó en el despotismo ilustrado.

Esta posibilidad de deponer al gobernante, no obstante, no es nueva u original de Isidoro de Sevilla, sino que la recupera del derecho clásico grecolatino, civil, pero incorporándole la legitimación y la sanción del cristianismo, elemento novedoso incorporado por Isidoro de Sevilla. En caso de que el gobernante hispano se convierta en tirano, actuando en contra de la justicia y de la piedad cristiana, o del bien común de sus súbditos, el pueblo cristiano queda legitimado, política y religiosamente, a romper el pacto primigenio con dicho gobernante y a organizarse, cristiana y libremente, como mejor le convenga.

Esta tradición llevó a los reyes hispanos posteriores, en un intento por asegurar su permanencia y autoridad, a tratar de limitar estas atribución civiles y religiosas propias del mundo hispano, llegando, bastantes siglos más tarde y con una casa dinástica extranjera, los borbones, a condenar y a expulsar a grupos religiosos como los jesuitas, en 1767, por mantener y defender todavía estas ideas fundamentales de la tradición hispana, pactista y de rechazo al tirano, consideradas por estos reyes peligrosas y perjudiciales para sus intereses personales y su concepción autoritaria del poder, propia de la tradición galicana y no de la tradición hispana.

2. El impulso a la tradición hispana: la segunda escolástica (s. XVI-XVII)

A grandes rasgos, a partir del siglo XVI se produce una bifurcación del pensamiento político, en el ámbito europeo, que da lugar a dos corrientes doctrinales diferentes que se caracterizan, cada una de ellas, por ser muy heterogéneas y con muchos matices, pero que presentan unos rasgos generales lo suficientemente cohesionados para poder hablar, claramente, de dos corrientes o doctrinas de pensamiento político claramente diferenciadas:

• La doctrina de libertades civiles y políticas: esta corriente doctrinal de pensamiento político, como afirma Alberto Rodríguez Varela, «se orienta hacia la afirmación de las libertades civiles y políticas. A ella pertenece los autores de la neoescolástica (Vitoria, Suárez, Mariana, Belarmino y otros) y pensadores británicos del siglo XVII como Sydney y Locke. En el siglo XVIII la figura cumbre de esta corriente fue el barón de Montesquieu. El desemboque de esta línea de pensamiento fue el constitucionalismo, entendido como doctrina jurídica y política que propone la sanción de leyes fundamentales que tengan por objeto preservar los derechos personales que declaran sus partes y asegurar así para todos los beneficios de la libertad» (Rodríguez Varela, 2004, p. 53). Es en esta corriente donde ubicamos a la tradición hispana que, como hemos visto, desde el período tardoantiguo, con Isidoro de Sevilla, recorre los tiempos medievales de la península ibérica, defendiendo una libertad fundamental para la comunidad o pueblo que ninguna autoridad puede vulnerar, legitimando el derecho de resistencia frente a cualquier poder tiránico.

• La doctrina autoritaria o absolutista: esta corriente doctrinal de pensamiento político, opuesta a la anterior y, en palabras de Alberto Rodríguez Varela, «con matices y heterogeneidades que diversificaron la tendencia, reconoce como expositores a Lutero, Calvino, Enrique VIII, Maquiavelo, Jean Bodin, Jacobo I, Robert Filmer, Tomas Hobbes y Juan Jacobo Rousseau (…) que, a través de Hegel, en el siglo XX culminaron en los satánicos totalitarismos: el fascismo, el nacionalsocialismo y el comunismo» (Rodríguez Varela, 2004, pp. 54-55). Como podemos comprobar, en la enumeración de autores que hace Alberto Rodríguez Varela adscritos a esta doctrina, los pensadores hispanos brillan por su ausencia, demostrando que esta doctrina autoritaria o absolutista no fue propia de la tradición hispana y nunca lo fue, pese a los intentos autoritarios llevados a cabo, en la monarquía hispánica, por una dinastía extranjera, los borbones, desde el siglo XVIII y, sobre todo, con su máximo representante a finales del siglo XVIII: Carlos III.

Durante los siglos XVI y XVII, la península ibérica se convirtió en un importante centro de irradiación teológica, filosófica y cultural en torno a dos universidades principales: la universidad de Salamanca y la universidad de Coímbra, que actualizaron el pensamiento escolástico medieval, junto con la tradición hispana medieval, dando origen a la llamada segunda escolástica hispana o neoescolástica. Tradición que, con el paso del tiempo, sirvió de base para el desarrollo del constitucionalismo moderno. Alonso Rodríguez Morena sintetiza en tres las ideas fundamentales de esta segunda escolástica hispana: «1) Una concepción de la libertad como una facultad irrestricta y primera, anterior a todo derecho, 2) una visión voluntarista de la ley, y 3) una antropología individualista que entiende al hombre como un ser cuya naturaleza está acabada». Pero, además, añade Alonso Rodríguez Morena los dos elementos novedosos y originales que incorporó esta segunda escolástica hispana: «1) el pactismo o contractualismo, con su consecuente idea de que la soberanía reside en el pueblo, y 2) que las esencias o naturalezas metafísicas son inmutables y revelan con toda claridad el derecho natural» (Rodríguez Moreno, 2015, p. 25).

Y, para el caso que nos ocupa, el de Centroamérica, no debemos olvidar que esta doctrina de libertades civiles y políticas, propia de la monarquía hispánica, fue la que se enseñó en Hispanoamérica, a partir del siglo XVI y a través del elevado número de centros educativos y universidades que se construyeron por todo el territorio hispanoamericano. Para analizar los interesantísimos aportes de esta segunda escolástica hispana o neoescolástica, propia de los siglos XVI y XVII, analizaremos a los que consideramos los cuatro representantes más influyentes de dicha tradición: Francisco de Vitoria, Fernando Vázquez de Menchaca, Juan de Mariana y Francisco Suárez.

2.1. Francisco de Vitoria (1483-1546)

La emblemática Sala del Consejo perteneciente al Palacio de la Sociedad de Naciones en la ciudad suiza de Ginebra, actual sede de la ONU, lleva el nombre del religioso español Francisco de Vitoria, catedrático de Teología de la Universidad de Salamanca quien, desde el pensamiento aristotélico incluido por Tomás de Aquino en la Summa Theologica, renovó los postulados escolásticos medievales aplicando el pensamiento crítico de acuerdo a los principios del iusnaturalismo racionalista como derecho natural del hombre. El legado de Francisco de Vitoria es hoy Patrimonio Cultural común de la Humanidad.

Con este párrafo comienza, José Roselló, una breve entrada de opinión publicada el 13 de mayo de 2021 en el diario digital La voz de Tomelloso (Roselló, 2021).

Francisco de Vitoria, de la Escuela de Salamanca, es considerado el fundador de la segunda escolástica hispana y uno de los primeros humanistas cristianos. En oposición a Guillermo de Occam y el nominalismo, que consideraban la voluntad por encima de la razón, Francisco de Vitoria confió plenamente en la razón, pero no en la razón pura sino en la razón iluminada por Dios, punto que lo alejó del iusnaturalismo racionalista posterior de autores como Fernando Vázquez de Menchaca, Descartes o Hobbes. No obstante Francisco de Vitoria adoptó del nominalismo una concepción de libertad

que tuvo gran influencia en toda Europa y generó, a la larga, una nueva visión del derecho natural, distinta de la clásica, representada principalmente por Tomás de Aquino. Este derecho natural de corte moderno sufrirá una serie de transformaciones hasta evolucionar y convertirse en nuestro actual concepto de derechos humanos o fundamentales. (Rodríguez Moreno 2015, p. 23)

Fue Francisco de Vitoria, a principios del siglo XVI, precursor de ideas que se desarrollaron y que han venido desarrollándose hasta la actualidad, como lo son el derecho natural, el derecho de propiedad y jurisdicción propia, el derecho a elegir, la defensa racional de la libertad de conciencia, el derecho internacional y de comercio y, en definitiva, la libertad como facultad originaria del ser humano. Como recapitulación, y en palabras de Alberto Rodríguez Varela, a Francisco de Vitoria, a quien se le

recuerda como precursor del Derecho Internacional, lo fue también del más genuino constitucionalismo y de una de sus motivaciones fundamentales: la libertad religiosa. Este legado (…), al menos mediatamente lo transmitió a John Locke, llegando así a las constituciones estaduales americanas y a la primera enmienda de la Constitución de Filadelfia. Debemos destacar que esa reivindicación de la libertad religiosa resulta especialmente meritoria porque la formuló Vitoria en momentos en que el continente europeo se precipitaba hacia la intolerancia, las guerras de religión y la opresión de las conciencias. (Rodríguez Varela, 2004, p.12)

2.2. Fernando Vázquez de Menchaca (1512-1569)

Fernando Vázquez de Menchaca fue un importante jurista que, a través de la reflexión filosófica, revitalizó la ciencia jurídica y le condujo, directamente, al racionalismo. Como dato peculiar, fue Fernando Vázquez un pensador seglar, poco habitual aún en su época, pero de gran importancia ya que no condicionó su pensamiento al influyente influjo de la teología propia de su tiempo. Su obra Controversias ilustres es considerado uno de los libros más influyentes del derecho internacional y su pensamiento como el iniciador de una nueva forma de concebir al derecho que se conoce genéricamente como Escuela racionalista del derecho o iusnaturalismo racionalista. Asimismo, Fernando Vázquez de Menchaca fue, en nuestra opinión, uno de los juristas y pensadores que mejor sintetizó, casi mil años después, el pensamiento de Isidoro de Sevilla, contribuyendo a mantener viva la tradición hispana de pactismo y rechazo al tirano ya en tiempos de la propia monarquía hispánica.

En cuanto a la autoridad concedida libremente por el pueblo a un soberano, Fernando Vázquez de Menchaca afirma que es limitada y en ningún momento absoluta, afirmando que:

en un principio antes de que existieran leyes escritas, los reyes por su propio criterio y autoridad resolvían todos los asuntos y solo de ellos dependía el gobierno y administración del pueblo (…). Después la misma experiencia hizo ver que la carencia de leyes escritas y el no gozar el pueblo de derechos ciertos y definidos traía graves perjuicios (…) que fácilmente la sombra de la tiranía lo invade todo, cuando a falta de leyes escritas es la sola voluntad del príncipe que gobierna al pueblo; de ahí se sintió la necesidad de acudir al gobierno de las leyes escritas y a fijar y definir los derechos (…). Dedúcese de lo dicho con toda evidencia que el gobierno de los príncipes debe estar sujeto a leyes y que éstas [sic] han sido instituidas y promulgadas como superiores a la autoridad de los gobernantes, y finalmente que príncipes y leyes debe tener como fin único el bien del pueblo en general, no el de los que gobiernan. (Vázquez de Menchaca, 1931, p.110)

Sobre el concepto de libertad que desarrolla Fernando Vázquez de Menchaca, muy relacionado con el punto anterior, Alonso Rodriguez Moreno afirma que

distingue en sus Controversias entre dos formas de considerar la libertad: como potencia (potentia) y como potestad (potestas). La primera se refiere a la libertad moral, y tiene como nota característica ser un poder o facultad originaria y, por principio, ilimitada que pertenece a todo hombre y que es fundamento del Derecho. La potestad, por su parte, es el poder limitado y temporal que los gobernados transfieren, a través de un mandato, a un príncipe para que gobierne. La única finalidad de este poder es la administración de justicia y la promoción y protección del bien común. (Rodríguez Moreno 2015, p 34)

En palabras del propio Fernando Vázquez de Menchaca,

si, pues, en una ciudad libre convinieran entre sí los ciudadanos en no tener príncipe, magistrado o juez alguno, sino que si alguna vez surgía algún pleito civil o criminal entre dos o más ciudadanos, los restantes hicieran de jueces o árbitros en aquella contienda, no cabe menos duda que tal convenio sería valido, ni veo qué impedimento podría oponerse a tal contrario. Y la prueba bien clara es que cuanto no está prohibido expresamente debemos tenerlo por permitido, como consta en otras muchas materias. Y esta es aquella natural libertad otorgada a los hombres por el Sumo Hacedor Dios. (Vázquez de Menchaca, 1931, p.83-84)

En definitiva, la importante obra de Fernando Vázquez de Menchaca requeriría de un estudio aparte para lograr vislumbrar la amplitud del pensamiento jurídico propio de su época, pero consideramos que los puntos de su obra tratados aquí son suficientes para evidenciar y demostrar la continuidad de la tradición hispana, iniciada propiamente por Isidoro de Sevilla en el siglo VII, mantenida a lo largo de toda la Edad Media en la península ibérica (en mayor o menor grado en cada uno de los reinos cristianos peninsulares), y muy presente, como vemos, en el inicio de la Edad Moderna y en la propia monarquía hispánica.

2.3. Juan de Mariana (1536-1624)

Juan de Mariana, originario de Castilla, fue uno de los representantes de esta segunda escolástica hispana, o neoescolástica, que más influjo tuvo en el continente europeo con sus ideas del ius resistendi o Derecho de resistencia, propio de una tradición hispana que respetó hasta el extremo la libertad académica, frente al autoritarismo, cada vez mayor, que se vivía en Francia e Inglaterra desde los inicios de la Edad Moderna. La obra más conocida de Juan de Mariana, Del Rey y de la institución de la dignidad real, publicada en 1599, fue condenada y quemada por el parlamento de París en 1610. Esto se produjo porque, en palabras de Alberto Rodríguez Varela,

ese mismo año, el 14 de mayo, el primer Borbón, Enrique IV, había sido asesinado de una cuchillada (…). El regicidio fue considerado en Francia como una consecuencia de las doctrinas difundidas en España sobre el «ius resistendi». La reacción gala fue propia de una mentalidad absolutista y sirve para reiterar el cotejo entre la libertad académica de Salamanca, Coímbra y Alcalá de Henares y los criterios opresivos que predominaban en Francia e Inglaterra. (Rodríguez Varela, 2004, pp.19-20)

Juan de Mariana sostuvo que la mejor forma de gobierno posible era la monarquía, pero advirtiendo de que en dicho sistema siempre existía la posibilidad de la tiranía. Llegados a este punto, y en el peor de los casos posibles, en el que una comunidad o república deba enfrentarse a un tirano,

será necesario proceder por grados y con mesura. En primer lugar se amonestará al príncipe para que corrija sus demasías; y si consintiese en ello y satisface a la república, enmendando los errores de la vida anterior, juzgo que no se debe ir más adelante ni emplear otros remedios más graves. Mas si despreciare los consejos de tal modo, que no haya esperanza de corrección en su vida, entonces le es permitido a la república, pronunciada la sentencia, recusar primero su imperio; y por cuanto necesariamente se suscitará una guerra, la república explicará al pueblo los motivos justos y razones sólidas de su defensa; facilitará armas, e impondrá tributos a los mismos pueblos para los gastos de ella: y si con esto no se consiguiese defenderse, entonces por el mismo derecho de defensa propia y por autoridad propia, se podrá quitar la vida al príncipe, declarado enemigo público. Dese la misma facultad a cualquier particular, que despreciando el peligro de su vida, quiera empelar todos sus esfuerzos en obsequio del bien de la república. (Mariana, 1845, p. 76)

Esta libertad de la que se gozaba en el mundo hispano, y concretamente en la monarquía hispánica, no era algo meramente teórico, sino que, por supuesto, se reflejó en la práctica cotidiana, como es el caso del texto que llegó a dirigirle Juan de Mariana al mismismo Felipe III (1598-1621) apenas fue coronado como rey. Las palabras de Juan de Mariana al rey dicen así:

sin embargo, es un pensamiento saludable el que entiendan los príncipes, que si oprimen la república y se hacen insufribles por sus crímenes y vicios, viven con tal condición, que no solo de derecho, sino con gloria y alabanza pueden ser despojados de su vida. Tal vez este miedo contenga a alguno, para no dejarse arrastrar de sus aduladores, y corromperse con los vicios, al mismo tiempo que refrene su furor. Sobre todo, debe estar persuadido el príncipe, de que la autoridad de la república es mayor que la de él mismo. (Mariana, 1845, pp. 77-78)

Tan sorprendente es la libertad con la que escribe Juan de Mariana dirigiéndose a Felipe III, a quien indica que tal vez el miedo a la muerte pueda obrar en que el príncipe actúe bien, que Alberto Rodríguez Varela se cuestiona lo siguiente:

¿podríamos imaginar que algún autor viviera en Inglaterra bajo los Tudor o los Estuardo pudiera escribir impunemente, sin ser destituido de su cátedra ni encerrado en la Torre de Londres, algo parecido a lo que expone Mariana en su libro? La respuesta negativa se impone sin vacilación alguna. ¿De dónde extrae, entonces, Locke su ius resistendi, que él denomina apelación al cielo? Sin margen de duda, de los dominicos y jesuitas que en España enseñaron el derecho de resistencia en los siglos XVI y XVII, siguiendo las líneas trazadas en el siglo XII por Santo Tomás de Aquino [y, añadimos nosotros, por Isidoro de Sevilla en el siglo VII]. (Rodríguez Varela, 2004, p. 22)

2.4. Francisco Suárez (1548-1617)

Fue Francisco Suárez un teólogo, filósofo y jurista perteneciente a la Compañía de Jesús, que destacó por su eclecticismo en una época en la que no era lo habitual para alguien de su condición. Así, en su obra, adoptó posturas propias del nominalismo previo y del objetivismo metafísico, tratando de conciliar, al mismo tiempo, las posturas enfrentadas de los teólogos de la Universidad de Salamanca y los de la Universidad de Coímbra, dando como resultado que su obra, en ocasiones, fuese contradictoria (Rodriguez Moreno 2015, p. 31).

Uno de los argumentos originales de Francisco Suárez tiene que ver con cómo interpreta la traslación de poder. Parte de la idea de que, en palabras del propio Francisco Suárez,

la soberanía civil, mirada en sí misma, la dio Dios inmediatamente a los hombres reunidos en ciudad o comunidad política perfecta, no por una institución especial y positiva, no por una donación completamente distinta de la producción de tal naturaleza, sino por natural consecuencia en fuerza de su primera creación. Por consiguiente, en fuerza de tal donación, ese poder no reside en una persona ni en una determinada agrupación de muchas, sino en todo el pueblo perfecto o cuerpo de la comunidad (Suárez, 1970, p. 218).

Una vez explicado el origen de la soberanía civil, que proviene de la naturaleza de Dios a la comunidad, al explicar cómo la comunidad cede o delega ese poder natural en un rey, afirma que,

luego debe entenderse que se estableció a manera de un pacto por el que el pueblo trasfirió al príncipe el poder con la carga y obligación de cuidar del Estado y gobernarlo, y el príncipe aceptó tanto el poder como la condición: por ese pacto quedó firme y estable la ley real, o sea, la ley acerca del poder real. Por consiguiente, los reyes reciben este poder no inmediatamente de Dios sino del pueblo (Suárez, 1970, p. 221).

Así pues, esta traslación del poder de la comunidad al príncipe o rey no es de derecho natural ni dictada por Dios, sino que proviene, podríamos decir, de la voluntad humana que decide, libremente y en pleno uso de su recta razón natural, organizarse de esa manera. En este sentido, como afirma Yamila Eliana Juri, «no hay intervención directa de Dios mediante la cual se apruebe la traslación» (Eliana Juri, 2019, p.121), sino que sería algo puramente político llevado a cabo, eso sí, por una comunidad perfecta que ha recibido la soberanía civil directamente de Dios.

3. La monarquía hispánica y el reino de Guatemala.

Con el matrimonio de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, en 1469, dio inicio, sin un programa estatal unificador o centralizador, una de las monarquías de origen medieval más grandes e importantes de la historia: la monarquía hispánica. Esta monarquía, que nunca tuvo un nombre oficial por carecer del elemento nacional propio del siglo XIX, se caracterizó, desde el siglo XVI hasta principios del siglo XIX, por ser una monarquía compuesta de origen medieval y con base en el sistema político, económico y social del antiguo régimen. Es decir, una construcción feudal y vasallática en la que diferentes reinos y señoríos juraban fidelidad y reconocimiento a un mismo rey, bajo un sistema de relaciones bilaterales entre vasallos y señores en las que ambas partes adquirían obligaciones y derechos.

Estas características propias de la monarquía hispánica las podemos verificar desde el siglo XVI hasta el siglo XIX. Por ejemplo, en cuanto a la indeterminación terminológica de dicha monarquía, en tiempos de los reyes católicos, la Crónica de los señores Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel, escrita por su cronista Hernando de Pulgar, afirmaba lo siguiente:

Platicóse ansimesmo en el Consejo del Rey é de la Reyna, como se debian intitular: é como quiera que algunos de su consejo eran en voto, que se intitulasen Reyes de España, pues sucediendo en aquellos Reynos é señoríos de Aragon, eran señores de toda la mayor parte della: pero determinaron de no lo facer, é intituláronse en todas sus cartas de esta manera.

DON FERNANDO E DOÑA ISABEL por la gracia de Dios, Rey é Reyna de Castilla, de Leon, de Aragon, de Sicilia, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorcas, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdova, de Córcega, de Murcia, de Jaen, del Algarve, de Algecira, de Gibraltar, Conde, é Condesa de Barcelona, Señores de Vizcaya, é de Molina, Duques de Aténas, é de Neopatria, Condes de Ruisellon, é de Cerdania, Marqueses de Oran, é de Gociano, &c. (Pulgar, 1780, p.151)

Esta característica medieval, que podríamos considerar propia de los inicios de la monarquía hispánica a finales del siglo XV, se mantuvo intacta hasta el siglo XIX, como podemos verificar en una Real Cédula de Fernando VII, fechada en 1827, que dice así:

DON FERNANDO VII por la gracia de Dios, Rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Menorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarbes, de Algeciras, de Gibraltar, de las Islas de Canarias, de las Indias Orientales y Occidentales, Islas y Tierra-firme del mar Océano; Archiduque de Austria; Duque de Borgoña, de Brabante y de Milán; Conde de Abspurg, de Flandes, Tirol y Barcelona; Señor de Vizcaya y de Molina &c1.

Como afirma Tomás Pérez Vejo al respecto de la monarquía hispánica, «su organización política nunca se correspondió con lo que hoy entenderíamos como un imperio. La definición jurídica más precisa sería la de “monarquía compuesta”, un conglomerado de reinos, provincias y señoríos unidos por la común fidelidad al monarca. No estamos hablando de una nación española dueña de un imperio, sino de una realidad política diferente, anacional en sentido estricto, con lógicas de funcionamiento ajenas a lo nacional» (Pérez Vejo, 2019). Asimismo, Matthias Gloël afirma que

el monarca constituía el elemento central que conectaba a todos los territorios, a veces tan diferentes entre ellos. Era rey, príncipe o conde de cada uno de sus territorios, sin poseer un título que representara al conjunto de su monarquía, como por ejemplo rey de España o rey de Britania. También la lealtad de las personas se concentraba fundamentalmente en la persona del rey. Este dinastismo describe un tipo de lealtad personal hacia el monarca y muchas veces hacia la antigua dinastía y era el elemento central de unión para los territorios de una monarquía compuesta. (Gloël, 2014, p. 21).

Respecto a la inclusión de Hispanoamérica en esta monarquía de origen medieval, Maria Elvira Roca Barea afirma que

el estatuto jurídico del Nuevo Mundo es el de la unión real con la Corona de Castilla. Los nuevos territorios no pertenecen a Castilla, sino que están unidos a ella a través de la persona del rey y de los órganos gubernamentales que comparten. Por ejemplo, el Consejo de Estado, órgano creado por Carlos I en 1520 y diseñado para dirigir la política general y exterior. También comparten el Consejo de Hacienda y el Consejo de Guerra. Quiere decirse que, jurídicamente hablando, el Nuevo Mundo nunca fue colonia de España y que sus habitantes indígenas fueron tan súbditos de la Corona como lo eran los españoles peninsulares. (Roca Barea, 2016, p. 292)

El reino de Guatemala, como todos los reinos que conformaban la monarquía hispánica, solo existía en el contexto de la tradición hispana. Es decir, aunque fue frecuente, a partir de 1570, denominar a la jurisdicción de la Audiencia de Guatemala con el término genérico de reino de Guatemala, esto fue debido a la propia tradición hispana, en la cual, como afirma Domínguez Ortiz, la

diversidad regional castellana no tenía ninguna traducción en el terreno legal. Los reinos de Castilla, de León, de Jaén, de Córdoba, no existían más que en la tradición. Lo que había era ciudades que tenían voto en Cortes; unas eran cabeza de reino, otras no. (Anes, 1983, p. 208)

Esta misma afirmación pude ser aplicada al reino de Guatemala, que nunca existió legalmente pero sí lo hizo como elemento de la tradición hispana y en el contexto de la monarquía hispánica.

Al respecto de la condición que tuvo el reino de Guatemala (y del resto de Hispanoamérica) mientras estuvo vinculado a la monarquía hispánica, Maria Elvira Roca Barea es muy clara:

el uso de la palabra «colonia» que los franceses empleaban para referirse a los territorios de ultramar implica estatutos jurídicos diferenciados con respecto a la Francia europea y la conciencia política de que Francia y sus regiones ultramarinas eran dos realidades completamente distintas. Ese expansionismo se basa en la diferencia entre colonia y metrópoli, y es totalmente diferente del español. (Roca Barea, 2016, p.293)

Para esta historiadora, la monarquía hispánica se replicó a sí misma en América e integró territorios y poblaciones muy diversos bajo las mismas leyes, usos y costumbres castellanos.

Con base en la tradición hispana, el reino de Guatemala nunca perteneció o fue propiedad ni del Rey de Castilla ni del reino de Castilla. El único vínculo que unió al reino de Guatemala con la monarquía hispánica fue el hecho de que compartían, a través del pactismo, al mismo rey. Y no en calidad de propietario de dichas tierras sino, como hemos visto, en calidad de administrador, que podía perder esa potestad si actuaba en contra del pacto cristiano primigenio y del bien común del pueblo.

En este sentido, tanto las características políticas como religiosas del mundo hispano ayudaron a mantener este orden, que se prolongó hasta principios del siglo XIX, y en donde la libertad, pensada desde postulados cristianos y espirituales, garantizó una sólida defensa del pueblo hispano frente a cualquier intento por parte de los gobernantes de asumir un poder autoritario, absoluto o despótico, como sucedió en otras partes de Europa.

4. Diferencias entre la tradición hispana y la tradición galicana a finales del siglo XVIII

A finales del siglo XVIII, este tipo de libertad condicionada por el buen proceder cristiano de los gobernantes, propia del mundo hispano, era muy difícil de garantizar, sobre todo con el desarrollo de la Ilustración, del triunfo de la razón sobre la fe, y de la pérdida de influencia de la iglesia católica, tanto en el plano espiritual como en el terrenal, que se había producido en buena parte de Europa.

Así, países como Francia, en donde sus gobernantes ejercían su poder de manera despótica, sin contar con la aprobación del pueblo y sin atenerse a la moral cristiana, enarbolando los principios del despotismo ilustrado o racional, la libertad espiritual o cristiana fue sustituida, violentamente, por una libertad seglar que no dependiera de la moral cristiana del gobernante, sino que fuera garantizada, con carácter absoluto, por una constitución y por una ley que todos, sin excepción, debían aceptar y quedar supeditados a ella, incluido el propio gobernante. A partir de entonces, se esperaba, la libertad quedaría absolutamente garantizada y no dependería de la moral particular de uno u otro gobernante.

Por otro lado, en el caso del mundo hispano, donde la Ilustración y el desarrollo de la razón propios del siglo XVIII se desarrollaron muy vinculados con el cristianismo y con los valores fundamentales de la tradición hispana, como, por ejemplo, en Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811) o Francisco Javier Martínez Marina (1754-1833), siguió existiendo una fuerte presencia del cristianismo católico, lo suficientemente fuerte como para garantizar ese orden hispano que, desde el período tardoantiguo, era defensor de libertades políticas y civiles, del pactismo y del rechazo al tirano.

El punto de partida en el mundo hispano, profundamente católico a principios del siglo XIX, fue no cuestionarse la pervivencia del cristianismo católico como elemento vertebrador de todo orden estatal y, al mismo tiempo, garante de la libertad, dado que dicho catolicismo hispano sí había logrado evitar los excesos que el catolicismo galicano no había logrado evitar en Francia con unos gobernantes autoritarios y despóticos que actuaban al margen tanto del pueblo como de la moral cristiana. Por ello, al momento de crear los modernos estados nación hispanos, tanto en la península ibérica como en Hispanoamérica, uno de los elementos fundamentales tanto para mantener el orden como para garantizar la libertad, fue la defensa a ultranza del cristianismo católico, como podemos verificar tanto en la Constitución Política de la Monarquía Española de 1812, como en todas las actas hispanoamericanas posteriores, incluida, por supuesto, el acta centroamericana del 15 de septiembre de 1821.

Lejos de interpretarse como un elemento retrógrado, arcaico y conservador en comparación con la Revolución francesa, esta defensa del cristianismo católico por parte del mundo hispano, tanto en la península ibérica como en Hispanoamérica, a principios del siglo XIX, equivalía, a diferencia de lo sucedido en la Francia de Luis XVI o en la Francia revolucionaria, a la defensa de un orden que garantizaba una sólida libertad espiritual que se traducía, en la práctica, en la defensa de libertades políticas y civiles, y en el rechazo y resistencia legítimos por parte del pueblo hispano ante cualquier intento de autoritarismo o despotismo por parte de los gobernantes que no se ciñeran a la iustitia o a la pietas cristiana.

Podemos entender el radicalismo de los revolucionarios franceses, que comprobaron en sus carnes la escasa efectividad de unos valores cristianos que no sirvieron de freno y contrapeso a las pretensiones autoritarias y despóticas de sus gobernantes. De hecho, las autoridades eclesiásticas francesas se unieron con los gobernantes para mantener un orden autoritario y despótico de espaldas al pueblo. Por ello, en su radicalización, los franceses negaran el pasado como fuente de conocimiento, atacando tanto a los gobernantes despóticos y autoritarios como a la iglesia cristiana francesa, que había legitimado y participado de ese tipo de gobierno. Estos franceses revolucionarios consideraron que tenían la obligación moral de exportar estas ideas revolucionarias y radicales al resto de una Europa en idéntica situación a la suya. No obstante, la realidad política y religiosa del mundo hispano distaba mucho de ser igual a la realidad de Francia a finales del siglo XVIII. Por ello, los modernos estado nación hispanoamericanos que fueron surgiendo a lo largo del siglo XIX lo hicieron manteniendo la religión católica como uno de sus pilares fundamentales, no por conservadurismo o pensamiento retrógrado, sino por el respeto a la libertad que garantizaba dicha institución.

5. 1808: invasión napoleónica y resistencia hispana

En 1808, Napoleón invadió la península ibérica y obligó al rey legítimo de la monarquía hispánica a abdicar, nombrando a su hermano, José Bonaparte, nuevo rey. Cuando las noticias de lo ocurrido llegaron a Hispanoamérica, la primera reacción fue, al igual que hicieron los peninsulares, reunirse en juntas de gobierno para decidir qué hacer, libremente, con base en la tradición hispana. El rechazo generalizado de los súbditos hispanos a la política napoleónica no se hizo esperar. Rechazaron a José Bonaparte y reconocieron a su legítimo rey, Fernando VII, quien se encontraba en un exilio forzado. Tanto en Hispanoamérica como en la península ibérica surgieron, espontáneamente, juntas de gobierno, provinciales y regionales, que iniciaron la guerra con sus propios medios contra los franceses y que se consideraron depositarias de la legitimidad del poder ante la ausencia de su rey legítimo. Este punto resulta muy interesante porque nos demuestra que los súbditos hispanos conocían muy bien la tradición política hispana y, sobre todo, la reversión del poder al pueblo cristiano en caso de que el rey faltara o se convirtiera en tirano.

Las primeras semanas de resistencia hispana frente al invasor francés fueron caóticas, fragmentarias y sin grandes contactos entre juntas de gobierno, que se dedicaron a la defensa de su territorio particular por encima de mayores pretensiones. Como afirma Gérard Dufour, «para muchos, la defensa del territorio patrio se limitaba exclusivamente a la del propio reino del que eran naturales y no se hacía extensiva a toda España» (Dufour, 2010, p. 239). Este hecho fue totalmente análogo al que se desarrolló en Centroamérica y, en general, en toda Hispanoamérica. Así pues, en ausencia del rey legítimo, tanto los peninsulares como los hispanoamericanos debatieron libremente, en las Cortes de Cádiz, las nuevas condiciones de la monarquía hispánica, incluyendo los elementos propios de la época como el constitucionalismo moderno, y manteniendo elementos propios de la tradición hispana como el pactismo y el rechazo al tirano. Dichos debates dieron lugar a la Constitución Política de la Monarquía Española (popularmente conocida como Constitución de Cádiz), en 1812, la primera constitución moderna hispana que entró en vigor en Europa, América y Asía, continentes por los que se extendía la monarquía hispánica, a principios del siglo XIX.

No obstante, al poco de haber recuperado la corona Fernando VII, en 1814, y en alianza con importantes sectores tanto peninsulares como hispanoamericanos2, suspendió la Constitución de Cádiz. Al no respetar el rey legítimo el pacto firmado en Cádiz, en nombre del monarca y sus súbditos, se produjeron varios alzamientos en toda la monarquía, destacando los de Hispanoamérica, en donde varios territorios se negaron a reconocer, ahora, a Fernando VII como rey legítimo, por haberse convertido en un tirano en contra de la voluntad general del pueblo, manifestada en la Constitución de Cádiz. Fue así como comenzó, definitivamente, el proceso de desvinculación de Hispanoamérica, a partir de 1814, en el que confluyeron, sobre la base de la tradición hispana, la tradición anglosajona (que había dado lugar al sistema republicano federal de los Estados Unidos de América), y la tradición galicana de los revolucionarios franceses (que había dado lugar a la concepción de los estados máximos y centralizados).

6. Desvinculación frente a independencia en el mundo hispano

Estas particularidades propias de la monarquía hispánica nos llevan a plantearnos si realmente lo que sucedió a principios del siglo XIX, en Hispanoamérica, fue un proceso de independencia, o más bien un proceso de desvinculación. Por supuesto, el término independencia fue el más utilizado por sus contemporáneos, y el que más éxito ha gozado desde finales del siglo XVIII hasta nuestros días. Pero esto es debido a que, el concepto político moderno de independencia surgió con la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América (intitulada The unanimous declaration of the thirteen United States of America), en 1776. Desde entonces, el término independencia, como término político, se ha utilizado de manera indiscriminada para referirse a todo proceso que tenga un mínimo de elementos en común con lo ocurrido en Norteamérica. No obstante, para el caso hispanoamericano de principios del siglo XIX, podemos verificar que son más las diferencias que los elementos en común entre ambos procesos.

Como afirma Jaime Rodríguez,

la independencia hispanoamericana no consistió únicamente en la separación de la madre patria, como en el caso de Estados Unidos; también destruyó un vasto y receptivo sistema social, político y económico que funcionaba bien pese a sus muchas imperfecciones. La Monarquía española mundial había demostrado ser flexible y capaz de contener las tensiones sociales e intereses políticos y económicos encontrados durante casi 300 años. En la época posterior a la independencia se hizo evidente que, de manera individual, las antiguas partes de la Monarquía española se encontraban en desventaja competitiva. Es en ese sentido que la España decimonónica, al igual que su progenie americana, fue solo una nación más, recién independizada, buscando a ciegas un lugar en un mundo desconcertante y complicado. (Rodríguez Ordóñez, 2010, p. 707)

Asimismo, otro elemento clave y que aleja el proceso iniciado en Norteamérica del proceso iniciado en Hispanoamérica, es su propia concepción política, manifestada en las respectivas «actas de independencia». Así, en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América (1776) se afirmó que «tal ha sido el paciente sufrimiento de estas colonias; y tal es hoy la necesidad que las obliga a modificar sus anteriores sistemas de gobierno»3. En el Acta de Independencia de las Provincias Unidas en Sudamérica, indicaron, en cambio, que en el Congreso de las Provincias Unidas «fueron preguntados: ¿si querían que las Provincias de la Unión fuesen una Nación libre e independiente de los Reyes de España y su Metrópoli?»4 . En el Plan de Iguala, en México, se afirmó que «trescientos años hace, la América Septentrional, que está bajo la tutela de la nación más católica y piadosa, heroica y magnánima. La España la educó y engrandeció formando esas ciudades opulentas, esos pueblos hermosos, esas provincias y reinos dilatados que en la historia del universo van a ocupar un lugar muy distinguido»5. Por último, en el Acta del 15 de septiembre de 1821, en la ciudad de Guatemala, se afirmó que «siendo la independencia del Gobierno Español, la voluntad general del pueblo de Guatemala (…)» (Luján Muñoz, 1999, t.3, pp.427-439). Como vemos, mientras que en el caso de Norteamérica se hace referencia a su condición política de colonia, en el caso de los diferentes territorios hispanoamericanos, en ningún momento se hace mención del término colonia.

Con todo lo visto, nos parece más conveniente hablar de la desvinculación del reino de Guatemala, alejando este proceso del ocurrido en 1776 en Norteamérica. No obstante, como fuerte elemento propagandístico utilizado durante el proceso de desvinculación hispanoamericano, a principios del siglo XIX, el término independencia fue ampliamente utilizado por sus contemporáneos, en un intento por equiparar lo que estaba sucediendo en Hispanoamérica con lo que había sucedido en Norteamérica. Asimismo, entendemos que el término desvinculación manifiesta, de manera evidente, las particularidades propias de la monarquía hispánica y evidencia, al mismo tiempo, la condición política que poseyeron los territorios hispanoamericanos dentro de la misma, condición que difiere ampliamente del caso de las Trece Colonias respecto del reino de Gran Bretaña.

7. Fe y libertad en el reino de Guatemala: 15 de septiembre de 1821

Tras haber analizado la tradición hispana, desarrollada en la península ibérica desde el período tardoantiguo, pasando por la monarquía hispánica y, desde el siglo XVI, por Hispanoamérica hasta principios del siglo XIX, estamos en condiciones de analizar el acta centroamericana del 15 de septiembre de 1821 desde la perspectiva interna de dicha monarquía y no desde perspectivas foráneas o extranjeras, como ha solido hacer la historiografía desde el siglo XIX hasta nuestros días, enfatizando en las influencias anglosajonas y galicanas para explicar dichos procesos.

No fue necesario, en el caso de Hispanoamérica, esperar a la independencia de los Estados Unidos de América (1776), a la Revolución francesa (1789) o a la independencia de Haití (1804), para recibir esas influencias y justificar el proceso de desvinculación hispanoamericano como producto de dichas ideas. Como afirma rotundamente Jaime Rodríguez, «la independencia de Estados Unidos no influyó en los hispanoamericanos como para que éstos [sic] se separaran de la Monarquía» (Rodríguez Ordóñez, 2010, p. 696). En la monarquía hispánica ya existían, desde su mismo origen, las bases políticas e ideológicas para que un territorio se pudiera separar de esta monarquía compuesta de origen medieval de manera legítima, a través del pactismo, del rechazo al tirano y de la misma concepción de libertad cristiana. No hubo que esperar, en definitiva, a las ideas ilustradas anglosajonas y galicanas de finales del siglo XVIII para explicar lo que sucedió en Hispanoamérica a principios del siglo XIX, ya que toda Hispanoamérica operó bajo las ideas propias de la tradición hispana.

Por supuesto, no se trata de negar las influencias anglosajonas y galicanas en los procesos de desvinculación hispanoamericanos de principios del siglo XIX, que las hubo, se trata de desmitificar la excesiva importancia que les ha dado la historiografía a estas influencias extranjeras a la hora de explicar dichos procesos hispanoamericanos. La base sobre la que se sustentó todo el proceso fue la tradición hispana, tradición que aprendieron los hispanoamericanos, desde el siglo XVI, a través de los colegios y de las universidades creadas en América.

Para el caso concreto del reino de Guatemala, el acta del 15 de septiembre de 1821 evidencia que estamos ante un proceso originado e inspirado en la tradición hispana más que en las tradiciones anglosajonas o galicanas propias del siglo XIX. Comentemos, brevemente, los elementos que podemos identificar en el acta centroamericana del 15 de septiembre de 1821 y que son propios de la tradición hispana.

7.1. Fe: el catolicismo como máximo legitimador de las libertades hispanas

El acta centroamericana del 15 de septiembre de 1821 estableció, en su punto número 10, que

la Religión Católica, que hemos profesado en los siglos anteriores, y profesamos en los sucesivo, se conserve pura e inalterable, manteniendo vivo el espíritu de la religiosidad, que ha distinguido siempre a Guatemala, respetando a los ministros eclesiásticos seculares y regulares, y protegiéndoles en su persona y propiedades. (Luján Muñoz, 1999, t. 3, p. 427-439)

Verificamos, de este modo, el fuerte influjo de la tradición hispana en la Guatemala de 1821, donde se defendió a la institución católica como garante de un orden caracterizado por el respeto de libertades políticas y civiles junto al pactismo, el rechazo al tirano y la defensa de una concepción democrática del poder, exactamente igual que había hecho, nueve años antes, la Constitución Política de la Monarquía Española, promulgada por las Cortes Generales el 19 de marzo de 1808 y que estableció, en el capítulo segundo, artículo 12, que «la religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de qualquiera [sic] otra»6.

Si comparamos este proceder puramente hispano de Guatemala, en defensa de la institución católica, con el proceder de los revolucionarios franceses respecto de la misma iglesia católica, las evidencias son más que evidentes. Las primeras medidas revolucionarias contra la Iglesia católica fueron, fundamentalmente, de tipo patrimonial, iniciando el 4 de agosto de 1789 con la supresión de la jurisdicción y derechos señoriales junto a la supresión del diezmo, continuando el 2 de noviembre con un decreto por el cual todos los bienes eclesiásticos pasaban a manos de la nación francesa. Posteriormente, se dictaron otros decretos que establecían la enajenación de los bienes de la Iglesia y su venta para tratar de superar el déficit estatal francés. Finalmente, el 13 de febrero de 1790, un Decreto declaraba la abolición de la mayor parte de las órdenes religiosas en Francia. Pero si hay una actuación que destacó por encima de todas, en Francia, respecto de la Iglesia católica, fue la Constitución Civil del Clero, aprobada el 12 de julio de 1790 y promulgada por el rey Luis XVI el 24 de agosto de 1790. En palabras de Rafael García Pérez, la Constitución Civil del Clero «negaba al Papa la jurisdicción suprema sobre la Iglesia en Francia, negándole cualquier intervención tanto en la designación como en la investidura canónica de los obispos (que como tal desaparecía). El sistema de elección de obispos y sacerdotes sería el mismo utilizado para las asambleas departamentales y de los distritos, respectivamente. Antes de ser consagrados, los obispos debían prestar juramento ante los funcionarios municipales «de velar con esmero sobre los fieles de la diócesis que le ha sido confiada, de ser fiel a la nación, a la ley y al rey y de apoyar con todas sus fuerzas la Constitución decretada por la Asamblea Nacional y aceptada por el Rey» (García Pérez, 2016, p. 151). Con la ejecución de Luis XVI, en enero de 1793, la revolución entró, meses más tarde, en una etapa radical, violenta, anárquica y de terror estatal, que polarizó a los franceses en cuestiones políticas, económicas, sociales y religiosas.

Así pues, la conclusión a la que podemos llegar es que existían grandes diferencias entre la situación política y espiritual de Francia respecto de la monarquía hispánica a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX. En la monarquía hispánica, la tradición hispana del pactismo, del rechazo al tirano y de defensa de libertades políticas y civiles fue defendida, espiritualmente y desde sus orígenes, por la Iglesia católica, contribuyendo a mantener ese orden político propiamente hispano. Sin embargo, en Francia, a lo largo de la Edad Moderna, la tradición política galicana derivó en autoritarismo y despotismo civil por parte de los gobernantes, que terminó siendo sancionado por la Iglesia católica al reconocer que dichos gobernantes eran elegidos, directamente, por Dios y no por el pueblo, como sucedía en el ámbito hispano.

Por supuesto, la Revolución francesa pretendió acabar con un orden político y espiritual que distaban mucho del orden político y espiritual de la monarquía hispánica, aunque buena parte de la historiografía decimonónica, hasta nuestros días, haya tratado de presentar e interpretar a la monarquía hispánica desde postulados autoritarios, absolutistas, despóticos o carentes de libertad. Nada más lejos de la realidad. Muchos también han querido ver en la defensa hispana del catolicismo, a principios del siglo XIX y en oposición a los postulados de la Revolución francesa, una señal de atraso, de conservadurismo, de falta de libertad y de falta de iniciativa para acabar con una institución propia del antiguo régimen. Si el mundo hispano continuó defendiendo a la Iglesia católica a partir del siglo XIX, a diferencia de la Francia revolucionaria, fue por todo lo que esta institución le ofrecía dentro del marco de la tradición hispana propia de la monarquía hispánica, en donde el principio fundamental, a principios del siglo XIX, continuaba siendo fe y libertad.

7.2. Libertad: el pueblo como máximo legitimador del poder civil

En el acta centroamericana del 15 de septiembre de 1821 se manifiesta que la decisión de desvincularse de la monarquía hispánica reside en el pueblo, motivo central, originario y legitimador de todo poder civil en la tradición hispana. El documento dice así:

Siendo públicos e indudables los deseos de independencia del gobierno español que por escrito y de palabra ha manifestado el pueblo de esta capital (…), y oído el clamor de viva la independencia, que repetía de continuo el pueblo que se veía reunido en las calles, plaza, patio, corredores, y antesala de este Palacio se acordó (…). (Luján Muñoz, 1999, t.3, p. 427-439)

Esta importancia concedida al pueblo, en la tradición hispana, es lo que lleva a autores como León Gómez Rivas, especialista en el estudio de la escolástica hispana y su influencia en los procesos de desvinculación hispanoamericanos, a referirse a dichos principios hispanos como muy tempranas «teorías sobre el origen democrático del poder» (Gómez Rivas, 2021, p. 17). No olvidemos que esta tradición democrática del poder, en el mundo hispano, la podemos rastrear desde el período tardoantiguo de la península ibérica en figuras como Isidoro de Sevilla, para quien el poder reside siempre en el pueblo cristiano perfecto, pensamiento que lleva implícito el principio de libertad que recorre la Edad Media de la península ibérica y que, con la segunda escolástica de los siglos XVI y XVII, ya en tiempos de la monarquía hispánica, recibió un fuerte impulso intelectual de la mano de pensadores como Francisco de Vitoria, Fernando Vázquez de Menchaca, Juan de Mariana o Francisco Suárez, entre otros, contribuyendo a difundir dicho principio de libertad cristiana y democrática tanto en el mundo hispano como en el resto de una Europa orientaba, cada vez más, hacia el autoritarismo o despotismo de los gobernantes.

No obstante, el concepto de pueblo empleado en el acta centroamericana del 15 de septiembre de 1821 ha sido motivo de controversias desde ese mismo momento. Y esta controversia se debe, entre otros motivos, al hecho de que fue empleado desde una perspectiva hispana, una perspectiva amplia, incluyente y plural, frente al concepto de pueblo que terminó imponiéndose a partir del siglo XIX, vinculado al incipiente nacionalismo que interpreta el concepto de pueblo desde una perspectiva limitada, excluyente y singular.

Para poder comprender este punto relativo al concepto anacional de pueblo en el mundo hispano, previo al siglo XIX, se hace necesario analizar otra de las características fundamentales de la monarquía hispánica, la relativa a la construcción y significación de la identidad y de las diferentes identidades que se construyeron en su interior desde el siglo XVI hasta principios del siglo XIX. Esta característica, asimismo, está relacionada con la sociedad estamental propia de la monarquía hispánica y con las relaciones sociales de vasallaje y de pacto que conllevaba. En este sentido, Matthias Gloël, siguiendo a Franz Bosbach, afirma que

se aceptaba sin problemas un monarca o una dinastía que provenía de otro territorio y no se entendían tales relaciones como dependencia o subordinación. Solo en el siglo XIX con el pensamiento del estado nacional se solía interpretar estas relaciones como negativas y con falta de libertades. (Gloël, 2014, p. 21)

En la monarquía hispánica, como constructo anacional, las identidades se construían de manera diferente a como lo hacen en los estados-nación actuales, desde el siglo XIX. Lo más parecido, en la monarquía hispánica, al concepto político moderno de pueblo, asociado a una nación, fue el concepto de pueblo asociado a una patria, mucho más preciso y delimitado, ya que hacía alusión, únicamente, al lugar de nacimiento, sin consideraciones políticas o ideológicas. Para Mónica Quijada, la

patria aparece así, en la tradición hispánica, como una lealtad «filial», localizada y territorializada, y por ello más fácilmente instrumentalizable en un momento de ruptura del orden secular, de lo que permite la polivalencia del concepto de «nación». La lealtad a la patria, a la tierra donde se ha nacido, no es discutible; por añadidura, a diferencia de la «comunidad imaginada» [la nación], la patria es inmediata y corporizable en el entorno de lo conocido. (Quijada, 2003, p. 291)

Por su parte, John Elliott, respecto a la pluralidad de lealtades e identidades que podían desarrollarse, a la vez, en una sociedad de tipo estamental como la que nos ocupa, afirma que

el sentido de identidad que una comunidad tiene de sí misma no es ni estático ni uniforme. La fuerte lealtad a la comunidad natal (la patria del siglo XVI) no era incompatible de por sí con la ampliación de la lealtad a una comunidad mayor. (Elliott, 2010, p.40)

En esta misma línea se pronuncia Matthias Gloël, al afirmar que,

en cualquier caso, dicha lealtad no sería incompatible como más adelante en los estados nacionales del siglo XIX, de forma que por ejemplo un habitante de la ciudad de Tarragona podía ser tarraconense (ciudad), catalán (reino/principado), aragonés (corona) y español (monarquía), sin que estas lealtades causaran conflicto. (Gloël, 2014, p. 21)

Con el desarrollo del nacionalismo moderno, propio del XIX, inspirado en el radicalismo de los revolucionarios franceses, este concepto hispano de pueblo, amplio, incluyente, diverso y plural, fue sustituido por un concepto de pueblo mucho más reducido, excluyente, absoluto y singular, que condujo a multitud de conflictos en nombre de la nación y del pueblo que conformaba dicha nación, abstracta, excluyente y diferenciadora respecto del resto de naciones y pueblos. Es decir, a partir del siglo XIX se desarrolló, en contra de los principios hispanos, un concepto de nación y de pueblo que priorizó y enfatizó en las diferencias, dando lugar a políticas que tendieron a la separación y disgregación, frente a la integración propia de la monarquía hispánica desde el siglo XVI.

8. Conclusión

Una de las grandes conclusiones a las que llegamos es que todavía queda mucho por hacer respecto al estudio y análisis de la tradición hispana y su influencia en los procesos de desvinculación hispanoamericanos. Estudios monopolizados, todavía hoy, por las explicaciones que vinculan dichos procesos con la tradición anglosajona, propia de la independencia de los Estados Unidos de América, o con la tradición galicana, autoritaria y que desemboca, violentamente, en la Revolución francesa.

En este artículo nos hemos limitado a señalar ciertos aspectos fundamentales de esta tradición, propiamente hispana, para evidenciar que, en la monarquía hispánica, tanto los peninsulares como los hispanoamericanos contaron, desde el inicio, con las bases y fundamentos éticos, políticos y democráticos para poder separarse, legítimamente, de dicha monarquía cuando lo consideraran oportuno, con base en los principios de fe y libertad hispanas, del origen democrático del poder, del pactismo y del rechazo al tirano.

Asimismo, a la hora de analizar los procesos de desvinculación hispanoamericanos de principios del siglo XIX, se hace necesario un estudio pormenorizado de qué fue la monarquía hispánica y, sobre todo, cómo la entendieron sus propios contemporáneos, tanto en la península ibérica como en Hispanoamérica, con lógicas políticas, éticas y espirituales muy diferentes de las lógicas de los modernos estados-nación propios del XIX hasta nuestros días. Como mencionamos someramente, la monarquía hispánica funcionó y fue entendida por sus contemporáneos como una monarquía compuesta de origen medieval, con base en el sistema político, económico y social del antiguo régimen, y ajena a las lógicas de pensamiento nacional propias del siglo XIX en adelante. Solamente haciendo una correcta interpretación de qué fue la monarquía hispánica podremos hacer una correcta interpretación de qué y cómo fueron entendidos, por sus contemporáneos, los procesos de desvinculación hispanoamericanos, sin que interfiera en dichas interpretaciones ideas modernas o contemporáneas anacrónicas respecto de la monarquía hispánica entre el siglo XVI y principios del siglo XIX.

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Derechos de Autor (c) 2021 David Jaime Hernández Gutiérrez

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1 Real Cedula de S.M. y señores del Consejo por la cual se manda guardar y cumplir las Instrucciones insertas para la persecución y castigo de los malhechores que infestan los caminos del Reyno. Año de 1827. Reimpresa en Santiago en la oficina de Pascual Arza. Digitalizado por la Universidad de Santiago de Compostela y disponible en: https://minerva.usc.es/xmlui/bitstream/handle/10347/9108/b12186612.pdf?sequence=1 (consultado el 28/10/2021).

2 El manifiesto en el que varios de los diputados de las Cortes de Cádiz solicitaron, a Fernando VII, el regreso del sistema absolutista se conoce como Manifiesto de los Persas. De los 69 diputados que lo firmaron, diez lo hicieron por parte de Hispanoamérica, pero ninguno de los diputados centroamericanos firmó dicho documento.

3 La Declaración de Independencia y la constitución de los Estados Unidos de América, Cato Institute, https://www.elcato.org/sites/default/files/la-declaracion-de-independencia-libro-electronico.pdf, 2003, p.

4 Acta de la independencia de las Provincias Unidas en Sud-América: Tucumán 1816, Revista Teología, , https://repositorio.uca.edu.ar/handle/123456789/6925, tomo 53, n. 120, 2016.

5 Plan de Iguala, Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, https://constitucion1917.gob.mx/work/models/Constitucion1917/Resource/263/1/images/Independencia18.pdf, 2017.

6 Constitución Política de la Monarquía Española, disponible en: http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/constitucion-politica-de-la-monarquia-espanola-promulgada-en-cadiz-a-19-de-marzo-de-1812-precedida-de-un-discurso-preliminar-leido-en-las-cortes-al-presentar-la-comision-de-constitucion-el-proyecto-de-ella--0/html/ (consultado el 28/10/2021).